CAPÍTULO 7
Cuando me instalé en Bononia para aguardar la llegada de Tufa, pensé que no tendría que esperar mucho, y días después de haber enviado a Hruth y Ewig hacia el Este, el primero regresó al galope y me entregó en el hospitium un montoncillo de cortezas de árbol.
—Anoche... me dijo sin aliento— las antorchas brillaron... al noroeste...
Me puse inmediatamente a descifrar el mensaje en el que Hruth había hecho cuatro muescas. Asentí satisfecha con la cabeza porque indicaban «primera antorcha de la izquierda, tercera de la derecha», es decir, «primer grupo del alfabeto, tercera letra del grupo», lo cual significaba la letra rúnica thorn. Como ya había observado antes, la misma letra se repetía insistentemente: thorn, thorn, thorn. Evidentemente se trataba de «Teodorico». Luego, seguían nueve letras más distintas, que componían la palabra MEDLANPOS. Había muchos modos de fragmentarlo en abreviaturas de palabras latinas con la consiguiente diversidad de significados, por lo que, indeciso, pregunté a Hruth:
—¿Eso es todo?
—Ja, dama Veleda.
—¿Estás seguro de haber contado bien?
—Creo que sí, señora. Lo he hecho lo mejor que he sabido.
Volví a releerlo y, aplicando lo que sabía del reciente paradero de Teodorico, comprendí que el mensaje había que dividirlo así: TH MEDLAN POS. «Median» no parecía palabra latina, pero supuse que debía ser la abreviatura de «Mediolanum», que es el nombre de la ciudad más grande cerca del río Addua. La tercera palabra tenía que ser algún tiempo del verbo «possidere». Y sonreí eufórica. Era una buena noticia. Significaba que Teodorico no había sido vencido ni detenido en el Addua; su ejército se había abierto paso hacia el oeste y se «había apoderado» de Mediolanum. Lo había hecho o estaba haciéndolo; estaba a punto de tomar la ciudad más populosa de Italia, después de Roma.
—Lo has hecho muy bien, Hruth —comenté alborozada—. Te doy las gracias y te felicito —añadí, dándole una palmada en el hombro muy poco femenina que debió sorprenderle—. Si la noticia no obliga a Tufa a salir de Ravena, es que ya ha muerto. En cualquier caso, regresa a toda prisa a tu puesto de observación y espero que me traigas inmediatamente cualquier otro mensaje.
Hruth no debía hallarse muy lejos de Bononia cuando se cruzó con su compañero al galope, pues no habrían transcurrido dos horas cuando el caballo de Ewig se detenía en el patio del hospitium. El joven se llegó a mis aposentos sin aliento.
—Tufa... salió esta mañana... de Ravena.
—Bien, bien —dije casi cantando—. Lo que me esperaba. ¿Le llevabas mucha delantera?
Ewig meneó la cabeza, respirando trabajosamente.
—No viene... hacia aquí..., va hacia el Sur...
—¡Skeit! —exclamé, haciendo también poco honor a mi condición femenina.
Una vez que hubo recuperado el aliento, Ewig añadió:
—Tufa no ha pasado por donde yo estaba, señora. Como sólo podía vigilar la ruta de las marismas, he preguntado a los lugareños por gestos y no se han recatado en decirme cuanto saben de Tufa.
—Yo también he comprobado que sus subditos no le tienen mucho aprecio —musité.
—Si es verdad lo que dicen, Tufa salió de Ravena con una sola turma de caballería, su guardia personal de palacio, creo. Y se dirigieron al galope hacia Ariminum para tomar por la vía Flaminia hacia el Sur.
—La principal vía que conduce a Roma —comenté. Era decepcionante pero comprensible. Habiendo caído en manos de Teodorico la segunda ciudad de Italia, era lógico que Tufa se apresurase a llegar a la primera para organizar la defensa—. Bien —proseguí, como hablando conmigo misma—, sería absurdo intentar ir tras él. Pero su feudo de Bononia es un enclave importante y no lo abandonará al enemigo. Tendrá que venir más tarde o más temprano. Si puedes darle alcance —añadí para Ewig— y seguirle sin que te descubran, hazlo. Y como eres tan listo en obtener información de los campesinos italianos, no dejes de seguir preguntándoles y envíame uno a que me diga cuándo llega Tufa a Roma. Y tú sigue observando para decirme cuándo sale de ella y a dónde se dirige.
