CAPÍTULO 14

Cuando zarpamos en la barcaza hacia Novae, había desaparecido el hielo de los árboles de la ribera que ya comenzaban a brotar. Como el Danuvius discurría cerca de mis propiedades, antes de llegar a la ciudad desembarcamos allá y alojé al príncipe en mi finca, diciéndole:

—Acomódate a tus anchas mientras yo voy a ver dónde está acampado tu real padre.

Los criados me recibieron con grandes muestras de alegría después de tanto tiempo lejos y sus mujeres acogieron encantadas y maternales al pequeño fráuja que les encomendaba, y el propio Frido profirió exclamaciones de asombro al ver que mi casa era más grande que el palacio en que él había crecido; le dejé instalado en sus aposentos y, sin bañarme ni cambiarme de ropa, cabalgué sin detenerme hasta el palacio de Teodorico.

Pensaba que el rey pudiera estar con sus tropas, pero el anciano Costula, dándome alborozado la bienvenida, me dijo que se hallaba en palacio e inmediatamente me condujo a su presencia. Encontré a mi amigo con mejor aspecto regio que nunca; le vi más robusto —de músculos, no de grasa—, la barba se le había espesado y parecía más tranquilo. Lo que no impidió que nos abrazásemos con afecto, saludándonos e inquiriendo mutuamente por nuestra salud. Luego, me dijo así:

—Saio Thorn, he seguido tu consejo y no he librado batalla, pero te confieso que me impacienta esta espera. Habría preferido caer sobre el enemigo sin darle oportunidad alguna de elegir lugar y fecha.

—Ahora podrás hacerlo —dije yo, explicándole el arma que había traído y lo que le aconsejaba hacer—. El muchacho cree que le voy a llevar con su padre, y, en cierto modo, eso voy a hacer. Empero, comprendo que mi plan tal vez resulte en que no haya combate, lo cual puede que te desagrade! Recuerdo muy bien que decías que no te preocupa buscar la paz, sino mith blotha.

Toedorico sonrió al evocarle aquel recuerdo y me sorprendió al verle menear la cabeza.

—Sí que solía hablar gustoso de sangre, ja, cuando era un guerrero entre guerreros, pero, ahora que soy rey, cada vez comprendo mejor lo conveniente que es no desperdiciar inútilmente soldados. A ellos puede desagradarles, pero no pienso renunciar a la estrategia de obtener una victoria incruenta y rápida. Thorn, te doy mi enhorabuena de todo corazón y mis sinceras gracias por traernos el arma con la cual lograrlo. —¿Dónde está ahora Estrabón? —inquirí. —En la otra orilla del Danuvius, a un día de caballo en dirección norte, cerca del pueblo llamado Romula. Según mis speculatores, ha puesto a Romula bajo tributo para que le aprovisionen de vituallas y se surte de agua de un río cercano; durante el tiempo que tú has estado por esos mundos ha ido reuniendo tropas de sus antiguos partidarios o de los que siempre han estado con él; restos de los sármatas a quienes derrotamos tiempo ha y otras nacionalidades, tribus dispersas de gau o de sibja a las que ha convencido para que entren en sus ambiciosos planes de grandeza. Sus tropas más numerosas, como debes saber, son los rugios del ambicioso Feva —hizo una pausa para reír—. Pese a todo, tengo que reconocer que mi primo Triarius tiene su mérito, pues, aun mutilado como está y reducido a la condicióm de cerdo, ha logrado convencer a toda esa chusma sin dejarse ver.

—Y evidentemente, sin que ninguno se diera cuenta de que la empresa está condenada —añadí yo—. Estrabón lleva las de perder, pues, aparte de tu ejército, podrías lanzar sobre él todas las legiones de las fortalezas del río.

—Desde luego. Y el emperador Zenón me ha ofrecido otras tantas del imperio oriental. Ja, mi primo sabe muy bien que ésta es su última baza, por eso no ha lanzado aún el ataque. Espera que por el simple hecho de complicar la situación y amenazar más esta vez, pueda obtener concesiones. Un territorio para los ostrogodos que le siguen siendo fieles, una porción de poder, y nada para esos aliados suyos, sin que le preocupe su decepción después de haberse valido de ellos. Teodorico volvió a reír y me dio una amigable palmada en la espalda.

