CAPÍTULO 1

Seguí ocupando mi tiempo en sencillas actividades y no en auténtica acción, hasta que me di cuenta del tiempo que había transcurrido. Caí en la cuenta un día en que cabalgaba desde mi granja a Novae y me encontré con el físico Frithila en la calle.

—¿Sabéis la noticia, saio Thorn? —me dijo—. Anoche la dama Aurora dio a luz otra hija.

—¿Eso decís? Tengo que darme prisa en llegar a palacio y presentar mi enhorabuena y obsequios. Pero... gudisks Himins... —añadí, haciendo cálculos—. He estado retirado ociosamente desde antes del nacimiento de la primera hija del rey, y Arevagni ya no es tan pequeña. ¡Cómo corre el tiempo! —Frithila asintió con la cabeza—. ¿Cómo es que no os regocijáis, lekeis, al dar la grata nueva? —inquirí.

—No es tan grata. La madre murió en el parto.

—¡Gudisks Himins! —repetí, realmente conmocionado—. Ella, que era una mujer fuerte, de origen campesino... ¿Se han dado circunstancias adversas?

—Ninguna —contestó con un suspiro, abriendo las manos—. Llegó a término y dio a luz tan bien como en la otra ocasión. Y lo hizo con los simples dolores propios, mientras la comadrona la masturbaba debidamente para aliviárselos; fue un parto fácil y la niña nació normal en todos los sentidos, pero, después, la madre entró en coma y murió. Gutheis wilja theins —añadió, encogiéndose de hombros, queriendo decir que era la voluntad de Dios.

El mismo piadoso comentario le hice yo a Teodorico al darle el pésame: «Gutheis wilja theins.»

—¿La voluntad de Dios? —repitió él, amargamente—. ¿Llevarse una vida irreprochable, privándome de mi adorada consorte, y dejando dos hijas sin madre? La voluntad de Dios, ¿ verdad ?

—Según la Biblia —le dije—, Dios se privó a sí mismo, dando a su hijo unigénito...

—¿Aj, balgs–daddja? —replicó sarcástico, para mi gran sorpresa de oírle calificar de «tonterías» las Sagradas Escrituras—. La palmaria mendacidad de esa historia de la Biblia —añadió, acrecentando la blasfemia— es precisamente lo que induce a no reverenciar a Jesucristo, ni elogiarle o admirarle.

—¿Pero qué dices?

Yo no tenía conocimiento de las opiniones de Teodorico en cuanto a la religión en general ni del cristianismo en particular, y me causó profunda impresión oírle hablar tan sacrilegamente.

—Thorn, piénsalo. Se nos dice que, para expiar los pecados de los mortales, Jesús padeció valerosamente una indecible agonía en la cruz. Pero Jesús sabía que con su muerte iba directamente al cielo, a compartir el trono celestial y gozar de la vida eterna y de la adoración de todos los cristianos. ¿No lo comprendes? Jesús no arriesgaba nada. La madre de más baja condición arriesga mucho más, pues para dar la vida a un hijo padece igual agonía, y si muere en medio de ese tormento no sabe el destino que la aguarda ni tiene la seguridad de que con su sacrificio vaya a merecer el cielo. Ne, ni allis. Es mucho más valiente que Jesús, mucho menos egoísta e infinitamente más digna de elogio, ensalzamiento y respeto.

—Creo que estás algo sobreexcitado, viejo amigo —dije—. Aunque puede que esté de acuerdo contigo; no se me había ocurrido tal comparación, ni creo que así lo haya pensado ningún cristiano. No obstante, Teodorico, espero de todo corazón que semejantes cosas no las afirmes más que entre tus íntimos...

—Naturalmente —contestó él, con sonrisa entristecida—. No vayas a creer que ansio suicidarme; soy rey de una nación cristiana, y debo respetar públicamente la fe de mi pueblo, al margen de mis opiniones personales —añadió con un profundo suspiro—. Un rey debe ser político antes que nada, y tengo que contenerme para no dar una patada al viejo saio Soas al oírle decir que la muerte de Aurora ha sido lo mejor que podía suceder.

—¿Lo mejor? —exclamé—. ¿Pero cómo ese viejo sin corazón, apergaminado...?

—Lo mejor en lo que respecta a los intereses de mi pueblo. Es decir, la sucesión real. Soas sugiere que una nueva consorte... o mejor, una esposa real legítima, me dé un hijo varón.

