19.

 

Los tablones del suelo bajo mi cama se abrieron a las profundidades entre un remolino de madera, que crujía y sonaba a hueco, hasta adoptar una nueva forma, la de una escalera de caracol con los peldaños tan desiguales como peligrosos. El calcetín pestilente del que el Gordi antes se burlara cayó por las escaleras hasta que la oscuridad terminó de engullirlo. Unas cuantas canicas le siguieron, sin que las oyéramos estrellarse contra el fondo.

Jack empezó a descender. Casi lo habíamos perdido de vista cuando reparamos en que no nos habíamos movido de donde estábamos.

—Venga, bajad —nos instó.

El Gordinflón y yo nos miramos, y nuestros ojos fueron a la cama que ¡¡ARRRGH!!! estaba sosteniendo sobre nuestras cabezas como si fuera tan liviana como una sábana. La troll nos hizo una seña con la cabeza, de tal forma que su cornamenta rajó los pósteres de la pared y desbarató el orden de exposición de mis modelos a escala.

Emprendí el descenso con aprensión. Mis ojos pronto se acostumbraron al tenue resplandor anaranjado procedente de las redes eléctricas subterráneas. Pero la escalera carecía de pasamanos, por lo que avanzaba con una cautela que estaba irritando a Jack. Suspiró y procedió a bajar por los escalones de tres en tres. Me sentí fatal —este chavalito de trece años me estaba haciendo quedar mal—, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Mientras respiraba el salobre hedor a troll, trataba de ignorar el roce y el rebotar contra mi cuerpo de sus inauditos apéndices. Por su parte, el Gordi bajaba agarrándose a mi camisa con las dos manos.

Durante diez minutos estuvimos descendiendo entre un aire gélido. Finalmente llegamos a un estrato inferior algo más caluroso, caliente después y sofocante luego. La luz ahora procedía de las lámparas de aceite, las mismas que había visto durante mi previa aventura, y al final pude ver los muros que me rodeaban. La escalera llegó a su final de forma abrupta, y aterricé de mala manera. El corpachón del Gordi cayó sobre mis espaldas, y empezamos a perder el equilibrio los dos, pero unos tentáculos cálidos y veloces nos sujetaron por las axilas y nos pusieron en pie otra vez. Pon cara de estar agradecido, me dije, estremeciéndome de asco.

Jack eligió uno de los tres arcos de piedra y enfiló el túnel iluminado por las lámparas. No me gustaba la idea de quedarme a solas con dos trolls, por muy simpáticos que estuvieran mostrándose, de modo que me puse a correr. Estuve solo en el túnel sombrío durante casi un angustioso minuto entero hasta que alcancé a mi tío.

—Espera un momento —dije—. Tienes que explicarme todo esto. Aunque sea en parte, ¿no te parece? Aunque sea en una parte muy pequeña, ¿no crees? No sé por qué nos has traído hasta aquí. Dijiste que quieres que vayamos de cacería. Por mi parte no hay problema; estoy acostumbrado a salir de excursión. El abuelo una vez me llevó a recoger setas, y la verdad es que se me dio bien y encontré una veintena. No me importa echarte una mano, y lo digo en serio. Pero el Gordinflón y yo estamos flipando en colores, y por eso te pido que…

Se giró. Aunque yo tenía dos años más que él (o cuarenta y tres menos, según como uno lo mirase), nuestra estatura era la misma.

—¿El abuelo…? —repitió.

—Sí, el abuelo. Una vez salimos a…

A Jack se le estaban humedeciendo los ojos.

Me llevó varios segundos comprender que el hombre al que yo denominaba «abuelo» en realidad era su padre. Me quedé hecho polvo, porque tenía claro qué era lo que iba a preguntarme a continuación.

—¿Tu abuelo…? —No llegó a terminar la pregunta.

Tragué saliva.

—Hace cinco años que murió.

