CAPÍTULO 8
Hubo un tiempo en que consideraba con ironía el exceso de dioses y diosas en la Roma pagana; en nuestra antigua religión, los pueblos germánicos no tenemos más que una diosa de las flores, Nerthus, a la que se atribuyen poderes sobre casi todo lo que florece en la madre tierra. Por el contrario, los romanos tienen cuatro o cinco deidades de las flores: la llamada Proserpina rige las plantas cuando brotan, Velutia las protege cuando empiezan a salir las hojas, Nodinus se encarga de ellas cuando apuntan los capullos y luego se las cede a Flora cuando florecen. Si es una planta comestible, la que hace que germine es Ceres. A mí me hacía gracia que hubiese tantas diosas para cada ser del mundo vegetal, pero ahora he dado en reflexionar que aún hay una carencia, pues no tienen una diosa que se haga cargo de las flores que se marchitan ni de las hojas que amarillean y mueren de lo que antes fueron seres bellos y placenteros que adornaban el mundo.
Teodorico, durante toda la edad otoñal, había estado tan vigoroso y despierto como en sus mejores años, pero vi que se iniciaba el invierno de su vida al enfermar y morir la reina Audefleda; la pena le afectó mucho más profundamente que la pérdida de Aurora, probablemente porque él y Audefleda habían compartido la experiencia de envejecer juntos. He observado que eso crea muchas veces un vínculo mucho más fuerte entre hombre y mujer que el amor mismo, y eso que ellos dos se habían amado. En cualquier caso, en los cinco años transcurridos desde la muerte de la reina, Teodorico envejeció con mayor rapidez; su cabello y barba, antes de oro radiante y luego de brillante plata, eran ya de un blanco ceniciento, y, aunque aún se mantiene erguido sentado y al caminar, ha adelgazado y a veces le tiemblan las manos y le cuesta estar quieto demasiado tiempo; sus ojos azules, que otrora con tanta facilidad pasaban del alborozo a la ira y viceversa, no han perdido el color como sucede en los viejos, pero son ahora de un azul sin profundidad ni brillo, cual pizarra. Conserva su voz grave y tonante y no le tiembla, pero a veces es tan prolijo de palabra como Casiodoro de pluma.
En aquella ocasión en que Símaco se mostró preocupado por que el rey le hubiese enviado dos veces la misma misiva, el senador no hacía más que comentar lo que todos habíamos comenzado a advertir en la corte, haciendo como que no lo notábamos; yo lo noté por primera vez un día en que estaba en el palacio de Ravena hablando con el rey y, de pronto, entró la princesa Amalasunta con su hijo el príncipe Atalarico. No recuerdo de qué hablábamos Teodorico y yo, pero él prosiguió la conversación y dirigió a su hija y a su nieto una mirada tan vacua como si hubiesen sido criados que entraban a quitar el polvo. Sólo cuando el chambelán los anunció con voz sonora y modulada, parpadeó Teodorico, meneó la cabeza y les dirigió una débil sonrisa de saludo.
Yo, discretamente, me excusé y desaparecí; por lo que no sé por qué iría Amalasunta a visitarle; aunque en palacio la servidumbre rumoreaba que ella nunca visitaba a su padre más que para plantearle codiciosas demandas o malhumoradas quejas, del mismo modo que no iba a ver a «tío Thorn» si no era para conseguir un esclavo caro a «buen» precio. Ni el matrimonio, ni la maternidad, ni la viudez habían hecho que la princesa dejase de ser la Xantipa que siempre había sido.
Y había hecho del pequeño Atalarico un ser tan repelente como ella. La princesa mimada se había vuelto una madre tolerante, convirtiendo al príncipe en un mocoso de lo más odioso que se puede ser a los cinco años, un niño que casi no salía de las faldas de la madre y aun así no hacía más que gemir y lloriquear. Por lo que, en aquella ocasión en que Teodorico no pareció reconocer a su propia hija, pensé que lo fingía deliberadamente y que si le sonrió paternalmente, lo hizo forzado por hallarme yo delante.
