CAPÍTULO 2

Todo se desarrolló conforme yo había dicho: el chambelán eunuco volvió al día siguiente a decirme que el baiseleús Zenón me recibiría aquella misma mañana. Era evidente que al oikonómos le habría gustado verme expresar mi agradecimiento al darme la noticia, pero al hallarme esperándole, ya vestido con mis mejores galas —cota de cuero recién abrillantado, la chlamys bordada de verde y la capa de oso, con el casco recién bruñido bajo el brazo— puso cara larga. Fingiendo que me encontraba ya a punto de perder la paciencia, dije con aspereza:

—Muy bien, Myros. Estamos preparados. ¿Hay algún requisito que debamos cumplir camino de palacio?

—¿Debamos? ¿Cómo, debamos?

—Yo y la princesa Amalamena.

—¡Ouá, papaí! —exclamó, comenzando a farfullar y hacer aspavientos, inquieto como el intérprete el día anterior, pero yo le dije tajantemente que se dejara de pamemas porque la princesa venía conmigo—. ¡Sólo he traído monturas para vos y para mí! —clamó, alzando los brazos al cielo.

Miré al patio y vi la numerosa escolta de servidores con magníficas vestiduras, guardias armados y con coraza y hasta una banda de músicos. Uno de los criados sostenía las riendas de dos caballos con silla de respaldo y dosel, tan adornadas que parecían tronos.

—¡Khristósl —exclamé—. Las puertas de palacio están a menos de trescientos pasos de aquí; es un absurdo hacer un desfile. Pero si es preciso, así sea. La princesa y yo iremos a caballo. Tú, oikonómos puedes ir a pie con el resto de la escolta.

Hizo un gesto de horror, pero marchamos como dije. Amalamena y yo a buen paso y caballo y él, Myros, apretando la marcha tras nosotros, entorpecido por sus largas vestiduras y casi atropellado por la guardia que marcaba aguerrida el paso a los acordes del dinámico himno lidio.

El gran palacio de Constantinopla no es un solo edificio, sino una ciudad dentro de la ciudad; tras las imponentes puertas de bronce y las murallas de mármol de Prokonéssos hay cinco palacios distintos, grandes y pequeños, aunque ninguno de ellos tan pequeño, y dos residencias independientes: el Oktágonos para el emperador y el Panthéon para la emperatriz, aparte de numerosas iglesias y capillas y la grandiosa Hagía Sophía extramuros. Hay, además, alojamiento para la guardia en un gran edificio que no puede considerarse cuartel, otro edificio destinado únicamente a salón de banquetes, amén de muchas edificaciones para reuniones de distintos consejos y tribunales, una armería, un almacén para los archivos imperiales, viviendas para los criados, para los esclavos, caballerizas, perreras, pajareras inmensas...

Los cuidadísimos jardines descienden impresionantes hasta la muralla de la ciudad que limita al mar en el extremo del Propontís, y en todo su recinto se pisa tierra de Europa, pero mirando al nordeste a través del estrecho del Bósporos se ve a lo lejos en la otra orilla el continente de Asia. A nuestros pies, en esta orilla —aunque Constantinopla cuenta con otros siete puertos artificiales, sin igual en el mundo—, veíamos un puerto privado, el Boukóleon, para uso exclusivo de los navios y barcas de palacio. Y junto al Boukóleon se alza la torre escalonada coronada por el inmenso cuenco de metal que mantiene el fuego del pháros.

Casi todas las fachadas de los edificios de palacio están recubiertas con mármol de veta negra de la pequeña isla de Prokonéssos, pero las paredes interiores, columnas, braseros y hasta sarcófagos, son casi todos de pórfido de Egipto, con tapices, cortinajes y tapicerías en color a tono con esa lujosa piedra, por eso al lugar se le llama popularmente el Palacio Púrpura. Y, como a los niños que nacen de la familia imperial y de la nobleza que allí reside se les llama porphúrogenetós, otros muchos idiomas han incorporado la expresión «nacido de la púrpura» como traducción del término para referirse a las personas de alta alcurnia.