Si hay algo esencial en la preparación de un asesinato, es que el asesino pueda llegar a la víctima. Y era lo único que necesitaba yo, porque el resto del plan para matar a Tufa era de lo más sencillo. Pero la víctima, pese a que no podía imaginar mi presencia ni mis intenciones, seguía burlándome sin acercarse a mí. Por describir en pocas palabras lo que fue una espera exasperante: estuve encerrada en Bononia todo el invierno.
De vez en cuando, por algún mensaje recogido por Ewig o por noticias locales, me enteraba de que Tufa iba de un lado a otro, pero ninguna de sus andanzas le llevaban a Bononia. Después de estar un tiempo en Roma, me comunicaron que se había dirigido a Capua, la ciudad famosa por los talleres en que se trabajaba el bronce, y luego, a Sulmo, en donde había obradores de hierro; por lo que deduje que estaba acuciando a los fabricantes romanos para que sirvieran armas. Me informaron que intentaba reorganizar las disgregadas fuerzas romanas del Sur y me llegó noticia de que había ido a uno de los puertos del oeste de la península —Genua o Nicaea—, lo que debía ser indicio de que intentaba traer a Italia tropas de las legiones romanas estacionadas en el extranjero.
Estaba a punto de desesperar y marchar al Norte a reunirme con Teodorico para serle de alguna utilidad militar, cuando a principios de noviembre Hruth me trajo al hospitium otro mensaje que había interceptado, el cual decía TH MEDLAN HIBERN. Teodorico iba a invernar con su ejército en la conquistada Mediolanum.
Quizá se crea que una tierra mediterránea como Italia no tiene inviernos crudos que impidan a un ejército moverse y combatir con eficacia, pero en sus provincias septentrionales, de noviembre a abril, la cadena de los Apeninnus detiene casi todo el aire cálido del Mediterráneo y los fríos vientos que soplan desde los Alpes las azotan cruelmente. Si bien es cierto que el invierno en Mediolanum es clemente comparado con el de Novae en el Danuvius, por ejemplo, un comandante militar prudente debe optar por mantener acuartelado su ejército y no tenerlo en campaña. Así, como no iba a haber más combates hasta la primavera, decidí quedarme en donde estaba.
Debo confesar que, aunque a veces me reconcomía el ocio en Bononia, no me aburría mucho, pues, gracias a mis disposiciones, tenía cuantas diversiones quería.
Al principio y hasta poco tiempo después, Kniva siguió al pie de la letra mis instrucciones y fue de un lado para otro bebiendo y comentando en voz alta las virtudes (si es que «virtudes» es la palabra adecuada) de la dama Veleda, recién llegada a la ciudad. Desde luego, al principio, los que acudieron eran hombres bastos y patanes de los que frecuentan las bodegas, a quienes rechacé desdeñosa.
Luego, conforme Kniva siguió proclamando mi hermosura y mis proezas —y a medida que los rechazados difundían mi hermosura y mi aborrecible presunción— comenzaron a rondarme pretendientes de más alcurnia, a quienes también rechacé, hasta que, finalmente, comenzaron a llegar los criados de hombres importantes solicitando mis favores de parte de sus amos. También despaché a esos emisarios, sin malos modales, diciéndoles que tenía que ver yo misma al pretendiente para juzgar, por muchos títulos que tuviera; los criados desfilaron retorciéndose las manos, convencidos de ser recibidos a patadas por sus señores.
Transcurrió un tiempo hasta que los notables se dignaron comparecer, pues eran hombres acostumbrados a que las mujeres de mi condición acudieran a un mero ademán de ellos o cuando simplemente hacían sonar la bolsa. Comenzaron a llegar, generalmente por la noche; pero venían. Antes de la primera nevada, ya elegía entre los más clarissimi y lustrissimi de Bononia, y, al haber alcanzado una gran fama por mis desaires, ello me hacía tan irresistible que a los que aceptaba, les pedía —y me la daban— una increíble remuneración por el más pequeño favor.
Lo que yo pretendía era alcanzar una notoriedad que llegase a oídos de Tufa, para que, cuando regresase a la ciudad, sintiese el acuciante deseo de ver en persona a tan célebre hembra. Por consiguiente, al elegir entre aquel alud de pretendientes a mis favores, seguía una reglas muy estrictas. Por ejemplo, algunos de los que acudían con la bolsa plena eran hombres jóvenes y lo bastante bien parecidos para haber sido deseables aun vistiendo harapos, pero yo los rechazaba; del contingente de pudientes y notables, sólo recibía a los que adivinaba que podían ser del círculo íntimo de Tufa, y como eran muy numerosos, sólo admitía a los que encontraba físicamente atractivos.