Pero era evidente que no era fingimiento. Poco después de aquello, hubo una noche en que me encontraba con otros muchos invitados en la fiesta que daba el rey a unos nobles francos que acababan de llegar; durante la cena, Teodorico entretuvo a los comensales con historias de las guerras pasadas, incluido el relato de cuando nuestro ejército se apoderó del edificio de la ceca de Siscia, reputado inexpugnable.
—Y sólo con avena, ¿os imagináis? —decía alborozado—. Con unas cuñas de estaño llenas de avena, imitando las trompetas de Jericó, una ingeniosa idea del joven mariscal... —añadió señalándome— el mariscal...
—Thorn —musité yo, con cierta turbación.
—Ja, el joven saio Thorn, aquí presente —dijo, mientras continuaba el relato explicando cómo habían funcionado las trompetas, y los invitados se preguntaban sorprendidos por qué me llamaría joven.
Todos se echaron a reír una vez concluido el relato, pero uno de los jóvenes francos dijo:
—Es curioso, yo he estado después en Siscia y el edificio no está deteriorado, y ninguno de los habitantes comentó nada de semejante suceso, que debió ser memorable...
—Seguramente las gentes de Siscia prefieren no recordarlo —terció Boecio, riendo y cambiando de conversación rápidamente.
Nadie de la corte se habría atrevido a corregirle en público, naturalmente, pero yo pensé que tenía suficiente amistad para comentárselo en privado.
—Fue en Singidunum donde empleamos las trompetas de Jericó. En Siscia cavamos un túnel, amenazándoles con hundir el edificio. Así fue como entramos.
—¿Ah, sí? —replicó él, algo aturdido—. ¿Y qué? —añadió indignado—. ¿De qué te quejas? Te he atribuido a ti el mérito de la idea, ¿no? Bueno, bueno —continuó, reprimiendo su risa—, una buena historia no hace falta contarla con toda exactitud. Y es una buena historia, ¿no, Soas?
—El mariscal Soas murió hace diez años —dije, abatido—, y Teodorico y yo somos amigos hace casi cincuenta años, pero ahora ya olvida cómo me llamo o no me llama por mi nombre.
—¿Cuál de ellos? —inquirió Livia, en tono de chanza.
—El de Thorn, desde luego. Él nunca ha sabido que soy Veleda. Y muy pocos lo han sabido, aparte de ti.
—¿Y por qué no se lo dices? —replicó ella, con la misma sonrisa traviesa de cuando era niña—. Por muy olvidadizo que sea, si sabe tus dos nombres, será capaz de llamarte por uno u otro.
También yo sonreí entristecido.
—No, se lo he ocultado todos estos años y el secreto irá a la tumba con el primero que muera. De todos modos, hace mucho tiempo que no he sido Veleda, salvo contigo.
Y era cierto. Supongo que el hecho de haber cerrado la casa del Transtíber fue uno de los motivos —al no tener un sitio en donde desahogar mi ser femenino— por el que comencé a ir a casa de Livia de vez en cuando. Ella nunca me cerró las puertas y hasta mostraba alegría al verme; y no creo que fuese tan sólo porque era la única persona que veía.
Pues, salvo mis visitas, jamás palié las severas condiciones del encierro de Livia. Nunca salía de casa y nadie podía verla; su único contacto con el mundo era yo, los guardias y su sirvienta, pero ella y la muchacha de Serica no hablaban el mismo idioma, la esclava sólo entendía las órdenes más simples y, de todos modos, no era muy predispuesta a la afabilidad; la servía bastante bien, pero lo hacía todo en lúgubre silencio, y yo creo que había quedado taciturna para siempre desde que yo le impedí realizar la función para la que había sido criada.