Jack parpadeó con fuerza unos segundos; finalmente asintió con la cabeza. De tal modo que se quedó mirando hacia abajo, como si estuviera reparando por primera vez en su brazo derecho envuelto en alambres. Movió el brazo un poco, examinando la improvisada armadura como si fuera una agrupación de sanguijuelas que se hubiera pegado a su extremidad.

—Lo he echado de menos —musitó—. Muchísimo.

—Vuelve arriba conmigo —le insté—. Papá se sentirá muy feliz. En realidad nunca ha dejado de buscarte.

Jack estudió mi rostro, como si tratara de encontrar la prueba de que efectivamente formábamos parte de la misma familia.

—Tú eres un Sturges —dijo.

—Eso parece.

—¿Sabes qué significado tiene este apellido? Jimbo… Tu padre, quiero decir, ¿alguna vez te lo ha explicado?

—No.

—Y papá —quiero decir, el abuelo—, ¿tampoco te lo contó en su momento?

—No, lo siento.

Frunció los labios decepcionado y dijo:

—El apellido tiene su origen en la antigua palabra styrgar. Cuyo significado es «punta de lanza» o «lanza de combate». Es el nombre de un guerrero.

—Qué bien —repliqué.

Me acercó el rostro y refunfuñó.

—No —respondió—. No tiene nada de bueno. No hay carga peor. Cuando todo esto haya terminado, desearás haber nacido con otro apellido. De hecho, desearás haber nacido siendo otra persona. Y es que los guerreros… Los guerreros guerrean. Y la guerra no tiene nada de divertido. La guerra es sangrienta. Los que estaban vivos de pronto mueren, y a veces eres tú el que tiene que pegarle fuego a lo poco que sigue en pie. Y, Jim, cuando se van, no se van en silencio. Hacen ruidos. Y durante el resto de tu vida, cada vez que intentas conciliar el sueño, esos son los ruidos que te impiden pegar ojo.

Por los recovecos del túnel llegaban las pisadas colosales, el rumor como de serpiente y los torpes pasos de unas zapatillas deportivas. Nuestros tres acompañantes estaban al llegar.

—Bueno, pues mira una cosa —dije—. Me has convencido. No quiero formar parte de esta especie de club que tenéis.

—No puedes escoger —gruñó él—. Cada pocas generaciones, en el clan de los Sturges aparece un guerrero formidable, un paladín. Quizás eres tú mismo, Jim. O quizá no. Pero, en todo caso, tenemos que averiguarlo. No puedo hacer todo esto yo solo. Hay cierto problema. Y vamos a necesitar a todo paladín que podamos encontrar.

—¿Es que hay otros? ¿Por qué no recurres a ellos, y ya está? ¿Dónde se hallan esos paladines?

Jack se encogió de hombros.

—Claro que hay otros. Nacidos en otras familias. Probablemente. En algún lugar tienen que estar. Si es que no han muerto todos. Pero esa información se ha perdido. Por el momento, tan solo estamos tú y yo. —Contempló mi cuerpo flacucho con expresión de duda—. Tú y yo vamos a participar en la batalla de nuestras vidas.

El Gordinflón apareció por el recodo, con una falsísima y horrorosa sonrisa pintada en la cara. Detrás de él llegaban, arrastrándose y bamboleándose, los dos trolls tan diferentes entre sí, sembrando el camino de bolas de pelaje y dejando un rastro viscoso.

El Gordinflón me agarró por el hombro. Con voz falsamente animosa, dijo:

—Te has portado, Jim. Muchas gracias por dejarme a solas con ese par de monstruitos.

—Lo siento, Gordi.

Me empujó hacia Jack y bajó la voz.

—No hacían más que hablarme en ese galimatías suyo. Me han entrado ganas de vomitar. No sé si estaban preguntándome si me apetecía un zumo de naranja o si estaban planeando mi vivisección. No entiendo palabra de lo que dicen, Jim. Te ruego que no lo olvides. Me he sentido como si me hubieran encerrado en un parvulario. En uno en el que los niños pequeños bien podían comerte, eso sí.

Ojitranco vino a mi lado andando con aquellas piernas suyas tan sorprendentes. Las figuras con forma de caballos y corazones que llevaba en el pecho producían una música como de campanillas.

