CAPÍTULO 5
Todo mi viaje desde Constantiana hacia el oeste en dirección al Danuvius consistió en cruzar una monótona planicie herbosa sin árboles, en la que lo único que se movía sobre la hierba seca, ondulada por el frío viento, era mi figura a caballo. Pero aunque me hubiese faltado la orientación del sol y de la estrella diurna Fenice, no me habría extraviado, pues seguía las ruinas de una muralla increíblemente larga mandada construir por el emperador Trajano, después de expulsar a los dacios hacia el Norte casi cuatrocientos años atrás.
Por fin alcancé la orilla del Danuvius en ángulo recto con la dirección oeste que seguía, por lo que, para remontarlo, doblé hacia el sudoeste; como no seguía ningún camino, no me tropecé con ni me adelantaron emisarios, aunque estaba seguro de que estarían galopando en todas direcciones para llevar la noticia del holocausto de Constantiana y de la muerte de Estrabón; me habría gustado llevarlos yo mismo, igual que los que enviarían Zenón, Rekitakh y todos los afectados. Pero me alegraba no hallarme en ninguna de las rutas transitadas, pues sabía que habría también patrullas de guerreros vengadores en busca de la «princesa Amalamena».
Ahora que seguía el curso del río, aunque tampoco me encontré con otros viajeros, sí que era visible, pues rara vez no pasaba alguna embarcación, fuese de mercancías, una balsa, barcas de pesca o algún dromo rápido de la flota romana de Moesia.
El Danuvius fue describiendo una amplia curva que cada vez me llevaba más hacia el oeste, y poco después alcanzaba Durostorum, una fortaleza romana, puerto fluvial mercante y base de aprovisionamiento de la flota de Moesia. Había cruzado toda la provincia de Scythia y estaba de nuevo en territorio de Moesia Secunda, propiedad —titular, al menos— de Teodorico. La fortaleza la guarnecía la Legio I Itálica, que, pese a su nombre, pertenecía al imperio oriental de Zenón y estaba formada en su mayoría por extranjeros: ostrogodos, atamanes, francos, burgundios y miembros de otras tribus germánicas. Todos ellos se consideraban «legionarios romanos» a secas, y los ostrogodos que las integraban no eran partidarios de Estrabón ni de Teodorico.
Me tomaron por un mensajero de Scythia —era evidente que nadie había llegado del Norte, aparte de mí— y me escoltaron hasta el praetorium, donde me recibió su comandante Celerinus, un auténtico romano nacido en Italia, de aspecto competente; él también dio por sentado que era un mensajero y me recibió con gran cordialidad, por lo que yo le transmití el único mensaje que podía: que Thiudareikhs Triarius había muerto y que en la ciudad portuaria de Constantiana en el mar Negro se había producido una matanza. Celerinus, como veterano militar que era, estaba muy acostumbrado a noticias sorprendentes como aquélla o sabía ocultar hábilmente sus emociones, pues se limitó a enarcar las cejas y a menear la cabeza. Pero, a su vez, amablemente, me dijo las últimas noticias que habían llegado del Oeste. Y eran buenas noticias.
Thiudareikhs Amalo, mi Teodorico, había concluido un tratado con el emperador Zenón (por lo que di silentes pero fervientes gracias a los dioses, pues ello significaba que Swanilda había llegado bien con el pactum y Zenón no podía anularlo), y Celerinus había enviado un buen contingente de su legión río arriba hasta Singidunum de modo que Teodorico les entregase la ciudad como representantes del emperador Zenón, quien sin duda enviaría más tropas para defenderla de posibles ataques de los bárbaros.
En aquel momento, dijo Celerinus, Teodorico se encontraba en su capital de Novae, reagrupando sus fuerzas para defender su territorio de Moesia y se esperaba que asumiese pronto el mando que le había concedido Zenón como magister militum praesentalis, incluida la Legio I Itálica que guardaba la frontera del imperio en el Danuvius. Añadió Celerinus, con auténtica sinceridad, que estaba deseando jurar fidelidad al nuevo comandante en jefe.
