CAPÍTULO 4

No puedo relatar como es debido la batalla de Singidunum; ni podría hacerlo ninguno de los que intervinieron en ella. El que participa en un combate únicamente puede relatar detalles concretos que él ha vivido, momentos en los que él no ve más que a los compañeros y enemigos que más cerca tiene y sólo percibe si se avanza o retrocede, se mata o se muere. El resto de la acción le es tan ajena como si se desarrollase en otro continente y nunca sabe si se gana o se pierde hasta concluir la lucha.

Pero incluso durante esos momentos concretos del combate, llega a darse menos cuenta de lo que hace que de otros innumerables detalles. Un guerrero entrenado y con experiencia puede casi inconscientemente esgrimir su arma o esquivar al enemigo al tiempo que presta atención a detalles molestos. Yo mismo tenía suficiente habilidad con la espada y me preocupaban más menudencias molestas que el hecho de manejarla bien:

El sudor me corre por la frente y me nubla la visión... el picor de un sarpullido en la axila por haber estado demasiado tiempo con la armadura puesta... el polvo de la calle levantado por el combate, que me entra en ojos y nariz... el calor y la pesadez de los pies, hinchados de haber estado tanto tiempo con botas... el tumulto atronador de gritos, gruñidos, maldiciones y voces... el estruendo ensordecedor del chocar de espadas sobre cascos, escudos y corazas; ensordecedor no porque sean ruidos fuertes, sino porque dejan aturdido como si recibieras una palmada en los dos oídos a la vez... el olor dulce y pegajoso de la sangre derramada y el hedor de los excrementos de los moribundos, y el olor acre del miedo, miedo por doquier...

Caían pocas flechas desde arriba cuando nuestra turma se dirigía a la carrera, en columna de cuatro en fondo, hacia la puerta derrumbada, tapándonos la cabeza con los escudos. Pero teníamos que abrirnos paso entre caídos, unos inmóviles y otros apenas con vida. Una vez pasado el arco y dentro de la muralla, la turma se desplegó y cada hombre luchó por su cuenta.

Irrumpimos en la ciudad sin encontrar resistencia organizada. Si anteriormente había habido ante la puerta una falange fuertemente armada para rechazar el asalto, Teodorico y los lanceros la habían dispersado eficazmente, y los arqueros habían derribado fácilmente a los sármatas que hubiera en lo alto de aquel sector de la muralla, pues el adarve consistía en una simple plataforma de madera. En la entrada y al pie de la muralla había más cadáveres, pero el doble de sármatas que de ostrogodos.

Yo, igual que los demás de la turma, entré en la ciudad llena de callejas buscando un enemigo con quien luchar y me mantuve junto a nuestro optio Daila, pensando en que él era el que mejor sabría buscar combate, y el guerrero más conveniente para estar a su lado si daba con un enemigo. Dejamos los dos atrás numerosas escenas de lucha entre dos, entre grupos y entre dos bandos numerosos, pero los ostrogodos llevaban las de ganar y no intervinimos; de los habitantes de Singidunum sólo veíamos de vez en cuando el rostro atemorizado de un hombre o una mujer, acechando medroso detrás de una ventana, por la rendija de una puerta o desde el borde de un tejado.

De pronto, al desembocar en una plaza vimos que un grupo sostenía un encarnizado combate; Daila se abrió paso y yo le seguí. Seis o siete ostrogodos se enfrentaban a un número aproximadamente igual de sármatas que habían formado un círculo defensivo en torno a otro. Era un hombre viejo, desarmado y a ojos vista aterrado, y —teniendo en cuenta las circunstancias— ataviado de una manera extraña, pues llevaba una elegante toga verde con orla dorada. Aun por encima del ruido de las armas se le oyó pedir piedad en varios idiomas: «¡Clementia! ¡Eleéo! ¡Armahaírtei!»

Nada más incorporarnos a la lucha el optio y yo los sármatas fueron rápidamente arrollados, pero confieso que yo no hice gran cosa para lograr aquella modesta victoria, pues, aunque di varios golpes con la espada, comprobé que mi gladius romano simplemente rebotaba en las corazas de escamas sármatas, mientras que las serpentinas espadas sármatas no: su hoja sí que las atravesaba; cayeron tres sármatas y los demás se dispersaron, y en ese momento uno de los ostrogodos esgrimió su espada contra el de la toga, pero Daila fue más rápido. Para mi gran sorpresa, no ensartó al viejo, sino al ostrogodo, que cayó como un tronco. Ninguno de sus compañeros mostró consternación ni sorpresa, y tan sólo echaron a correr en persecución del enemigo, gritándole al optio:

—¡Has matado a uno de los nuestros!