Había otra cosa que exigía. Como ya he dicho, muchos de ellos acudían por primera vez al anochecer, bien embozados y seguramente entrando por la puerta trasera del hospitium; pero no volvían, pues siempre que nos veíamos después era en sus casas. Los dignatarios habrían preferido visitas furtivas y de tapadillo en sus tratos conmigo, pero yo me negué; quería que Tufa comprendiera, desde el primer momento que oyese hablar de mí, que tenía que recibirme en su palacio. Así, me negué a recibir a nadie en mis aposentos del hospitium y establecí la condición de que si un hombre deseaba divertirse conmigo, había de ser siempre en su propia casa. Algunos protestaron —casi todos los casados—, pero sólo unos cuantos apocados dijeron que era imposible y no insistieron. Otros, como el judex Diorio, inventaron diligencias para alejar a sus familias; otros me llevaron a su casa y desafiaron a sus esposas amenazándolas, y hubo uno, el medicus Corneto, que me llevó a su casa y descaradamente planteó a su esposa la siguiente opción: que nos dejase holgarnos o se uniese a nosotros. Hasta el venerable obispo Crescia me llevó a sus aposentos en pleno día en el presbiterio de la catedral de San Pedro y San Pablo de Bononia, con gran escándalo (o admiración) de su ama de llaves y sacerdotes y diáconos.
Aparte de tener acceso a aquellas suntuosas mansiones y palacios —y ver la singular reliquia de la catedral, la jofaina en que Pontius Pilatus había hecho su célebre lavado de manos— hallé otras ventajas en mis visitas; un hombre siempre se halla más predispuesto a hablar con mayor libertad en la casa en que está habituado que en el lupanar más lujoso o en un dormitorio que no es el suyo, y aquellos hombres eran íntimos de Tufa. Así fue como me enteré de los viajes que hacía mejor de lo que hubiera podido saberlo por otros medios y oí conjeturas sobre lo que hacía aquí y allá por toda Italia.
Como no había ya necesidad de que Kniva siguiese proclamando a los cuatro vientos las proezas de Veleda —pues ya estaba demostrándolas en la práctica— y como el pobrecillo se había embriagado tanto que iba dando traspiés de taberna en taberna, le ordené que descansase. Luego, cuando estuvo de nuevo sobrio y estable, le envié al Norte a reunirse con Teodorico en Mediolanum y le confié un mensaje explicando todo lo que había sabido respecto a los periplos de Tufa y las deducciones que de los viajes había sacado. No sabía si la información sería de utilidad a Teodorico, pero con ello me convencía de no estar allí perdiendo el tiempo.
Hasta finales de abril no me trajo Hruth otro mensaje interceptado de las comunicaciones por el sistema de Polibio, el cual no era más que una reiteración de que TH seguía estacionado en MEDLAN. Yo supuse que era algo distinto a los otros, por ser el primero que no comenzaba con el acostumbrado «thorn, thorn, thorn». Empero, era lo único que resultaba evidente, pues el resto me resultaba incomprensible. Decía así: VISIGINTCOT. Era una retahila de letras que podía dividirse de múltiples maneras, pero no le extraía el sentido.
Musité en voz alta:
—Las primeras letras... ¿se referirán a los visigodos? Pero tampoco tiene sentido. Los visigodos más próximos están en la lejana Aquitania. Humm. Vamos a ver. ¿Vis ignota? ¿Visio ignea? ¡Skeit! Hruth, estáte atento a otras señales y me las traes inmediatamente.
Pero los siguientes mensajes que me llevó eran igual de impenetrables: VISAUGPOS y VISNOVPOS. ¿Significaría POS igualmente «possidere»? Y en ese caso, ¿posesión de qué? Después, Hruth me trajo el siguiente: VISINTMEDLAN. Fuese lo que fuese, el asunto se refería a Mediolanum, en donde Teodorico continuaba invernando. Era lo único que interpretaba.
La siguiente noche era una de las tres que tenía mensualmente reservadas el judex Diorio. Tras darle una buena ración de placer, me tumbé boca arriba, sin otra cosa que mi faja de pudor, y dije en tono juguetón:
—A ver si me recomiendas a tus amigos.
—¿Qué dices? —replicó él sonriente, sin alterarse—. Mis amigos me cuentan que a ellos les dices esas mismas palabras. ¿Eres insaciable, mujer?
—Hay uno a quien aún no conozco. Tu amigo Tufa —repliqué yo con risita de muchacha.
—Pronto tendrás ocasión. Me han dicho que el dux va a regresar de su viaje al Sur.
—¡Euax, desde tan lejos para conocer a la irresistible Veleda! —exclamé yo, fingiéndome la vanidosa y la simple.