Teniendo en cuenta todo el esplendor que nos rodeaba, puede parecer extraño que sólo me impresionase un detalle trivial de la decoración. Y fue el siguiente: el salón del trono del emperador, preservado de la luz del día por pesados cortinajes de seda púrpura, estaba iluminado por una serie de lámparas y pequeños braseros, de modo que sus altos techos casi no se veían en la oscuridad, pero, al mirar hacia arriba, comprendí el porqué de aquella luz tenue: el fin perseguido era hacer brillar en las alturas que habrían debido ocupar las vigas del techado una especie de cielo raso tachonado de una multitud de estrellas brillantes.

Todas las constelaciones estaban representadas en el lugar exacto que habrían debido ocupar en verano en el cielo claro de medianoche; y lo más maravilloso era la ingeniosa simplicidad con que estaba logrado, pues, como supe más tarde cuando lo pregunté, la infinidad de estrellas de la cúpula pintada de negro no eran más que modestas escamas de pescado de distintos tonos y tamaños, pegadas de modo que reflejasen la luz temblona de las lámparas de abajo.

Yo había sorprendido, al salir, una mueca de dolor de Amalamena cuando uno de los criados la había ayudado a subir a la elaborada silla de montar, gesto que repitió al desmontar; pero caminó altiva y serena por las salas y corredores del palacio a que nos condujeron. En una de las salas habían expuesto en unas mesas cubiertas de púrpura los regalos que habíamos traído a Zenón; o, mejor dicho, casi todos los regalos, pues no le había entregado al chambelán uno de ellos, que ahora llevaba yo en una preciosa caja de ébano tallado. Como era grande y pesada, cedí a Amalamena la misiva de Teodorico doblada y lacrada.

Al entrar en el salón del trono, la princesa y yo hicimos como Myros y caminamos despacio, haciendo pausas, y nos arrodillamos ante el baiseleús Zenón. Su trono, naturalmente, era de pórfido tapizado de púrpura y en él podían sentarse dos personas, pero Zenón estaba acomodado en el lado derecho. Yo sabía por qué era un asiento tan amplio: en las fiestas de la Iglesia, el emperador se sentaba en la izquierda y el lado derecho lo ocupaba una Biblia, para indicar que reinaba el Señor en tales ocasiones; mientras que en los días ordinarios, como aquél, era el emperador quien ocupaba el lugar de la Biblia, para dar testimonio de que era el vicario de Dios en la tierra, o al menos en el imperio romano de Oriente.

Zenón era un hombre calvo de edad mediana, pero su cuerpo robusto seguía siendo tan musculoso como el de cualquier guerrero y su tez era del color y la textura del ladrillo. No lucía la toga imperial, sino la chlamys con túnica y botas de marcha militares. Hacía un notable contraste con los servidores que flanqueaban su trono, pues la mayoría eran de tez oscura, como los griegos, delgados, perfumados y de atavío tan impecable que apenas se movían para no desajustar los pliegues estatuarios de sus túnicas. Sólo uno de ellos, el que más cerca estaba de la derecha de Zenón, aunque tan elegante como los otros, se notaba que no era griego. Tendría aproximadamente mi edad y color de piel, y era pasablemente bien parecido, salvo que su rostro mostraba una expresión insípida y petulante de gobio y tenía menos cuello que dicho pez.

—Ése tiene que ser Rekitakh —me musitó la princesa, mientras nos arrodillábamos inclinando la cabeza—, el hijo de Estrabón.

Cuando Zenón farfulló que nos levantásemos, yo le saludé respetuosamente calificándole de «Sebastos», el equivalente griego de augusto e hice la presentación de mi persona y de la princesa como embajadores de su «hijo» Teodorico, rey de los ostrogodos. Al oírlo, el joven Rekitakh —pues era evidente que se trataba de él, y que hablaba griego— dejó de parecer un gobio y frunció sardónico los labios un instante. Otro joven, el intérprete Seuthes, se adelantó de las filas de cortesanos para repetir al emperador lo que yo acababa de manifestar, palabra por palabra. Pero Zenón le interrumpió con gesto de impaciencia, me dirigió una leve inclinación de cabeza y tomó la palabra él mismo, dándome en griego el título equivalente de Caius, sin dirigirse en absoluto a la princesa.

