Sois alimento. ¿Los músculos que utilizáis para andar, hablar o levantar un peso? Son medallones de carne y tendones correosos. ¿La piel a la que le dedicáis tanta atención ante el espejo? Es deliciosa para los paladares adecuados, un platillo de tejido suculento. ¿Y los huesos que os aportan la fortaleza necesaria para abriros paso en el mundo? Crujen entre los dientes cuando las gargantas babeantes engullen el tuétano. Son hechos desagradables, pero a tener en cuenta. Y es que existen unos seres que no se esconden en agujeros, aterrorizados e impotentes, a la espera de que los capturemos y los asemos en nuestros fuegos. Estos seres tienen sus propias maneras de dar caza a sus presas, cuentan con sus propios fuegos, poseen sus propios apetitos.

Jack Sturges y su hermano menor, Jim, desconocían todo esto mientras corrían en sus bicicletas por el lecho de un canal en San Bernardino, su ciudad natal, en California. Era el 21 de septiembre de 1969, un día perfecto de una era desaparecida: la luz del crepúsculo se proyectaba sobre las cimas del monte Sloughnisse enclavado al este de la ciudad, y desde las calles cercanas les llegaba el zumbido de los cortacéspedes, el olor del cloro de una piscina, el aroma de las hamburguesas humeantes que alguien estaba haciendo a la parrilla en el jardín trasero de su casa.

Las altas paredes del canal les permitían estar enteramente a cubierto de las miradas ajenas mientras jugaban con las pistolas. Esa tarde, como de costumbre, Victor Power (Jack) se enfrentaba al Doctor X (Jim), y zigzagueaban entre los montones de escombros tiroteándose mutuamente con sus pistolas de plástico de juguete que disparaban rayos láser. Como de costumbre, Victor Power era el claro vencedor, en esta ocasión, gracias a su nueva bicicleta: una Sportcrest color rojo cereza tan flamante que aún llevaba prendida la cinta con lacito del cumpleaños. Ese día Jack cumplía trece años, pero montaba en su regalo como si llevara toda la vida haciéndolo, subiendo por los terraplenes de forma suicida, abriéndose paso entre las tupidas malezas que se interponían en su camino, sin empuñar el manillar a veces, cuando se proponía disparar un tiro particularmente preciso.

—¡No me pillarás con vida! —gritó Victor Power.

—¡Verás como sí! —jadeó el Doctor X—. Voy a… Un momento… ¡Eh, Jack, espera un momento!

Jim —o «Jimbo», como su hermano le apodaba— se ajustó las gruesas gafas, que estaban rotas pero unidas por una tirita adhesiva, al puente de la nariz sudorosa. Tenía ocho años y su baja estatura no se correspondía con su edad. Su desvencijada Schwinn amarilla no tan solo era una bicicleta inferior a la Sportcrest, sino que era de una talla tan grande para él que aún no le había quitado las ruedecillas auxiliares. Su padre le había prometido que con el tiempo crecería lo bastante para llevar bien la bicicleta, pero Jim seguía esperando que tal momento llegara. Entretanto tenía que erguirse sobre los pedales para coger impulso, lo que le perjudicaba a la hora de disparar con su pistola de rayos con un mínimo de precisión. El Doctor X estaba poco menos que condenado.

La Sportcrest se abrió paso entre un montón de basura. Jim le siguió unos segundos después, con las ruedecillas laterales chirriando, pero entonces se fijó en el arrugado envase de cartón de leche y giró en redondo. En uno de los lados del envase estaba impreso el rostro de una sonriente niña pequeña, junto con la leyenda NIÑA DESAPARECIDA. Al verlo, los pelos se le pusieron de punta. Así era como anunciaban las desapariciones de niños, y eran muchos los que estaban en paradero desconocido.

El primer chaval había desaparecido un año atrás. Los de San Bernardino se habían organizado en grupos de búsqueda y rescate. Y entonces desapareció otro niño. Y otro más. Durante un tiempo estuvieron tratando de encontrarlos. Pero pronto empezaron a desaparecer niños casi todos los días, y los adultos no daban abasto. Eso fue lo que a Jim le dio más miedo, ver la resignación en las caras de los padres faltos de sueño. Se habían rendido a aquel mal impreciso que estaba arrebatándoles a sus hijos, y cuando servían leche a sus familiares, hacían lo posible por ignorar los rostros impresos en los lados de los envases de cartón con aquellas palabras espeluznantes:

¿ME HAS VISTO?