No me había sido difícil revelar a Livia mi doble naturaleza; sabía que al besarla aquel día ella había advertido algo de la verdad, de no haberlo sospechado años antes cuando era una niña. La revelación no la sorprendió ni escandalizó, ni tampoco la horrorizó ni se la tomó a chanza; la asumió muy tranquila, cosa que no habría hecho de ser más joven. Afortunadamente para las dos, ya no teníamos la edad en que hombres y mujeres se consideran mutuamente como posibles aventuras amorosas, y en la que una mujer tan sensible como era ella habría aceptado el secreto con perplejidad, quizá con cierta decepción o con un perverso interés por «experimentar», pero, desde luego, sin ecuanimidad.
Cuando le dije: «Soy un mannamavi, un androgynus, un ser con los dos sexos», ella no profirió exclamación alguna, ni preguntó nada; tan sólo aguardó con compostura a que yo le dijera lo que tuviese a bien decirle. Ni desde aquel día ha insinuado siquiera que siente curiosidad por ver mi anormalidad física; ni tampoco ha manifestado deseos por saber cómo ha sido la vida de un mannamavi. Empero, con el tiempo, yo le he contado muchas cosas de mis dos seres, porque actualmente, siempre que estoy en Roma, voy a verla cada vez con más frecuencia.
Estamos a gusto juntos... los tres, puede decirse. Claro, siempre voy vestido de Thorn, pero, una vez dentro, hablo tranquilamente con Livia como hombre a mujer o de mujer a mujer. Y hablo de muchas cosas de las que no puedo o no oso hablar con otros. Al fin y al cabo, conozco a Livia hace mucho más tiempo que a nadie de los que trato actualmente. A ella la conocí antes que a Teodorico y en su casa de quien más hablo es de él.
—No te creas que te lo digo en broma —me dijo—. ¿Por qué no le cuentas la verdad sobre ti?
—¡Liufs Guth! ¿Decirle que he estado engañándole casi medio siglo? Si no cae muerto de apoplejía seguro que manda matarme o algo peor.
—Lo dudo —replicó Livia, absteniéndose cortésmente de hacer hincapié en lo obvio: que seguramente a nadie le importa el sexo que tenía una vieja reliquia como yo—. Prueba. Díselo.
—¿Para qué? Bastante preocupados estamos ya en la corte con los lapsos mentales y de memoria del rey. Sería un desastre sorprenderle con...
—Me has dicho que esos lapsos se iniciaron durante la enfermedad de la reina y empeoraron al morir, y dices que la única mujer que tiene ahora a su lado es la hija, que sólo le causa aflicción; Teodorico mejoraría muchísimo con la compañía de otra mujer, una mujer de su edad, que le conozca bien, una mujer que, aunque de modo tan sorprendente, resulte ser amiga suya de toda la vida. Veleda es la amiga que necesita.
—¿Igual que tú lo eres para mí? —repliqué, sonriendo pero meneando la cabeza—. Gracias por la sugerencia, Livia, pero... ¡eheu! Tendría que ver a Teodorico en grave situación para romper mi silencio. Ya lo creo.
—Y entonces, tal vez sea demasiado tarde —añadió ella.
Ni los sacerdotes cristianos, los augures romanos ni los adivinos godos, que pretendían saber las tretas de toda clase de demonios, han sido jamás capaces de ahuyentar a los que se apoderan de la mente de un hombre que envejece, cruzando sus defensas. Si existe algo semejante al demonio del olvido, ése fue el primero que se infiltró en Teodorico cuando estaba desarmado por el dolor de la pérdida de Audefleda, los otros demonios estaban a la expectativa para aprovechar cualquier fisura en su coraza. Y las hallaron, porque cada año desde entonces se ha producido algún evento que, cual ariete, ha batido las defensas del rey.
