
7.
Pocos viernes habían resultado tan largos. Lo que no sospechaba era que la cosa tan solo estaba comenzando.
Salí del instituto en compañía del Gordinflón. Como era de esperar, alguien había estado destrozando a patadas varias de las calabazas plantadas en hilera frente a la entrada principal, por lo que tuvimos que sortear los restos de pulpa diseminados por el suelo. Mi amigo hizo un chiste, pero aquel destrozo anaranjado me revolvía las tripas. Seguía sintiéndome estremecido por lo sucedido en el vestuario. Naturalmente, no le había contado nada al Gordi. O bien me estaba volviendo loco, o bien los deportistas del colegio habían estado tomando demasiados esteroides. Ninguna de las posibilidades iba a mejorar el humor de mi amigo.
Aún no había llegado a pisar la acera cuando un grupo de chicas se acercó a nosotros. Circunstancia más que sospechosa, por lo que tratamos de determinar cuál cargaba con el cubo lleno con sangre de cerdo que iban a volcar sobre nuestras cabezas. Pero lo que hicieron fue ponernos delante de las narices unos folletos impresos en tonos neón. Tres de las chicas eran las típicas aficionadillas al teatro deliberadamente ataviadas con prendas que no hacían juego ni a tiros. Pero la cuarta de ellas iba vestida con prendas color caqui militar. Era Claire Fontaine.
—Mañana se celebran las pruebas para la función de teatro. —Mordió la punta de una barra de regaliz y bebió un trago del refresco de cola que tenía en la misma mano—. ¿Me pregunto si alguno de estos dos caballeros está interesado en participar?
Lo de «caballeros» sonaba tan musical que me hubiera gustado llevar puesta una chaqueta de esmoquin con un clavel en la solapa. Miré el folleto color rosa chillón que Claire tenía en la mano. No me sorprendió ver que la obra en cuestión era Romeo y Julieta. La señora Leach, nuestra profesora de arte dramático, había aprendido lo que tenía que hacer en lo tocante a Shakespeare en la línea de cincuenta yardas. La tradición requería que la selección de actores y los ensayos para la breve función de media hora tuvieran lugar en una sola semana, así que, para no complicar las cosas, la señora Leach reciclaba una de las cuatro versiones condensadas de siempre: Hamlet, El sueño de una noche de verano, Macbeth y Romeo y Julieta. Esta última obra había sido representada tantas veces que hasta teníamos un mote para ella: Ro-Ju.
—¿Buñuelos de viento para todo el mundo? —El Gordinflón estaba concentrándose en la letra pequeña—. Aquí pone que invitan a buñuelos de viento. ¿Cómo es posible, tal y como está la situación económica?
Claire soltó una risita. Tenía las mejillas encarnadas, y la brisa del otoño mecía sus cabellos bajo la boina. Rebuscó dentro de su inmaculada mochila color rosado y sacó otra barra de regaliz. Todos sabíamos que era una entusiasta de la comida-basura, lo que seguramente explicaba que no tuviera el cuerpo esquelético de las alumnas más admiradas. Personalmente, me daba igual saber qué tipos de grasas saturadas y azúcares granulados eran los responsables de su estupendo tipito.
Su risa llevaba a pensar en las teclas de un piano que estuviera siendo aporreado al azar.
—¡Lo sabía! —El Gordi la señaló con el dedo y me miró con expresión triunfal—. ¡Es un engañabobos!
—Me estoy riendo del nombre que dan a esos dulces, señorito Dershowitz —indicó Claire—. En mi país los llamamos «buñuelos azucarados». No entiendo eso de «de viento». El viento no pinta nada en este caso.
—Ah —dijo el Gordi—. En ese caso, vamos a pensarlo todo mejor. Mañana tengo cita con el dentista. Van a ponerme unos aparatos nuevos. Te habrás fijado en que llevo aparatos en los dientes. Espero que el nuevo juego sea un poco más elegante. Pero igual puedo ir a la consulta después. La verdad es que me encantan esos buñuelos azucarados. Y es que el viento a veces me produce dentera. No sé por qué entro en esta clase de detalles. La verdad sea dicha, ni siquiera sé por qué sigo hablando. Pero bueno, qué le vamos a hacer. Sigo hablando, ya lo ves.
