CAPÍTULO 5
Mientras estuve en San Damián, congratulándome presuntuoso de estar formándome más de lo que requería mi edad, había, naturalmente, muchas, muchas cosas que me quedaban por aprender, incluso sobre la religión cristiana, pese a que toda mi vida la había pasado inmerso en ella.
Había dos cosas en particular en las que era tan ignorante como un rústico sin luces. Una, que el cristianismo no era tan católico y universal como la Iglesia habría querido que creyesen sus fieles. La otra, que la cristiandad no era aquel edificio firme, indivisible e inflexible como pretendían sus sacerdotes. Ninguno de mis maestros me habló de esos hechos, caso de haber tenido conocimiento ellos mismos de la verdad. Sin embargo, desde que nació en mí la curiosidad que mis maestros tanto deploraban, no dejé de interrogarme sobre las cosas y analizarlas, en lugar de aceptarlas sin más como se me requería.
De todas las cosas y hechos relativos a nuestra religión que más me hacían inclinarme a la duda, recuerdo como si fuera hoy la misa dominical de un invierno concreto.
Don Clemente, además de ser abad del monasterio, ejercía de párroco de todo el valle, y la capilla de la abadía era la parroquia de la población de los alrededores. Era una simple habitación grande, con suelo de madera y sin muebles, salvo el facistol en el centro, y sin ningún adorno. Naturalmente, los fieles estaban separados por sexo y condición en lugares determinados. Los monjes y yo nos situábamos a un lado del facistol junto con los clérigos que visitaban la abadía y los laicos cristianos distinguidos. Los lugareños varones se colocaban juntos a la derecha de la capilla y las mujeres a la izquierda. Y al fondo se situaban los pecadores que cumplían penitencia.
Don Clemente no entró hasta que todos estuvieron en su sitio. Sobre su hábito de harpillera marrón llevaba la blanquísima estola de lino; los fieles gritaron «¡Aleluya!» y él les devolvía el saludo, entonando el «Santo, Santo, Santo», y los asistentes, persignándose, respondieron con el «Kyrie eleison». A continuación, el abad se situó ante el facistol, abrió la Biblia y anunció que aquel domingo daría lectura al salmo ochenta y tres —«Oh, Dios, ¿quién como tú?»—, el salmo que vitupera a los perversos edomitas, amonitas y amalecitas.
Lo leía fuerte y despacio, en el antiguo idioma, pero no de la Biblia, sino de un rollo de pergamino escrito en gótico y con mucho detalle, por lo que el rollo era muy largo; además, lo habían iluminado los miniaturistas del scriptorium con estampas que ilustraban diversos hechos mencionados en el texto. Las estampas estaban situadas al revés de modo que, conforme don Clemente iba leyendo y desenrollándolo por encima del facistol, los fieles pudieran ver las imágenes al derecho. Casi todos los lugareños, salvo los penitentes, se iban acercando al facistol —ordenadamente por turnos— para ver las ilustraciones. Como ningún campesino tenía Biblia ni sabía leer, y muchos de ellos eran demasiado brutos para entender la lectura en voz alta, aquellas estampas les servían para hacerse una ligera idea de lo que se les decía. Cuando don Clemente acabó la lectura del salmo e inició su homilía sobre el tema, más que impresionarme, me sorprendió que dijera tajantemente:
«El nombre de la tribu de los edomitas procede de la palabra latina edere, devorar, lo que nos da a entender que eran culpables del pecado de gula. El nombre de los amonitas viene del dios pagano carnero Júpiter Ammon, de donde se sigue que eran una tribu de idólatras. El nombre de amalecitas viene del vocablo latino amare, amar apasionadamente, de ahí que fuesen culpables del pecado de lujuria...»
Tras la homilía, don Clemente rezó, también en el antiguo lenguaje, por nuestra Santa Iglesia Católica, por nuestro obispo Paciente, por los dos hermanos que compartían el reinado en Burgundia, por las cosechas del Circo de la Caverna, por las viudas, los huérfanos, los cautivos y los penitentes en general, concluyendo con las palabras latinas: «Exaudí nos, Deus, in omni oratione atque deprecatione riostra...»
