CAPÍTULO 5

Cuando a la mañana siguiente emprendimos el regreso, Maggot fue trotando entre mi caballo y el de Swanilda, hablando todo el tiempo y paliando el tedio de la travesía de la herbosa llanura. Durante un rato, su charla se redujo a mero comadreo sobre los variopintos habitantes de Noviodunum, pero, finalmente, como era de esperar, abordó el tema de viajes futuros.

—¿A dónde os dirigís a continuación, fráuja?

—Después de hacerle a Meirus unas preguntas, descansaremos en el pandokheíon una o dos noches y, luego, recogeremos el bagaje que hemos dejado allí y nos encaminaremos al norte, hacia las tierras de Sarmatia. Todos los testimonios señalan que fue de allí de donde vinieron los primitivos godos.

—¿Y después iréis a la costa del Ámbar?

—No he olvidado tu nariz, Maggot —contesté, riendo.

—¿Su nariz? —inquirió Swanilda perpleja.

Como ella desconocía las ambiciones del armenio, la puse al corriente.

—Buscar ámbar —le dijo a Maggot— es una ocupación mucho más noble que buscar barro, pero ¿no se apenará tu fráuja Meirus cuando le digas que le dejas?

—Más bien se pondrá furioso, señora —contestó el armenio—. Y dudo mucho que siquiera tenga que decirle palabra. Meirus es lo que en mi idioma se llama un wardapet y en su lengua un khazzen, un adivino.

A decir verdad, cuando llegamos a la ciudad poco después del atardecer y fuimos al almacén de Meirus, el grueso judío estaba en la puerta como esperándonos. Nos dirigió a Swanilda y a mí un breve «haíls», y dio unas bonachonas palmadas en la espalda al armenio, diciéndole con voz meliflua:

—Me alegro de que hayas vuelto, muchacho. He echado mucho de menos tu nariz, pues estos últimos días los dragadores me han traído un saprós que no es nada pélethos, y no he tenido más remedio que darme cuenta de que mi experto Maggot merece mejor paga —el armenio abrió la boca para decir algo, pero no tuvo ocasión—. Ve ahora a descansar a mi casa, Maghib, que has hecho una larga caminata. Ya hablaremos de tu nueva paga en cuanto haya dado la bienvenida al mariscal y a la señora.

Maggot, con gesto alicaído, se alejó arrastrando los pies por la calle hacia nuestros caballos, mientras el Barrero se volvía hacia nosotros, abriendo efusivo los brazos.

—Bien, waíla–gamotjands, salo Thorn —dijo, haciéndonos ademán de que entrásemos en el almacén, donde nos sentamos en unos fardos de heno—. Estoy seguro de que estaréis ansioso por saber...

—En primer lugar —le interrumpí— si ha habido algún mensaje de Teodorico.

—Ne, nada que no sean asuntos rutinarios. Nada a propósito del esperado levantamiento de Estrabón y sus aliados rugios, si a eso os referís.

—Exacto. ¿Nada, eh? No sé qué les hace esperar.

—Aj, apostaría cualquier cosa a que puedo decíroslo. Lo más probable es que esas fuerzas no se pongan en marcha hasta estar bien aprovisionadas. Cuando llegue la siega, ja. Yo preveo que se pondrán en camino en septiembre o más adelante, después de la siega. Antes de que llegue el invierno.

—Parece lógico —dije yo, asintiendo con la cabeza—. Si es así, podré acabar mis indagaciones y regresar con Teodorico...

—Vamos, vamos —dijo él, insistente—, ¿no tenéis preguntas más apremiantes que hacer?

Yo sabía a lo que se refería, pero no quise darle el gusto de oírme pedir las últimas noticias sobre el siniestro Thor, y le pregunté:

—Ja, tengo una pregunta que haceros de... ¿historia?, ¿teología?... En fin, decidme, ya que fueron los judíos quienes nos dieron a Jesús...

Meirus se balanceó sobre los talones, exclamando «¡Al lo davár!», que yo interpreté como expresión de sorpresa.