—Ja —gruñó el oficial—. Ha desobedecido las órdenes y la desobediencia se castiga en el acto. La persona que se disponía a matar no puede ser otro que el legatus Camundus.

La persona estaba balbuciendo abyectamente las gracias en varios idiomas por haberle salvado la vida y habría estado a punto de abrazarnos de contento, pero Daila se agachó por detrás de él y le cortó de un tajo los jarretes a la altura de la rodilla, haciendo que Camundus se desplomara como si le hubiesen cortado las piernas.

—Así no se moverá de aquí y podremos encontrarle —gruñó el optio—. Escarabajito, tú quédate y vigila que nadie le haga nada hasta que Teodorico... ¡Cuidado!

Daila había advertido de soslayo un arquero que acechaba en el tejado y dio un salto al gritar, pero a mí no me dio tiempo y sentí una flecha como un mazazo en la parte derecha de la espalda. El impacto me tiró de lado hacia adelante y caí de cabeza sobre el empedrado, dándome tal golpe en el casco que casi pierdo el conocimiento.

Oí como entre sueños decir a Daila:

—Lástima, escarabajito. Yo le daré lo suyo.

Y como entre sueños oí el retumbar de sus botas alejándose. Bien, me dije, sólo cumple órdenes; pues que Teodorico había ordenado no auxiliar a los heridos.

Oía también al legatus lloriquear y balbucir, caído a mi lado, pero me hallaba demasiado mareado y dolorido para abrir los ojos y mirar dónde estaba. Me sentía totalmente agotado y flaccido del golpe, pero noté que mi mano aún asía la espada y traté de incorporarme para darme la vuelta, pero la flecha me había atravesado la armadura de cuero y el asta me lo impedía; habría intentado revolverme y retorcerme para arrancármela, pero no me moví para recuperarme y conservar fuerzas, porque oí otros pasos. El legatus herido comenzó otra vez a quejarse, esta vez no pidiendo clemencia, sino ayuda, y en griego: «¡Boé! ¡Boethéos!»

Le contestó una voz ronca, en griego, con fuerte deje:

—No os apuréis, Camundus. Dejad que remate a vuestro agresor.

Entreabrí lo justo los ojos para ver un guerrero con casco cónico y armadura de escamas que se acercaba a mí, y que debía ser uno de los de la guardia del legatus puesta en fuga. Miró mi cuerpo inmóvil, con la flecha clavada en la enorme armadura, y musitó:

—Por Ares, ¿es que los godos envían ahora niños al combate?

Y alzó la espada con las dos manos para descargarme el golpe de gracia.

Sacando fuerzas de flaqueza, alcé la espada por entre sus piernas, por debajo de las faldillas de la coraza, y se la clavé cuanto pude. El hombre lanzó el grito más desgarrador y estremecedor que había oído en mi vida y cayó de espaldas lejos de mí, echando sangre por el bajo vientre, arañando y retorciéndose por las piedras como un cangrejo enloquecido, sin intentar incorporarse ni atacarme, simplemente huyendo del dolor, que debía ser horroroso.

Yo, despacio y aturdido, me puse en pie y me quedé quieto un instante conteniendo las náuseas y el mareo. Cuando pude, me llegué al caído, le puse la rodilla en el pecho para que dejase de agitarse y, como no podía atravesarle la coraza, le tiré de la cabeza hacia atrás para descrubrirle la garganta y, con la mayor rapidez que pude, le corté el cuello hasta que mi espada tropezó con hueso.

Aquél fue el único combate cuerpo a cuerpo que entablé en la batalla de Singidunum, y de él salí sin la menor cicatriz de recuerdo. Estaba lleno de sangre, pero era sangre sármata. Tanto aquel guerrero como Daila me habían creído atravesado por la flecha, pero di gracias a Marte, Ares, Tiw y todos los dioses posibles por haber tenido aquella armadura tan grande, pues la flecha la había atravesado sin siquiera rozarme el tórax.