La reina murió en el 520 de la Era cristiana. En el año 521 llegó de Lugdunum la nueva de que su hija mayor, Arevagni, había muerto; la aflicción habría debido serle soportable, pues Teodorico supo que había muerto tranquila en su sueño, y Arevagni había tenido una vida digna, ya que cinco años antes de morir conoció el honor de ser proclamada reina de los burgundios, al haber sucedido su esposo Segismundo al padre en el año 516; además, Arevagni había dado a luz a Sigerico, otro nieto de Teodorico y heredero del trono burgundio.
Empero, menos de un año después, en el 522, llegaron otras noticias de Lugdunum, realmente espantosas. El rey viudo Segismundo había vuelto a casarse y su nueva esposa, deseosa de tener hijos que no tuviesen obstáculo a heredar el trono, había convencido a Segismundo para que matase al hijo habido de Arevagni, el príncipe Sigerico; supongo que nunca se sabrá si el rey Segismundo hizo algo tan horripilante envanecido por su propia majestad, por ser el esposo más débil de la historia o por simple demencia. Si sabía la tendencia de Teodorico a perder memoria y contaba con ello para que el rey pasara por alto el atroz filicidio —o si pensó que los godos iban a dejar sin venganza semejante ofensa— estaba muy equivocado.
Teodorico nos llamó a consejo en el salón del trono y vimos que, dentro de su ira fulmínate, volvía a ser el rey que recordábamos; no tenía aquellos ojos mates de azul pizarra, sino azul brillante como los fuegos de Géminis; ya no le caía la barba lacia y larga, sino que la tenía erizada como ortigas. Cuando el magister Boecio le aconsejó que pospusiera cualquier acción de represalia «hasta hallaros más sereno, mi señor», Teodorico bramó: «¡Eso es una sugerencia de mercader, si no de traidor!» y Boecio se retiró prudentemente de su vista; cuando el exceptor Casiodoro aconsejó reprender a los burgundios con una dura misiva, el rey vociferó: «¿Palabras? ¡Al infierno con las palabras! ¡Que venga el general Thulwin!» Creo que él mismo se habría puesto a la cabeza de las tropas de no haber sido porque se sabía incapaz de aguantar a galope tendido tal distancia, y lo que él quería era que el ejército partiese de inmediato. Así, al mando de Thulwin, se encaminó hacia el Oeste un formidable y furioso ejército formado a toda prisa.
Empero, la Fortuna, en su veleidoso e implacable arbitrio, ya había vengado el filicidio, y antes de que Thulwin llegase a Lugdunum los burgundios se habían embrollado en una guerra con los francos y en una de las primeras batallas había perecido Segismundo; como había eliminado a su propio descendiente, la corona burgundia fue a parar a un primo de Segismundo llamado Godomero, y éste, al verse de pronto con la responsabilidad del trono y de la guerra con los francos, no quiso cruzar las armas con el ejército godo que llegó ante las murallas de Lugdunum; el rey Godomero se avino abyectamente a compensar al rey Teodorico por la pérdida de su nieto, cediéndole todo el sur del territorio burgundio, concesión que el general Thulwin aceptó complacido. Así, sin ninguna pérdida de vidas —salvo la del principito Sigerico—, el reino godo obtuvo un amplio territorio en su frontera occidental y se extendía hasta el río Isara en aquel lado de los Alpes.
De este modo, se vieron acrecentados el orgullo y el poderío de Teodorico y sus dominios inesperadamente crecidos, pero nada de esto aplacó el dolor de haber perdido hija y nieto. Cuando amainó su ira, cayó en una sima de abatimiento que ulteriores acontecimientos no hicieron más que ahondar. Las siguientes noticias adversas llegaron de Cartago, y consistían no sólo en otro agravio a un familiar del rey, sino que representaban por ende una amenaza para el reino.