—Y como fue Jesús quien nos dio el cristianismo —proseguí—, quizá podáis confirmarme algo que me han dicho hace poco. Meirus, yo creo, a juzgar por la Biblia, que los judíos emprendieron muchas veces guerra por el judaismo, tratando de convertir a la fuerza a otros pueblos de Oriente.

—Aj, efectivamente, ja. Pueden citarse para ilustrarlo las hazañas de Macabeo, cuyo apellido significa «martillo», precisamente. Uno de los macabeos, al derrotar a otra nación, ni siquiera aguardó a que se convirtiera, sino que los circuncidó inmediatamente.

—Y tengo entendido que los judíos también luchaban entre sí por imponer interpretaciones de su religión.

—Efectivamente, ja —contestó él—. Como dice el libro de Amos, «¿Han de caminar dos juntos salvo si están de acuerdo?» Hubo, por ejemplo, una rivalidad de siglos entre los perushim y los tsedukim.

—Me han comentado, sin embargo, que nosotros, en Occidente, aunque hemos sostenido muchas guerras, no ha sido por motivos religiosos.

—Para los judíos —respondió secamente Meirus—, nunca habéis tenido religión.

—Quiero decir que no hicimos la guerra por esa clase de motivos hasta que el cristianismo se impuso como religión.

—Para los judíos, los goyim siguen sin tener religión.

—Por favor, escuchadme. Los primeros conversos al cristianismo fueron perseguidos y ejecutados, estrictamente por su religión. Luego, cuando el cristianismo se difundió y adquirió predominio, comenzaron a perseguir no sólo a quienes no eran cristianos, sino los mismos cristianos entre sí.

—Nunca habíamos tenido guerras santas hasta la llegada del cristianismo. Yo nací en Oriente y vine aquí. En Oriente, como acabáis de decir, las guerras santas no son una novedad. Jesús era judío, así que...

El Barrero se asió la cabeza con las manos y lanzó un quejido:

—¡Bevakashá! He oído a muchos cristianos ruines vilipendiar a los judíos por matar a Jesús. Sois el primero que nos acusa de habéroslo impuesto.

—Bien... ¿No sería una herencia de Oriente?

—¡Ayin haráh! ¡Preguntadme algo que pueda responder!

—No tengo más que preguntar —dije, meneando la cabeza.

—Yo sí —terció Swanílda—. Quiero preguntaros algo, señor Meirus.

—Decid, hija —dijo el Barrero, volviéndose hacia ella con evidente alivio.

—Hace poco estuve reflexionando sobre una cosa, de la que hablé con Thorn, y él me dijo que os lo preguntase.

Meirus se inclinó para mejor ver en la penumbra, se volvió hacia mí buscando la mirada y permaneció callado antes de decir:

—Preguntadlo y os contestaré si sé.

—Me gustaría saber... si podéis predecir si Thorn y yo... Si Thorn y yo nos tendremos mucho tiempo cariño.

Meirus nos miró a los dos con ojos penetrantes y durante un rato se estuvo acariciando la negra barba.

—¿No podéis contestar? —dije yo.

—He vislumbrado una respuesta, ja. Pero no sé lo que significa. No puedo adivinarlo. Preferiría no dar una respuesta tan escueta y poco elocuente.

—Vamos, vamos —dije—. No podéis ilusionarnos y dejarnos así.

—¿Seguro que queréis saberlo?

—Sí —dijimos Swanilda y yo al unísono.

—Como queráis —dijo Meirus, encogiéndose de hombros—. Querréis a Swanilda todos los años de vuestra vida —añadió, dirigiéndose a mí.

Yo no acababa de entender por qué había dudado en hablar, pues no advertía nada aciago ni extraordinario en la predicción. Swanilda estaba muy complacida y sonreía feliz, cuando Meirus le dijo:

—Querréis a Thorn hasta mañana a mediodía.

Swanilda dejó de sonreír y le miró estupefacta. Yo también lo estaba, pero recuperé ánimo y protesté.

—¿Qué clase de profecía es ésa? No tiene sentido.

—Ya os lo dije que no podía decir más que lo que veía.