Pasé allí la noche y dos días y dos noches más para recuperarme en sus estupendas termas y que descansase el caballo, nutriéndonos los dos con alimentos muy superiores a lo que hasta entonces habíamos podido encontrar. En mi ruta Danubio arriba no encontré más que otra población importante, Prista; pero todo eran curtidurías, talleres de teñido, bóvilas, tejares y alfarerías, y no me detuve.
Finalmente avisté de nuevo la Novae de Teodorico. En el largo plazo de tiempo que llevaba ausente de la ciudad habían sucedido tantísimas cosas —pocas agradables, salvo la malograda y breve amistad con Amalamena— que me parecía haber estado lejos años, décadas, eras.
—¡Thorn vivo! ¡Era cierto el rumor!
Ésas fueron las alborozadas palabras de Teodorico cuando entré en el salón del trono en que había conocido a Amalamena. Era evidente que me habían reconocido al entrar a caballo en la ciudad y la noticia había corrido rápidamente hasta palacio. Aparte del rey había cuatro personajes esperando mi llegada.
Cuando alcé el brazo estirado para saludar al estilo ostrogodo, Teodorico me lo bajó de un manotazo, riendo, y nos agarramos por las muñecas derechas al estilo romano para a continuación abrazarnos como hermanos, y los dos exclamamos casi al unísono:
—¡Qué alegría volver a verte, viejo amigo!
Dos de los presentes me contestaron con el saludo del brazo alzado, el otro hombre inclinó muy serio la cabeza, y la mujer me sonrió tímidamente. Y los cuatro repitieron el cálido saludo de Teodorico: «¡Waíla–gamotjands!»
—Bien, parece que has reunido a casi todos los relacionados con la misión —dije al rey.
El hombre de mediana edad que me había saludado era mi colega, el mariscal Soas; el hombre más mayor, que me había dirigido una inclinación de cabeza, era el lekeis Frithila; la atractiva joven era Swindila y el joven me era desconocido, pero supuse que sería el mensajero Augis, lancero en la misma turma que el difunto Odwulfo. Tenía que serlo, porque no dejaba de mirarme, cual si fuese el fantasma de Thorn o un skohl reencarnado en él, y era precisamente Augis quien había llevado la noticia de la muerte de Thorn.
—Teodorico, sólo falta uno: el optio Ocer de Estrabón. Ansio recuperar mi espada.
—La espada la tienes en tus aposentos y al optio no se le puede convocar. Augis me dijo lo que sugerías que se hiciera con él y sus hombres. ¿Crees que no iba a hacerlo?
—Thags izvis —añadí, asintiendo con la cabeza.
—Pronto te volveremos a ver revestido con tus atributos militares, pero antes quiero darte la enhorabuena, y decirte mi admiración, por el excelente éxito de tu misión. Has demostrado ser un auténtico ostrogodo, un mariscal ejemplar y un herizogo de valía. Empero, el relato de la misión nos ha llegado a trozos. Tienes que contarnos la historia completa.
Empieza por decirme —sobre todo al atónito Augis— cómo es que no has muerto.
Abrí los brazos en gesto de afligida resignación y contesté: —Ne, quiero expresar mi aflicción por los que sí han muerto. El optio Daila y el resto de mi turma, salvo el valiente Augis aquí presente. Creo que el éxito de la misión ha tenido un coste lamentable, pero que ha valido la pena, y de todas las pérdidas, Teodorico, la que más me duele es la de tu querida hermana. Me había encariñado con Amalamena más incluso que tú.
—No te achaco la responsabilidad de su muerte —dijo entristecido—, pero no sabía de su mal. Lo he sabido por Frithila, quien me ha dicho que no había solución posible.
—Yo hice lo que el lekeis recomendó lo mejor que pude y procuré alegrar su ánimo.
—Y... murió valerosamente —añadió Teodorico, sin afirmar ni preguntar.
—Ja —añadí, eludiendo un poco la verdad—, aguardó valientemente su final, sabiendo que era inevitable. Pero al final no tenía necesidad de coraje; la última vez que la vi estaba muy bien, muy animada y tenía buen apetito. Me dijo muy alegre que fuese a buscarle la cena, y, cuando volví, estaba muerta. Un final rápido y apacible.