Claire respondió con el mismo curioso fruncimiento de labios que había esbozado para mí en la clase de matemáticas, aquel gesto suyo que me llevó a pensar que ambos compartíamos un secreto. Empezó a contar no sé qué referente a que en las pruebas siempre faltaban «tíos» y que el grupo de teatro necesitaba «sangre nueva», como diría su «papaíto». Yo asentía a todo, pero sin prestar demasiada atención. No había muchas cosas que me pudieran distraer de un encuentro personal con Claire Fontaine. De hecho, tan solo se me ocurría una.
BOM, BOM.
Cogí el folleto que Claire tenía en la mano y acentué mi sonrisa de mentecato.
—Contad conmigo —dije.
El Gordinflón se encogió de hombros y pilló el folleto amarillo fosforescente que le ofrecía una de las aspirantes a actriz.
—Yo iré a por los buñuelos azucarados —suspiró—. Siempre y cuando siga conservando los dientes.
—¡Fantástico! —Claire se irguió un instante sobre las puntas de sus botas de excursionista—. Nos vemos a mediodía en el insti. ¡Ya podéis poneros a ensayar esos sonetos y esos acentos!
—¡Faltaría más! —convino el Gordinflón.
Otros alumnos varones estaban bajando por las escaleras sin sospechar nada en absoluto, de forma que las chicas fueron corriendo a venderles las mágicas propiedades de Ro-Ju.
—No he entendido ni media palabra de eso que ha dicho al final —repuso el Gordi.
Le agarré por el hombro y le empujé acera abajo. Él se quejó, pero, sin dejar de agarrarle, me concentré en el objetivo de salir del aparcamiento cuanto antes. Había grupos de chavales que obstaculizaban nuestro camino, pero me las arreglé para rodearlos. El sonido ahora estaba más próximo y era más rápido, pero no terminaba de localizar su procedencia exacta.
¡BOM, BOM!
Las protestas del Gordi se esfumaron volando.
—Oh, no, mierda. Mierda-mierda-mierda.
Señaló con el dedo. Steve Jorgensen-Warner estaba abriéndose paso por el aparcamiento, botando la pelota pacientemente contra el asfalto. Los coches no cesaban de maniobrar para salir, arrancando en todas direcciones, como en uno de esos vídeos educativos que ponen en las autoescuelas, y, sin embargo, Steve de un modo u otro se las estaba arreglando para no desviarse un centímetro de su camino. Nos vio y esbozó una sonrisa tan plácida como helada.
—Dime que todavía tienes esos cinco pavos —musité entre dientes.
El Gordinflón denegó con la cabeza.
—Me los he gastado en la máquina expendedora, antes de la última clase.
Le miré con disgusto.
—¡El cuerpo humano necesita comer, Jim! —protestó.
Miré en derredor, tratando de dar con un camino más seguro. En el patio exterior había una hilera de autobuses escolares estacionados y a la espera. Normalmente volvía a casa caminando, en secreto y sin que mi padre lo supiera, pero resultaría fácil colar al Gordi en uno de ellos. Todo el mundo sabía que uno de los conductores sufría de cataratas. El único problema era que Steve y su ominosa pelota de baloncesto se encontraban directamente en nuestro camino.
Me tiré al suelo de bruces y rodé sobre mí mismo hasta situarme junto a un camión aparcado.
—Pero, Jim, ¿qué haces? ¡No estamos en clase de mecánica! ¿Es que vas a cambiarle el aceite a ese camión?
—¡Métete aquí debajo!
Tardó más tiempo que yo en llevar su barrigón al suelo, aunque el sonido del balón terminó por motivarle a las mil maravillas. Nos dimos con las cabezas contra las piezas de maquinaria cubiertas de grasa mientras nuestro mundo se reducía a un cinematográfico rectángulo: las aceras grises, una franja de césped, los neumáticos que hacían polvo los vidrios rotos en el suelo, así como centenares de pies incorpóreos que caminaban en todas direcciones con rapidez.
¡BOM, BOM! El ruido se fue acercando a la parte posterior del camión.
—¡Vámonos de aquí! —musité—. ¡Al coche de delante, al coche de delante!
Me dolían los codos y las rodillas, como consecuencia de las penalidades sufridas durante la jornada, pero me valí de ellos para dejar atrás las ruedas delanteras del camión, emerger a la luz cegadora durante un par de segundos y meterme bajo la carrocería de un maloliente sedán de cuatro puertas. El Gordi me pisaba los talones, con la respiración jadeante y sudando como un condenado. Los parachoques, muelles y tubos de escape le habían desgarrado la camisa y bajado los pantalones hasta revelar el comienzo de su trasero.