Los fieles respondieron «Domine exaudí et miserere» y permanecieron callados, mientras los monjes, actuando de exorcistas, sacaban a los pecadores penitentes de la capilla y el portero les cerraba la puerta. A continuación se efectuó la procesión de la ofrenda. Los monjes, asumiendo la función de diácono y acólitos, trajeron las tres vasijas de bronce —cubiertas con un sutil velo llamado gasa—: el cáliz con el vino y el agua, la patena con la Porción, o trocitos de la Hostia dispuestos en forma de cuerpo humano y el copón en forma de torre en que se guarda el resto del pan consagrado.
Después de la oración eucarística, dividieron la porción en forma de cuerpo y los trozos se repartieron entre don Clemente, sus ayudantes, los otros monjes, yo y los fieles debidamente bautizados que acudieron aquel domingo. Luego, el abad efectuó la transustanciación, mojando su trozo de pan en el cáliz y pronunciando las palabras de la consagración. El resto de la Hostia del copón se distribuyó a los fieles, a los hombres en la mano desnuda y a las mujeres en la mano cubierta con un lienzo de lino que traían los domingos. Conforme los comulgantes tragaban la Hostia y daban un sorbo del cáliz, los demás entonaban el Trecanum: «Gústate et videte...»
Una vez que todos hubieron comulgado, don Clemente recitó la acción de gracias, pero antes de despedir a los fieles, intercaló un mensaje que no formaba parte de la liturgia. Muchos de los fieles tenían la costumbre de tragar tan sólo una partícula de la Hostia para llevarse el resto a casa y tomarse trocitos por su cuenta cuando rezaban en familia; don Clemente amonestaba todos los domingos a esos comulgantes para que no dejasen ese pan consagrado negligentemente en sus casas de forma que un ratón o un rata —«o peor alguna persona no bautizada en la Santa Iglesia Católica»— pudiera casualmente o por perversidad comérselo. A continuación despidió a los feligreses: «Benedicat et exaudiat nos, Deus. Missa acta est. In pace.»
Aunque yo le había oído lanzar aquella advertencia muchísimas veces, nunca se me había ocurrido pensar que hubiera entre los presentes alguien que no fuera cristiano católico; como he dicho, hacía tiempo que yo observaba entre los lugareños cosas que no me parecían muy de acuerdo —o totalmente contrarias— a las costumbres cristianas, y también había notado que había no pocos campesinos del Circo de la Caverna que no acudían a los servicios religiosos ni siquiera en días de fiesta. Naturalmente que en todas las comunidades hay algún energúmeno, «poseso de los demonios», personas dementes a quienes se les prohibe la entrada en la iglesia, y yo suponía que la mayoría de los que no venían a misa eran simples gentes impías y patanes gandules. Pero al día siguiente me enteré de que algunos eran culpables de rebeldías más que reprehensibles.
En la hora en que estaba previsto, fui con mis tablillas de cera al aposento de don Clemente para hacer el trabajo de transcribir su correspondencia. Como solía hacer los lunes, el abad me dijo si tenía alguna pregunta que hacerle sobre lo que había predicado en la misa del día anterior, y le pregunté algo, pero no quise mostrarme atrevido ni irrespetuoso.
—Esas tribus hebreas que se citan en el salmo, nonnus Clement, cuyos nombres dijisteis a los fieles que proceden de la lengua latina o de un antiguo dios demoníaco romano... Nonnus, seguro que esas gentes del Antiguo Testamento tenían nombre mucho antes de que los romanos ocupasen Tierra Santa e introdujesen su lengua y sus dioses paganos...
—Muy bien, Thorn —dijo el abad sonriendo—, estás haciéndote un hombre muy despierto.
—Entonces... ¿cómo pudisteis decir algo que sabíais que no era cierto?