—Me alegro —dijo Teodorico con un suspiro—. Y me alegro de que hayas salvado la vida y puedas contármelo. Eso contribuye a disminuir mi pesar. Pero, entonces, ¿quién era la cautiva que Estrabón decía que era mi hermana y por la que el optio Ocer pedía rescate?
—Estrabón no fingía; él creía tener a la princesa, tu hermana. En realidad, era una de las sirvientas de Khazar que nos había atendido en el palacio Púrpura. Amalamena la tomó a su servicio después de enviar a Swandila con el pactum de Zenón. Yo supuse que cuando Augis llegase aquí con la noticia de que Estrabón tenía cautiva a una falsa Amalamena, la auténtica Swanilda —la señalé con un gesto— habría advininado de quién se trataba.
—Efectivamente, Swanilda aventuró esa conjetura —dijo Teodorico—, pero me costó creérmelo. ¿Cómo pudo Estrabón confundir a una mujer de Khazar morena de piel cetrina con una princesa amala?
—Es que esa mujer era una cosmeta consumada —repliqué, acumulando mentiras—, y se blanqueó el pelo y la piel muy hábilmente. Llegó incluso a engañar a los nuestros que la veían... de lejos. ¿No es cierto, Augis? —el lancero asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos—. Después, cuando ya Estrabón la tenía cautiva, me las arreglé para estar en comunicación con ella. Igual que Augis y Odwulfo, otro de nuestros valientes, conseguí infiltrarme entre los soldados de Estrabón.
Augis abrió aún más los ojos, sin asentir con la cabeza, confirmando mi afirmación, pues debía preguntarse cómo no me había visto rondar por Constantiana. Y yo seguí imparable:
—Me habría gustado traer a la doncella de Khazar para que vieras su sorprendente transformación, Teodorico, y para que te contase lo valerosamente que desempeñó su papel, pero desgraciadamente cayó con otros inocentes durante la matanza de Constantiana cuando...
—¡Un momento, un momento! —me interrumpió Teodorico, meneando la cabeza y riendo—. Será mejor que vuelvas al principio. Vamos a juntar las camillas. Swandila, ¿quieres pedir unos refrescos a la cocina? Seguro que es una larga historia y a Thorn se le reseca la garganta.
Conté todo, o casi todo lo que había sucedido desde el día en que nuestra columna salió de Novae hasta el día de mi regreso; apenas había comenzado, cuando Swandila y otra mujer llegaron de la cocina trayendo un enorme cuenco plateado de aguamiel con un airoso cacillo en forma de pájaro; lo pusieron en el centro del círculo y se retiraron para dejarnos a los hombres charlar a solas. Yo no interrumpí el relato, pero había reconocido a la otra mujer; iba mucho mejor ataviada que la última vez que la había visto, mostraba un acentuado embarazo y por sus maneras me pareció la nueva ama de Swanilda, la cosmeta.
Me hacía gracia, pero no quise preguntar nada al respecto. Cuando se hubieron ido, mientras yo continuaba el relato, uno u otro servía de vez en cuando la fresca aguamiel tal como suele hacerse de un «cuenco fraterno» cuando se reúnen unos cuantos hombres: bebiendo por turno directamente del cacillo.
Conté la historia casi como la he relatado aquí, aunque más concisa y omitiendo los detalles relativos a las horrendas manifestaciones de la enfermedad de Amalamena. Para justificar mi supervivencia tuve que inventarme que no había sido tan valiente guerrero hasta la muerte, dije que Amalamena había muerto en Pautalia y que el optio Daila y yo la habíamos enterrado a escondidas sin que lo supieran nuestros hombres y que después de ello en la carruca sólo iba Swandila. Expliqué que al descubrir la traición de uno de los arqueros, Daila y yo decidimos desviarnos de la ruta y seguir por el río Strymon hasta el estrecho desfiladero en el que, por la noche, se nos habían echado encima las tropas de Estrabón. Yo luché junto a mis hombres (a sabiendas que Augis no podía contradecirme, puesto que él estaba en lo alto de la garganta).