—¡Bien, vamos a desbaratar sus planes! —dijo, abandonando el salón del trono y dando órdenes a un paje.

Al poco llegaron los comandantes militares, algunos de los cuales yo ya conocía, y a quienes el rey dio someras instrucciones.

—Pitzias, comienza a pasar las tropas al otro lado del Danuvius. Ibba, que tus centuriones dispongan las tropas en orden de combate a tiro de arco de Romula. El enemigo se apresurará a formar también en orden de combate, por lo que tú, Herduico, tomarás bandera blanca para comunicar a Estrabón que deseo parlamentar antes de entablar batalla. Dile que asista también el rey Feva. Yo y mis mariscales Soas y Thorn estaremos en las afueras de Romula antes de que todo esté dispuesto. Id y cumplidlo. ¡Habái ita swe!

Todos saludaron gallardamente y abandonaron el salón, al tiempo que Teodorico me decía:

—No quiero entretenerte, Thorn. Sé que estarás deseando sumergirte en una terma caliente y cambiarte de ropa; pero tengo ganas de oír el resultado de tu misión histórica. Ven esta noche a nahtamats y charlaremos tranquilos. Trae al príncipe Frido, si quieres.

—Ne, no confundamos al niño. Él cree que he ido a ver a Teodorico Estrabón, y difícilmente puedes hacerte pasar por él sin hacerte el bizco. Frido está contento en mi casa, bien servido y bien protegido. Con tu permiso, le mantendré alojado allí hasta que salgamos para Romula.

Regresé a mi finca y el resto del día lo pasé deleitándome en un baño caliente, luego vestí mis mejores galas de Thorn y, camino de palacio, me detuve en mi casa de Novae para asegurarme de que seguía intacta y dejar en ella las pertenencias de Veleda que había transportado por todo el continente.

En el triclinium de palacio, con una comida tan excelente como el vino, conté a Teodorico mis aventuras desde el día de mi marcha. Le relaté la verdad en términos generales, por mucho que contradijese las antiguas canciones y otros encarecidos mitos, leyendas y fábulas. Empero, para no propiciar demasiadas preguntas por su parte, resumí lo más posible los motivos por los que un tal Thor se me había unido inesperadamente procedente de las tierras de los visigodos, e igualmente abrevié las circunstancias por las que esa persona y la cosmeta palaciega Swanilda, se «habían enemistado»; le hablé de las gentes que había encontrado, de los nombres de los pueblos poco conocidos de los que había tenido noticía o había visto, y le relaté todas las curiosas costumbres y hábitos que me habían contado o que yo mismo había presenciado.

—En cuanto a nuestra historia, la de los godos, parece que se remonta a las nieblas de los tiempos, cuando la antigua familia de los dioses, llamada el Aesir, designó a uno de sus miembros para engendrar a los pueblos germánicos. Éste fue Gaut, desde luego menos que un dios, pero más que un rey; de las numerosas naciones que de él descienden sólo los godos han conservado su nombre, aunque también perdura en los vocablos que significan «bueno» en los dialectos del antiguo lenguaje.

—Pues es cierto —musitó Teodorico, agradablemente sorprendido—. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—El primer nombre de mortal que he localizado en la historia de los godos —proseguí— es el del rey Berig, que mandó los barcos que trajeron a los godos desde Gutalandia. Luego, después de establecerse en las tierras del golfo Véndico, no sé cuanto tiempo, fue el rey Filimer quien inició la larga migración hacia el sur, atravesando el continente. Por experiencia y por las observaciones que he hecho, puedo decirte una cosa, Teodorico. He visto la isla de Gutalandia y la costa del Ámbar y las demás tierras en que vivieron o se detuvieron los godos, y puedo afirmar que entiendo por qué dejaron o no se quedaron mucho tiempo en ellas. Me alegra de todo corazón —y tú también debes congratularte— de que nuestros antepasados fuesen expulsados de las bocas del Danuvius, pese a que debieron encontrar bastante habitables esas marismas; lo cierto es que esa región les gustaba tanto que se volvieron blandos, complacientes y apáticos. Por eso, según me dijeron —y lo creo—, los hunos les hicieron un gran favor obligándoles a dejar aquellas tierras del mar Negro antes de que se hubiesen extinguido por decadencia como los escitas, o degenerasen en una raza de mercaderes sin relevancia.