—No te des esos aires. El dux ha reunido un ejército en las provincias suburbicarias y viene hacia aquí de paso para enfrentarse a tus primos los invasores y sus nuevos aliados.
—Cómo sois los hombres —repliqué con un mohín femenino—. Que yo sea de ascendencia germánica, querido Diorio, no quiere decir que sea prima de los invasores ni me interesen para nada. A mí sólo me interesan los hombres por separado.
—¡Eheu! —exclamó él, fingiendo consternación—. Así que ahora que me has dejado seco, tus intereses se centran en mi señor Tufa. ¡Pérfida puta!
—Sólo una puta corriente puede creer que estás seco —repliqué maliciosa—. Pero esta puta tan diestra aún es capaz de ahondar en ti el pozo... y sacar agua...
Una vez que lo hube hecho, hábilmente, volví a tumbarme de espaldas, aguardando a que Diorio dejase de jadear y se dispusiera a dormir. Luego, fingiendo que me adormilaba, pregunté como sin darle importancia:
—¿A qué nuevos aliados te referías?
—A los visigodos —musitó él con voz pesada.
—Qué bobada, no ha habido un solo visigodo en Italia desde las incursiones de Alarico.
—Es otro Alarico —balbució él—. Y nunca, nunca, querida —añadió, incorporándose ligeramente, y en tono severo pero burlón—, le digas a un magistrado que dice tonterías, aunque sea cierto. Pero en este caso no lo es. Te hablo de Alarico segundo, el actual rey de los visigodos de Aquitania.
—¿Y está en Italia?
—En persona, no creo, pero me han dicho que ha enviado un ejército. Por lo visto ese Alarico cree que tus primos ostrogodos van a lograr la conquista y querrá unirse a ellos y por eso ha mandado tropas desde sus tierras allende los Alpes.
Mentalmente recomponía el último mensaje —VISIGINT–COT— visigodos, el verbo intrare, el paso de las montañas llamado Alpis Cottia.
—Por lo que me han dicho —prosiguió Diorio—, han conquistado la ciudad fortificada de Augusta Taurinorum en la frontera noroeste y luego la ciudad de Novaria, y se ha recibido noticia de que recientemente se han unido a tus primos en Mediolanum. Esa noticia —y no tu famoso atractivo, querida Veleda— es lo que motiva el regreso de Tufa del Sur. ¿Quieres hacer el favor de dejarme dormir?
—¿Dormir? —repliqué yo altiva—. ¿Cuando tu país se ve así amenazado? Te lo tomas muy a la ligera.
Él contuvo la risa con gesto somnoliento.
—Mira, jovencita —contestó—, yo no soy para nada patriota ni héroe; soy licenciado en las cortes de litigio, lo que quiere decir que estoy de parte del mejor postor, sea quien sea. Los invasores bárbaros me son tan indiferentes como cualquiera de los miserables que me pagan, y bien, por defender su causa. He apoyado al mal y al culpable cuando el precio lo valía, con el mismo entusiasmo que al bien y al inocente. Y ahora que estamos en guerra, como mi vida es lo que más vale, estaré a favor del litigante que mayores probabilidades tenga de ganar, sea malo o bueno. A diferencia de Odoacro o de Tufa, no necesito preocuparme con desazón por saber quién va a ser el próximo rey de Roma. Mi clase siempre perdurará.
—Me alegra saberlo —contesté, fingiendo ironía y haciendo otro mohín entre suspiros—, porque con tantas preocupaciones, el dux Tufa no tendrá tiempo para esta pobre mujer.
—Yo que le conozco bien... —replicó el judex, riendo.
—¡Claro que le conoces! ¿Me recomendarás a él? ¡Júrame que lo harás!
—Sí, sí... Todos tus amigos te recomendarán a él. Ahora, por favor, déjame que descanse un poco.
Al regresar a mi hospitium, me encontré con Hruth que me esperaba muy excitado, con un montón de cortezas. Antes de que tuviera tiempo de hablar, dije:
—A ver si lo adivino. Por primera vez ha habido señales desde el Sur.
—¿Cómo lo habéis sabido, señora? —dijo él, perplejo.
—El mensaje ha llegado antes que tú, pues debe haber otros grupos interesados que envían mensajes. Pero enséñame las tablillas para confirmar lo que sé.
—Esta vez han hecho varias señales —dijo Hruth, poniendo las cortezas en orden—. Y sólo el primer mensaje vino del Sur. Después, las antorchas de Ravena hicieron una señal muy larga que nunca había visto. Luego, creo que las antorchas del noroeste repitieron esa misma señal.