—Ja, eso hay que considerarlo —tuve que admitir.

—Entretanto, por si esta segunda hija resulta ser mi último vastago, la he puesto el nombre de nuestra nación y se llamará Thiudagotha: la del pueblo godo.

—Un nombre verdaderamente regio —dije—. Estoy seguro de que hará honor al mismo.

—Pero, aj, voy a echar de menos a Aurora. Era una mujer muy adaptable y tranquila; pocas hay como ella. Mucho dudo que Soas me encuentre una igual, pero ya está haciendo una lista de posibles princesas. Él espera encontrar una cuyo matrimonio conmigo resulte en una buena alianza entre los ostrogodos y otro monarca poderoso. Sin embargo, para eso yo necesitaría ser también un monarca más importante y mis guerreros algo más que simples perros de guardia de Zenón.

—Teodorico, en mi viaje hacia aquí —dije, con un carraspeo—, he estado reflexionando, y he pensado que hace mucho que no has hecho —no hemos hecho— ninguna conquista importante. Tú solías decir «¡Huarbodáu mith blothal», pero últimamente...

—Ja, ja —musitó él—, ni siquiera me he decidido a ponerme a la cabeza de mis tropas para reprimir las tres o cuatro contumaces incursiones de Estrabón. Lo sé, lo sé.

—Ni hemos tomado el mando de las tropas cuando acudieron a aplastar la sublevación de esos rebeldes suevos de los que yo di aviso que asolaban las llanuras de Isére —le recordé—. ¿No será que a los dos nos ha corroído, como tú solías decir, el orín de la paz?

—O de la vida doméstica —añadió él, con otro profundo suspiro—. Pero ahora que Aurora ha muerto... Bien, unos especuladores me informan que Estrabón amenaza con forjar una alianza con una estimable fuerza de rugios del Norte. Si eso se lleva a cabo, Thorn... ne, ne cuando ocurra, tendremos una batalla que nos satisfaga.

—Entonces, antes de que ocurra, me gustaría que mi rey me diese permiso para ir al extranjero para manchar mi espada y desentumecer los músculos, recuperando mis instintos guerreros, que llevan mucho tiempo adormecidos. Teodorico, salvo los informes de mis breves escapadas, no he llevado a cabo ninguna misión desde que llegué de Escitia.

—Pero esos informes siempre han sido exactos y... muy útiles. Tu iniciativa no ha caído en saco roto ni ha sido subestimada, saio Thorn. Al contrario, tus buenos servicios me han inspirado para pensar en otra misión que quiero encomendarte. Una búsqueda, en realidad. Pensé en ello al decidir el nombre de Thiudagotha para mi hija, y cuando saio Soas habló de buscar esposa.

—¿Qué —exclamé pasmado—, quieres que vaya a hacer apreciación de princesas?

Él se echó a reír con auténticas ganas por primera vez aquel día.

—Ne, quiero que vayas a hacer una indagación histórica. Creo que mi segunda hija, la del pueblo godo, debe saber quiénes eran sus antepasados, y si quiero conseguir una princesa de auténtica realeza, tengo que poder demostrar que son de un linaje sin tacha. Y, lo que es no menos importante, mi pueblo ha de saber de dónde procede y como devino ostrogodo.

Sin salir de mi asombro, repliqué:

—Pero tú y tu pueblo ya lo sabéis. Todos los godos descienden de un dios–rey llamado Gaut. Tu hija Thiudagotha y tú mismo sois descendientes de un antiguo rey llamado Amalo.

—Pero rey ¿de dónde, y cuándo? ¿Ha habido realmente un rey llamado Gaut? Thorn, comprende que todo lo que los godos tenemos a guisa de historia —todo— no es más que un conjunto de leyendas, mitos, conjeturas y antiguas tradiciones populares, pero nada escrito. Espera, deja que llame a tu homólogo el mariscal Soas para que te explique mejor en qué consiste la encomienda.

El anciano Soas se presentó y, como de costumbre, me lo explicó todo con las palabras estrictamente necesarias.