—Kúrios Akantha —rezongó—, malo está que un presbeutés, en detrimento de los intereses de su señor, irrumpa en esta corte irrespetuosamente, pisoteando con imprudencia las sacrosantas tradiciones.

—No era mi intención cometer sacrilegio, Sebastos —respondí—. Únicamente deseaba que los formalismos no retrasasen...

—Ya lo he advertido —me interrumpió—. He visto como cruzabas el recinto de palacio —añadió, sin que su rostro color ladrillo se ablandara con una sonrisa—. Creo que es la primera vez que he visto al oikonómos Myros recorrer a pie una distancia mayor que la que hay de la mesa al koprón.

En este último comentario sí que advertí cierta inflexión de la voz; el vocablo significa letrina, y noté que, a mi lado, el chambelán respiraba turbado. Esto me animó a creer que Zenón, más que reprobar, consideraba con humor mi exigencia de audiencia inmediata y añadí:

—Con toda sinceridad, creí que el baiseleús Zenón hallaría de suma importancia la carta de mi rey y por eso he querido entregarla lo antes posible. Espero que mi impetuosidad no haya constituido ofensa.

—Comprendo tu prisa indecorosa —contestó Zenón, ya en tono serio—. Pero un solo presbeutés basta y sobra para entregar una carta. ¿Por qué viene ante mí un sympresbeutés también, y además hembra?

Como no tenía una explicación, me limité a decir:

—Es la hermana del rey. Una princesa real. Una arkhegétis.

—Mi esposa es una emperatriz. Una basílissa. Y ni siquiera me acompaña a los juegos del hipódromo. Tan intrépida pretensión en una mujer es algo inaudito.

A él no podía decirle como a los demás «Pues ya lo oís», pero no tuve que decir nada porque Amalamena había captado la conversación y ella misma se dirigió a Zenón:

—Otro poderoso monarca, llamado Darío, en cierta ocasión concedió audiencia a una humilde mujer.

Naturalmente, lo había dicho en el antiguo lenguaje, pero Seuthes se apresuró a traducirlo en griego; el emperador volvió la vista hacia la princesa por primera vez y la miró entristecido, pero respondió inflexible:

—No ignoro que Darayavaush fue uno de los reyes más grandes de Persia.

El intérprete se lo tradujo a Amalamena en gótico y ésta respondió para que Seuthes lo tradujera:

—El rey Darío se disponía a ejecutar a tres prisioneros de guerra, cuando una mujer acudió a pedir clemencia por ser los tres únicos hombres que tenía en el mundo: su esposo, su hermano y su hijo. Y suplicó tan dolientemente, que Darío accedió... hasta cierto punto. Le dijo que perdonaba a uno y que ella misma decidiera.

Amalamena aguardó a que Zenón gruñera:

—¿Y bien?

—La mujer eligió a su hermano.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Es lo mismo que dijo Darío. Estaba asombrado de que no hubiese elegido ni al esposo ni al hijo; pero ella alegó que casarse podía volver a hacerlo, e incluso tener un hijo, pero como sus padres habían muerto, no podría tener ningún hermano más.

El baiseleús parpadeó sorprendido y la miró en silencio con ojos más cálidos, mientras ella concluía:

—De igual modo, emperador Zenón, yo me presento ante vos con saio Thorn, para solicitaros de parte del rey Teodorico que le concedáis amable y prudentemente un pactum —añadió, tendiéndole la carta sellada— y para rogaros en persona, en nombre del único hermano que poseo, que seáis generoso.

Apenas había repetido Seuthes en griego lo que acababa de decir, cuando el joven Rekitakh gritó a Amalamena en el antiguo lenguaje:

—¡Tu hermano Teodorico no es el rey Teodorico! ¡Ese título pertenece a mi...!

No acabó la frase porque Zenón, sin aguardar a que se lo tradujesen, se volvió y le atravesó con la mirada.

Luego, Zenón me dirigió a mí una mirada igual y bramó:

—La joven tiene al menos modales mejores que los bárbaros y sabe cómo comportarse dignamente en la corte. Sympresbeutés Amalamena —añadió, dirigiéndose a la princesa, dándole cortésmente el título de co–embajadora—, entregadme la carta de Teodorico.