—Es lo mejor para convencer a los fieles de la maldad de los enemigos del Señor —respondió don Clemente, ya sin sonreír, aunque hablando reposadamente—. Creo que Dios no tendrá en cuenta ese leve engaño, muchacho, aunque tú le des importancia. Casi todos los feligreses son gentes sencillas, y para persuadir a estos rústicos a que conserven la fe, nuestra madre Iglesia consiente que sus ministros algunas veces contribuyan a la causa de la fe con la ayuda de piadosos artificios.
Yo reflexioné un instante y le pregunté:
—¿Es por eso por lo que la madre Iglesia situó la natividad de Jesucristo el mismo día que la del demonio Mitra?
—Me temo, nuchacho —contestó el abad, ahora frunciendo el ceño— que te he consentido excesiva libertad en tus estudios. Esa pregunta la habría podido hacer un pagano pertinaz, no un buen cristiano que cree en las enseñanzas de la Iglesia. Una de sus enseñanzas es la siguiente: si tiene que serlo, lo será. Si lo es, tiene que serlo.
—Estoy castigado, nonnus Clement —balbucí humildemente.
—Lo que hayas leído u oído de ese Mitra —añadió él, más amable— bórratelo de la memoria. La creencia supersticiosa en Mitra ya había desaparecido antes de que el cristianismo la enterrara. El mitraísmo no habría sobrevivido, porque excluía a las mujeres en sus cultos. Para que crezca y se difunda, una religión debe ser atractiva para todos y, más que nada, a los más fáciles de llevar, a los que pagan más fácilmente diezmos, a los más impresionables e incluso crédulos, es decir... las mujeres.
Yo asentí humildemente, haciendo una pausa antes de preguntarle:
—Otra cosa, nonnus Clement. Esa advertencia que hacéis todos los domingos para que la gente tenga cuidado de no dejar que una persona que no sea cristiana y católica coma el pan consagrado. ¿Os referís a un cristiano lamentablemente desviado o simplemente a cristianos tibios?
El abad me dirigió una profunda mirada apreciativa y al final contestó:
—No son cristianos católicos, sino arríanos.
Lo dijo despacio, pero a mí me impresionó enormemente. No olvidéis que durante toda mi vida me habían enseñado a aborrecer y condenar el arrianismo de los godos, y a mí ese odio y desprecio me había calado hondo, no tanto por los godos en sí (ya que yo probablemente era godo), sino por su detestable religión. Ahora, de pronto, se me decía que era posible encontrar auténticos arríanos vivos a pocos estadios de donde yo y don Clemente estábamos conversando. Él debió percatarse de mi sorpresa, porque prosiguió:
—Thorn, considero que ya eres mayor de sobra para saberlo. Los burgundios, igual que los godos, son casi todos de creencia arriana. Desde los hermanos reyes, Gundiok de Lugdunum y Khilperico en Ginebra, hasta su príncipes, nobles y cortesanos y la mayoría de sus subditos. Yo calculo que la cuarta parte de los lugareños y campesinos de nuestro valle son arríanos, y otra cuarta parte siguen siendo paganos irrecuperables. Entre ellos se cuentan muchos agricultores y pastores de las tierras de San Damián, que pagan a la abadía sus diezmos.
—¿Y permitís que sean arríanos? ¿Consentís que los arríanos trabajen junto a nuestros hermanos cristianos? Don Clemente lanzó un suspiro.
—La verdad es que nuestra comunidad monástica y nuestros feligreses católicos constituyen algo así como una avanzadilla en tierra extranjera. Se nos permite vivir por la tolerancia de los arríanos y paganos que nos rodean. Considéralo en su justa medida, Thorn. Los reyes son arríanos, sus administradores, soldados y recaudadores de impuestos son arríanos. En Lugdunum, aparte de la basílica de San Justo de nuestro obispo, hay otra iglesia aún más grandiosa, sede de un obispo arriano.
—¿También ellos tienen obispos? —musité sin salir de mi asombro.