A fuerza de contorsiones logré agarrarla y romper el asta; luego, me llegué al legatus, que se encogió al ver mi espada ensangrentada, gimiendo: «¡Armahaírtei! ¡Clementia!»

—¡Aj, slaváith! —repliqué despectivo, y no volvió a abrir la boca mientras yo limpiaba mi espada con la orla de su toga. Le cogí por las axilas y le arrastré de aquel escenario de carnicería hasta un portal profundo del fondo de la plaza, dejando en el empedrado dos regueros de sangre.

Allí estuvimos a resguardo todo el resto del día, a lo largo del cual cruzaron la plaza grupos de guerreros persiguiéndose —sármatas a ostrogodos y viceversa— o se detuvieron en ella a luchar; por la tarde los que pasaban por la plaza ya no se perseguían ni se detenían a luchar, pues eran todos ostrogodos dedicados a limpiar la ciudad; casi todos buscaban a los sármatas escondidos y comprobaban si todos los caídos estaban muertos. Otros buscaban y trasladaban a sus heridos a donde estuviese el lekeis. Me enteré luego de que nuestros guerreros habían registrado todos los edificios y todos los cuartos, encontrando pocos sármatas escondidos, pues casi todos habían salido a combatir valientemente hasta morir. Cuando ya caía la tarde, dos hombres llegaron caminando tranquilamente a la plaza del portal en que todavía estábamos sentados Camundus y yo. Los dos traían la armadura destrozada y ensangrentada y no llevaban casco, aunque uno de ellos parecía llevar el casco o algo parecido en una bolsa de cuero. Eran Teodorico y Daila. El optio llevaba al rey para enseñarle dónde había dejado al legatus y, sin lugar a dudas, mostrarle también el cadáver de su amigo Thorn, pues los dos lanzaron una exclamación de sorpresa al verme vivo y cumpliendo la misión asignada de vigilar a Camundus.

—¡Debía haberme imaginado que Daila se equivocaba! —dijo Teodorico con alivio, dándome una palmada en el hombro en vez de devolverme el saludo—. El Thorn capaz de imitar tan bien a un clarissimus, puede hacerse el muerto perfectamente.

—¡Por el martillo de Thor, escarabajito —dijo Daila animoso—, lleva siempre coraza grande! Quizá debiéramos llevarla todos.

—Habría sido una lástima —añadió Teodorico— que hubieses muerto sin ver que hemos conquistado la ciudad, tú que tanto has contribuido a que pudiésemos entrar. Me complace decirte que han sido exterminados los nueve mil sármatas.

—¿Y el rey Babai? —inquirí.

—Hizo lo que debía. Me esperó y luchó con igual valentía y fiereza que cualquiera de sus guerreros. Incluso me habría vencido de haber sido más joven. Así que, con el debido respeto, le di una muerte limpia y rápida —dijo, haciendo un gesto hacia Daila, con la bolsa de cuero—. Thorn, te presento al rey Babai.

El optio, sonriendo, abrió la bolsa y sacó la cabeza de Babai, agarrándola de los pelos; aunque chorreaba sangre y otras sustancias, los ojos aún estaban abiertos con mirada furiosa y su boca se torcía en un rictus de rabia. Habría podido ser la cabeza de cualquier otro guerrero sármata, salvo por la diadema de oro.

Camundus, que seguía gimoteando y tratando de decir algo, calló de pronto, aterrado. Los tres nos volvimos a mirarle y él abrió y cerró la boca varias veces antes de recuperar la palabra.

—Babai —dijo con voz entrecortada— me engañó y tomó la ciudad.

—Este hombre habla mal de un muerto que no puede defenderse —dijo Daila—. Y miente, pues, cuando le encontramos le defendía una guardia sármata.

—Claro que miente —añadió Teodorico—. Si dijera la verdad, ahora estaría muerto como habría sido lo digno. Después de perder la ciudad, habría debido quitarse la vida con su propia espada como un buen romano, en vez de obligarme a usar la mía.

Dicho lo cual, desenvainó la espada y, sin ninguna ceremonia, rajó el abdomen del legatus, que no profirió grito alguno; el corte debió ser tan rápido y certero que no le hizo sentir dolor inmediato, pues simplemente dio una boqueada, agarrándose la herida para que no le salieran los intestinos.

—No le has cortado la cabeza —dijo Daila indiferente.