—Estoy de acuerdo —dijo Teodorico, alzando su copa y dando un buen trago.

—Volviendo a la secuencia de reyes —dije yo—, a partir de Filimer existe una notable confusión de nombres, fechas y orden sucesorio —conforme hablaba, iba consultando las notas que había tomado durante el viaje, pues había llevado a palacio los pergaminos, tablillas de cera y hasta las hojas de árbol en que había ido recopilando los datos—. Para empezar, la lista de reyes la he hecho al revés, por así decir, pues conforme viajaba hacia el norte retrocedía en el tiempo.

Le leí los numerosos nombres y él asintió con la cabeza al escuchar algunos, pero en casi todos arqueaba las cejas, dando a entender que era la primera vez que los oía.

—De vez en cuando —comenté—, se reconoce un nombre visigodo o gépido. Uffo, que sería un gépido, y Hunuil, que sería un visigodo. Otros son claramente ostrogodos, como Amal el Afortunado y Ostrogothe el Paciente. Pero hay muchos que son difíciles de identificar, y aún no he podido establecer en qué momento de la historia se produce en el linaje amalo la divergencia de las ramas que constituyen tu familia y la de Estrabón... ni tampoco la de la familia de la despótica y dentona reina Giso.

—Comprendo lo difícil que es —dijo Teodorico—. Realmente no se pueden confirmar esos nombres y reinados hasta la historia más reciente.

—Ja —dije yo—, hasta que llegamos a ese rey Ermanareikhs a quien daban el sobrenombre godo equivalente al de Alejandro Magno. Si realmente se suicidó desesperado por haber sido expulsado de sus tierras por los hunos, debió ser hacia el año 375 de la era cristiana.

—Le comparaban con Alejandro, ¿eh? —musitó Teodorico.

—Sí que debió ser grande —dije yo— y vivir muchos años, tal como me dijeron. Pero no pudo ser el rey que asentó a los godos en las bocas del Danuvius, pues, al menos un siglo antes del reinado de Ermanareikhs, los godos eran ya el terror del mar Negro, y empleaban a los navegantes cimerios —el pueblo que ahora se llama alano— para que los llevaran en sus expediciones de pillaje. Y, por cierto, aquellos godos piratas solían enviar un conciso mensaje a las ciudades antes de atacar: «Tributo o guerra.»

— !Aj, es admirable! —exclamó Teodorico—. Fácil de comunicar en cualquier lenguaje e imposible de llamar a engaño. Espero tener la ocasión de utilizarlo. Thorn, gracias por indicármelo.

—Me congratula que me lo contaran —dije yo—. Bien, siguiendo con la historia... dos reyes después de Ermanareikhs, llegamos a tu bisabuelo Widereikhs, conquistador de los vendos. Y a partir de ahí está bien atestiguada la línea sucesoria. Después de él, tu abuelo Wandalar, vencedor de los vándalos. Y luego, tu padre y tu tío, los dos reyes hermanos —añadí, comenzando a recoger mis notas—. Bien, en cuanto tenga tiempo, pondré en orden todo lo que he recopilado y haré cuanto pueda por redactar una historia comprensible y exacta para establecer tu linaje hasta tu nueva hija, Thiudagotha, la del pueblo godo.

—Ya no tan nueva —dijo Teodorico, risueño—. La del pueblo godo ya camina bastante bien y charla por los codos. —Pues compilaré para ella un linaje ilustre, y, como dijiste que deseabas un árbol genealógico que posibiltara alianzas matrimoniales con las casas reales más distinguidas, trazaré las ramas de modo que tú y tus hijas seáis descendientes directos de ese Ermanareikhs a quien se comparaba con Alejandro Magno.

—Eso mejorará las posibilidades de matrimonio, ja —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Pero antes —añadió con solemnidad rara en él— espero obtener un auknamo honorable propio. No me gustaría ser uno de esos residuos de una familia otrora famosa, que no acomete empresa alguna y sólo puede hacer alarde de alcurnia.