—Afortunadamente para nosotros, los arríanos no son tan meticulosos con las pequeñas divergencias de lo que ellos consideran la verdadera religión como lo somos nosotros con lo que sabemos es la verdadera religión. Ni se toman el mismo celo que nosotros en convertir o extirpar sin miramientos a los no creyentes. Gracias a que los arríanos son indulgentes con las otras religiones podemos los católicos vivir, trabajar y hacer prosélitos de nuestra fe entre ellos.
—Así, de repente, no acabo de entenderlo —dije—. Rodeados de arríanos por doquier...
—No siempre fue así. Hace apenas cuarenta años, los burgundios no eran más que paganos, víctimas ignorantes de la superstición, que adoraban al profuso panteón de dioses paganos. Fueron convertidos por los misioneros arríanos ostrogodos que se dirigieron al Este.
Yo continuaba anonadado, pero no por ello había mermado mi natural curiosidad.
—Perdonad, nonnus Clement —osé decir—. Si los arríanos que nos rodean son tan numerosos y nosotros los cristianos tan pocos, ¿no es remotamente posible que el dios arriano sea digno de...?
—¡Aj, ne! —me interrumpió el abad, alzando horrorizado las manos—. ¡Ni una palabra más, muchacho! No se te ocurra especular sobre la legitimidad de los arríanos, sus creencias ni nada de lo suyo. Los concilios de la Iglesia los han declarado malvados, y basta.
—Nonnus, ¿y estaría mal que desee conocer mejor al adversario para mejor combatirle?
—Quizá no, pero uno puede no hacerlo bien si es el demonio quien le insta a hacerlo. Ahora, dejemos ese tema inmundo. Vamos, coge la tablilla.
Me incliné obedientemente a hacer mi trabajo, pero no estaba dispuesto a dejar el «tema inmundo»; don Clemente había conmocionado profundamente mi conciencia. Cuando acabé mi labor de escriba, fui a cumplir la siguiente obligación de la jornada: la clase de ética con el hermano Cosmas. Antes de que iniciase su insípido discurso, le pregunté si no le importaba que fuésemos tan pocos cristianos en medio de una población prácticamente arriana.
—Oh, vái. Con todas tus lecturas y consultas furtivas, ¿aún no has descubierto que los arríanos también son cristianos —replicó con sorna, causándome la segunda conmoción de aquel día.
—¡¿Cristianos?! ¿Ellos? ¿Los arríanos?
—O eso dicen. Y lo eran al principio, cuando el obispo arriano Wulfila convirtió a los godos...
—¿Wulfila, el que escribió la Biblia gótica? ¿También era arriano?
—Ja, pero eso no era malo en la época en que Wulfila hizo que los godos abjuraran de su vieja religión de los dioses paganos germánicos. Fue después cuando los cristianos arríanos fueron declarados herejes y se decretó que el catolicismo era el auténtico cristianismo.
Debía de estar tambaleándome, porque Cosmas me miró y dijo:
—Vamos, siéntate, joven Thornilas. Mucho parece haberte afectado esa revelación.
El hermano Cosmas se envanecía con razón de sus conocimientos en historia eclesiástica, y añadió complacido:
—En los primeros años del siglo pasado, el cristianismo se hallaba lamentablemente fraccionado por cismas en unas doce o más sectas. Las disputas entre obispos eran muchas y complejas, pero las simplificaré para que lo entiendas diciendo que los dos obispos que al final serían más influyentes e irreconciliables eran Arrio y Atanasio.
—Ya sé que los cristianos, nosotros, seguimos la doctrina de Atanasio.
—Eso es, ja... la doctrina del obispo Atanasio afirma que el Hijo de Dios, Cristo, es de la misma sustancia que el Padre. Pero el obispo Arrio alegaba que el Hijo es sólo parecido al Padre. Dado que Jesucristo fue tentado igual que un hombre, padeció como hombre y murió como hombre..., no podía ser igual que el Padre que está por encima de toda tentación, padecimiento y muerte. Tuvo que ser creado por el Padre, igual que cualquier hombre.
—Pues... —balbucí yo, que nunca había reflexionado sobre semejante distinción.