—No merece la pena que empape con lágrimas el pañuelo de batalla —sentenció—. Adivino que su tío se ha mostrado un poco, ejem, brusco a la hora de responder a sus preguntas. Ha de entender que estas presentaciones apresuradas están lejos de ser idóneas. Como indican las buenas maneras, con las que estoy sobradamente familiarizado, lo idóneo sería una invitación, en forma de tablilla cuneiforme, a un almuerzo matinal con competición de comedores de suculento pastel de cabra y el recitado en contrapunto de una oda a la hermandad entre los seres: «El poema épico de Greinhart el Sonriente», que usted y su escudero cantarían de forma alterna con nuestros Ancianos del Viejo Mundo. ¡Ah! Sería un privilegio encarnar a Stugnarb el Cariñoso y verle a usted responder al modo gentil de Stugnarb el Afable. Pero me temo que vivimos en tiempos poco propicios para la poesía. Por esta razón, y por otras más, le pido que disculpe las brusquedades de su tío. Su vida ha sido muy dura desde el mismo momento en que le trajimos a nuestro mundo.

—¿Ustedes fueron los que le raptaron?

—Técnicamente fue ¡¡¡ARRRGH!!! quien llevó a cabo el rapto.

—Yo raptar al chico —corroboró ¡¡¡ARRRGH!!!—. Chico estar triste. Triste estar chico.

Así que todo era verdad. El legendario rapto del tío Jack por parte de un monstruo en 1969 no había sido un desvarío de mi padre, una excrecencia de su imaginación retorcida. Dicho monstruo —o «monstrua»— era real y estaba a mi lado en este momento, comunicándose conmigo, mientras avanzaba a cuatro patas para no verse atascada en el túnel, lamiéndose con su larga lengua roja los pegotes de mantequilla de cacahuete que rebozaban su pelaje. De pronto sentí más rabia que miedo.

—No tienen idea de lo que hicieron. De lo que le hicieron a mi padre. Y a toda su familia. Y a mí también. Para que lo sepan, me arruinaron la vida, en la misma medida que a todos los demás.

Algunos de los ojos de Ojitranco descendieron de forma tan acusada que casi llegaron a tocar el suelo.

—Sepa usted que me he pasado más de un largo día rumiando todo esto en lugar de dormir. Y voy a reconocer algo que me llena de vergüenza. ¡Sí, voy a hacerlo! La noche que raptamos a Jack no estábamos muy seguros de que era el chaval que queríamos. De hecho, lo que pasó fue que tratamos de raptar a los dos hermanos y fracasamos de forma espectacular. Pero Jack, aunque estaba aterrorizado después de que nos lo llevásemos de su mundo imperfecto a nuestro reino tan avanzado, se negó en redondo a que volviéramos y lo cambiáramos por el padre de usted. Nos dijo, y nunca voy a olvidarlo, pues el recuerdo impregna de calidez mis siete frías barrigas: «Me quedo con vosotros. Haré lo que digáis. Pero dejad a mi hermanito pequeño en paz».

Traté de imaginarme a mi padre, inventor no reconocido del Bolsillo-Calculadora Excalibur y jardinero a tanto la hora los fines de semana, viviendo en estas profundidades en compañía de los trolls. No fui más allá de visualizarlo hecho un ovillo en un rincón. En todo caso, mi padre siempre había tenido razón en una cosa: el tío Jack seguramente era el chaval más valiente de la historia.

—Traduce, Jim, traduce —silbó el Gordinflón.

—No tengo tiempo para traducir —murmuré—. Este fulano le pega a la lengua que da gusto.

—Como tú digas. Me contentaré con seguir muerto de miedo.

—Nada me provoca tan elevado grado de melancolía como el complicado destino de Jack —continuó Ojitranco—. Sin embargo, esta lacrimosa sensiblería se desvanece tan pronto como pienso en los cuarenta y cinco años de paz que vinieron después. En los centenares de niños humanos cuyas vidas se salvaron. Su tío es el responsable, con la humilde colaboración de un servidor. Jack Sturges puso punto final a lo que ustedes llaman la epidemia de los envases de cartón de leche.