—Un traidor no merece igual muerte que un enemigo honorable —replicó Teodorico—. Esa herida le procurará horas de insufrible agonía. Pon un centinela que aguarde a que expire y que luego me traiga la cabeza. ¡Que así sea!

—Ja, Teodorico —contestó el optio con un aguerrido saludo.

—Thorn, estarás muerto de hambre y sed. Ven, que vamos a celebrar una fiesta en la plaza mayor.

Por el camino, le dije:

—Me has dicho que se ha exterminado a nueve mil enemigos, ¿y los nuestros?

—Hemos salido bien librados —contestó gozoso—, y estaba seguro de que así sería. Puede que haya dos mil muertos y unos mil heridos. Pero la mayoría sanarán, aunque no puedan volver a combatir.

Pensé que, efectivamente, los ostrogodos habían salido bien librados a pesar de la desventaja, pero no pude por menos de comentar:

—Lo dices como si tal cosa, y... son miles de muertos y tullidos.

—Si te refieres a que debía llorarlos —replicó, mirándome de soslayo—, ne, no pienso hacerlo. No lloraría ni aunque todos mis oficiales hubiesen caído, aunque hubieseis muerto tú y mis otros amigos, y no espero que nadie hubiese llorado por mí si yo hubiese perecido. El combate es la vocación, el deber y el placer del guerrero. Y la muerte, si es necesario. Hoy me alegro... igual que los muertos harán en el cielo, el Walis–Halla o lo que sea, ya que en este caso han luchado y muerto para lograr la victoria. Estoy seguro.

—Ja, eso no puede negarse. Pero, como te habrá informado el optio Dalia, uno de los muertos lo fue por mano de un compañero ostrogodo... el propio Daila.

—El optio hizo lo que debía. Igual que yo al dar ahora la muerte a Camundus. La desobediencia a un oficial es un crimen, igual que la incontestable traición del legatus, y el criminal debe ser castigado en el acto.

—Pero yo creo que en un juicio justo, al que mató Daila se le habría reconocido que obraba más por impulso que por desobediencia. Una actuación precipitada, en el calor del combate...

—¿Un juicio justo? —replicó Teodorico, mirándome tan sorprendido como si le hubiese propuesto perdonar sin condiciones a cualquier malhechor—. Vái, Thorn, hablas de la ley romana. Nosotros nos regimos por las antiguas leyes godas, que son mucho más sensatas. Cuando a un delincuente se le sorprende en pleno delito o es a todas luces culpable, el juicio es superfluo. Sólo si el delito se ha cometido a escondidas, o existe por cualquier motivo duda de que sea culpable, se le hace juicio. Pero son contadas las ocasiones —hizo una pausa para esgrimir una gran sonrisa—. Esto es debido a que los godos somos tan abiertos y sinceros en nuestros pecados como en nuestras buenas acciones. Mira, ahí están la plaza y el banquete. Cedamos abiertamente al pecado de la gula.

Decuriones, signiferi y optiones habían movilizado a todos los habitantes de la ciudad, salvo los niños de corta edad, para el trabajo, y ninguno de ellos parecía muy satisfecho. Para las clases altas y los pudientes de Singidunum, la liberación de la ciudad no significaba más que un simple cambio de amos; a hombres y niños se les había encomendado el desagradable trabajo de recoger los cadáveres, despojarlos de la armadura y todos los pertrechos servibles antes de deshacerse de ellos, pero dada la cantidad de muertos, sería una faena que les ocuparía varios días. Como supe después, se les obligó únicamente a arrojar los cuerpos desde lo alto del tramo de la muralla que daba hacia tierra por el acantilado, en donde otros ciudadanos echaban sobre el montón aceite y brea para hacer una monstruosa pira.

A las mujeres y niños se les había encomendado abrir los depósitos ocultos de provisiones y preparar comida para las hambrientas tropas ostrogodas y para los famélicos habitantes de los arrabales. Así, en la plaza mayor, había varios fuegos de los que surgían humo y efluvios hacia las casas que la rodeaban; las mujeres andaban atareadas con montones de bandejas y fuentes, hogazas de pan, quesos, picheles, copas y jarros. La plaza y las calles que conducían a ella eran un hormiguero de guerreros y gentes de los arrabales —entre ellos vi a Aurora y sus padres— que se llegaban a coger un trozo de comida o a aferrar un elegante plato o cuenco para devorar su contenido sin ayudarse de utensilio alguno.