—Bien, Constantino era entonces emperador de las dos partes del imperio, la oriental y la occidental —prosiguió el hermano Cosmas—, y vio que la adopción del cristianismo era un medio para aglutinar a todos sus subditos e impedir la desintegración de dicho Imperio. Pero él no era teólogo y no entendía la profunda diferencia de las doctrinas de Arrio y Atanasio, así que convocó en Nicea un concilio que determinase cuál era la doctrina verdadera.
—Sinceramente, hermano Cosmas —dije—, yo tampoco veo muy bien la diferencia.
—¡Vamos, vamos! —replicó impaciente—. Arrio, inspirado con toda evidencia por el demonio, afirmaba que Cristo no era más que una creación de Dios Padre, inferior al Padre. De hecho, un simple enviado del Padre. Pero date cuenta de que si eso fuese así, Dios podría en cualquier momento enviar otro Redentor a la tierra. Si existiera cualquier remota posibilidad de la venida de otro Mesías, los sacerdotes de Cristo no tendrían una religión única, exclusiva, incontestable que predicar. Por eso el escandaloso concepto de Arrio horrorizó, naturalmente, a casi todos los sacerdotes cristianos, pues con ello habría quedado abolida su razón de ser.
—Entiendo —dije, aunque para mis adentros me regocijaba la idea de que Dios pudiese enviar otro Hijo a la tierra en vida mía.
—El concilio de Nicea rechazó la tesis de Arrio, pero no la condenó con fuerza suficiente, por lo que Constantino estuvo inclinado hacia el arrianismo durante todo su reinado. En realidad, la Iglesia de Oriente —la llamada Iglesia ortodoxa— sigue inclinada hacia algunas de las doctrinas de Arrio. Mientras que los cristianos de Occidente consideramos el pecado como un vicio y su curación como una disciplina, los insulsos cristianos de Oriente lo consideran una ignorancia que se cura con la formación.
—¿Y cuándo se condenó radicalmente el arrianismo?
—Unos cincuenta años después de la muerte de Arrio, en un sínodo convocado en Aquileia. Afortunadamente, el santo obispo Ambrosio tuvo la previsión de imponerse en ese concilio con otros obispos que seguían la doctrina de Atanasio. A él asistieron dos obispos arríanos que fueron literalmente abucheados, vilipendiados, anatemizados y expulsados del episcopado cristiano. El arrianismo quedó derrocado y desde entonces la Iglesia católica no sufre la mancha de esa herejía.
—¿Y cómo es que los godos se hicieron arríanos?
—Antes de que el arrianismo fuese anatemizado, el obispo arriano Wulfila fue a predicar en las tierras salvajes en que los visigodos tenían sus guaridas de lobos y los convirtió, y ellos convirtieron a sus hermanos vecinos, los ostrogodos, y éstos convirtieron a los burgundios y otros pueblos extranjeros.
—Pero, ciertamente, hermano Cosmas, habría también predicadores católicos en los pueblos extranjeros.
—Aj, ja. Pero no olvides que la mayoría de los pueblos germánicos son de corto intelecto y no entienden que dos entidades divinas, como son el Hijo y el Padre, sean de una misma sustancia. Es cosa que requiere más fe que razón; con el corazón no con la cabeza. La ignorancia es la madre de la devoción. Pero la creencia arriana de que el Hijo sólo es parecido al Padre es lo que los extranjeros entienden con su corto caletre y su corazón de brutos no se inmuta.
—Pero habéis dicho que son cristianos.
—Sólo porque no se puede negar que siguen los consejos de Cristo —contestó Cosmas, abriendo los brazos— de ama a tu prójimo, etcétera. Pero no adoran debidamente a Cristo; sólo adoran a Dios. Se les podría igualmente llamar judíos.
Da igual. Una de sus absurdas creencias es que son igualmente válidas dos o más maneras de adoración, y así, permiten la irrupción de otras religiones —como la nuestra, Thornilas— y la nuestra prevalecerá inexorablemente sobre la suya.