—¿Qué pasó? ¿Quién raptó a todos aquellos niños?

Los ojos de Ojitranco se tornaron todavía más rojizos. Medio cegato como era, todos ellos dieron conmigo.

—Gunmar el Negro.

¡¡ARRRGH!!! soltó un aullido. Las lámparas estuvieron a punto de apagarse. Varios pedruscos se desprendieron de los lados del túnel.

—¡No es de extrañar que mi peluda compañera reaccione de este modo! Jack nos ayudó a vencer a Gunmar el Negro (alias el Famélico, alias el Sorbedor de Sangre, alias el Desliador de Entrañas), consiguiendo que perdiera gran parte de su considerable poder. Ahora, por razones que siguen siéndonos desconocidas, el malvado Gunmar se está preparando para recuperar el poder que perdió. Su propósito siempre ha sido invadir el mundo de los humanos y atiborrarse de alimento todo el tiempo que le apetezca, y eso es precisamente lo que va a suceder si no le localizamos pronto.

El túnel se oscureció cuando pasamos por un pórtico de piedra que daba a una caverna espaciosa. Una vez que mis ojos se acostumbraron a la mayor luminosidad, me di cuenta de que había estado aquí antes. El horno humeante se encontraba donde la otra vez, al igual que las montañas de viejas bicicletas que descollaban sobre los demás montones de desechos. En lo alto, las luces fluorescentes mal conectadas al tendido chisporroteaban con irritación y proyectaban halos enfermizos.

—Ah, esto está bien —aprobó el Gordinflón—. ¿Puedo coger una de esas bicis?

Se disponía a hacerlo, pero le solté un palmetazo en la muñeca.

—¡Son bicis de chavales muertos! —musité entre dientes.

Se frotó la mano, como si acabara de sacarla de un cuenco lleno de serpientes.

Al otro lado de la cámara, Jack estaba ante una piedra grande y lisa, revolviendo en un montón de afiladas piezas de metal que relucían a la luz del fuego. Me dije que no tenía muchas ganas de saber qué era lo que estaba haciendo. De forma que volví a girarme hacia los trolls.

—En relación con ese tal Gunmar… —dije—. ¿Cómo saben que se está preparando para recuperar su poder?

Cuatro de los ojos de Ojitranco miraron a ¡¡¡ARRRGH!!! La greñuda bestia hundió la zarpa gigantesca en el grueso pelaje y, tras rebuscar un poco, sacó una maltrecha y vieja caja de cartón. Con cuidado, la puso a nuestra altura. La caja en principio no tenía mucho de particular: llevaba los sellos y adhesivos de una empresa transportista y podía leerse en ella una dirección en San Bernardino. Sin embargo, la tapa superior estaba moviéndose de forma sorprendente, como si algo la empujara desde el interior. Me quedé helado.

—Pues qué bien —suspiró el Gordinflón—. Dile a la abuela que la querré siempre. E invéntate alguna otra cosa bonita en referencia a sus gatos.

Respiró hondo para darse ánimos, abrió la tapa de la caja y miró al interior.

—Oh, Jim. —Su voz era monótona—. Jim, ay. Ay, ay, ay. Jim, Jim, Jim.

—Apreté los dientes y miré el contenido de la caja.

Dentro había un gigantesco globo ocular. El iris tenía unos colores que iban del verde guisante al tono naranja, el humor vítreo era de una repelente coloración amarillenta, y todo ello estaba surcado por una red de vasos sanguíneos de un rojo intensísimo. El ojo era del mismo tamaño preciso que la pelota de baloncesto de Steven Jorgensen-Warner y hacía que tan infame balón en comparación resultara una nadería.