Después, añadí, me di cuenta de que nos iban venciendo y vi a los soldados de Estrabón sacar a la esclava de Khazar de la carruca, tras lo cual concebí el plan de suplantación: me quité la armadura para que no se diesen cuenta de mi rango e identidad, me puse la de otro soldado, de estatura similar a la mía, caído en el combate, y me acerqué al grupo de los que llevaban a la supuesta princesa, dándome tiempo a musitarla las debidas instrucciones y entregarle el collar de la princesa para que se hiciese pasar por ella. Así, cuando llegó a presencia de Estrabón y le dijo altiva que era Amalamena, él lo creyó.
—Y nunca lo dudó desde entonces hasta el último día —añadí—. Pero eso no impidió que la mancillase abyectamente, violando todas las convenciones de la guerra limpia. Alégrate, Teodorico, de que no fuese Amalamena. Sólo dos noches después de capturarla, mucho antes de enviarte a Ocer para reclamar rescate, hizo perder la virginidad a quien creía era la princesa, a la mujer que, conforme al código de la guerra, habría debido estar bajo su protección durante el cautiverio.
Teodorico lanzó un gruñido y, aunque no llevaba espada, su mano se dirigió involuntariamente hacia el cinto.
Continué, explicando como había logrado seguir infiltrado sin que me descubriesen los hombres de Estrabón ni los nuestros que también se habían camuflado en las filas enemigas.
—Fue en Serdica donde Odwulfo y yo nos reconocimos. Enviamos a Augis a caballo para decirte que no hicieses caso de las exigencias de Estrabón y a partir de ese día Odwulfo y yo nos turnamos siempre que pudimos en hacer guardia ante el cuarto de la sustituta de Amalamena; le dijimos qué debía decir y cómo comportarse con Estrabón para tenerle engañado y sosegado sin que se diese cuenta de nada, mientras nosotros urdíamos algún plan.
Conté brevemente el resto del viaje de Serdica a Constantiana, señalando cómo Estrabón se había ido impacientado cada vez más por la tardanza de Ocer, volviéndose cada vez más abyecto con la mujer de Khazar.
—Siguió violándola cada dos o tres noches, según me contó ella; me dijo que pretendía hacerla su esposa para que le diese un heredero más de su agrado que el inútil de Rekitakh. Además, afirmó que tú, Teodorico, harías la vista gorda a semejante ultraje al verte vinculado por ese matrimonio al poderoso Estrabón.
Teodorico profirió una tremenda obscenidad y añadió con desprecio:
—Thags Guth que no era mi hermana. De todos modos, haré que ese despreciable reptil lamente esas palabras.
—Tal vez ya lo haya hecho —dije, y continué explicando que cuando Estrabón se había puesto tan furioso que estaba dispuesto a mutilar a la supuesta princesa, yo había hecho que ella le convenciese de utilizar los prisioneros hérulos para hacer un espectáculo original; dije que el iracundo Estrabón había apuñalado a la falsa princesa antes de que Odwulfo y yo hubiésemos podido intervenir, cómo los dos le habíamos castigado con la horrible mutilación y cómo el intrépido Odwulfo había perecido al escapar del anfiteatro.
—Así pues —concluí con modestia—, igual que el mensajero de Job, soy el único superviviente.
—No obstante, has cumplido admirablemente la misión que te encomendé —dijo Teodorico—. Yo y mi pueblo te estarnos agradecidos. Mandaré erigir un espléndido cenotafio en recuerdo de mi hermana y otro no menos espléndido para Odwulfo, Daila y los demás caídos. En cuanto a Augis, ya le he ascendido a signifer de lanceros. Por la valerosa mujer de Khazar, que tan bien nos ha servido, haré que el sacerdote de palacio diga una misa. ¿He olvidado a alguien, saio Thorn?
—Ne —contesté—. Y poco más tengo que decir, sino algunos rumores relativos a asuntos de estado, que probablemente no interesarán a nadie más que a ti.
Comprendió lo que decía, se puso en pie y dio por terminada la reunión. Mientras nos dirigíamos a la salida del salón del trono, Frithila me cogió del brazo para que me rezagara.