El último recuento del que Jim tenía noticia establecía que los niños desaparecidos eran ciento noventa. La cifra podía parecer disparatada, pero él veía indicios de su veracidad por todas partes: un vallado más alto circundaba el colegio, grupos más nutridos de padres que vigilaban los parques infantiles, los policías que obligaban a volver a sus casas a todos aquellos niños que veían en las calles después del anochecer. Era inusual que a Jim y a Jack les hubieran dejado salir en bicicleta cuando el sol ya estaba poniéndose, pero se trataba del cumpleaños de su hermano, y sus padres no habían podido decirles que no.

Jack no había perdido un segundo a la hora de añadirle una prestación puntual a su bici. Fijó mediante un alambre su radio de transistores al manillar rojo brillante. A continuación la había sintonizado a todo volumen, de forma que la tarde entera había discurrido con el acompañamiento musical de las canciones más pegadizas del momento: «Sugar, Sugar», «Hot Fun in the Summertime», «Proud Mary». En principio, no parecía que tales canciones pudieran ser la perfecta banda sonora para el intercambio de disparos entre Victor Power y el Doctor X, pero de hecho sí que lo eran. Mientras Jim consiguiera no pensar demasiado en aquellos envases de cartón de leche, esta bien podría ser la mejor tarde de su vida.

Unos metros por delante, en la bici de Jack, la radio comenzó a transmitir otra canción: «What’s Your Name?» de Don and Juan. Se trataba de una balada romántica, género que no era el preferido de Jim, pero, por las razones que fueran, el melancólico canturrear se ajustaba a la atmósfera del día que llegaba a su fin. El sol estaba poniéndose con rapidez, al día siguiente empezaba el nuevo curso, y este último recorrido en bicicleta, de poco menos de un kilómetro, podía ser el fulgor final del verano antes de que las clases del otoño acabaran con él de forma inmediata, como quien apaga la llama de una vela.

Con los ojos entrecerrados, Jim miró hacia el sol. Entrevió que Jack estaba pedaleando con tal rapidez que los pájaros se apartaban volando de su camino, y ya no volverían a posarse en tierra hasta que hubieran llegado al sur para invernar. Jack lanzó un grito de euforia, mientras las hojas secas bailaban sobre la estela de la Sportcrest. Dentro de pocos segundos, Jack iba a pasar bajo el puente viario Holland, un monolito de hormigón y acero. Un par de automóviles avanzaban por el puente, pero abajo imperaban unas sombras tan profundas y oscuras que los ojos te escocían al mirarlas.

Jim tenía que alcanzar a su hermano. Quería volver a casa a su lado como dos iguales, Jack y Jim Sturges, en lugar de como los consabidos ganador y perdedor, Victor Power y el Doctor X. Se irguió sobre la bicicleta y pedaleó con todas sus fuerzas. Las ruedecillas laterales protestaron —¡CREC, CREC, CREC!—, pero siguió empujando con las piernas, diciéndose que ojalá las tuviera más largas y más fuertes.

Cuando volvió a levantar la mirada, Jack se había esfumado.

Jim vio que la Sportcrest estaba tirada bajo el puente, perfilada por la luz del sol poniente, con el manillar torcido y la rueda delantera girando todavía. A punto de chocar contra el puente, pedaleó hacia atrás para frenar la rueda trasera, y la Schwinn patinó hasta detenerse a unos pasos de la sombra de la construcción de hormigón. Se sentó a horcajadas sobre la barra horizontal y, jadeante, trató de dar con su hermano en los rincones más oscuros.

—¿Jack?

La rueda delantera de la Sportcrest continuaba girando, como si el fantasma de su hermano siguiera dándole a los pedales.

—Vamos, sal de una vez, Jack. No seas tonto. No vas a conseguir asustarme.

La única respuesta fue la de Don and Juan. Los ecos hermanaban sus dulces armonías en un lamento angustioso.

«Me quedé en la esquina, / a la espera de que regresaras, / para que mi corazón encontrara aliviooo…»

Con petardeos sordos, las farolas próximas a Jim se fueron encendiendo, una después de la otra, inundando el canal con el destello amarillo de las luces de sodio. Lo que significaba que ya era de noche: no había tiempo para seguir haciendo tonterías.