—El Ojo de la Maldad —informó Ojitranco—. ¡¡ARRRGH!!! se lo arrancó a Gunmar el Negro durante el combate final que tuvo lugar en 1969. Por si no os habíais apercibido, el Ojo es una cosa nefasta que merece ser destruida. Pero ¡os ruego que os abstengáis de dejaros llevar por el impulso de pisotearlo ahora mismo! Como propietaria de este deleznable globo ocular, ¡¡¡ARRRGH!!! tiene el poder de emplearlo para ver lo mismo que Gunmar ve en estos momentos. Durante varios decenios, todo era oscuridad, sombras y desespero. Sin embargo, el panorama ha cambiado en las últimas semanas. Y a ¡¡¡ARRRGH!!! (a nuestra tan querida, desprendida y leal ¡¡¡ARRRGH!!!) le ha correspondido la labor de mirar por el Ojo mucho más frecuentemente de lo recomendable.

Grurgrummfafrumff, ¿eh? —apuntó el Gordinflón—. ¡Un discurso fascinante, sí, señor!

Me disculpé con el Gordi y le hice un rápido resumen.

—Vaya, pues todo esto es bastante interesante —dijo—. ¿Podemos ver cómo hace para mirar por ese ojo? ¿Podría ponérselo un momento, ahora mismo?

Me resultó raro ver que un ser tan descomunal como ¡¡¡ARRRGH!!! también podía acobardarse. Los ocho ojos de Ojitranco se alinearon en su dirección a fin de brindarle ánimos. Y la peluda troll finalmente reunió el valor necesario para erguir su mandíbula colosal y echar los hombros hacia atrás, hasta que se tornaron tan enormes como las velas de un barco.

—Chico humano pedir favor. Yo hacer favor. Porque ser amigo.

Nos agachamos ante la caja de cartón, a la espera de ver qué pasaba con el Ojo. La pupila era más negra que el mismo negro, un abismo tan insondable que sentí físicamente la atracción al vacío que ejercía sobre mi cuerpo. Tenía un olor salado, como de cosa encontrada en una playa, lo bastante fuerte como para resultarme mareante. Y, sin embargo, quería oler sus intensos gases para absorber todo su deleznable poder. Me acerqué hasta situarme a unos centímetros, fantaseando sobre la sensación que el Ojo de la Maldad me causaría en caso de rozarme la piel. ¿De calor? ¿De frío? ¿Una sensación sedosa? ¿Elástica? Tenía que saberlo.

El Ojo se contrajo como un bíceps. Los vasos sanguíneos se ensancharon. Uno de los vasos estalló, soltando una grasienta sangre anaranjada que burbujeó como una bebida carbónica. La negra pupila bostezó como una boca, y el iris se estremeció hasta transformarse en unos dientes triangulares como dagas que rechinaron en busca de mis pestañas, hasta que alguien tiró de mí hacia atrás para ponerme a salvo.

—Mala idea.

Jack cerró la tapa de la caja con un manotazo, dispuso los dedos de ¡¡¡ARRRGH!!! en torno al cartón y apartó la zarpa de su lado con todas sus fuerzas. La bestia mastodóntica emitió un resoplido, como si estuviera despertando de una ensoñación y no se explicara qué hacía aquella gastada caja en su enorme palma grisácea. Agachando la cabeza gigantesca como un niño al que acabaran de regañar, la troll volvió a esconder la caja de cartón entre su pelaje tupido. Mi tío miró muy enfadado a Ojitranco, cuyos ocho ojos encontraron ocho cosas distintas que mirar, y finalmente clavó la vista en mí.

—Si estás en excesivo contacto con el Ojo, empiezas a ver las cosas del mismo modo que Gunmar y a comportarte como él. Lo que no es bueno. Hablo en serio.

En ese momento yo estaba doblado sobre mí mismo, tosiendo para expulsar de mis pulmones el invasivo hedor del Ojo, por lo que no dudé de sus palabras. Si tal era el efecto causado por una pequeña porción de Gunmar el Negro, no tenía interés en conocer el resto.

Jack se llevó al hombro un saco de arpillera lleno de cosas.

—Vámonos. La noche va a ser larga. Vamos a por lo que nos interesa.