Y yo añadí con igual solemnidad, pues lo había previsto antes que él:

—Honrarás a Ermanareikhs como antepasado tuyo. Con el tiempo, en el otro mundo, podrá congratularse de haber contado con el gran Teodorico entre su progenie.

—Guth wiljis, habái ita swe —dijo mi rey, dirigiéndome una sonrisa afectuosa—. Así será si Dios quiere.

Me despedí y regresé a mi casa de campo a aguardar que nos llamase a mí y a Frido para parlamentar con Estrabón; podría haberme quedado en palacio, pero quise dormir bajo mi propio techo, dado que no consideraba terminada del todo mi misión. Desde la noche en que había escapado de las walis–karja, dejando en sus manos los restos de mi amante mannamavi, había rondado mi cabeza una idea. ¿Volvería alguna vez, después de Thor y Genovefa, a tener satisfacción en brazos de un hombre o una mujer como tales? En aquella mi primera noche en casa, encontraría la respuesta, cuando menos a la mitad de la pregunta, por obra de una de mis esclavas.

Bien, me dijeron que la sueva rubia y de tez clara llamada Renata, durante mi larga ausencia, se había casado con uno de mis jóvenes esclavos, por lo que gentilmente me abstuve de ejercer mis derechos de propietario sobre ella y recurrí a los favores de la alana morena Naranj, cuyo esposo siempre había tenido a orgullo dejársela a su fráuja; para mi deleite, y gracias a la completa colaboración de la mujer, volví a descubrir que no son realmente necesarias —a la vez y en un solo lecho— todas las variantes de abrazos, besos y acoplamientos en que yo me había enviciado; me alegré de volver a descubrir que, aunque hay limitaciones físicas a las maneras en que una hembra puede dar placer y gozar, éstas no son menos variadas y deleitables. Luego, a la noche siguiente —cuando, vestida como Veleda, llevé a mi casa de Novae a un joven viajante de comercio bien parecido que había conocido en la plaza del mercado— viví la delicia de volver a descubrir que lo mismo es también cierto en la cópula con un amante varón.

Cinco o seis días después, cerca del pueblo llamado Romula, me hallaba montado en Velox, en perfecto atavío de guerra, mirando a la otra orilla de un riachuelo. El príncipe Frido, sin armas ni coraza, se encontraba a mi lado y detrás de ambos un fuerte contingente del ejército de Teodorico. A lo lejos, en la otra orilla, aguardaban también las tropas de Estrabón; fijaban su atención, igual que nosotros, en la desierta islita del centro del río, en la que Estrabón había estipulado se encontrasen los parlamentarios. Eran ocho, aunque sólo se veían siete.

De los nuestros, habían cruzado las poco profundas aguas el rey Teodorico y el saio Soas, y del bando contrario habían acudido el rey Feva a caballo y Estrabón en litera, a mano de cuatro porteadores; era evidente que el hombre–cerdo había insistido en que el encuentro tuviese lugar en la isla para que ni sus hombres ni los nuestros pudiesen ver que sólo asomaba su cabeza por las cortinas de la litera, postura escasamente digna para un comandante.

—¿Ves a tu padre entre ellos? —pregunté a Frido.

—¡Ja, ja! —exclamó él, saltando alegre en la silla del caballo.

—Ne, no le llames ni saludes —me apresuré a decirle—. No tardarás en estar con él. De momento, guardemos silencio como los demás.

El muchacho lo hizo sin rechistar, pero se le notaba algo perplejo, pues desde nuestra llegada a Novae había esperado reunirse con él, cosa comprensible. Ni yo ni ninguno de mis criados le habíamos dicho que yo servía a Teodorico ni que él era un rehén en poder de mi rey; para llegar a Romula, él y yo habíamos cabalgado en retaguardia de la columna de centurias de Teodorico, por lo que el pequeño no sabía que estaba en aquel lugar con el ejército que iba a enfrentarse a su propio padre. Y en aquel momento ignoraba los términos de los parlamentos de la islita ni quiénes intervenían de ambos bandos.