—Ja, para hacerla llegar cada vez más lejos —comenté yo, al tiempo que comenzaba a descifrar los mensajes, que confirmaban lo que Diorio me había dicho. El mensaje del Sur daba cuenta de la inminente llegada de Tufa a la región de Bononia, y el de Ravena iba dirigido a las tropas del norte de Roma que, como las de Teodorico, habían pasado el invierno acuarteladas; se les comunicaba que resistiesen, que el general Tufa llegaba con refuerzos—. No, si yo puedo impedirlo —dije, hablando conmigo mismo—. Hruth, ya no tendrás que estar de observación en las marismas, a partir de ahora quiero tenerte cerca; pasea por fuera del hospitium y en cuanto veas que los sirvientes del palacio de Tufa me acompañan en dirección a él, vas a las caballerizas que te indiqué, me traes el caballo de Thorn ensillado y con el equipaje, te traes también tu caballo y esperas. Nuestra misión, y la del mariscal Thorn, pronto habrá concluido.
La invitación de Tufa no fue un cortés requerimiento de mis favores, sino una citación perentoria. Vinieron a buscarme dos rugios armados de su guardia, y el más grande me dijo sin contemplaciones:
—Al dux Tufa le complacerá recibiros, dama Veleda. Ahora mismo.
Sólo tuve tiempo de ponerme la ropa de trabajo. Es decir, mi mejor vestido, polvos, pintura y perfume, un buen collar y una fíbula, y antes de salir cogí mi escarcela de cosméticos. Caminamos por la calle a buen paso y, en palacio, desatrancaron un portón para dejarnos entrar y volvieron a atrancarlo a mis espaldas. Los guardianes me condujeron a un cuarto sin ventanas al fondo del edificio, en el que no había más que un amplio lecho y una mujer rugia de mi edad, bien vestida pero con cara de boba y casi tan grande como el lecho. Los guardianes la saludaron y después se apostaron fuera de la habitación. La mujer cerró la puerta y me espetó:
—¡Dame esa bolsa!
—No tiene más que adminículos femeninos para estar más guapa —alegué tímidamente.
—¡Slaváith! No estarías aquí si no fueses guapa de sobra. Nadie lleva a presencia del clarissimus Tufa nada que pueda resultarle ofensivo. ¡Dámela! —hurgó en ella y lanzó una exclamación—. Conque sólo adminículos femeninos, ¿eh? ¡Vái! ¿Y esta piedra de amolar?
—Para las uñas, mujer. ¿Qué, si no?
—Hasta una piedra puede ser un arma. Y déjame ver tus uñas —se las enseñé y lanzó un bufido desdeñoso al ver que eran cortas y romas como las de un hombre—. Muy bien. Los guardianes te retendrán la bolsa hasta que salgas, y les dejas también las alhajas; un collar puede servir para estrangular y una fíbula para apuñalar. Quítatelas.
Así lo hice. No había protestado más que por conservar las apariencias, y la bolsa y las alhajas únicamente las había llevado para que los que velaban por la seguridad de Tufa confiscasen algo, y así infundirles la falsa confianza de que me dejaban desarmada.
—Ahora, desnúdate —dijo la mujerona.
Yo ya me lo esperaba, pero volví a protestar.
—Eso sólo lo hago si me lo pide un hombre.
—Pues hazlo, porque lo manda Tufa.
—¿Y quién eres tú, mujer, para ordenarlo en su nombre?
—Su esposa. ¡Desvístete!
—Curioso encargo para una esposa —musité, arqueando las cejas, pero hice lo que me decía; empecé por arriba y conforme me quitaba las prendas, la esposa de Tufa las examinaba por si escondía algo extraño en ellas. Cuando estuve desnuda hasta la cintura, frunció los labios y farfulló con desprecio:
—Muy pocos pechos tienes para lo que les gusta a los hombres, no me extraña que tengas que aumentarlos con trucos. Vale, vuelve a ponerte eso. Ahora las prendas de abajo.
Cuando me las hube quitado todas, volví a protestar y dije:
—Ni ante un hombre me quito la faja de pudor.
—¿Pudor, dices tú? —replicó ella con una carcajada—. ¿Pudor a la manera clásica romana? Tú no eres más que una puta, y de romana tienes lo que yo. ¿Te crees que me divierte esto de hurgar en tus ropas de puta y registrar tus orificios anatómicos más asquerosos? ¡Dame esa faja y agáchate!
—Me consuela pensar que una puta es moralmente superior a una alcahueta. Y no digamos a una esposa que... —dije con desdén.