—Muy interesante la historia —comentó—. Nunca había oído que un enfermo de ese mal muriese tan rápida y plácidamente. Tal vez debiera invitaros a que acudieseis a la cabecera de mis otros pacientes afectados por el gusano carroñero.
—Yo no he matado a la princesa —repliqué. —Es igual. Por las historias que habéis contado, creo que la simple proximidad de Thorn basta para matar.
—Lekeis, os lo ruego, ya tengo pesar de sobra por los que...
—¿Ah, sí? Yo también puedo citar el libro de Job. «¿Se remonta el águila por tu mandamiento? ¿Y pone en lo alto su nido? Desde allí acecha a la presa; sus ojos observan de muy lejos, y donde hubiere cadáveres allí está ella.»
Me dirigió una desabrida sonrisa y fue hacia la puerta. Yo me quedé pensando por qué habría elegido esos versículos, y por qué la Biblia se refiere a un rapaz hembra.
El lekeis y el lancero se marcharon y Teodorico, yo y mi colega el mariscal Soas nos quedamos solos. Volviendo hacia las camillas, le musité a Teodorico:
—Esa joven tan hermosa y tan bien vestida que trajo el aguamiel, ¿no es la muchacha de Singidunum a quien llamabas Aurora?
—Ja —contestó él sin bajar la voz—, y sigo llamándola Aurora. Nunca recuerdo su verdadero nombre. Me imaginé que iba a concebir un hijo mío y por eso... —añadió, sonriendo un tanto ufano y un tanto atolondrado, encogiéndose de hombros.
—Mi enhorabuena a los dos —dije—. Pero... te has casado con ella ¿y no recuerdas su nombre?
—¿Casarme? Gudisks Himins, ne. No podría hacerlo. Y no se le puede otorgar un título oficial, pero ocupa los aposentos de Amalamena y cumple las tareas de consorte real. Lo seguirá haciendo hasta que un día encuentre una mujer de alcurnia que pueda ser mi esposa. —¿Y si no la encuentras? Volvió a encogerse de hombros.
—Mi padre nunca tuvo una consorte real legítima. La que fue madre mía, de Amalamena y de mi otra hermana Amalafrida, era una simple concubina. Pero eso no ha constituido mancha ni impedimento para nosotros. Siempre que reconozca al hijo o hijos de Aurora, basta para que tengan derecho a la sucesión.
Cuando nos reclinamos de nuevo en las camillas, pensaba yo si la victoria de Singidunum no había acarreado dos victorias complementarias no previstas. Tanto yo como Aurora, o como se llamase, habíamos pasado de ser seres desconocidos a ocupar puestos de auténtica relevancia: yo era mariscal y herizogo y ella reina de facto. Probablemente yo era la única persona en el mundo que sabía cuánto le habría herido a Amalamena ver a su adorado hermano unido a otra mujer, una mujer de muy inferior condición a la suya. Ja, seguramente a Amalamena se le habría partido el corazón. ¿Y yo? ¿Sería posible que sintiera las punzadas de los celos?
Mientras nos servíamos otra vez aguamiel fresca, dije:
—He hablado mucho y el resto de los rumores y chismorreos que han llegado a mi conocimiento pueden esperar. Me gustaría saber que ha sucedido aquí en Occidente durante mi ausencia.
Teodorico hizo un gesto a Soas y el lacónico cortesano contó con breves palabras su misión en la corte imperial. Como ya sabía yo, el saio Soas había llegado a Ravena, encontrándose con que no era Julius Nepos el emperador, sino el pequeño Augustulos que estaba a punto de revestir la púrpura, y que con el retraso de los cambios, la ceremonia de coronación y el nombramiento de los nuevos consejeros, había tenido que esperar para entregar el mensaje de Teodorico y la cabeza disecada del legatus Camundus. Y que después de aquellos acontecimientos, cuando ya el pequeño emperador comenzaba a conceder audiencias, y habiendo muchos otros emisarios aguardando antes que él, estando a punto de llegar su turno, se había producido otra conmoción, no sólo en el reino de Romulus Augustulus, sino en todo el imperio romano de Occidente y en la estructura de un imperio regido por dos emperadores. Aúdawarks, conocido por Odoacro, se había erigido emperador, subordinado a Zenón emperador de Oriente.