—Los datos ciertos sobre la historia de los godos se remontan a poco más de dos siglos atrás, en la época en que todos habitaban las tierras al norte del mar Negro. De épocas anteriores no disponemos de referencias dignas de crédito más que las saggwasteis fram aldrs, unas antiguas canciones que no corresponden a la verdad. Empero, todas mencionan una tierra de origen de los godos llamada Skandza y dicen que los godos emigraron de Skandza, cruzaron el océano sármata hasta el golfo Véndico y desembarcaron en las costa del ámbar. Y desde allí, a lo largo de un plazo de tiempo que no podemos concretar, llegaron a las orillas del mar Negro. —Thorn, lo que yo me propongo —añadió Teodorico— es que reconstruyas la emigración de los godos, pero en sentido inverso. Empieza en el mar Negro y sigue el rastro en dirección norte hasta donde halles pruebas de su paso. Tú eres un viajero avezado e intrépido, tienes admirable facilidad para las lenguas extranjeras y puedes preguntar en las poblaciones que halles a lo largo de la ruta migratoria. Eres un eminente escribano y puedes ir anotando todo lo que averigües, para después compilarlo en una historia coherente. Me gustaría hallar el rastro de esos godos de la antigüedad hasta la costa del ámbar, donde es evidente que desembarcaron, y su itinerario desde Skandza, si es que realmente procedían de allí y puedes descubrirlo.

Soas volvió a tomar la palabra.

—Los historiadores romanos hacen vagas menciones de una isla llamada Scandia, al extremo norte del océano Sármata. La similitud de nombres no puede ser casual; pero esaisla puede ser tan fantástica como las otras islas que citan los romanos, tales como Avalonnis y Ultima Thule. Aun si Scandia existe, es térra incógnita para nosotros.

—O, al menos, hasta que tú la encuentres, Thorn, térra nondum cognita —terció Teodorico—. También quiero prevenirte de que si ese tenue rastro te lleva a la costa del ámbar, tengas cuidado, pues es la tierra de esos rugios que Estrabón, según mis informes, trata de ganarse para hacernos la guerra. —Tengo entendido que los rugios son un pueblo próspero por el comercio del ámbar que hay en su territorio —dije yo—. ¿Por qué iban a abandonar esa actividad para dedicarse a la guerra?

—Aj, los mercaderes del ámbar sí que son ricos, ja. Pero los esclavos que lo extraen no ganan nada y tienen que subsistir pastoreando y trabajando una tierra estéril. Por consiguiente, como cualquier otra plebécula, son pobres y están descontentos con su suerte, y decididos a rebelarse o seguir cualquier opción que se les presente.

—Parece que nuestros antepasados godos —prosiguió Soas—, a partir del desembarco en el continente europeo, se diferenciaron en tres grupos, los baltos, que posteriormente se denominaron visigodos; los ámalos, que se convirtieron en ostrogodos, y los gépidos, que así siguen llamándose y que es palabra que parece derivar de «gepanta», lento, apático, perezoso, aunque yo no he visto ningún gépido que sea más perezoso que otra persona cualquiera.

—Thorn —dijo Teodorico, sonriendo—, quizá en tus exploraciones históricas puedas descubrir el significado de ese extraño nombre.

—Y hubo un grupo —siguió diciendo Soas— que se apartó totalmente de los otros godos durante la migración. Según las antiguas canciones, en cualquier caso. Parece ser que fue un grupo de mujeres que quedaron solas mientras los hombres acudían a una batalla, pero el enemigo rebasó sus líneas y cayó sobre aquellas mujeres aisladas, pero ellas se defendieron con tanto encono que aniquilaron a los atacantes y a partir de entonces decidieron que no necesitaban a los hombres; eligieron una reina, siguieron su camino, se establecieron en algún lugar de Sarmatia y, no se sabe cuándo, dieron origen a la leyenda de las amazonas.

—Es muy poco probable —dijo Teodorico—. Si fuese cierto, la historia de los godos se remontaría al principio de la antigüedad, a una época anterior a la de los griegos, que fueron los primeros en escribir sobre las amazonas, hace unos novecientos años.

—Debo añadir —dijo Soas con sequedad— que ninguna de las saggws fram aldrs explica cómo las amazonas lograron reproducirse sin el concurso de varones.

—Yo he oído otro relato sobre mujeres godas —dije yo—, según el cual, los jefes godos expulsaron a unas haliuruns horrendas y estas brujas lograron reproducirse, pues, vagando por el campo, se emparejaron con demonios skohl y su progenie fueron los temibles hunos. ¿Creéis que ese relato tiene algo que ver con el de las amazonas?