La multitud abrió paso respetuosamente a Teodorico y yo le seguí. Pero una vez que tuvimos carne, pan y vino, hallamos un lugar vacío en el empedrado y allá nos sentamos los dos para devorar la comida con igual ansia que cualquier soldado raso o rapazuelo de los que participaban en la fiesta.

Una vez calmados en parte el hambre y la sed, le pregunté a Teodorico:

—¿Y ahora, qué sucederá?

—Nada, espero. Al menos aquí. Nada durante un tiempo. A los habitantes de Singidunum tanto les da que estemos nosotros o los sármatas. Sin embargo, en términos generales, no les hemos causado grave daño; los sármatas no han podido hacerse con un botín y yo he prohibido a mis tropas el saqueo y la violación. Que se busquen su propia Aurora, si pueden. Quiero que la ciudad quede intacta, pues de otro modo no me serviría de rehén en mis negociaciones con el imperio.

—Entonces, tendrás que ocuparla y defenderla cierto tiempo.

—Ja, y sólo con unos tres mil hombres sanos y enteros. Al norte del río Danuvius, en la antigua Dacia, hay más sármatas de Babai... y de sus aliados los estirios. Pero como el rey Babai decidió por cuenta propia apoderarse de Singidunum y quedarse en ella, el resto de sus tropas están sin jefes. Hasta que se enteren por algún espía de que ha caído la ciudad y Babai ha perecido, es muy probable que no organicen un contraataque importante.

—Pero estarán a la espera de noticias —dije yo—. No era ningún secreto que la ciudad estaba sitiada.

—Cierto. Ya he dispuesto centinelas para impedir que ningún traidor ni desafecto pueda cruzar el Danuvius para llevar informes. Dejaré la mitad de las fuerzas de guarnición en la ciudad para curar a los heridos y reconstruir las puertas, y la otra mitad de los hombres los pondré a patrullar por los alrededores como antes, para que intercepten a los sármatas que ronden por ahí y no puedan escapar a llevar la noticia de la caída de Singidunum. Además, he mandado mensajeros al galope al sudeste para que den con el convoy de pertrechos y activen su avance y pidan más refuerzos.

—¿Cuál es el puesto en que mejor puedo servir? —inquirí—. ¿Centinela? ¿Guarnición? ¿Mensajero? ¿En las patrullas?

—¿Ya tienes más ganas de combate, niu? —replicó él con aire de guasa—. ¿Y sigues considerándote soldado raso, niu?

—¡Un simple guerrero! —dije yo—. Para serlo he atravesado media Europa, y es para lo que me he preparado y entrenado. Es lo que en Vindobona me instaste a ser: un guerrero ostrogodo. ¿Qué eres tú, sino un guerrero?

—Bueno, soy también el comandante de los guerreros. Y el rey de muchísima gente; y debo decidir cómo emplear a los guerreros para el mejor interés de esa gente.

—Es lo que te he pedido; que me asignes un puesto.

—¡Iesus, Thorn! Ya te dije hace tiempo que no seas tan modesto. Y si es que simplemente te haces el modesto, te trataré como merece un tetzte simulador. Te pondré de pinche con algún cocinero en una tienda alejada de toda posibilidad de combate.

—Gudisks Himins, lo que sea menos eso —repliqué yo, a pesar de que sabía que bromeaba—. Ése fue el primer empleo que tuve, y creo que ahora ha mejorado mi situación.

—Vái, cualquier patán que venga del campo es capaz de aprender a manejar la espada o la lanza. Y cualquier rústico con inteligencia y habilidad puede llegar a ascender a decurio, signifer, optio... o lo que sea.

—Estupendo —dije—. No soy humilde ni modesto y no me importará ascender.

—¡Balgs–daddja! —añadió él, impaciente—. Tú posees algo más que inteligencia y habilidad. Tienes imaginación e iniciativa. Me reí cuando vi las cuerdas que le habías puesto a tu caballo, y resulta que es un invento útil; me reí cuando vi tus trompetas de Jericó llenas de avena, y resultaron más que útiles. Te permití participar en la toma de la ciudad como simple soldado, nada más que porque experimentaras lo que es el combate cuerpo a cuerpo, como querías. ¿Y ahora crees que voy a seguir arriesgando la vida de una persona que tanto vale, como si fuese un simple recluta?