—Me guardé mucho de pedirle nada a Odoacro en nombre de Teodorico que había matado a su padre —concluyó Soas— y me volví, esperando con todo mi corazón que mi joven colega —añadió, dirigiéndome una inclinación de cabeza— hubiese tenido mejor suerte. Aún tengo una estupenda cabeza disecada, si alguien la quiere —terminó diciendo, con una sonrisa burlona, única broma que jamás oí salir de su boca.
Teodorico se echó a reír y me dijo:
—Aunque Soas hubiese negociado un tratado con Odoacro, no tendría validez sin la aprobación de Zenón. Ahora que tengo el pactum con él, me importa una iota lo que piense Odoacro. Estas tierras de Moesia son nuestras, vuelven a pagarnos la consueta dona y yo ostento el mando militar.
—Pero, como te dije, Zenón nunca pensó realmente en hacerte llegar ese pergamino —añadí—. Ya te he dicho cómo trató de anularlo.
—Claro, pero no ha podido. Nada más llegar Swanilda despaché un mensajero a marchas forzadas, dándole las gracias y mis votos de lealtad, y pidiéndole que enviase legionarios para entregarle la administración de Singidunum. En su respuesta apenas pudo ocultar su sorpresa —y hasta disgusto—, pero ¡aj,! él mismo se pilló los dedos. Además, estaba muy ocupado con los turbulentos asuntos de Roma, mucho más acuciantes que la rivalidad entre Teodorico Amalo y Teodorico Estrabón.
—Además —tercié yo—, desde entonces puede que haya sabido que Estrabón no era el partidario leal y sumiso que fingía ser.
Y relaté algunas de las confidencias que Estrabón había hecho a «Amalamena», en el sentido de que su hijo Retikakh, retenido en Constantinopla como rehén, no significaba gran cosa y que esperaba que Zenón le impulsara a derrocar al estirio Odoacro del reino romano. Y repetí sus propias palabras:
—Si un extranjero puede alcanzar tan alto puesto, otro también puede hacerlo.
Con maligno brillo en sus ojos, Teodorico inquirió:
—¿Insinúas que me apropie del plan de Estrabón, que expulse a Odoacro y le usurpe el gobierno del imperio de Occidente?
—Al menos tienes el derecho a unificar a los ostrogodos bajo tu mando —contesté—. La Constantiana de Estrabón es un caos y hay desórdenes en toda Scythia; ahora que Estrabón ha muerto, todas esas tierras se hallan sin caudillo, y tú dispones del nombramiento de Zenón como magister militum praesentalis, podrías convertirte en el rey de todos los ostrogodos sin necesidad de esgrimir la espada.
—Salvo un pequeño detalle —terció el mariscal Soas—. Que Estrabón no ha muerto.
Pensé si no me habría embriagado con el aguamiel. No podía creer lo que oía. Teodorico miró afable la expresión de sorpresa que debí adoptar y añadió:
—Thorn, durante tu largo viaje hasta aquí llegaron mensajeros de Constantiana más rápidos y directos a Constantinopla, Ravena y Singidunum y otras ciudades importantes, incluida Novae, para comunicar que Estrabón estaba herido pero vivía.
—¡Es imposible...! —balbucí—. Odwulfo y yo le dejamos con cuatro muñones sangrantes. Tenía ya los labios morados.
—Aj, no lo pongo en duda, Thorn. Los mensajeros explicaron que está postrado en el lecho y que sólo le han visto dos o tres de los mejores lekjos. Es lógico que lo esté si le habéis reducido a la condición de cerdo que dices, pero es evidente que le encontraron antes de que expirara, o quizá haya habido una intervención divina. Eso es lo que se cuenta.
—¡Qué dices...!
—Se rumorea que Estrabón hizo nueva profesión de fe al Señor, jurando que a partir de ahora sería un ferviente arriano.
—Que remedio le queda... Pero ¿por qué?
—Para mostrar su agradecimiento por haber salvado milagrosamente su vida. Dice que es por haber bebido leche de la Virgen María.