El balón de Steve estaba botando sonoramente contra la cuneta situada a nuestra derecha. Podíamos ver sus impolutas zapatillas de diseño, los bajos de sus pantalones confeccionados a medida. Se detuvo, como si acabara de detectar nuestra posición. Miré a la izquierda, hacia la calzada atestada de automóviles. Los coches avanzaban en un desorden cambiante y peligroso… Pero uno de ellos de pronto frenó para permitir que otro vehículo torciera por la vía.
—¡Ahora! —murmuré—. ¡Ahora, Gordi!
Me deslicé hacia la izquierda, rodé sobre mí mismo bajo la luz del sol y me encontré debajo del coche con el motor en punto muerto. El Gordinflón me siguió, jadeante. El viento empujaba los humos del tubo de escape en nuestra dirección; tosimos y agitamos las manos para quitárnoslo de encima. Bien, los autobuses estaban ahora a una pequeña carrera de distancia si podíamos acercarnos un poco más. El coche situado sobre nosotros hizo sonar la bocina; los dos dimos un respingo y nos golpeamos las cabezas contra el eje delantero. Oímos el sonido de la transmisión automática cuando el conductor metió la marcha.
Nos apretamos el uno contra el otro, hasta casi abrazarnos, cuando el auto se puso en marcha. Tan pronto como pudimos, salimos corriendo, eludimos un descapotable que llegaba en nuestra dirección, tropezamos con las prisas y fuimos a parar al carril contiguo, entre dos coches aparcados. Steve sin duda había divisado nuestras involuntarias piruetas, pues la pelota de baloncesto aceleró el ritmo de su botar, aquel sonido tan desagradable como el de un puño al estrellarse contra la carne.
Corrí a esconderme bajo el coche que estaba a la derecha; el Gordinflón se cobijó bajo el situado a la izquierda. Mis dedos se aferraron a las hendiduras de una tapa de alcantarilla. Estábamos cerca de los autobuses. Podíamos conseguirlo. Localicé las zapatillas deportivas de Steve. Se encontraba lo bastante lejos como para arriesgarme a llamar la atención del Gordi e indicarle por gestos que había llegado el momento de salir de estampída. Pero él estaba mirándome con expresión aterrada.
Estoy atascado, me dijo con los labios. ¡Estoy atascado!
El automóvil situado sobre mí se hundió de repente, cuando alguien entró en él. Mi cuerpo se entumeció, y me olvidé de cómo respirar. El auto se puso en marcha; no tardaría unos segundos en alejarse y revelar mi posición. El balón seguía botando contra la calzada, y vi que tanto la pelota como las zapatillas de Steve avanzaban hacia nosotros con armónico desenfado. Estaba a metro y medio de distancia, a un metro, a medio metro. Me llevé la mano a la boca para que no se me escapara un chillido.
El metal rechinó contra el cemento, y sentí que la tapa de alcantarilla botaba ligeramente bajo mi codo. La miré, seguro de que no vería otra cosa más que la vibración producida por el tamborileante motor del automóvil. Pero la tapa estaba entreabierta y permitía ver la negrura de la alcantarilla. Confuso, parpadeé un instante.
Y, a continuación, una mano gigantesca y retorcida emergió de las profundidades.
Habría gritado si mi terror no hubiera sido tan absoluto. La manaza era del tamaño de mi torso, y la grisácea piel de su palma estaba dividida en segmentos apergaminados por las cicatrices de ignotas batallas. El pelaje que recubría el dorso de aquella zarpa era negro, pero estaba manchado de marrón por el lodo de las aguas residuales. La manaza osciló como un radar hasta situarse frente a mí y a continuación descargó un golpe, con el consiguiente crujir de los huesos de la muñeca y los dedos. Me hice un ovillo, y la zarpa chirrió contra el suelo. Unas garras irregulares y amarillentas del tamaño de mi antebrazo pulverizaron el hormigón del aparcamiento con tanta facilidad como si se tratara de una de las tizas empleadas por la señora Pinkton.
De la lejanía me llegó el ruido del primer autobús que arrancaba y se alejaba de la cuneta; los demás hicieron otro tanto.