—¡Slaváith! —vociferó congestionada—. ¡Te he dicho que te la quites! ¡Y agáchate!
Hice las dos cosas simultáneamente para que no me viese por delante y soporté resignada que su dedazo hurgara dos veces. Cuando acabó, no me devolvió la faja, sino que me zurró con ella en las nalgas. Mientras me la ceñía, me volví y dije:
—No sé las alcahuetas, pero las putas estamos acostumbradas a que nos paguen bien cuando...
—¡Slaváith! Los guardianes te darán una buena bolsa con tus otras pertenencias.
—Pero clarissima —añadí con voz dulce—, yo preferiría recibirla de tus tiernas manos...
—¡Slaváith! ¡No quiero volverte a ver! —vociferó abandonando el cuarto.
Suspiré con gran desahogo, pues las sospechadas armas y mi descarada actitud habían servido para distraer a la mujer y no había dado con la verdadera arma.
Vestida de nuevo, me tendí en el lecho en pose seductora, y apenas lo acababa de hacer cuando la puerta se abrió de golpe y entró Tufa a grandes zancadas. Nos habíamos visto en Verona y yo le reconocí, pero tenía plena confianza en que él en mí no viera más que a Veleda. Vestía la toga romana, de la que ya se deshacía bruscamente y vi que no llevaba nada debajo. Yo ya sabía que era un buen specimen de hombre maduro, y ahora vi que estaba muy bien dotado, pues avanzaba con el fascinum erecto. Sonreí, pensando que no sólo tenía ganas de placer lascivo, sino que le acuciaba holgar con la habilidosa Veleda, pero él se detuvo ante el lecho y dijo grosero:
—¿Por qué estás vestida? ¿Cómo es que no te has desnudado? ¿Te crees que tengo tiempo para bobadas? Soy un hombre ocupado. Vamos, vamos...
Yo me ofendí como cualquier mujer, y dije con frialdad:
—Excusad, clarissimus. No he venido a solicitar los favores de un semental. He acudido en el convencimiento de que lo habíais pedido vos.
—Ja, ja —replicó él, inquieto—, pero tengo otras cosas que hacer —tiró la toga en el lecho y se quedó con los brazos en jarras, pateando impaciente el suelo con su pie calzado con sandalia—. Desvístete y ábrete de piernas.
—Un momento, clarissimus —dije entre dientes—. Pensad que tenéis que pagar un buen precio y lógicamente querréis disfrutar lo que pagáis.
—¡ Vái, puta, ya ves que estoy dispuesto a ello! Pero ¿cómo voy a hacerlo si no te desvistes? ¡Date prisa que quiero metértela!
—¿Eso es todo? —repliqué con resentimiento femenino no fingido—. ¡Pues id a buscar un agujero en la pared!
—¡Slaváith! Todas mis amistades se jactan de haberte fornicado y yo no voy a ser menos.
—¿Y eso es cuanto queréis? —volví a decir yo, enojadísima—. Pues os autorizo a que digáis que lo habéis hecho; así no perderéis nada de vuestro precioso tiempo y os prometo que no lo diré a...
—¡Slaváith! —vociferó esgrimiendo ante mí un enorme puño—. ¡Cierra tu impúdica boca, ipsitillal ¡Quítate la ropa y los alambres y abre las piernas en vez de la boca!
No quería que me matase antes de que yo pudiera hacerlo (y creo que en aquel momento cualquier mujer ya habría sentido deseos de matarle) y le obedecí. Pero me puse a desvestirme despacio, prenda por prenda, para encandilarle; comencé por las cazoletas, que el había llamado «alambres», al tiempo que decía con voz seductora:
—Lo deseéis o no, clarissimus, a mí me gusta que disfruten por el dinero que pagan e incluso más.
—Déjate de chachara o no verás ese dinero. He aceptado tu precio astronómico tan sólo para que no hubiera ninguna demora... de cortejo, negociación, regateo... El deber me llama a otras tareas y apenas puedo escatimar este rato.
Me detuve, desnuda hasta la cintura, y dije con gesto de extrañeza:
—¿De la más experta y celebrada ipsitilla que ha honrado a la ciudad, no queréis más que entrar, salir y santas pascuas?
—Aj, guárdate tus artilugios mercantiles. Ya te he dicho que te pagaré. Y, aparte de tu fama, en nada te diferencias de la más sucia ayudante de figón. Nada hay más corriente que un kunte. Boca arriba todas las mujeres son iguales.
