9.

 

Corría el rumor de que el sargento Ben Gulager había nacido con aquel frondoso bigote, y en el patio del colegio se habían prometido cuantiosas recompensas a quien pudiera facilitar una prueba fotográfica. Se trataba del tercer rasgo físico más distintivo de Gulager. Su peluquín negro y espeso también causaba asombro, aunque tan solo fuera por su ridiculez, por su corte a lo tazón y porque siempre parecía haberse quedado ladeado sobre el cráneo.

Sin embargo, nadie osaba reírse del sargento Gulager. El peluquín tenía la finalidad de esconder su rasgo más particular: una horrorosa cicatriz con rebabas que discurría por su sien derecha. Diez años antes había sido el primer agente en acudir a una pelea doméstica en el barrio sur de la ciudad, del tipo en principio normal, pues una mujer y su marido estaban tirándose los platos a la cabeza. Pero tras la llegada de Gulager, las cosas se pusieron feas, el hombre sacó una pistola y apuntó a las trillizas escondidas tras el sofá. Gulager no vaciló en situarse delante de las niñas, lo que le llevó a encajar un balazo en la cabeza, disparado prácticamente a quemarropa.

Sobrevivió por obra de uno de esos milagros que hacen que los médicos se encojan de hombros. Los cirujanos descartaron por demasiado peligrosa la extracción del proyectil de nueve milímetros alojado a mitad de camino entre la bóveda craneal y la masa encefálica, y Gulager seis meses después volvió a ser miembro activo del cuerpo de policía, con la pequeña salvedad de que ahora tartamudeaba constantemente. El pelo de la zona de la herida nunca volvió a crecer.

En todo caso, aquel bigote suyo era digno de ser visto.

Puedo deciros por propia experiencia que hay algo peor que ser devuelto a tu padre por un policía: ser devuelto a tu padre por un policía que era un héroe local, un hombre que en principio no había hecho algo malo en toda su vida y que, desde luego, jamás volvería a su casa lo bastante tarde como para que su familia estuviera preocupada.

—Supongo que se da cuenta, se-se-señor Sturges. Esto no pue-pue-puede seguir así.

Liberado del agarrón de Gulager, me dirigí a la cocina y apoyé la espalda en la nevera. Por la puerta abierta de la casa veía al Gordinflón, sentado en la parte trasera del coche-patrulla, con la cabeza gacha y cara de congoja.

Papá me dirigió una mirada funesta antes de dedicar a Gulager su expresión más sumisa.

—Sargento, tiene mi palabra. Mi hijo Jim es un buen muchacho, pero en este caso estoy tan sorprendido como usted mismo. Se lo he dicho, una y otra vez, se lo he subrayado, he insistido en la importancia de que vuelva a casa a la hora indicada. La noche siempre es peligrosa, sobre todo para los chavales de la edad de Jim…

Gulager se aclaró la garganta.

—Señor, no es-es-estoy hablando de Jim.

Mi padre se ajustó las gafas sujetas con una tirita y le miró guiñando los ojos.

Gulager sacó su libreta del bolsillo trasero y la abrió.

—Veintiséis de mayo, siete y cinco de la tarde. Le recogimos a una man-man-manzana de distancia de esta casa…

—Bueno, en realidad estaba a dos manzanas de distancia, si contamos Oak Street….

—Cinco de junio, siete de la tarde. Lo encontramos a cin-cin-cincuenta metros de…

—Esa noche estaba lloviendo. Todo el mundo puede perderse bajo la lluvia…

—Nueve de julio. Diez de agosto. Tres de sep-sep-septiembre.

—Sargento, me gustaría no tener que volver a llamarle nunca más. Hablo en serio. Pero este mundo es un lugar muy peligroso. Usted mismo tiene que saberlo mejor que nadi…

Gulager enarcó una ceja, y parte de su retorcida cicatriz emergió por el borde del tupido postizo. Papá se lo quedó mirando unos segundos con obstinación, hasta que finalmente se encogió de hombros.

—Tiene razón —murmuró—. Le pido disculpas.

Aprovechando que mi padre había dejado de mirarle un momento, Gulager examinó la estancia, deteniendo la vista en las persianas de acero, los tres paneles de control rebosantes de luces parpadeantes, la cámara de seguridad correspondiente al porche que zumbaba sobre su cabeza. Sus ojos terminaron por posarse en mí, y en ese momento vi que me entendía y se apiadaba de mí. Me sentí tan agradecido como insultado. Levanté la barbilla, al tiempo que el sargento emitía un suspiro.