—Eso eres tú quien tiene que verificarlo y decírnoslo —terció Teodorico, dándome una palmada en la espalda—. ¡Por el martillo de Thor que me gustaría ir contigo! ¡Imagínate! Ver nuevos horizontes y resolver enigmas...

—Se me antoja una indagación difícil —dije yo—, y preferiría no estar lejos de aquí cuando te enfrentes a Estrabón y sus aliados.

—Si los rugios avanzan hacia el sur para unirse a él —respondió el rey, sin darle importancia—, tú te enterarás antes que yo y puedes desplazarte con ellos. O quizá aprovechar el hallarte en su retaguardia. Bien que me complacería disponer de un Parménides tras las líneas enemigas. En cualquier caso, antes de que marches, enviaré mensajeros a todos los puntos de la rosa de los vientos para que soliciten a los monarcas de otros países y a los legati romanos que conozco que te autoricen el paso, te den hospitalidad y hagan cuanto puedan para facilitarte la misión. Y te mantendré informado durante el viaje de todo lo que suceda por aquí. Bien, te facilitaré, claro está, cuantas provisiones, monturas y escolta necesites. ¿Quieres un séquito ostentoso o unos cuantos guerreros decididos?

—Creo que nada de eso, thags izvis. Prefiero ir solo en una misión tan delicada, y más si tengo que viajar sin llamar la atención entre pueblos hostiles. Iré armado, pero sin coraza; será mejor que en ciertos sitios no se percaten de que soy ostrogodo. No precisaré más que mi buen caballo y las provisiones que pueda llevar. Ja, iré como solía hacerlo antes, como un cazador errante.

—¡Habái its swe! —exclamó Teodorico.

Era la primera vez en mucho tiempo que no le oía decir «¡Que así sea!»

Fui directamente desde palacio a mi casa en la ciudad, y allí seleccioné de los armarios y arcas unos cuantos vestidos de Veleda, más cosméticos y joyas. Me vestí de mujer y enrollé el resto, con la ropa de Thorn que había llevado puesta, en un hatillo. Al salir de la casa, cerré la puerta de la calle y llamé a la de la casa de al lado. La anciana que vivía en ella había saludado bastantes veces a Veleda, así que no se negó cuando la pedí que vigilase la morada mientras yo me «ausentaba un tiempo».

Salí a caballo de la ciudad y me salí del camino para ocultarme en un bosquecillo y cambiarme de ropa y llegar a mi finca ataviado como el amo Thorn. Allí, en mi aposento, dejé los vestidos y accesorios de Veleda listos para incluirlos en el bagaje que pensaba llevar; no es que pensara utilizarlos en concreto, pero quería ir preparado por cualquier situación en que me conviniera ser Veleda en vez de Thorn.

Los dos días siguientes los pasé dedicado a consultas con uno y otro de los libertos arrendatarios de mis tierras, quienes me pusieron al corriente de los asuntos de que estaban encargados y de los proyectos en curso. Di el visto bueno a algunos y otros los aplacé o los descarté; les di algunas ideas al respecto para que las tomaran en consideración, impartí instrucciones definitivas en algunos casos y, finalmente, quedé satisfecho de que la granja siguiera funcionando normalmente sin merma de la producción mientras me hallase fuera. Durante esos dos días estuve pensando también en cosas que me fuesen útiles en el viaje y preparándolas para incluirlas en el bagaje, así como descartando las que no me hacían realmente falta. Finalmente, sólo empaqueté las ropas de Veleda, ropa de repuesto para Thorn, unas raciones extra, sedal y anzuelos, un frasco y un cuenco, una honda, pedernal y yesca y la piedra del sol glitmuns, único objeto que conservaba de los tiempos del viejo Wyrd; las noches de aquellos dos días las pasé diciendo adiós, una a la mujer Naranj y otra a la muchacha Renata.

Fue una hermosa mañana de mayo cuando partí de la granja, con la esperanza de tener aspecto más de vagabundo que de mariscal. No había manera de disimular la calidad de mi Velox II, pero había encargado a los mozos de cuadra que no lo limpiasen ni peinasen los dos últimos días; por otra parte, yo iba vestido con prendas rudas y, aunque había afilado y pulido yo mismo la espada gótica, la llevaba en una vaina vieja y gastada.