—Eso no es cierto —repliqué yo más que enojada—. Todas las mujeres tienen ahí lo mismo, ja, pero para un hombre entendido no hay dos mujeres que tengan igual lo de abajo. Y como todas tienen otras partes que no son ésa, hay una infinita variedad de placeres que...
—¿Vas a dejar de parlotear y a quitarte lo que te falta?
Fui dejando a un lado con displicencia todas mis prendas, menos la fajilla de pudor.
—Bien. Ábrete de piernas —dijo echándoseme encima, con su gran fascinum casi ardiendo.
Le miré y pensé que, indudablemente, haría buena pareja con su mujerona. ¿Y otras mujeres? ¿No le habría sugerido ninguna que había cosas mejores que poseerlas echándoseles encima? Yo necesitaba un preámbulo antes de que comenzase sus «entradas» y «salidas»; tenía que mantenerle entretenido y distraído mientras preparaba mi arma mortal; aparté aquel corpachón que me cubría — él me miró sorprendido al notar mi fuerza— le empujé a mi lado y dije con voz quejumbrosa:
—Os ruego que esperéis un poco, clarissimus, para que me prepare. El examen de vuestra buena esposa me ha magullado en mis partes bajas; pero ya os he dicho que una mujer tiene otras partes. Si dejáis que me recupere, os mostraré lo que soy capaz de hacer con las otras.
Y antes de que pudiese decirme nada me puse manos a la obra. Y no debía haberle hecho ninguna mujer nada parecido, porque exclamó, escandalizado «¡Qué indecencia!» y se contrajo un poco, pero no me apartó, por lo que alcé un momento la cabeza, riendo, y le dije:
—Ne, clarissimus, esto es el prólogo; la indecencia viene después.
Y volví a mis tejemanejes, que al poco le hacían crisparse y gimotear de placer. Placer culpable, quizá, pero placer.
A decir verdad, mimando con tanta dedicación un fascinum ya tan turgente y palpitante —y más el fascinum de un varón como Tufa, acostumbrado a la satisfacción rápida— me arriesgaba a activar el final antes de lo debido, pero su sorpresa ante mis «indecentes» mañas debió embotar un tanto su sensibilidad. Por mi parte, yo procuraba no estimularle demasiado, para lo que me hice la idea de que el fascinum era el mío y asumía conscientemente su propia excitación; en tan íntima compenetración con el miembro, podía ponerle al borde de la eyaculación para inmediatamente cesar mis caricias cuantas veces fuese necesario para detenerla. Y para no faltar a la verdad, diré que esa actividad, inevitablemente, llegó a excitarme; pero resueltamente me retuve para que no mermara mi concentración, no fuese que mis manos actuasen torpemente en lo que hacían.
Las manos las tenía detrás de Tufa; detrás de sus piernas, concretamente. Supongo que las manos de una mujer cualquiera no habrían tenido la fuerza para hacer lo que las mías, que se dedicaban a desenroscar una de las varillas espirales de bronce de las cazoletas que me había quitado; sin necesidad de mirar lo que hacía y sólo a tientas, desenrosqué un trozo tan largo como el antebrazo —no recto como una flecha, pero lo suficiente— y sí que estaba aguzado como una flecha, porque hacía meses que lo había afilado por el extremo con la piedra de amolar.
Cuando consideré que el arma ya estaba lista, propiné a Tufa la última jugosa caricia bucal y su jascinum creció y se puso más enhiesto que nunca, al tiempo que se le escapaban fuertes exclamaciones de «¡Sí! ¡Ja! ¡Liufs Guth! ¡Síii...!» Pero me detuve al oír aquel sí y me aparté a un lado para tumbarme de espaldas y echármele encima. En estado casi delirante, se sobrepuso y me introdujo su enorme jascinum y comenzó su presuroso y acuciante vaivén, penetrándome cada vez más; yo le pasé los brazos por la ancha espalda y ceñí mis piernas sobre sus robustas caderas, entregándome también a un enérgico vaivén, cual si me embargase un apasionado frenesí, y clavándole las uñas en la espalda. Para no mentir, debo consignar que mi ardor comenzaba a ser auténtico, pero las uñas se las clavé intencionadamente para que no se percatase del contacto de la aguzada varilla de bronce que sostenía con la otra mano.