Así lo hizo ella, sonriente, y él le devolvió la sonrisa; Myros y yo sonreímos también, mientras Rekitakh la fulminaba con la mirada. El emperador rompió los sellos, desplegó la piel de cordero y la leyó de corrido, para hacerlo después más detenidamente, acariciándose la calva con la mano y frunciendo el ceño.

—Como ya me han comunicado, Teodorico dice haber vencido al rey Babai de los sármatas y afirma haber tomado Singidunum —dijo finalmente, haciendo énfasis en el «afirma», por lo que yo aduje:

—He luchado en el asedio y la toma de esa ciudad, Sebastos, y puedo aseguraros que lo que se afirma en la carta es cierto.

—Eso decís, kúrios. ¿Me pregunto si os atreveríais a decir lo mismo si el temible Babai estuviese aquí?

—Y aquí está, Sebastos —repliqué, dejando en el suelo la caja de ébano y descorriendo los pestillos de la tapa. La cabeza del rey Babai, disecada, ennegrecida y arrugada por el humo, no habría causado impresión de no haber sido por el cuenco de filigrana de oro en que la había engarzado el gulthsmitha de Novae.

Se la mostré con un gesto y añadí:

—Sebastos, si os place beber por la victoria de Teodorico en Singidunum, no tenéis más que ordenar que un kheirourgós recorte el cráneo de Babai, colocar el hueso cóncavo en esta preciosa cubierta de oro, escanciar vuestro mejor vino y...

—Eúkharistó, kúrios Akantha —me interrumpió secamente el emperador—. Yo también he sido soldado y he conocido muchas victorias. Por lo que ya tengo otras copas de ésas en las que de vez en cuando libo en memoria de los antiguos enemigos con que están hechas. Mas esa cabeza podría ser de cualquiera.

—Sebastos —dije— si no conocisteis al rey Babai, quizá vuestro ayudante el joven Rekitakh tuviera ocasión de haberle visto y puede identificarle. Tengo entendido que Babai y el padre del joven, Teodorico Estrabón, eran viejos...

—¡Vái! —me interrumpió Rekitakh con un gruñido—. ¡El nombre de mi regio padre es Teodorico Triarius! —no sé si lo que más le enfureció fue que vinculase a su padre con el difunto rey de los sármatas o que le llamase Teodorico el Bizco; en cualquier caso, Zenón volvió a fulminarle con la mirada—. Sí, conocí al rey Babai —confesó a regañadientes—. Y sí que es... era él.

—Muy bien, lo acepto —dijo el emperador sin alzar la voz,, y Seuthes hizo la traducción para Rekitakh y la princesa—. Ahora, en cuanto aceptar la petición de un pactum... es una cuestión que no puede decidirse tan rápidamente. Teodorico dice que ha hecho la misma petición al emperador de Roma. Yo creo que no podemos concedérselo los dos. Decidme, ¿sabéis si el pequeño emperador Augustulus lo ha considerado?

—Oukh, Sebastos — contesté—, no podemos saber si el mariscal ha llegado a Ravena. Pero yo diría que... el primer emperador que otorgue el pacto tendrá posesión de la ciudad conquistada.

—¿Eso decís, verdad? Bien, consideremos las condiciones de Teodorico. Pide la reanudación de la consueta dona que se pagaba anualmente por mantener la paz en las fronteras norte del imperio. Pero es que por ese mismo servicio me he comprometido a pagar esas trescientas libras de oro al otro Teodorico. Vamos a ver ¿se supone que voy a quitárselas a uno para pagar al...? ¡Siopáo! —espetó al ver que Rekitakh y yo abríamos la boca. La cerramos y él prosiguió— ¿... al otro rey? Pide la garantía permanente de propiedad de las tierras de Moesia Secunda ocupadas por su tribu. Pero él, y vos kúrios Akantha, kuría Amalamena, debéis saber que hay muchos otros que reclaman esas tierras. Para empezar, la tribu del otro Teodorico.