—Si podéis adivinar eso, Barrero, aventurad al menos una conjetura sobre lo que significa.

—¡Malhaya, mariscal! Primero me pedís explicaciones por el atroz comportamiento de los cristianos, y ahora me queréis hacer responsable del futuro. Podríais haceros mejor idea de él si me hubieseis hecho la pregunta que debe rondar en vuestra cabeza hace rato. ¿Qué nuevas hay de esa persona que se llama Thor?

—¡Muy bien! ¿Qué noticias hay de ese hijo de perra?

—Volvió por aquí, naturalmente. Tan arrogante, exigente y malhumorado como siempre, del mismo modo que vos cuando oís su nombre. Le dije que habíais salido de viaje por el delta y que regresaríais. Refunfuñó y dijo que no iba a mancharse los pies de barro siguiéndoos y que os aguardaría aquí; que os dijera que se alojaba en el mismo pandokheíon que vos, y que espera —esto lo dijo con mucha sorna— que no rehuyáis cobardemente el martillo de Thor.

Manifesté mi desprecio por la amenaza, pero Meirus añadió:

—También ha dicho que espera que no os escondáis tras unas faldas femeninas. Debe pensar que os hacéis acompañar por la dama Swanilda como simple escudo ante un ataque.

—Me importa un ardite lo que piense o diga. Iré a ver lo que es capaz de hacer.

—¿Os enfrentaréis con él? —inquirió el Barrero, casi ansioso.

—¿Ahora mismo? —añadió Swanilda, alarmada.

—Desde luego. No debo hacer esperar a un dios. Empero, como parece desdeñar la compañía de las damas, iré solo —dije poniéndome en pie y saliendo del almacén, seguido por ellos dos—. Meirus, ¿hay otro lugar de hospedaje en que Swanilda pueda esperarme?

—Mi casa está ahí detrás —contestó, indicándome el sitio—. Os esperará allí y haré que los criados preparen la nahtamats y que Maggot se ocupe de los caballos.

—Pero... Thorn... —balbució Swanilda en tono suplicante—. Hemos estado juntos hasta ahora, ¿por qué vamos a separarnos?

—Thor ha requerido verme a solas, y es lo que voy a hacer. Iré solo y a pie y no llevaré más que la espada. No tardaré, querida. Quiero poner fin a este maldito asunto.

—Vamos, señora Swanilda —dijo Meirus animoso, cogiéndola del brazo—. Me complace tener visitas, pues recibo muy pocas. Y quiero que me deis vuestra opinión sobre un proyecto comercial. He decidido —añadió ya mientras se encaminaban por la calle, exponiéndole entusiasmado tales planes— ... decidido ampliar mi negocio y comerciar con ámbar. Por lo que me gustaría enviar a Maggot para que os acompañe al Norte, si vos y el mariscal lo permitís, y que en la costa del Ámbar actúe como explorador y agente mío...

Su voz se fue perdiendo en la distancia, sonreí pensando que el viejo judío tenía indudablemente dotes adivinatorias, y eché a andar a propósito en dirección contraria.

Estuve en el pandokheíon más tiempo del que pensaba y pretendía. Cuando salí de allí, comprendí que Swanilda estaría preocupada por mí —y Meirus ansioso por saber el desenlace de mi encuentro— y procuré apresurar el paso, pero iba como obnubilado y abotargado. Mi mente sufría tal confusión, que, cuando llegué al almacén del barrio próximo al río, tuve que dar vueltas para localizar la casa que me había indicado el judío. Durante el camino de regreso del pandokheíon había ido urdiendo una historia coherente para contarla, pero no debí adoptar una expresión en consonancia, porque, al llamar a la puerta y abrirme el propio Meirus, me miró y exclamó:

—¡Aj, saio Thorn, estáis tan pálido como un váis\ Pasad, pasad y echad un buen trago de esta bota.

Lo hice y bebí con ganas, mientras él, Swanilda y Maggot, que habían acudido presurosos al vestíbulo, me miraban preocupados y con recelo.