Primero fui al palacio de Novae a decirle a Teodorico que marchaba. Nos despedimos sin ceremonia, pero él me deseó cordialmente «mitos stáigos uh baírtos dagos» —«caminos rectos y días luminosos»—. Y, como había hecho otrora, me entregó un mandatum con el sello real, certificando mi personalidad. Cuando salí al patio, me encontré con que el mayordomo Costula, a quien había confiado las riendas de mi caballo, sujetaba las riendas de otro más, que montaba la cosmeta Swanilda, vestida de viaje y con bagaje detrás de la silla.

—Gods dags, Swanilda —la saludé—. ¿Sales también de viaje?

—Ja, si me dejáis que os acompañe —contestó con voz un tanto temblorosa.

Al acercarme, vi que tenía la cara hinchada y los ojos enrojecidos, y pensé que había estado llorando desde la muerte de su señora.

Cogí la riendas, despedí a Costula y dije cortésmente:

—Claro que sí, Swandila, puedes cabalgar conmigo un trecho hasta donde se separen nuestros caminos. ¿A dónde te diriges?

—Quiero acompañaros —respondió ella con voz más firme—. Me he enterado de que emprendéis un viaje muy largo y quiero ser vuestro escudero, vuestra sirvienta, vuestra compañera... lo que queráis que sea.

—Bueno, bueno. Vamos a ver... —comencé a replicar, pero ella continuó hablando animosa y con anhelo, casi apremiante. —He llorado a dos señoras muy queridas y ahora no tengo ama, por lo que deseo tener un amo. Y quiero que ese amo seáis vos, saio Thorn. Os ruego que no me lo neguéis. Sabéis que cabalgo bien y que he viajado mucho. Con vos fui hasta Constantinopla, y después me enviasteis a recorrer una distancia aún mayor... sola y vestida con vuestras ropas. ¿No recordáis cómo me enseñasteis a fingirme hombre y a correr o tirar algo en presencia de otros?...

En los años que conocía a Swanilda, nunca la había oído hablar tanto, pero ahora se había quedado sin respiración y aún pretendía continuar, por lo que intervine.

—Bien cierto, buena Swandila, pero en esos viajes cruzábamos las tierras relativamente civilizadas del imperio romano. Esta vez voy a aventurarme en térra incógnita entre pueblos hostiles en los que quizá hay grupos salvajes y...

—Lo que es buen motivo para que me llevéis con vos. A un hombre solo se le mira con recelo y desconfianza, pero un hombre acompañado de una mujer resulta más normal y parece menos peligroso.

—¿Normal, eh? —repetí, conteniendo la risa. —O, si preferís, puedo ponerme vuestras ropas. También puede resultar conveniente hacerme pasar por vuestro aprendiz. O incluso... —desvió la mirada, avergonzada— vuestro muchacho.

—Escucha, Swanilda —repliqué con firmeza—, debes comprender que todos estos años —en parte en recuerdo de tu querida señora Amalamena— he evitado tomar esposa o consorte, a pesar de que se me ofrecían muchas oportunidades. Vái, la dama Aurora hasta quiso ofrecerme tu persona.

—Aj, ahora entiendo que no hayáis querido tomarme por esposa o consorte. Yo no me parezco en nada a Amalamena, y ni siquiera soy virgen, pero tampoco tengo mucha experiencia con los hombres. Empero, si me aceptáis sin compromiso mientras dure el viaje, os prometo que haré cuanto pueda para complaceros y me esforzaré por aprender cuanto queráis enseñarme. Y no os pido a cambio promesa alguna, saio Thorn. Cuando concluya el viaje, o cuando queráis, no tenéis más que decir: «Swanilda, basta», y sin queja alguna dejaré de ser vuestra amorosa compañera para convertirme en humilde sirvienta. No me lo neguéis, saio Thorn —añadió, tendiéndome una mano implorante y con boca temblorosa—. Sin ama ni amo, me siento desamparada y huérfana.

Aquello me llegó al corazón, pues yo también había sido huérfano. Y dije:

—Si vas a fingir que eres mi mujer o mi compañera, a partir de ahora no debes dirigirte a mí diciéndome saio o amo, sino simplemente Thorn.

Al instante se le iluminó el rostro y, aún con el rostro hinchado y los ojos enrojecidos, estaba bellísima.

—Entonces, ¿me dejáis ir?

Y así lo hice; para lamentarlo toda mi vida.