Traté de revolverme y alejarme de la boca del alcantarillado, pero el eje posterior del coche me tenía atrapado contra el suelo. La manaza se prolongó en un brazo cada vez más largo, cuyos músculos eran cada vez más gruesos, con unas blancas cicatrices que se entrecruzaban en el pelaje semejantes a unos glifos espantosos. Miré al Gordinflón en busca de ayuda, pero mi amigo estaba tapándose los ojos con los puños, y terminé por entender que la pelota de baloncesto se encontraba justamente entre nuestros respectivos automóviles, botando a su acostumbrado ritmo paciente y psicótico. Mis problemas eran más considerables: la manaza colosal estaba arrastrándose en mi dirección como lo haría una araña. Me encogí entre las ruedas traseras.
En un día marcado por el infortunio, en ese momento tuvimos un salvador golpe de suerte. La portezuela del conductor del coche debajo del cual estaba yo se abrió de golpe y se estampó contra la pelota de baloncesto. Vi que la esfera anaranjada salía despedida sin control, rebotaba contra un parachoques cercano y se alejaba rodando por el firme del aparcamiento.
—Vaya, amigo, no le he visto venir —se disculpó el conductor—. Voy a por su balón. Lo siento mucho. Ahora mismo voy a por él.
Se produjo una pausa cargada de tensión.
—No hay problema —dijo Steve—. Ya lo recojo yo.
Me podía imaginar la gélida sonrisa pintada en su rostro.
Las elegantes zapatillas a la última dieron media vuelta y fueron a por la pelota; rodé sobre mí mismo, salí de bajo del coche y retrocedí a gatas hasta esconderme tras el parachoques posterior de un camión estacionado varias plazas de aparcamiento más allá, respirando con dificultad, estremecido de pies a cabeza bajo la luz del sol. Mi involuntario salvador se marchó al volante de su auto. Y oí que el Gordinflón terminaba de maniobrar y huía de su cárcel bajo la carrocería entre sordos murmullos de dolor.
Vino andando en mi dirección, arrastrando los pies exhaustos. Tenía el rostro manchado de aceite lubricante y llevaba los pantalones vaqueros desgarrados… Y, sin embargo, estaba riéndose.
—En menudos follones me metes, Jim Sturges. Hay que reconocer que tienes talento para estas cosas.
—¿Crees que…? ¿Podemos…? ¿Estamos a salvo…?
El Gordi se giró para contemplar el aparcamiento, pero su expresión era despreocupada.
—Lawrence, el monitor, le ha echado el guante para entrenar un rato. Vamos a vivir para contarlo, amigo.
—No… Me refiero a… A la cosa. ¿Ya no…?
El Gordi frunció el ceño.
—La cosa. Hum. ¿Puedes ser un poco más específico?
Me apoyé en el parachoques y me levanté con inseguridad. Palmeé ligeramente la caja del camión, cuya capa de polvo me infundía una sensación de alivio. Porque era algo real; no seguía atrapado en una pesadilla. Hundí los dedos en el polvo y los olí.
—Si vas a darle un lametón a esa porquería, tú y yo hemos terminado —dijo el Gordinflón.
Con sumo cuidado, fui hacia la plaza de aparcamiento vacía en la que había estado atrapado un momento atrás. No quería acercarme demasiado, por lo que la rodeé obstaculizando el paso de los coches que salían. Me pegaron unos cuantos bocinazos y me dijeron de todo, pero los ignoré. Las raspaduras que aquellas garras horrorosas acababan de hacer en la calzada de pronto semejaban marcas corrientes y molientes dejadas por el uso continuado a lo largo de los años. La inocente tapa de alcantarilla estaba en el lugar preciso donde se suponía que tenía que estar.
—Mira. —Señalé con el dedo—. Mira eso.
El Gordinflón se acercó y contempló el disco de hierro.
—¿Esto que hay aquí?
Se agachó y acercó los ojos a la tapa todo lo que su barrigón le permitía. Noté que los músculos de mi estómago se tensaban; me preparé para lo peor.
—Lo veo, sí —anunció él.
Me quedé lívido.
—¿Lo ves?
—Sí, claro. ¿Quieres que lo coja?
—¿Qué? ¡Ni hablar! ¡Largo de ahí!
El Gordinflón señaló un pequeño churrete rosado que había en la tapa de la alcantarilla.
—Creo que es de la marca Orbit. Pero voy a decirte una cosa: en el bolsillo tengo un chicle todavía sin mascar… Yo lo prefiero así. Pero, claro, sobre gustos no hay nada escrito.