—Si no volvemos a casa ahora mismo, papá no nos dejará salir por las tardes durante semanas enteras. ¿Jack?

Jim tragó saliva, se bajó de la bicicleta, se llevó la sudorosa palma de la mano a la culata de la pistola de rayos láser y fue andando con la bicicleta hasta encontrarse bajo la oscuridad del puente. La temperatura era diez grados más baja; de pronto se estremeció. Las ruedecillas laterales ahora giraban con mayor lentitud, pero seguían quejándose como antes:

CREC. CREC. CREC.

La Sportcrest estaba a corta distancia delante de él. La rueda delantera empezaba a girar más lentamente. De pronto tuvo la sensación de que aquella rueda representaba el corazón de Jack, de que, si cesaba en su movimiento, su hermano desaparecería para siempre.

—¡Jack! ¡Vamos! ¿Te has hecho daño? ¡Jack, estoy hablando en serio!

Se encogió de miedo cuando el eco devolvió sus palabras. Las farolas amarillentas, el cielo violáceo, la fría humedad, los burlones ecos de su temor… ¿Cómo se explicaba que la transformación del sueño en pesadilla hubiera sido tan rápida? Se giró en redondo y vio pasar una sombra, y otra después, con mayor rapidez cada vez. El pecho se le hinchaba por los sollozos y tenía las mejillas ardientes de miedo, hasta que se dijo que había una dirección en la que no había mirado.

Levantó la cabeza, a fin de examinar la parte inferior de la cubierta del puente.

La negrura era total.

Pero, entonces, la negra oscuridad se movió.

Lo hizo de forma natural, casi con delicadeza. Unas extremidades gigantescas y poderosas se recortaron contra el hormigón. Algo del tamaño de un pedrusco —una cabeza— se giró, hasta que Jim vio unos ojos anaranjados y ardientes como el fuego. La cosa respiró hondo, y el vientre del puente pareció temblar. A continuación exhaló, y la fuerza del aire putrefacto hizo que el cuerpo de Jim se doblegara.

Aquella cosa se soltó del puente, dejándose caer al suelo. La basura salió despedida por los aires, proyectando una gran nube de polvo, y Jim vio que entre los desperdicios había varios envases de cartón de leche, dos, tres, cuatro, cinco, revoloteando y girando en el aire de tal manera que las sonrisas de los niños desaparecidos daban la impresión de estar mofándose de sus propias muertes. La cosa se irguió sobre sus cuartos traseros, como un oso pardo, y las farolas de la calle arrancaron destellos a dos cuernos que rasparon el hormigón del puente. Una boca se abrió, y unos enormes dientes dispares centellearon en la penumbra. Los ojos anaranjados se clavaron en Jim. Y, a continuación, unos brazos —musculosos y largos cual serpientes pitón cubiertas de pelaje apelmazado— fueron a por él.

Jim gritó. Las paredes del canal hicieron que su grito resonara diez veces más alto, por lo que la cosa se detuvo un segundo. El chico aprovechó el momento y, de un salto, se sentó a horcajadas en la Schwinn y empezó a alejarse. Al pasar junto a la bicicleta de Jack su pie izquierdo impactó en la radio silenciando a Don and Juan de una vez para siempre, y luego ya no estaba debajo del puente viario Holland, aunque seguía gritando y pedaleando con todas sus fuerzas.

Lo oyó a sus espaldas: el galopar de una cosa descomunal que estaba persiguiéndole a cuatro patas como un gorila.

Farfullando aterrorizado, Jim pedaleó con más fuerza que nunca. El chirrido de las ruedecillas laterales se convirtió en un chillido. Pero la cosa estaba pisándole los talones. La tierra se estremecía al compás de sus pies monstruosos. Resoplaba como un toro, y el aire que exhalaba hedía a aguas residuales. A Jim se le cayó de la mano la pistola de plástico; nunca más iba a ser el astuto y poderoso Doctor X. La cosa a sus espaldas rugió tan cerca que todo el cuadro de la bicicleta vibró. Las farolas proyectaron la horripilante sombra del brazo de la cosa, que iba a por Jim con sus zarpas largas y afiladas.