Puede resultar extraño —incluso a mí me lo parecía entonces— que, de nuestra comunidad cristiana católica, sólo yo hubiese osado poner en tela de juicio e incluso hubiese comenzado a poner en duda preceptos, reglas, censuras y creencias por las que todos nos regíamos. Pero, considerándolo en retrospectiva, creo que es explicable mi audaz curiosidad y mi incipiente tendencia a rebelarme contra la formación que me daban. Ahora creo que fue la primera aparición de la faceta femenina de mi carácter. Durante mi vida pude observar muchas veces que casi todas las mujeres, en particular las que tienen algo de inteligencia y una pizca de formación, son muy parecidas a como era yo de muchacho: sensible a la incertidumbre, proclive a la duda y dado a la sospecha.
Habría continuado sin cesar consultando libros y códices, interrogando intensamente a mis maestros, observando atentamente a los demás, para tratar de resolver las dudas sobre lo que se suponía era la verdadera religión —que se daba por sentado era mi religión—, tratando de conciliar por medio de la percepción y no sólo por simple suposición, las numerosas incoherencias que en ella detectaba, pero fue por entonces cuando el rijoso hermano Pedro comenzó a servirse de mí cual si fuese una hembra esclava. Y creo que aquello fue lo que definitivamente me sirvió para revelarme otro aspecto de la mitad femenina de mi carácter.
Aunque ya hacía tiempo que me afanaba por adquirir los mayores conocimientos posibles, además de cierta sapiencia mundana, era completamente lego para la clase de acoso del hermano Pedro y en realidad no sabía qué era en realidad. Sabía —porque Pedro me lo había dicho claramente— que lo que hacíamos era algo que debíamos mantener en secreto. Así que debí comprender, aunque rechazase que la noción se alojase en mi conciencia, que nuestros actos eran una reprobable transgresión. Pues, a pesar de mi independencia e incluso rebeldía en otros aspectos, tenía tan inculcado el respeto a la autoridad —en el sentido de someterme a todo aquel que fuera mayor o de rango superior— que nunca traté de rechazar las insinuaciones de Pedro.
Pienso, además, que después de la primera violación, me sentí tan avergonzado de lo que me habían hecho, que no fui capaz de contárselo a don Clemente ni a nadie, haciendo que otra persona sintiese la misma repulsa y asco que yo había sentido al ser mancillado. Además, Pedro me había acusado de ser un impostor en la comunidad —y lo que había hallado entre mis piernas lo corroboraba— y no tuve más remedio que hacer caso de su advertencia, pues si alguien se enteraba me expulsarían de San Damián.
Cuando se descubrió el sórdido asunto y me expulsaron, tuve que soportar, antes que nada, el no por triste y compasivo menos inquisitivo interrogatorio de don Clemente:
—Thorn, hi... ja, me resulta muy difícil... Cualquier acusación de pecado a una hembra, o la confesión voluntaria de pecado de una hembra, suele hacerse a domina Aetherea de Santa Pelagia, o a una de sus diáconas. Pero debo preguntarte y tú debes contestarme la verdad. Thorn, ¿eras virgen cuando comenzó esa porquería?
Debí ponerme tan rojo como él, pero traté de darle una respuesta coherente.
—Pues... no sé, nonnus Clement... Ahora que me lo decís es la primera vez que me llaman hembra. Estoy tan... sorprendido, perplejo de serlo... Bueno, el hermano Pedro también me lo dijo, pero no le creía... Yo nunca había pensado que lo fuese, nonnus Clement. ¿Cómo iba a plantearme si era virgen o no?
Don Clemente apartó la vista y dijo, mirando al vacío:
—Thorn, tratemos de hacer las cosas más fáciles. Haz el favor de decirme que no eras virgen.
—Si así lo deseáis, nonnus... Pero de verdad que no sé si...
—Por favor, di que no.
—Muy bien, nonnus. No era virgen.
—Acepto tu palabra —dijo, con un suspiro—. Comprende: si hubieses sido virgen, consintiendo que el hermano Pedro abusase de ti, y yo me hubiera enterado, te habría tenido que castigar con cien latigazos.
Yo tragué saliva y asentí sin decir palabra.