—No tengo más inventos que ofrecer —repliqué yo, extendiendo los brazos—. Ordéname lo que quieras.

—Un historiador de la antigüedad cuenta que el general macedonio Parmenio —dijo él como si hablase a solas— ganó muchas batallas sin Alejandro Magno, pero éste ninguna sin Parmenio. Actualmente sólo tengo un mariscal —añadió, ya hablando conmigo—, el saio Soas, que tuvo el mismo cargo en vida de mi padre. Voy a nombrarte mariscal.

—Teodorico, ni siquiera sé qué es lo que tiene que hacer un mariscal.

—En otros tiempos era el marah–skalks del rey, nombre que denotaba su cargo: el de encargado de los caballos reales. Actualmente, su cometido es distinto y mucho más importante. Es el enviado del rey, el que lleva sus órdenes y mensajes a ejércitos distantes o a oficiales superiores, a las cortes o a monarcas de otras naciones. No es un simple emisario, pues habla en nombre del rey y ostenta su propia autoridad. Se trata de un cargo de gran responsabilidad, porque el mariscal es, por así decirlo, el largo brazo del propio rey.

Me le quedé mirando, sin acabar de creerme lo que oía. Era abrumador y me atemorizaba; había comenzado aquella jornada siendo un simple soldado, y, aun suponiendo que aquel día hubiese sido mi otro yo, Veleda, mi intervención en combate no habría resultado extraña, puesto que las amazonas y otras virágines luchaban como hombres y hasta alcanzaban altos cargos militares. Pero ahora, cuando el día tocaba a su fin, se me ofrecía no ya un ascenso, sino una auténtica apoteosis, elevándome a la categoría de cortesano real. Y eso era porque Teodorico suponía que era tan varón como él; pues yo estaba casi seguro de que ningún mannamavi había sido mariscal de un rey, y una mujer, menos aún.

Teodorico debió pensar que dudaba por falta de estímulo, y añadió:

—El cargo de mariscal conlleva el título noble de herizogo.

Aquello me abrumó aún más; el herizogo godo era el equivalente del dux romano, y en la Roma de entonces, el dux era el quinto cargo en importancia por detrás del emperador, el rex, el princeps y el comes. Sabía que ninguna mujer había alcanzado semejante condición, pues aunque se casara con un dux, no tenía derecho al título. Claro que no me ofrecía un ductus del imperio romano, pero no era grano de anís convertirse en herizogo de los godos y en mariscal del rey ostrogodo Teodorico.

Medité brevemente si antes de que Teodorico me otorgase el honor debía confesarle con toda sinceridad mi naturaleza. Pero decidí que no. Hasta entonces había actuado loablemente como cazador, clarissimus, arquero y espadachín; trataría de hacerlo también como mariscal y herizogo. A menos que no valiera para ello y perdiese el cargo, o que alguien descubriese que era un mannamavi, quizá me mantuviera en el cargo para el resto de mi vida, para acabar enterrado en una tumba con imponente epitafio; sería una buena ironía de la historia que uno de los mariscales de aquella época, un herizogo, uno de los duces más ilustres, pasara desapercibido ante los historiadores en su falsa identidad de varón.

Viendo que no decía nada, Teodorico insistió:

—Te tratarán respetuosamente con el título de saio Thorn.

—Aj, no hace falta que me convenzas —dije—. Me siento halagado, honrado y abrumado, pero estaba pensando una cosa. Tengo que asumir que un mariscal no combate.

—Eso depende de las misiones que te asigne el rey. Habrá ocasiones en que tengas que combatir para ir al lugar encomendado. De todos modos, por si no lo sabes, hay cosas tan emocionantes como el combate. Hay maquinaciones, tramas, estratagemas, intrigas diplomáticas, conspiraciones, connivencias... y el poder. Un mariscal real vive todo eso, participa en ello y disfruta haciéndolo.

—Espero que no falte el combate. Ni la aventura.

—¿Aceptas pues el cargo? ¡Estupendo! ¡Hails, saio Thorn! Ahora, búscate un empedrado blando y duerme bien. Preséntate en mi praitoriaún mañana por la mañana y te diré tu primera misión de mariscal. Te prometo que será una aventura que te gustará.