Todos los soldados guardaban silencio y hacíamos cuanto podíamos por evitar que los caballos relinchasen y que nuestras armas y armaduras hicieran ruido; escuchábamos lo que se decían Teodorico y Estrabón, porque éste hablaba sin recatarse con aquel vozarrón ronco que tan bien conocía yo. Era evidente que esperaba animar a sus tropas y desanimar a las nuestras haciendo oír las invectivas y acusaciones que vociferaba a Teodorico.

—¡Primo renegado, detestable Amalo! ¡Has convertido en aduladores a los altivos ostrogodos! ¡Bajo tu flaccida bandera no hacen sino imitar a los romanos! ¡Se han convertido en lameculos del emperador Zenón, vendiendo su independencia por unas migajas de la mesa imperial!

Frido se inclinó a hacerme una pregunta en voz baja.

—Ese hombre de la litera, que da esos gritos, ¿es Triarius el aliado de mi padre?

Asentí con la cabeza y el niño volvió a guardar silencio, menos perplejo pero no muy complacido de que su padre tuviese semejante aliado.

—¡Compatriotas —bramaba Estrabón—, os invito, os insto, os conmino a que os unáis a mí y os sacudáis el yugo romano! ¡Acabad con el reinado de nuestro traidor primo!

Durante un rato, Teodorico no hizo más que permanecer sentado pacientemente en su caballo, dejando que aquella cabeza que asomaba por las cortinas de la litera siguiese vociferando, de tal modo que el propio Estrabón podía comprobar el poco efecto que surtía la arenga en sus paisanos de nuestro bando. La voz del cerdo iba perdiendo potencia y se debilitaba, pero él porfiaba:

—¡Hermanos ostrogodos! ¡Compañeros rugios! ¡Hermanos y aliados! Seguidme al combate para que...

En aquel momento intervino Teodorico, con voz que todos pudieron oír:

—¡Slaváith, nithjis! ¡Calla, primo! ¡Ahora voy a hablar yo! —pero no se dirigió a Estrabón ni a los ejércitos a la expectativa, sino al jinete que estaba junto a la litera—. Feva, ¿tienes buena vista? —el hombre dio un leve respingo en la silla sorprendido, pero se le vio asentir con la cabeza cubierta por el yelmo—. ¡Pues mira hacia allá! —añadió Teodorico, señalando hacia nosotros.

—Álzate en la silla, Frido —dije yo al príncipe en el momento en que su padre dirigía la vista hacia nosotros, pero el niño hizo algo mejor; con los estribos de cuerda que yo le había ayudado a hacer, podía ponerse en pie para que se le viera del todo y, entusiasmado, agitó la mano y gritó con todas las fuerzas que le permitía su voz infantil: «¡Háils, fadar!»

El caballo del rey Feva dio un paso adelante tan sorprendido como su jinete. A continuación vimos que en la isleta se formaba un revuelo y todos se arremolinaban en conciliábulo, pero ahora no se oía lo que decían. Los tres jinetes —Teodorico, Soas y Feva— no hacían más que señalar hacia donde yo estaba con Frido, hacia Estrabón y hacia sus tropas; Feva cabalgaba de arriba a abajo en el reducido espacio de la isleta, junto a Teodorico y Soas, hablando con ellos con elocuentes ademanes, y, a continuación, se acercó a la litera a consultar con Estrabón. El cerdo sin duda también habría gesticulado de haber podido, pero únicamente se notaba una agitación de la litera por el peso de su cuerpo convulso.

El revuelo prosiguió un rato, para cesar cuando el rey Feva alzó las manos en gesto de resignación, dejó de parlamentar y, tirando de las riendas del caballo, cruzó las aguas hasta la orilla y se dirigió hacia el flanco izquierdo del expectante ejército. Allí, gesticuló algo más, gritando órdenes que no pude oír y una gran parte de las primeras filas de tropas —con toda evidencia sus rugios— bajaron las armas en señal de tregua; los jinetes desmontaron, los lanceros situaron la punta de la lanza hacia el suelo y los infantes envainaron la espada. Su actitud causó consternación en el resto de las tropas, se organizó un tumulto y los estandartes de los signifers comenzaron a bambolearse en medio del murmullo, cada vez más fuerte y furioso, de los soldados enfrentándose entre sí.