—Otra pregunta. ¿Hallaste placer en el pecado que cometías?
—Nonnus Clement, no sé... qué contestar. ¿Qué placer se halla en ese pecado? No estoy seguro de si me daba placer o no.
El abad tosió y volvió a ruborizarse.
—No estoy muy versado en los pecados venéreos, pero sé por textos que se reconoce el placer si se siente. Y la intensidad de placer que procura un pecado es una pauta veraz de la gravedad del mismo. Además, cuanto más irresistible es el impulso a repetir y volver a experimentar ese placer, más certeza existe de que es el demonio quien lo inspira.
Por primera vez en nuestro diálogo le respondí con firmeza:
—Tanto el pecado como la repetición fueron a requerimiento del hermano Pedro. En cuanto a lo que yo sé del placer, nonnus... —añadí—, placer es lo que siento cuando me baño en las cascadas... o cuando veo al juika–bloth alzar el vuelo...
El abad mostró aún mayor turbación, se inclinó para mirarme más intensamente y añadió:
—¿Has visto, por ventura, presagios en esas aguas? ¿O en el vuelo de esas aves?
—¿Presagios? No, nunca he visto presagios en nada, nonnus Clement. Ni se me ha ocurrido observar si los veía.
—Está bien —dijo con alivio—. Este asunto ya es lo bastante complicado. Ahora, Thorn, ten la bondad de mantenerte fuera de la vista de los hermanos en lo que queda de día, y hoy duermes en el heno del establo. Mañana, después de vigilias, te llevaré a la capilla para darte la absolución.
—Ja, nonnus, pero... habéis dicho que habría podido ser castigado a latigazos. ¿Y el hermano Pedro, niu?
—Aj, ja, se le castigará, no te preocupes. No tan severamente como en el caso de que hubieras sido virgen, pero quedará confinado y hará una larga penitencia con el Computus.
Me dirigí sumiso al establo, como me habían mandado, pero bulléndome un resentimiento poco cristiano porque el hermano Pedro recibiera tan poco castigo. El Computus era el tratado que estipula los cálculos de los movimientos del sol y la luna para determinar la fecha movible de Pascua y, en consecuencia, la de las demás fiestas de la Iglesia, durante casi un tercio del año. Admito que son cálculos tremendos, pero a mí me parecía que el hecho de que le confinaran en su catre del dormitorio, para que deliberase las místicas complejidades del Computus, no era el castigo que merecía.
Mi tristeza se acentuó al pensar en que no podría llevarme el juika–bloth al convento de monjas; pero pude decirle al hermano Policarpio, que era mi amigo en las cuadras, dónde estaba el ave en el palomar y él me prometió echarle comida y agua hasta que —Guth wilfus— pudiera volver a por ella.
A la mañana siguiente, después de absolverme, seguí a don Clemente —de nuevo bien sumiso— para que me entregase a domina Aetherea de Santa Pelagia. Quizá se piense que me mostraba excesivamente dócil en mi desgracia y ante mi marcha, pero ahora, pensando en ello, creo que sé por qué era. Creo que era un síntoma más de mi naturaleza femenina; me sentía algo culpable por lo que había sucedido —cual si yo tal vez le hubiese incitado a aquellos actos repugnantes— y por ello no podía quejarme de las consecuencias. Era un sentimiento exclusivo de mujer, porque ningún hombre habría asumido mentalmente la culpabilidad.
Pero al mismo tiempo era varón. Y, como cualquier varón normal, no estaba dispuesto a que la cosa quedara así y sentía la necesidad de echar la culpa a otro y que éste fuese castigado como es debido. Esta pugna, este conflicto entre la actitud femenina y masculina era de difícil comprensión, aun para mí mismo, y no esperaba que nadie lo entendiese. Por eso no protesté por mi humillante expulsión de San Damián, mientras que Pedro permanecía en la comunidad; por eso decidí callarme y tomarme yo el desquite. Eso es lo que llegué a hacer y de ello hablaré en su momento. Ahora contaré otras cosas que me sucedieron en el convento de Santa Pelagia Penitente.