Ansiosos de volver a ganarse el favor de Jack, ¡¡¡ARRRGH!!! y Ojitranco se apresuraron a flanquearme. Me tomé un momento adicional para terminar de escupir las últimas emanaciones del Ojo. Doblado con las manos en las rodillas, reparé en el mural de piedra y me acordé de que el puente que aquí cruzaba el océano Atlántico era idéntico al que el profesor Lempke había recibido.

—Un momento —dije—. ¿Qué tiene que ver el puente de Killaheed con todo esto?

Los habitantes de las profundidades se detuvieron al unísono. Los ojos rojizos de Ojitranco oscilaron en mi dirección. El babeante hocico de ¡¡¡ARRRGH!!! se giró hacia mí por encima de su hombro desmesurado. Jack fue el siguiente en mirarme, con una expresión incomprensible en aquella luz de claroscuro.

Me sequé la saliva de los labios y me aclaré la garganta.

—¿Es que he pronunciado mal la palabreja? ¿Cómo se pronuncia?

Nadie se movió.

—Acabo de verlo en ese mural de ahí. El Gordi y yo hemos visto el puente real en el museo. El viernes va a ser presentado al público. Seguramente podemos colaros sin pagar, si es que os interesa…

Jack dejó caer el saco, y se produjo un sordo ruido metálico, cruzó la cámara en dos zancadas, saltó por encima del montón de muñecas y se abalanzó sobre mí. Me agarró el cuello de la camisa con ambas manos, y los tachones y pinchos de sus guantes dejaron la tela maltrecha.

—A ver un momento. ¿Qué significa todo esto? ¿De qué demonios estás hablando?

El Gordinflón, siempre tan leal, dio unos inofensivos golpecitos en el hombro de Jack.

—¡No te pongas así, hombre! ¡Solo forma parte de una estúpida exhibición!

Mi tío me tiró al suelo y se encaró con el Gordi, quien cayó de culo sobre el promontorio de bicicletas.

—¿El puente de Killaheed? —gritó Jack—. ¿En San Bernardino?

—¡Sí! —gimió el Gordi.

—¿Y qué es eso del viernes? ¿Qué es lo que pasa el viernes?

—¡No lo sé, hombre! ¡No sé qué de una piedra clave que van a traer el viernes!

Jack estaba furioso. Se obligó a refrenarse, como si temiera hacernos pedazos accidentalmente. Con un veloz movimiento, se ajustó la máscara y las antiparras de aviador, desenvainó las dos espadas de sus fundas, las hizo girar en el aire y las mantuvo en alto con los puños temblorosos. A continuación, echó la espalda hacia atrás y aulló como un coyote a través del filtro metálico de la máscara. Las tuberías zumbaron en lo alto y se desprendieron filamentos de herrumbre. El Gordi y yo nos tapamos las orejas.

El eco del aullido seguía retumbando cuando Jack se giró en redondo y decapitó una de las muñecas con la espada que blandía en la mano izquierda y rebanó el manillar de una bici con la de la derecha. Tanto la cabeza como el manillar fueron a parar a la boca del horno. Lejos de pavonearse por tan impresionante exhibición, volvió a cruzar la caverna a paso furioso. Envainó las espadas, recogió el saco de arpillera y se dirigió a un túnel lateral, hasta perderse en la oscuridad.

Vi que el sonriente rostro de la muñeca se derretía hasta convertirse en una masa informe.

El Gordinflón me ayudó a levantarme.

—Ese tío que tienes va a buscarnos la ruina.

—Y que lo digas —convine.

Unos tentáculos nos rodearon por los hombros, tan numerosos que no hubiéramos podido contarlos, sus trémulas ventosas se pegaron a nuestras carnes de forma lacerante y nos empujaron, animándonos a seguir adelante.

—Vamos, vamos, que esto no tiene importancia alguna. Una insignificante discusión entre buenos amigos, ¿o acaso no es verdad? —Suspiró Ojitranco acongojado—. ¡Madre mía!, esto va a ser más complicado de lo previsto. Pero no hay que preocuparse, mis pequeños amigos. En tres piedras, y no más, vamos a encontrarnos en el campo de adiestramiento.