Resultaba que Trasamundo, rey de los vándalos y esposo de Amalafrida, hermana de Teodorico, había muerto, sucediéndole su primo Hilderico. Como he dicho, entre los vándalos siempre había predominado la religión arriana y sus reyes habían hecho gala de tolerancia con los católicos, aunque fuesen sus adversarios. No obstante, este Hilderico fue una anomalía entre los vándalos, pues era un católico devoto e incluso fanático, y ahora era rey. Trasamundo había obtenido en su lecho de muerte la solemne promesa del primo de mantener el arrianismo como religión de estado, pero Hilderico se apresuró a faltar a ella nada más expirar Trasamundo.
Lo primero que hizo fue enclaustrar a la viuda del rey, la hermana de Teodorico, en un remoto palacio, por el hecho de ser arriana y muy respetada por el pueblo, temiéndose que pudiera entorpecer sus planes. En segundo lugar, se apoderó de todas las iglesias arrianas de África, expulsó a sus obispos y sacerdotes y solicitó de la Iglesia de Roma y de Constantinopla sustitutos «buenos, piadosos y que detestasen la herejía». En tercer lugar, como el reino godo de Teodorico era arriano y, por consiguinete, detestable, Hilderico prohibió todo comercio vándalo con su ex aliado y comenzó a adular al emperador Justino para estrechar lazos con el imperio de Oriente.
Teodorico volvió a montar en cólera, pero en esta ocasión era impotente para la venganza; no podía dar órdenes y enviar un ejército al galope, cruzando las aguas del Mediterráneo. Lo único que podía hacer era ordenar la construcción inmediata de una flota para atacar Cartago y poner a Hilderico de rodillas.
—¡Mil navios! —bramó el rey al navarchus de la marina romana—. Quiero mil navios, la mitad armados y con máquinas de guerra y la otra mitad cargados de tropas y caballos. Y los quiero rápido.
—Los tendréis —contestó Lentinus sin inmutarse—. Y rápido. Pero para una empresa de tal magnitud, Teodorico, debo deciros que rápido significa tres años cuando menos.
Ni un rey, con todos los medios suasorios, estímulos y amenazas a su disposición, puede hacer mucho contra el imponderable del tiempo; únicamente podía esperar que le construyesen los barcos. Así, frustrado por su impotencia, deprimido por la decepción, y minado por el demonio del olvido, y ahora también por los demonios de la sospecha, la desconfianza y la angustia, lo que hizo fue dar órdenes de poca monta sobre asuntos baladíes a uno u otro criado de palacio, y cuando el pobre le contestaba «Señor, eso ya lo hice ayer», él, furibundo, replicaba:
—¿Qué? ¿Cómo has osado hacerlo sin que yo te lo dijera?
—Pero, señor, me lo dijisteis ayer.
—¡No te lo he dicho, insolente inútil! Primero presumes de anticiparte a mis deseos y luego mientes. Chambelán, coge a este desgraciado y dale el castigo que merece.
Como el chambelán, igual que todos en palacio, ya estaba acostumbrado a escenas parecidas, el solo «castigo» del criado consistía en desaparecer de la vista del rey hasta que hubiese olvidado el incidente.
Empero, debo señalar que no todas las sospechas de Teodorico de persecución y conjura eran del todo ofuscaciones sin fundamento. En un sentido bien real, ahora se hallaba rodeado de personas —y naciones enteras— enemigas de la religión arriana y, por lo tanto, de su persona, de su reinado y de la existencia del reino godo; en el Este, el emperador Justino, Justiniano y Teodora estaban tan en mieles con la Iglesia de Constantinopla, que el imperio de Oriente era de hecho una teocracia cristiana ortodoxa; en el noroeste, el antes pagano rey Clodoveo de los francos acababa de convertirse al catolicismo. (Efectivamente, había hecho de su bautismo un espectáculo de masas, obligando a unos cuatro mil subditos de Lutetia a bautizarse en la misma ceremonia.) Y ahora, en el Sur, el rey Hilderico acababa de decretar religión oficial del África vándala el catolicismo. Por lo que los dominios de Teodorico se hallaban prácticamente rodeados de antiarrianos. Cierto que ninguna de esas naciones era abiertamente belicosa, y sólo Cartago había suspendido el comercio, pero la Iglesia de Roma, por supuesto, tenía agentes muy activos en todos esos países, que instaban a todo verdadero cristiano a rezar, dar diezmos y no escatimar esfuerzos para derrocar al hereje Teodorico y convertir o extirpar de raíz a sus herejes subditos.