Aquella consternación no fue nada comparada con la de Estrabón; ahora se notaba que daba botes dentro de la litera, que daba fuertes sacudidas a hombros de los porteadores, obligados a una especie de baile para impedir que cayera. Teodorico y Soas seguían impávidos en sus respectivas sillas mirando el espectáculo. Oí por última vez la voz de Estrabón bramando: «¡Regresamos!», y los porteadores, con paso vacilante, dieron media vuelta y cruzaron las aguas con la litera, zarandeada por los furiosos movimientos del inválido.

—¿No voy a ver la guerra? —me preguntó Frido con voz doliente.

—Hoy no —contesté, sonriéndole—. Ésta la has ganado tú. Y en aquel momento se produjo el acontecimiento último de aquella jornada, el que los historiadores aún reseñan con espanto. Estrabón seguía agitándose tan furiosamente dentro de la litera, que los porteadores a duras penas podían salvar la cuestecilla de la ribera, cuando unos lanceros de las primeras filas de su ejército se acercaron a ayudarles; justo entonces, la litera dio un bandazo tan violento que Estrabón salió volando por las cortinillas, pudiendo ver todos que no era más que un grueso torso con una túnica corta de la que sobresalían una cabeza barbuda y cuatro muñones que se debatían impotentes. En aquel momento parecía un auténtico cerdo colgado en un tenderete de carnicero.

Los libros de historia actuales apenas mencionan los acontecimientos de aquel reinado tiránico y atroz de Thiudereikhs Triarius, llamado Estrabón, pero sí que relatan cómo —después de sobrevivir a muchos de sus enemigos, salir ileso de muchas batallas y recuperarse de la grave mutilación que habría debido acabar con él— moriría finalmente en un accidente ignominioso, pues cayó sobre la punta de la lanza de uno de los soldados que acudían a ayudarle. El lancero se tambaleó al sentir aquel peso y sus compañeros se apresuraron a sostenerle la lanza. Así, la visión postrera que tuve de Estrabón fue la de un torso empalado y convulso que rápidamente venció con su peso a la lanza, cayendo a tierra entre los pies de sus leales.

Aquella noche, en la tienda de Teodorico, entre copas de vino, el rey y Soas comentaron lo acaecido aquel día.

Soas meneaba con pesimismo su cabeza gris y decía:

—Es evidente que Estrabón no buscó deliberadamente la indigna muerte que ha tenido, pero bien podía haberlo hecho después de la doble humillación de tener que renunciar al combate y ver a su principal aliado desertar ante sus tropas.

—Ja, estaba acabado y lo sabía —dijo Teodorico—. De todos modos, me alegra que el mundo se haya librado de él. Era una mancha en el recuerdo de mi lamentada hermana Amalamena; espero que ella y la mujer que tan heroicamente asumió su papel en las garras de Estrabón, así como sus otras víctimas, estén satisfechas con el fin que ha tenido. —Estoy seguro —musité yo, sabiendo que una de ellas lo estaba, por ser yo mismo.

—Ahora que Estrabón ya no existe —añadió Soas—, no hay día que sus intransigentes y desesperados ostrogodos no crucen el río para unirse a nosotros, y sus otros aliados, esa chusma de tribus estirias y sármatas, se esfuman.

—Y otra noticia aún mejor —terció Teodorico—. En lugar de regresar directamente a su país con sus tropas, el rey Feva se ha ofrecido a ponerlas a mi disposición.

—Feva no debe sentirse muy animado de volver con la reina Giso —dije yo, sarcástico—. Y no se lo reprocho. Por cierto, aún no he visto a Feva más que de lejos. ¿Es cierto que tiene una nariz más pequeña de lo normal?

—¿Cómo? —exclamaron los dos, mirándome perplejos. —Bueno, es un rugió —añadió Teodorico—. Difícilmente puede tener una imponente nariz romana. ¿Por qué diablos preguntas eso?

Me eché a reír y les conté la buena disposición de la reina Giso por cortejar con Maghib, debido a su gran nariz armenia, imaginando que era indicio de su buena dotación viril. Los dos se echaron a reír y Teodorico dijo: —No sé por qué perdura ese viejo mito que la mayoría de las veces resulta una falacia.