El chico torció a la izquierda, saltó sobre el borde del canal, atravesó por entre las malas hierbas y fue a parar a una acera. En ella había una toma de riego para incendios, pintada de rojo, como la bicicleta que le habían regalado a Jack por su cumpleaños… Oh, Jack, Jack, ¿qué le había pasado? Jim pasó junto a la boca de riego y continuó su huida por el centro de la calzada. Un coche hizo sonar la bocina y el conductor dio un volantazo para no atropellarlo. El chico ignoró los gritos furiosos. Pedaleaba velozmente como lo hacía su hermano. Finalmente había terminado el aprendizaje de montar en bicicleta. Las ruedecillas laterales se desprendieron y rebotaron en la calle, convertidas en inútiles piezas de goma.

Su casa estaba ahí mismo, a unos pocos segundos de distancia, y Jim la cubrió en un instante, ahogándose y chillando, con las lágrimas desparramándose por las mejillas. La bici dio un bandazo, subió a la acera y se estrelló contra el vallado pintado de blanco. El chico trazó una voltereta en el aire antes de ir a parar al césped del jardín, tras arañarse la cara con los macizos de flores recortados por su madre con esmero. La tirita adhesiva que mantenía unidas las gafas se había soltado.

El perro estaba ladrando en el interior. Oyó unos pasos, la puerta al abrirse, el ruido que hacían su madre y su padre al bajar las escaleras del porche. Jim se dio cuenta de que continuaba gritando, lo que le llevó a pensar en la bestia. Encontró las dos mitades de sus gafas a tientas y se las llevó a los ojos. Nada. Escudriñó el jardín delantero, las tranquilas casas del barrio de las afueras, los buzones, los macizos de flores, los aspersores. No había monstruos por ninguna parte, pero vio otra cosa a sus pies.

Un medallón de bronce prendido de una cadena herrumbrosa. Tenía grabado un blasón inquietante: un rostro repulsivo y rugiente; una leyenda indescifrable escrita en un lenguaje bárbaro; y una espada larga y magnífica en la parte inferior. El chico rompió a sollozar y se llevó la mano al pecho.

—¡Jim! ¿Qué pasa?

Era su madre, quien cayó de rodillas a su lado y le frotó las orejas, limpiándoselas de tierra. Su padre llegó a continuación y se arrodilló frente a él, le sujetó la rodilla y la meneó, para que Jim saliera de su desconcierto. No hacían más que repetir su nombre una y otra vez: Jim. Resultaba horrible que ya nadie fuera a llamarle «Jimbo» nunca más.

—Mírame, hijo… —dijo su padre—. ¿Estás bien? ¿Todo en orden? ¡Hijo!

—¿Dónde está tu hermano? —El ronco murmullo de su madre apuntaba a que de alguna forma lo sabía—. Jim, ¿dónde está Jack?

Sin responder, el chico se echó hacia un lado, pues su padre se interponía entre él y lo que quería ver. La marca seguía siendo visible en el césped, pero el medallón ya no estaba allí, si es que en realidad lo había estado en algún momento. Le embargó una extraña sensación de tristeza por su desaparición y una sensación de fracaso todavía más intensa. Se desplomó sobre los brazos de sus padres, llorando, estremeciéndose, sabedor de que acababa de experimentar por primera vez la naturaleza del verdadero miedo, el dolor de una pérdida irremediable.

Jim Sturges era mi padre. Jack Sturges era mi tío. La historia que acabo de contaros no la supe sino cuarenta y cinco años después, cuando yo tenía quince. Entonces me enteré de que el tío Jack fue el último niño desaparecido en el curso de la epidemia de los envases de cartón de leche, una epidemia que terminó con tanta rapidez como había empezado. La Sportcrest destruida se convirtió en una reliquia de familia: la habré visto un centenar de veces. Cuando tenía quince años también me enteré de que mi padre se había pasado las décadas posteriores, su juventud entera y la mayor parte de su vida adulta visitando el puente viario Holland por las noches con una linterna en la mano, tratando de dar con pistas sobre lo sucedido a su hermano mayor. Nunca más volvió a saberse de Jack, como no fuera en los envases de leche donde estaba impresa su sonriente cara valerosa y confiada junto con la palabra DESAPARECIDO.

Qué forma tan perfecta de describir a mi padre en los años venideros.