Sí, nuestro rey tenía agravios por los que sentirse angustiado, y eran de una naturaleza que habrían absorbido toda la atención de un César o un Alejandro, y Teodorico les habría dedicado todas sus energías; pero esos demonios que infestaban su mente hacían que cada vez olvidase con mayor frecuencia las contrariedades de fuera del reino para aplastar imaginarios insectos más a mano.
A diferencia de los sirvientes de palacio, los consejeros del rey no podíamos escondernos y nos era difícil eludir el castigo. Boecio, Casiodoro padre e hijo, yo mismo y otros mariscales, nobles y funcionarios de diversos rangos éramos sucesivamente víctimas de las acusaciones de Teodorico por no haber oído bien sus órdenes, haber leído mal sus decretos o haber malinterpretado sus decisiones. En parte por prudente preocupación propia, pero más que nada por piadoso afecto por el rey, hacíamos cuanto podíamos para fingir que no se producían esos lapsos y buenamente procurábamos reparar el daño que pudieran causar; pero a veces los incidentes no se podían ocultar y el propio Teodorico debía percatarse. Yo creo que, a sus otras aflicciones, se unía el terror de estar perdiendo el juicio. Y creo que pretendía más negárselo a sí mismo que a nosotros, cuando, aun en sus intervalos de lucidez, procuraba cargar sobre otros la responsabilidad de sus propios errores.
Yo estaba presente en una ocasión en que algo salió mal por un pequeño error suyo —una falta de él solo— y Teodorico castigó a Boecio con la misma furia que Amalasunta había regañado en otra ocasión a un esclavo; Boecio lo soportó virilmente sin protestar, refutárselo o siquiera dirigirle una mirada ofendido y, acto seguido, se marchó hastiado del salón. De nuevo, apelando a nuestra vieja amistad, yo le dije:
—Ha sido injusto y desproporcionado para una persona como tú.
—¡La ineptitud merece reprensión! —me respondió con desdén.
—Tú le nombraste tu magister officiorum hace más de veinte años —osé replicarle—. ¿O es que quieres decir que fuiste inepto?
—¡Vái! Si no es culpable de ineptitud, quizá lo sea de perfidia. Hace tanto tiempo que está en el cargo, que ahora abriga secretas ambiciones. Recuerda, Thorn, tú que estabas presente, cuan cobardemente sugirió moderación cuando quise castigar a ese asesino de Segismundo.
—Vamos, vamos, Teodorico, hay un antiguo proverbio que dice que la mano derecha es la que castiga por ser la más fuerte. Por lo tanto, la mano izquierda, más suave y lenta, es para administrar justicia, piedad y tolerancia. A Boecio le nombraste para que fuese tu mano izquierda, para temperar tu impulsividad, para que te impidiera actuar precipitadamente...
—No obstante —gruñó—, desde entonces no he dejado de pensar si Boecio no estará vendido a un poder extranjero.
—¡Aj! —contesté—. Viejo amigo, ¿qué ha sido de tu convicción de ver las cosas con benevolencia? ¿De tu deseo de considerar a los demás con comprensión? ¿De tu respeto al criterio de que todo hombre es el centro de su propio universo?
—Y sigo intentando mirar así a los hombres —replicó, pero de un modo sombrío—. Y veo que muchos ansian ampliar su universo... para tragarse a otros. Por eso quiero cuidarme de que nadie usurpe mi lugar.