No esperaba más que el momento adecuado, ese momento en que cualquier hombre se halla tan vulnerable, desvalido y distraído, el momento del espasmo sexual definitivo y de la eyaculación, cuando al hombre le tiene sin cuidado lo que suceda en el universo. Para Tufa, ese momento debió ser el más eufórico de su vida, teniendo en cuenta que se lo había ido provocando de una manera a la que él no estaba acostumbrado. Me apretó con fuerza, tapando con sus bigotudos labios los míos e introduciendo la lengua en mi boca, mientras ponía los ojos en blanco; luego, echó gozoso la cabeza hacia atrás y profirió un furioso y prolongado aullido, al tiempo que yo sentía en mi interior el primer chorro de semen y le clavaba la varilla en la espalda, colocando con suma precisión la punta a la derecha de su columna vertebral, por debajo del omoplato entre dos costillas, y la hundía con fuerza con las dos manos, cual si estuviera trepando a ella, hasta que la punta atravesó su pecho y arañó el mío.
Aún tuvo tiempo de mirarme atónito, antes de que sus ojos se velaran completamente. Pero también sucedieron otras cosas durante aquel instante de agonía. Yo ya notaba el enorme jascinum llenando mis entrañas, pero juro que aún creció en longitud y grosor, como si estuviera vivo e independiente del muerto, y siguió irrigando con fuerza mi vientre con su fluido al tiempo que otro fluido vital de Tufa me llenaba pegadizo los senos. Recuerdo que pensé de un modo vago: ha muerto más feliz que el pobre Frido.
Luego —no puedo evitar el recordarlo— sufrí un espasmo de alivio. (Claro, me dije posteriormente; era comprensible después de tanta excitación inevitable; fue sin duda motivado por el hecho innegable de que estaba excitada y no por aquella súbita remembranza del querido Frido.) Y mientras se producía aquella explosión interna y mis profusos fluidos se mezclaban a los recibidos, rompí a llorar de alegría.
Cuando, cesados mis temblores, recobré el sentido, la respiración y las fuerzas, el resto fue fácil. Tufa no había sangrado mucho; sólo le había hecho un orificio pequeño, que se cerró limpiamente y dejó de sangrar al sacar la varilla. Me sustraje al peso del cadáver y me limpié con su toga la sangre de los senos y el fluido más claro del bajo vientre; me vestí, volví a enroscar la varilla en espiral lo mejor que pude y me puse las cazoletas; me dirigí a la puerta, con cuidado, pues aún me temblaban las piernas, y salí entre los dos guardianes. Les sonreí descaradamente como habría hecho una prostituta, haciendo un ademán displicente para señalarles a Tufa tendido en el lecho.
—El clarissimus dux ha quedado saciado —dije con una risita—. Ahora duerme. Bueno... —añadí, abriendo la mano con la palma extendida.
Los soldados, sin mucho desdén, me devolvieron la sonrisa y uno de ellos me puso en la mano una bolsita de cuero tintineante. El otro me entregó la escarcela de cosméticos y las alhajas; yo, sin prisas, me puse el collar y prendí la fíbula en la hombrera de la túnica y, con la misma morosidad, cerré la puerta del dormitorio y dije con otra sonrisa maliciosa:
—Buenos mozos, el dux ha quedado bien saciado, pero ya sabéis dónde encontrame si quiere volver a verme, y creo que querrá. ¿Me acompañáis a la salida?
Así lo hicieron, desatrancando las diversas puertas que habíamos cruzado al entrar y, entre sonrisas, me dijeron «gods dags» ya en la calle. Yo me alejé paseando despacio y con gran prestancia, pero, interiormente, temiendo que la esposa de Tufa o sus criados osaran desafiar su furia y entrasen a ver por qué tardaba tanto en salir.
Pero me dio tiempo a alejarme y Hruth me esperaba ya con los caballos. Miró mi pelo despeinado y el fucus y la creta corridos de mi rostro y puso cara de perplejidad, preocupación y un poco de repudio moral.
—Ya está —dije yo.
—¿Y el mariscal...?
—No tardará. Yo le guardaré el caballo. Tú ve por delante, que él te alcanzará.
Thorn le alcanzó en cuanto yo pude cambiarme de ropas y limpiarme el rostro; el caballo de Hruth caminaba a un leve trote cuando Velox se puso a su altura en la vía Aemilia; el joven taloneó al corcel para apresurar el paso y hasta que no dejamos atrás el arrabal oeste de Bononia, no aminoramos el paso y él me preguntó:
—¿La señora Veleda no viene con nosotros?
—No, se queda oculta... por si el rey Teodorico necesita otra vez de sus servicios.
—Curiosos servicios —musitó Hruth—. Y no parece que le repugne lo que hace por la causa del rey. Yo diría que merece elogios por su valentía y lealtad y por utilizar tan bien la única arma de que dispone una mujer. Pero, de todos modos, es una suerte que sea tan valerosa como un hombre y no una simple mujer, ¿no es cierto, saio Thorn?