—¿Ha habido un duelo, Thorn? —inquirió Swanilda inquieta cuando dejé la bota.

—¿Habéis ganado, fráuja Thorn? —preguntó tímidamente Maggot.

—Bueno, ha llegado aquí por su propio pie y no sangra —añadió Meirus.

—¿Habéis derrotado a un dios, fráuja Thorn, en un combate mano a mano? —insistió Maggot.

—Thor no es ningún dios —contesté, tratando de reír—. Y no ha habido duelo. No es un enemigo. Toda esa persecución no era más que una travesura.

—¡Aj, ya me lo imaginaba! —exclamó Swanilda, riendo conmigo y abrazándome—. ¡Me alegro de que así fuera!

Meirus no decía nada, sino que entornó los ojos, mirándome atentamente.

—Me sorprende, viejo adivino —dije yo burlón, haciéndome el despreocupado— que no lo adivinaseis.

—A mí también —balbució él, sin dejar de mirarme.

—Si estoy pálido —añadí— es porque acudí pensando en un duelo y no me he sobrepuesto —dije riendo—. No, el temible perseguidor ha resultado ser... lo que más o menos suponíais desde un principio, Meirus. Una especie de ayudante, enviado para secundarme en la indagación histórica.

Ahora el Barrero fruncía el ceño preocupado y pensé que debía haber desechado exageradamente con mis risas la inquietud de todos.

—Vamos, mariscal —añadió el judío—. Pasad a cenar, que aún hay comida en la mesa.

—Y cuéntanos la historia —dijo Swanilda alegre—. ¿Quién es ese Thor y por qué está aquí?

Tenía yo en la cabeza muchas más cosas que la simple preocupación por saciar mi hambre, pero procuré ocultar la agitación que me dominaba y hacer la mayor gala posible de apetito. Por lo visto, Swanilda y Meirus habían hecho una buena colación, pues se limitaron a dar unos sorbos de vino mientras me escuchaban; y me atrevería a decir que Maggot tampoco se había quedado en ayunas, pero me acompañó cenando vorazmente, quizá por ser la primera vez que comía en una casa como aquélla. Relaté la historia, procurando no hablar con verborrea insincera como si la hubiese estado preparando —lo que, efectivamente, había hecho— y la conté interrumpiéndola entre bocados y sorbos de vino.

—No sé si será coincidencia —dije— o que todos los reyes piensan igual. Sea lo que fuere, casi al mismo tiempo en que Teodorico decidió investigar la historia exacta de los godos, su primo Eurico de los visigodos de Aquitania hizo lo propio. Y Eurico, igual que Teodorico, ha enviado a una persona a seguir la antigua ruta de aquella primera migración. Naturalmente, Eurico ordenó a este hombre detenerse en Novae para presentar sus respetos a Teodorico y explicarle la misión, y, por supuesto, Teodorico le dijo que yo estaba haciendo eso precisamente y ya había emprendido el viaje. Por eso Thor se apresuró a darnos alcance y, como sabemos, casi lo logra en Durostorum. Nos ha seguido los pasos y, supongo que por animar el viaje, se le ocurrió hacer la broma de la persecución por oscuros motivos —hice un gesto displicente con el hueso que había estado mondando—. Ya digo, simple broma y coincidencia.

—Enorme coincidencia —farfulló Meirus—. Incluidos los nombres de Thor y Thorn.

—Ja —añadió Swanilda alegre—. ¿El nombre de Thor era también broma?

—Ne —respondí—. Coincidencia o no, Thor es su verdadero nombre —y ésa fue la primera vez que dije la verdad, o parte de la verdad—. Bueno, el encuentro no ha sido muy amistoso, al menos al principio. Le dije al griego del pandokheíon que me indicara la habitación de Thor e irrumpí en ella con la espada desenvainada, y si hubiese tenido la suya a mano, bien podríamos habernos matado sin explicaciones. Pero estaba desvestido para acostarse y desarmado, y no quise descargar el primer golpe. Y luego, claro, cuando me lo explicó, los dos nos echamos a reír —Swanilda y Maggot rieron como si ellos también hubieran estado presentes, pero el viejo judío no lo hizo—. Ésa es la historia. Ahora Thor se me unirá en la misión y...