Rekitakh mostraba expresión ofendida al oír que a su nación se la calificaba de tribu y a mí debía sucederme igual, pero Amalamena terció con dulce voz:

—Perdonad, Sebastos. El saio Thorn y yo acabamos de hacer el viaje desde el Danuvius, y entre las tierras de nuestro pueblo y las de los griegos tracios, al norte de aquí, no hemos visto más habitantes o colonos que algunos inmigrantes vendos. Ésos no son ciudadanos romanos y, por consiguiente, no tienen derecho a reclamar ninguna tierra.

—Aparte de los mortales que las reclaman —dijo Zenón, tosiendo—, está la Iglesia cristiana.

—¿La Iglesia?

—Quizá, kuría, dado que disfrutáis del envidiable privilegio de no estar implicada por ser una hereje arriana, no sabréis que la Iglesia cristiana es la principal terrateniente del imperio romano. Antes, los ríos marcaban los límites entre las naciones, pero ahora esos ríos simplemente cruzan y riegan las tierras de labor, los bosques o los simples jardines de las vastísimas propiedades de la Iglesia. Y en todo lugar en que hay tierras en las que no existe un titular seguro, la Iglesia las reclama con gran insistencia, y a todo donante de tierras, campesino o emperador, la Iglesia le promete la salvación eterna. Y además... ¡pero ouá! Sería largo de explicar —exclamó, alzando las manos.

—Permitidme, Sebastos —terció Myros, y, con la ayuda del intérprete, nos lo explicó a mí y a Amalamena—. Cada uno de los cinco patriarcas obispos de la cristiandad procura aumentar y consolidar su poder y autoridad para lograr la hegemonía como cabeza de la Iglesia; naturalmente, nuestro baiseleús Zenón apoya al obispo Akaiós de la Iglesia Ortodoxa de Oriente, pero el emperador debe tener también en cuenta a sus numerosos y lejanos subditos que pertenecen a la Iglesia Católica de Occidente y, al mismo tiempo, conciliar todos los deseos conflictivos y demandas de las innumerables sectas de ambas Iglesias enfrentadas entre sí: los calcedonios, los monofisitas, los diofisitas, los nestorianos, por ceñirnos a esas cuatro. Esos cristianos llegan a enfrentarse en las calles, matándose unos a otros por sus enrevesadas diferencias doctrinales. Así, llegado el momento de conceder...

—Ahora, permitidme a mí —le interrumpí tajante, con deliberada rudeza—. Una cosa es perderse en esa enrevesada maraña de cosas —Myros, Seuthes y Rekitakh se quedaron boquiabiertos ante mi descaro, pero yo no me amilané—, mas no he oído nada que indique que los que reclaman o habitan esas tierras —ni Teodorico el Bizco, ni los eslavos, ni ninguno de los rapaces patriarcas cristianos— ofrezca nada tangible a cambio de ellas. La princesa y yo hemos venido a ofrecer, simbólicamente, las llaves de la importante ciudad de Singidunum.

Todos los presentes, Amalamena incluida, dirigieron la vista al emperador, como esperando que fuese a lanzar un rayo de Júpiter, pero él nos sorprendió a todos diciendo:

—El presbeutés Akantha dice la verdad. Para los que somos militares como él y yo, las obras son más importantes que las palabras y lo material más importante que las promesas. Una ciudad que domina todo el río Danuvius, aquí en la tierra, es más preferible que cualquier nebulosa esperanza del paraíso en el más allá. No obstante, kúrios, necesito el título incontestable de esa ciudad.

—Creo que ya lo tenéis, Sebastos, si lo deseáis —dije—. Por lo que sé del nuevo y poco augusto emperador de Roma, ni él ni su padre regente se hallan lo bastante seguros en el trono para comprometerse a un acuerdo vinculante. Por lo que sugeriría que dataseis el pactum en el día en que se tomó Singidunum. Os doy mi palabra y la de Teodorico —y su hermana aquí presente es testigo y puede jurarlo— que vuestra reivindicación es prioritaria a toda otra y será honorablemente confirmada.

—La palabra de dos militares y de una amable princesa me basta. Myrios, que venga un grammateús para que le dicte el pactum sin tardanza.