—Mi-mi-mire, señor Sturges. —Con el dedo pulgar señaló el coche patrulla estacionado a sus espaldas—. Tengo que dejar en casa al gordito. No voy a mon-mon-montar ningún follón por lo sucedido. Pero quiero explicarle una cosa, y me gus-gus-gustaría que prestara atención. Es verdad que las calles son peligrosas. Y que te-te-tenemos que vigilar esos peligros. Por eso mismo no va a volver a llamarnos nunca más. No para al-al-algo como esto. No tenemos los suficientes recursos humanos. ¿Ha que-que-quedado claro?

—Naturalmente —respondió papá en voz baja—. Gracias.

Gulager nos miró un momento más, como invitándonos a decir cualquier otra cosa que hubiera podido quedarse en el tintero. Pero los dos Sturges éramos duchos en el arte de mantener la boca cerrada. El sargento asintió con la cabeza, de forma lo bastante brusca como para que su juvenil peluquín patinara un segundo, cerró la libreta de notas y se dio media vuelta a la vez que se encasquetaba el sombrero. La cámara de seguridad siguió su recorrido hacia el coche-patrulla.

Papá cerró la puerta y se puso a cantar la canción de los diez distintos cierres de seguridad, si bien nunca le había oído una versión de tipo tan melancólico: Clic. Rat-tat. Zing. Rat-tat. Clac-clac-clac. Zang. Crench. Zuit. Rat-tat-tat. Contuve el aliento a la espera de oír el definitivo zut. Pero la mano de mi padre había dejado de trabajar. Su pulgar resiguió el último de los cerrojos y osciló ligeramente junto a su costado.

Cuando se giró hacia mí, sus labios estaban trémulos.

—Tengo mis razones, Jimmy. Entiendo que todo esto te parece injusto. Lo único que te pido es que hagas una cosa. Que vuelvas a casa antes de que anochezca. Hijo mío, te lo pido por favor. ¿A partir de ahora volverás a casa antes de que anochezca?

Me sentía rabioso. Frustrado. Apenado. No me gustaba sentir todas aquellas cosas al pensar en mi padre. El hombre estaba perdiendo la cabeza. Año tras año, día a día, cada vez estaba peor, y tampoco me gustaba pensar en lo que había pasado por mi propia cabeza aquella tarde en el aparcamiento, cuando las sombras me dieron miedo y tuve alucinaciones de monstruos.

—No lo entiendo —dije—. No le pillo el sentido.

Se acercó a mí, lo bastante como para que pudiera oler la sal de las lágrimas que estaban arracimándose en sus ojos.

Porque no es seguro. —Su mandíbula se estremeció, los dientes castañetearon—. Ya he sufrido demasiadas pérdidas en esta vida, y me prometí que nunca más volvería a permitirlo. Y no voy a permitirlo, mientras me quede un soplo de aliento.

No sé bien qué era lo que veía al mirarme. Pero no era el moretón que tenía en la mejilla de resultas del encierro en la taquilla, ni las ampollas en las manos abrasadas por la cuerda del gimnasio, ni las rodillas despellejadas por obra de la persecución sufrida en el aparcamiento. Como siempre, mi padre estaba absorto en sus propios, borrosos recuerdos del hermano mayor que le llamaba «Jimbo». Se giró, tecleó unos complicados códigos en los tres paneles de control y esperó a recibir las diversas respuestas automáticas: Vivienda asegurada. Dispositivos en cierre absoluto. Modo de seguridad 3-A iniciado. Pulsó un interruptor, y la luz de los focos nocturnos bañó los jardines anterior y posterior. Como todas las noches, los perros de los vecinos aullaron su desaprobación a uno y otro lado de la casa.

Papá se marchó en zapatillas por el pasillo, sin hacer el menor ruido. Entró en su dormitorio, cerró la puerta, y al cabo de treinta segundos oí los suaves sonidos de una canción familiar que llegaba por sus viejos altavoces, un tema meloso que yo llevaba oyendo toda la vida, la canción de un viejo grupo llamado Don and Juan.

«Me quedé en la esquina, / a la espera de que regresaras, / para que mi corazón encontrara aliviooo…»