—¿En tres piedras? —murmuré.

—Mis disculpas por ser tan poco claro. —Ojitranco nos llevaba por el oscuro túnel por el que Jack se había esfumado—. Los trolls utilizamos las piedras para medir el paso del tiempo, en referencia al lapso que el troll promedio necesita para comerse tres piedras. En otras palabras, muy poco tiempo.

—¿Comen piedras?

—No, si es posible evitarlo. Se trata de un alimento poco apetitoso para los paladares exigentes. Pero las preferencias culinarias en este momento carecen de importancia. Deprisa, deprisa.

Sus ojos emitieron una pálida luminosidad rojiza, suficiente para iluminar el camino. Desde cierta distancia nos llegaba el metálico resonar de la coraza de Jack. Era evidente que no se había detenido para esperar a que lo alcanzáramos. Yo tampoco quería alcanzarlo. Quizá mi tío fue muy valiente al decidir salvar a mi padre de una existencia en las profundidades, pero los cuarenta y cinco años pasados en el mundo subterráneo le habían desquiciado la mente hasta volverle loco de remate.

Puse el freno y agarré al Gordinflón por el brazo.

—¡Pequeños seres revoltosos! —exclamó Ojitranco—. ¡Su rebeldía va a acabar conmigo! ¡No sé por qué me dejo llevar por esta vida de conflictos que en nada favorece la adecuada concentración para el trabajo de un estudioso! Háganme un favor, pequeñines, y sigan adelante.

—Lo único que pido es una explicación —clamé.

Pronunciadas a todo volumen, las palabras de Ojitranco causaban verdadera impresión.

—¡No estoy de humor para jueguecitos!

—El puente de Killaheed. Gunmar el Negro —dije—. No vamos a podernos proteger de ese demente si no sabemos ni de qué nos están hablando.

El Gordinflón se agarró a mi cintura con desesperación de náufrago.

—Padre nuestro que estás en esos cielos —murmuró—. Libéranos ese pan nuestro de cada día…

—¡Gordi! —bufé—. ¡Pero si tú eres judío!

—Ya lo sé —bufó a su vez—. ¡Por eso no sé bien cómo se dice todo eso!

¡¡¡ARRRGH!!! soltó un rugido a nuestras espaldas. Su aliento ardiente nos humedeció el cuello a ambos.

—¡Explíquese de una vez! —insistí, agarrándome a un saliente de ladrillo.

—Y perdónanos de nuestro pan —prosiguió el Gordinflón—, igual que nosotros perdonamos ese pan a nuestros…

Ojitranco recogió los tentáculos. Los giró, desgiró y extendió de nuevo, entre secos restallidos, tratando de explicarse de un modo que me resultaba imposible de entender. Una sustancia viscosa emanaba a gotas por sus poros, y el efecto resultante era como el de una gran aspiración.

—Muy bien. Al fin y a la postre, se encuentran ante la principal autoridad viva en lo tocante al movimiento troll en Estados Unidos. Pero ¡un momento, mis jóvenes malandrines! Voy a explicarlo todo, pero con dos condiciones. ¡Condición número uno! Ahorraré tiempo si hago referencia directa a mi inacabada tesis de once mil páginas en treinta y ocho volúmenes, titulada Inmigración de los trolls del Viejo Mundo, con sugerencias para el futuro crecimiento de materias sostenibles, incluyendo una crónica de la gran guerra contra los Gumm-Gumms en Estados Unidos, con apéndices sobre los trolls euroamericanos, sus tipos, sus tallas, sus olores y coloraciones. ¡Condición número dos! Vamos a seguir andando en esta dirección durante el curso de mi conferencia. La noche no dura indefinidamente. ¿Estamos de acuerdo?

—Claro. Muy bien. Ya puede empezar a hablar. —Di un codazo al Gordi—. Va a darnos una lección de historia.

Con la cara pegada a mi sobaco, él olisqueó con desagrado.

—Amén —concluyó.