—Se nos unirá —dijo Swanilda, poniendo su mano sobre la mía.

—Haremos juntos la indagación —proseguí— a partir de aquí, y puede que él tenga datos que yo no sepa, aunque no se lo he preguntado. O ideas de dónde podemos investigar con mayores probabilidades... mejores pruebas que simples antiguas canciones y recuerdos ambiguos...

—Creo que Maghib también quiere unirse a nosotros, si lo apruebas —dijo Swanilda.

—Ja —añadió el Barrero, saliendo de pronto de su meditación—. Voy a convencerle para que vaya a buscar ámbar por cuenta mía.

—¡Yo quería hacerlo para mí! —protestó el armenio, quejumbroso.

—Maghib —dijo Meirus—, ya es bastante riesgo para ti que estés dispuesto a meter tu nariz en esos lugares. Deja que yo te apoye en otros riesgos de la empresa. Te seguiré pagando sin descontarte nada y te daré una buena parte de los beneficios que produzca todo el ámbar que me envíes a Noviodunum, ¿comprendes? Nada arriesgas en el caso de que no consigas detectar ámbar con tu nariz.

El apéndice nasal del armenio goteaba cada vez más y el hombre resopló entristecido.

—Hasta te regalaré un caballo —añadió Meirus, animándole— para que no tengas que caminar hasta la costa del Ámbar.

Al oírlo, Maggot se encogió acobardado, pero lanzó un suspiro y abrió desesperanzado las manos en gesto de resignación.

—¡Pues ya está! —exclamó el Barrero satisfecho—. Saio Thorn, como mariscal del rey, ¿protegeréis a este buen subdito durante el viaje hasta el golfo véndico?

—Bueno... —contesté, tamborileando con los dedos en la mesa—. El caso es que lo que en origen era una misión solitaria ha ido aumentando por el camino —Swanilda me miró sorprendida, y me dirigí a ella directamente—. Ya te lo dije en un principio, querida, que hay térra incógnita por delante, y posiblemente llena de salvajes. Y la verdad es que cuantos menos seamos, más posibilidades hay de que salgamos con vida... y obtengamos la información que buscamos —dije, mirando a los demás—. No puedo negarme a que me acompañe mi nuevo ayudante, ya que Thor es emisario de otro rey y le han encargado igual misión, pero tengo que decir que en esta encomienda hay cada vez más gente.

Swanilda me miraba ahora con penosa expresión de estar ofendida, Maggot agachaba la cabeza y Meirus no me quitaba ojo, pero con rostro totalmente inexpresivo; yo concluí mi razonamiento.

—Espero que lo comprendáis. Tengo que hablarlo con Thor, pues no puedo decidir yo solo quién va a formar parte del viaje a partir de aquí.

Swanilda asintió con la cabeza, entristecida como Maggot.

—Bien–añadí—, voy a volver al pandokheíon a hablar con Thor en mi habitación, en donde tengo algunas notas y mapas que hice al principio del viaje. Le pondré al corriente de todo lo que he averiguado y le pediré que me comunique sus datos... para hablar de lo que vamos a hacer a continuación y con qué personas seguimos viajando, si no continuamos solos. Seguramente tendremos trabajo para toda la noche y cuando nos acostemos será muy tarde. Como comparto la habitación con Swanilda y vamos a ocuparla Thor y yo, os rogaría, Meirus, que fueseis hospitalario y la alojaseis aquí hasta que yo regrese mañana.

—Así lo haré —contestó él con frialdad—. ¿Haréis a este anciano el honor de aceptar su hospitalidad esta noche? —añadió para ella, con gran amabilidad.

Ella volvió a asentir con la cabeza, con gesto de aflicción, sin decirme siquiera un «gods nahts» cuando me marchaba.

Thor ya estaba en mi habitación cuando llegué a la hospedería, y me preguntó:

—¿Qué les has dicho?

—Mentiras —contesté.