Rekitakh profirió un angustioso balido, pero Zenón le hizo callar con otra mirada y continuó, dirigiéndose a Amalamena.

—Concedo al pueblo de Teodorico la posesión de la Moesia a perpetuidad. Reanudaré el pago de la consueta dona anual, y, además, concederé a Teodorico el título que su padre ostentó durante el reinado del anciano León de magister militum praesentalis o comandante en jefe de todas las fuerzas fronterizas del imperio oriental.

La princesa y yo, llenos de satisfacción, musitamos: —Muy amable por vuestra parte, Sebastos.

—Enviaré otro grammateús a vuestro xenodokheíon para que le dictéis la cesión de Singidunum. Y, en cuanto lo tengamos debidamente rubricado y sellado e intercambiemos los documentos, deseo que partáis de inmediato a llevar personalmente el pactum a Teodorico sin dilación. Me desagrada despedir tan apresuradamente a unos huéspedes, pero confío en que volváis, en compañía de nuestro estimado Magister Militum Teodorico, para que disfrutéis a placer de cuantos atractivos os ofrezca la ciudad imperial.

Amalamena contuvo su alegría infantil hasta que de nuevo estuvimos cabalgando al unísono, con la misma escolta de servidores, guardias y músicos, hacia nuestra residencia, aquella misma tarde. Su risa estalló con más musicalidad que la de la banda y exclamó:

—¡Lo conseguiste, Thorn! ¡Has obtenido del emperador lo que Teodorico quería y más!

—Ne, ne, princesa, yo no. Aristóteles tenía razón. Ha sido tu belleza la que ha influido en ese ex militar hosco y malhumorado; tu belleza y tus modales cautivadores. Eres una Cleopatra, una Helena.

El rubor de satisfacción que la embargó la volvió aún más luminosa, aunque inmediatamente lamenté haberla comparado con aquellas dos reinas, pues, según Plutarco y Pausanias, las dos murieron sin gloria siendo jóvenes. Pero al menos, pensé, en su vida realizaron hazañas dignas de ser recordadas, igual que ahora Amalamena.

—Gracias, Thorn, por compartir tan galantemente el mérito. Pero lo importante es que Zenón aceptase.

—Aceptó, ja. Ya veremos si cumple el acuerdo.

—¿Cómo, no crees en la palabra de un emperador?

—Es un isaurio, un griego. ¿Has leído a Virgilio, princesa? Quidquid id est, timeo Danaos...

—Pero Zenón va a redactarlo todo por escrito. ¿Por qué desconfías de él?

—Por tres motivos. Primero, por esa mirada que dirigió a Rekitakh al final. No era para conminarle a que callase, sino para indicarle que era algo provisional. No obstante, a pesar de esa connivencia, Rekitakh habría debido protestar para cubrir las apariencias, y más cuando Zenón nos concedió lo que reclama su padre, su oro y el mando militar. Pero Rekitakh es demasiado estúpido para saber fingir. Y, además, aunque Zenón mencionó a tu hermano con varios nombres y títulos, no le nombró una sola vez como rey de los ostrogodos, y supongo que reserva ese título honorífico para Teodorico Estrabón.

—Ahora que lo pienso, ja, tienes razón —dijo, ya menos entusiasmada—. De todos modos... nos acuerda el pactum... nos va a enviar el oro...

—Princesa, si yo tuviera ahora mismo ese oro, apostaría todos los nummus a una cosa. A que ese pharós que tenemos a la espalda —y te habrás fijado en que no he vuelto una sola vez la cabeza desde que salimos de palacio— está ya lanzando señales de humo, para informar a quien sea de lo que acaba de suceder.

Ella se volvió en la silla y contuvo una exclamación; me volví y pude ver que el humo del faro era una columna vertical mecida levemente por la brisa. Pero no me equivocaba en mis previsiones, pues ya ascendía alguien a toda prisa por las escaleras, llevando, casi con toda certeza, un mensaje para transmitir.

No me importaba en demasía. Lo que sí me preocupaba era el grito que había reprimido Amalamena, cerrando con fuerza ojos y boca, al tiempo que su rostro perdía el color rosado y se volvía blanco y verdoso y se retorcía en la silla, aferrándose desesperadamente a la perilla. Y pensé que, al volverse al mirar al pharós, algo debió romperse en su interior. Tomé las riendas de su caballo, lo acerqué al mío, la sujeté con un brazo y grité a la escolta que redoblase el paso.