El viejo Soas se rascó la barba y añadió pensativo: —Por otro lado, si miramos el otro sexo, yo siempre he comprobado que la boca de una mujer es una indicación verídica de cómo son sus partes sexuales; una boca grande es signo de un kunte de buen tamaño, y cuanto más ancha, holgada y húmeda es, otro tanto lo son sus partes bajas. Y una mujer de boquita ceñida como un capullo siempre tiene una abertura igual abajo.

Me quedé mirando al mariscal, resultándome algo difícil imaginarle de joven y con harta experiencia en bocas femeninas, pero Teodorico asintió con la cabeza y confirmó muy serio lo que el anciano decía.

—Ja, la similitud entre las dos aberturas de la mujer no es ninguna falacia. Por eso en muchos países de oriente obligan a las mujeres a taparse la faz en público y no mostrar más que los ojos. A los hombres no les gusta que otros midan lascivamente a sus mujeres, como si dijéramos. Soas volvió a asentir con la cabeza y dijo:

—Es corriente que un hombre busque mujeres de boca pequeña, por lo deliciosamente cerrado y apretado que es su kunte, lo que sucede es que el hombre sabe también que esas mujeres son cerradas y de carácter ruin. Un hombre debe librarse muy mucho de caer en manos de una mujer de boca pequeña y estrecha de caderas, por su gran perversidad.

—Cierto, cierto —comentó Teodorico—. Aj, bueno, para elegir a una mujer por simple diversión, lo mejor es seguir una regla sencilla y buscar las que tengan el collar de Venus. Pues, aunque no sea de bello semblante, de hermosa figura y buen carácter, y por muchas ganas que tenga de deshacerse de ella al día siguiente, resultará una fantástica compañera de lecho.

Era evidente que Teodorico y Soas habían dado en hablar de aquel frivolo tema por el simple hecho de que, por una vez, les complacía tratar de algo divertido y no de los sesudos problemas de estado y estrategia. Empero, yo les hice volver a la realidad, comentando:

—Me satisface saber, aunque no deja de sorprenderme, que el rey Feva se haya aliado tan fácilmente a nosotros, pues habría creído que le enfurecería ver que teníamos a su hijo de rehén.

—Ne —contestó Teodorico—. Por lo visto, le complació hallarle de improviso en estas tierras lejanas y ver que estaba bien cuidado. Además, Thorn, creo que sucede lo que tú imaginabas. Hasta que Feva no llegó aquí no comprendió claramente que Estrabón era un pretendiente capaz de usurpar el trono y, lo que es peor, que tenía muy pocas posibilidades de lograrlo.

—Bien —gruñó Soas, que volvía a su papel de mariscal sobrio y sentencioso—. Por las tropas de Feva, Estrabón debió de prometerle la mitad de vuestro reino. ¿Qué vais a prometerle por el uso de ese mismo ejército? ¿O qué pide Feva?

—Nada —contestó Teodorico animado—, salvo que él y sus hombres compartan lo que podamos ganar en batalla bajo mi mando.

—¿Ganar, dónde y qué? —inquirí yo—. ¿De quién vas a ganarlo? Estrabón era tu solo adversario y la única amenaza para el emperador Zenón. Con su derrota no se obtiene botín ni tierras que repartir. Cierto que en el futuro pueda haber otras insurrecciones de poca monta que aplastar, pero no creo que den muchas riquezas. No hay ningún rey ni nación con los que se pueda entrar en guerra beneficiosa, y no veo yo...

—Olvidas que Zenón ya hace años que se resiente de una aflicción crónica —me interrumpió Teodorico—. Y espero que me pida que yo ponga remedio.

—¿A quién o a qué te refieres?

—Vamos, vamos, Thorn —me replicó con malicia—. Tú mismo aludiste muchas veces al difunto Estrabón a propósito de esa persona. Y tú, Soas, le conoces.

Los dos mariscales nos miramos, y Teodorico nos sonrió al tiempo que comprendíamos lo que quería decir.

—«Aúdawakrs» —musité yo.

—«Odoacer Rex» —dijo Soas.

Y los dos, llenos de admiración, pronunciamos el sonoro nombre: «Roma.»