—Teodorico siempre fue muy impetuoso —le dije a Livia—, lo prueba el modo en que mató a Camundus, Rekitakh y Odoacro... y a veces con consecuencias lamentables. Pero ahora su carácter está cambiando completamente. Casi nunca está alegre, sino receloso y aprehensivo. Me preocupa bastante que caiga tanto en el desaliento, pero ¿y si en uno de esos arrebatos de vehemencia comete alguna locura?
Livia reflexionó un instante, mientras la criada dejaba en la mesa que había entre ambos una bandeja de dulces.
—Tú y los demás amigos y consejeros de Teodorico deberíais emular a los antiguos macedonios.
—¿Cómo? ¿A qué te refieres? —inquirí, mordisqueando un pastelillo.
—El rey Filipo de Macedonia era un borracho que sufría crisis de locura por efecto del vino y de trastornos cuando se abstenía. Sus cortesanos y subditos estaban tan hartos, que sólo tenían un recurso... apelar por los agravios del Filipo beodo ante el Filipo sobrio.
La sonreí admirado. Livia siempre había sido lista desde niña; evidentemente, los años habían teñido de gris sus cabellos y arrugado su rostro, pero los había aprovechado para cultivarse.
—Y sabiduría —balbucí en voz alta, al tiempo que arrugaba la nariz al notar el sabor del pastelillo—. Livia, pensaba que habías renunciado tiempo ha a tus deseos de venganza. Me parece extrañamente amargo este pastelillo de miel.
—No —replicó ella, echándose a reír—, no trato de envenenarte. Al contrario. Es que están hechos con miel de Corsica y es agria, porque en la isla no hay más que tejos y cicutas. Pero es bien sabido que los corsos son longevos y por eso su miel la recomiendan los medid para prolongar la vida. Mira, como me tienes presa aquí y tú eres el único que viene a verme, lo que intento es que no mueras nunca —añadió con malicioso humor.
—¿Nunca? —dije, dejando el pastelillo a medias—. ¿Nunca? —repetí más para mí que para ella—. Ya he vivido bastante. He visto mucho mundo y he hecho muchas cosas..., no todas agradables. ¿No morir nunca? ¿Y tener siempre el pasado encima? No... es bastante aterrador. No creo que me guste.
Livia me miraba con la afable preocupación de una esposa o una hermana, y proseguí:
—En verdad que eso es lo triste con Teodorico. Ha vivido demasiado. Todo lo bueno que ha hecho, toda su grandeza, corre el peligro de quedar ensombrecida y manchada por algún acto insensato que no su voluntad, sino la edad le impulse a cometer.
Sin cambiar aquella mirada de esposa–hermana, Livia dijo:
—Ya te lo he dicho. Lo que necesita es que le cuide una buena mujer.
—No yo —contesté, meneando la cabeza.
—¿Por qué no? ¿Quién mejor?
—Juré mis auths a Teodorico como Thorn. Y si, como Thorn, me veo alguna vez obligado a hacer algo contrario a ese juramento, quedaría deshonrado y condenado a los ojos de todos los hombres, incluidos los míos. Empero, como Veleda, no le juré auths...
—Casi me da miedo preguntártelo —dijo Livia con cierta alarma—. ¿Qué estás pensando?
—Tú que eres una mujer culta, ¿sabes el significado exacto de la palabra «devoción»?
—Creo que sí. Hoy día significa un sentimiento, una vinculación ardiente. Pero en origen significaba un acto, ¿verdad?
—Sí. La palabra procede de votum, un voto, una promesa. Los comandantes romanos, en el campo de batalla, rogaban a Marte o a Mitra, prometiendo buscar la muerte en el combate si el dios de la guerra concedía la victoria y la salvación a su ejército, su nación, su emperador.
—Dar la propia vida para que los demás sigan viviendo —dijo Livia susurrante—. Oh, querido, querido... ¿piensas hacer un acto de devoción?