En aquel mismo instante, aunque estábamos al aire libre, al hallarme más cerca de ella que nunca, noté el olor raro que despedía. Como he dicho, yo, desde tiempo atrás, estaba acostumbrado a discernir los olores de las mujeres y adivinaba por las diversas actitudes de su humor cuando tenían la indisposición del menstruo; pero aquel olor me era desconocido. Debido a mi agudeza olfativa, tendría que haber sido el primero —aun antes que ella misma— en notarlo; era no un olor muy fuerte e insoportable, como el miasma de Daniel el Estilita, sino un aroma penetrante, insidioso y pegajoso como el humo. Un olor que llegaría a impregnar todo el cuerpo de la princesa, su ropa, su lecho y cuanto tocaba.

El iatrós Alektor me diría después lo que era; y no es en modo alguno exclusivo de las mujeres, sino que lo exudan hombres y mujeres, me explicó, cuando están afectados por esa clase de cáncer mortal que se convierte en úlcera abierta. En griego se denomina el bromos musarós, el hedor abominable, un nombre que denota el olor, porque la palabra «musarós» que significa «asqueroso» contiene el vocablo «mus» que quiere decir ratón, y es un olor muy parecido al de los nidos de ratones, pero mezclado a otro más penetrante, como el de la orina de una persona después de comer espárragos; puedo añadir, por mi experiencia en la guerra, que se parece algo al hedor gangrenoso de las heridas descuidadas y purulentas.

Pero me adelanto a los acontecimientos.

En cuanto llegamos al xenodokheíon, desmonté con todo cuidado a la princesa y Swanila y otros criados la ayudaron a retirarse a sus aposentos. Como ahora difícilmente podía negar que estaba enferma y con dolor, y como se hallaba muy débil para protestar por mi intromisión, envié una de las esclavas de Khazar a que trajese al iatrós.

Alektor llegó acompañado del grammateús que había prometido Zenón, un anciano delgado que dijo llamarse Eleón. Le hice pasar a una habitación vacía y le dije que se sentara hasta que le requiriese. Y, mientras el iatrós atendía a la princesa, me puse a caminar angustiado de arriba a abajo, viendo como el escriba afilaba una serie de plumas y se las colocaba en el blanco pelo encima de las orejas, desenrollaba hojas de pergamino, dándolas un innecesario pulimento con una piel de topo, y removía su Frasquito de tinta, salpicando su ropa y algunos muebles.

Cuando Alektor entró en el cuarto, meneando anonadado la cabeza, hicimos un aparte y me dijo:

—No habrá necesidad de camuflar la mandragora; se la toma voluntariamente. Pero ahora que el gusano carroñero ha hecho su aparición y la devora de un modo devastador, necesitará cada vez más cantidad de droga. Administrádsela a vuestro buen criterio. He dado instrucciones a su criada para que le cambie las compresas y otros detalles, pero recomiendo que esté atendida día y noche. Habrá momentos, cada vez más frecuentes, en que será incapaz de realizar sola sus... ejem... necesidades, y no bastará con una sola sirvienta. Tendrá que haber varias, y fuertes, tanto de músculos como de estómago. Con toda franqueza, dudo mucho de que esas atolondradas de Khazar sirvan gran cosa.

—Os prometo que tendrá constantemente los cuidados debidos —dije—. Y os imploro de nuevo, ¿no hay nada más que pueda hacerse?

—Oukh. Nada que yo, como iatrós, pueda en conciencia ni sugerir. Pero debo decir que parece que se ha logrado algo importante, pues, para tratarse de una joven que se halla en tan desesperado estado, la princesa se muestra admirablemente tranquila.

—Ouá... bueno... he hecho cuanto podía por aplicar vuestra prescripción, iatrós Alektor, y ella ha conseguido una cosa de gran trascendencia.

—Estupendo, estupendo. Tratad de hacérselo recordar. Exagerad su importancia, si es preciso. Necesitará todo el apoyo espiritual que se la pueda dar a partir de ahora.

Cuando se marchó Alektor le dije al grammateús que esperase un poco más. Hice una breve incursión en mis aposentos antes de ir a ver a Amalamena. Nada más entrar, Swanilda abandonó cortésmente el cuarto en que yacía su ama, y yo la dije:

—Princesa, el lekeis me ha dicho que no estás muy bien. No me cabe duda de que voy a preguntar algo fútil, pero como responsable que soy de tu seguridad, debo preguntarlo. ¿Quieres quedarte aquí, donde puedes estar bien atendida, mientras yo me apresuro a llevar el pactum a Teodorico?

Ella esbozó una triste sonrisa, pero sonrisa al fin y al cabo.

—Fútil pregunta, como dices. Pero también has dicho que en parte se debe a mí el hecho de haber logrado el pactum. Luego no me podrás negar el gran placer de que me regocije de ello en compañía de mi hermano.

—También dije en cierta ocasión otra cosa —repliqué yo, con un suspiro y abriendo las manos—. Que nunca te negaría nada.

—A cambio, Thorn, te prometo que no retrasaré la marcha de la columna. Esa nueva medicina, esa substancia que es como trocitos de corteza, sí que realmente alivia mi..., esta indisposición pasajera... mucho mejor que nada de lo que el lekeis Frithila me daba. Con ayuda de esa medicina no necesitaré ir tumbada en la carruca dormitoria como una dama ociosa. Podemos dejarla aquí y viajaré en mi mula.

—Ne, ne, no digas tonterías. Enviaré en vanguardia un mensajero al galope con el documento y nosotros podemos ir más despacio con la carruca. He jurado al lekeis Alektor que te cuidaremos y mimaremos mejor aún de lo que Swanila pueda.

—¿Mejor que Swanila? Qué absurdo. Swanila se ocupa de mi desde que las dos éramos niñas y somos amigas más que ama y sirvienta.

—En ese caso, ahora puede hacerte un favor como amiga. Con tu permiso, he decidido encomendar otra tarea a Swanila y al no estar ella, te atenderé yo, que tengo experiencia en el cuidado de enfermos.

Pensé que, desde luego, teniendo en cuenta el final de tales enfermos —mi juika–bloth, el joven Gudinando y el anciano Wyrd— no era precisamente una prueba de mis habilidades. En cualquier caso, ella volvió a sonreír, y con auténtico agradecimiento, pero porfió:

—¿Un enfermero para una mujer? Ni lo pienses.

—Amalamena, ha sido tu belleza y decisión lo que nos valió el pactum, y no pienso consentir que ese logro quede en nada. El documento debe llegar rápido y seguro a Teodorico, pues si así no fuese, Zenón podría alegar que no lo ha escrito, no lo acordó y nadie se lo pidió. Y ya sabes que tengo mis dudas respecto a su buena fe. Estoy decidido a que llegue a manos de Teodorico lo antes posible y solicito más colaboración por tu parte en esta misión, pues lo que tengo pensado no puede hacerse sin ella. Y para conseguirla estoy dispuesto a adoptar una medida desesperada, que puede sorprenderte, abrumarte y soliviantarte, pero voy a confiar en que lo que te diga sea un secreto entre los dos.

—¿Qué es lo que has pensado, Thorn? —inquinó con fingida alarma, mientras yo cerraba la puerta y echaba el pestillo—. ¿Seducirme, raptarme?

Yo, aunque había prometido hacerla reír siempre que pudiese, hice caso omiso de la broma, pues que para mí no resultaba nada divertido lo que iba a decirle.

—Voy a presentarte a la mujer que te va a cuidar durante el viaje. Se llama Veleda.

—¿Una mujer? Creí que habías dicho que lo harías... —comenzó a decir, ahora sí realmente asustada, tratando torpemente de moverse en el lecho para apartarse de mí, que comenzaba a desvestirme. Y creo que hasta debió olvidar sus propios males y todo lo demás, al menos de momento, al ver que me quitaba toda la ropa menos la pudorosa faja de las caderas, pues de sus labios no surgió más que la exclamación: «¡Liufs Guth!»