4.

 

Las matemáticas la tenían tomada conmigo. Siempre lo había sabido. Como estudiante no era malo del todo, pero los signos de multiplicación y división eran como bayonetas hincadas en mi cerebro. Ese viernes no me fue de ayuda el hecho de que la señora Pinkton estuviera de mal humor. El que leyó los anuncios de la mañana fue el presidente del consejo de alumnos, a todas luces entusiasmado por el Festival de las Hojas Caídas, Shakespeare en la línea de cincuenta yardas, el partido de fútbol americano contra los Potrillos de Connersville y la sonada presentación del tan ansiado jumbotrón. Tanto entusiasmo por su parte hizo que Pinkton se pusiera de los nervios.

—Un marcador —murmuró—. Harían mejor en comprar unos mecheros Bunsen y tirar a la basura esos cacharros del laboratorio que cualquier día van a provocar un incendio. O unas calculadoras nuevas para hacer operaciones. O podrían instalar un wifi que funcione de verdad. Me pregunto si alguno de vosotros ha visto esos fetos de cerdo que diseccionan en la clase de anatomía. La mitad de las muestras son deformes y la otra mitad están quemadas por la congelación.

Tenía razón, por supuesto. Las prioridades del colegio podían ser resumidas en el ruido que llegaba de dos aulas pasillo abajo: ¡BOM, BOM! Atendiendo a sus puntos de vista, Pinkton tendría que haber sentido simpatía por un perdedor como yo, pero acostumbraba a descargar sus frustraciones en los alumnos. Mi única esperanza de salir con bien del semestre radicaba en atenuar los malos resultados para salvarme con un «suficiente» raspado. Pinkton se había pasado la semana recordándome que iba a tener que sacar un 88 por ciento en el examen del próximo viernes si quería seguir contando con alguna oportunidad.

La humillación pública formaba parte integral de la psicosis de Pinkton. De inmediato procedió a mandar a la pizarra a una serie de víctimas, a las que sometió a un bombardeo a lo kamikaze de ecuaciones de segundo grado. Me escondí tras el manual, fingiendo que mi miedo cerval en realidad era concentración absoluta en un texto fascinante. La cosa funcionó durante treinta y cinco minutos, hasta que no pude contenerme y asomé la vista por el borde del libro. Claire Fontaine había salido a la pizarra, y eso no podía perdérmelo.

Todo cuanto tuviera que ver con Claire merecía ser repetido a cámara lenta, sin que las matemáticas fueran una excepción. La tiza trazó una línea hacia arriba y mariposeó al descender. El gastado suéter se ceñía a esta u otra parte de su cuerpo. Se llevó el cabello largo y oscuro a la oreja, donde lo dejó con un adorable manchón de polvillo blanco. Yo la encontraba guapa, aunque no del modo convencional. Las chicas más admiradas seguramente dirían que no estaba lo bastante delgada. También comentarían la circunstancia de que no se maquillaba ni hacía algo para domeñar aquel cabello que tenía. Y sus ropas… Y bien, ¿qué podía decirse de sus ropas? No calzaba botas insinuantes de las que llegan a la rodilla, sino que llevaba un par con suelas de goma que no pasaban del tobillo, acaso apropiadas para el excursionismo. Las prendas que vestía no eran del tipo antiguo pero bonito, sino que parecían haber sido compradas en una tienda de artículos militares de saldo: chaquetas verde oscuro, faldas color arena y pantalones con múltiples bolsillos, y todo ello parecía haber sido utilizado en combate durante la Segunda Guerra Mundial. Y la boina con que se cubría antes y después de las clases no era de elegante estilo afrancesado, sino que más bien llevaba a pensar en un dictador determinado a invadir el país vecino.

Tan solo una cosa resultaba inexplicable: su mochila de un infantiloide color rosa chillón, sorprendentemente carente de parches contestatarios cosidos a la tela y hasta de la menor leyenda escrita con rotulador. La mayoría de los alumnos consideraban que la impoluta mochila dejaba claro que Claire era aún más rara de lo pensado. Para mí indicaba que le daba igual la opinión de los demás. Una buena mochila no dejaba de ser una buena mochila.

Con todo esto no quiero decir que no fuera femenina. Sí que lo era, y hablo en serio. Pero su vida no se reducía a eso. Aunque únicamente llevaba un semestre en el instituto, estaba claro que había otras cosas en su existencia. Cosa que los alumnos en la onda se tomaban como una infracción, por mucho que ella no pareciera darse cuenta de que había ciertas normas a seguir, quizá porque no era de California. Pues procedía del otro lado del charco. Ah, había olvidado mencionarlo. Claire Fontaine era originaria del Reino Unido. Y claro, la chica hablaba con un acento muy suyo. Creo que ahora estáis empezando a haceros una idea de conjunto.

Todo cuanto puedo decir es que esos europeos sin duda saben muchas más matemáticas que nosotros. Es la única explicación de la forma en que Claire resolvió las ecuaciones en un periquete. Veías que la tiza que tenía en el puño estaba desintegrándose y convirtiéndose en polvo. Cuando hubo terminado —la cosa nunca fallaba—, estampó un punto al final de la ecuación, como si hubiera completado una frase.

—La puntuación sigue siendo innecesaria —dijo Pinkton—. Pero buen trabajo, Claire.

La profesora exhaló, como si justo acabara de derribar a un oponente. Tras borrarlo todo con un trapo, escribió otro galimatías en la pizarra y empezó a mirar a los alumnos en busca de su próxima víctima.

—Nos queda tiempo para otra operación. ¿Quién quiere salir a la pizarra? Un voluntario, chicos; es nuestra forma de hacer las cosas en este país.

Agaché la cabeza para fingir que estaba aún más absorto en el libro de texto. La mirada de Pinkton pasó de largo, y me sentí henchido de orgullo por mis dotes como actor. Pero entonces se produjo el desastre: Claire estaba volviendo hacia su pupitre, palmeando para limpiarse las manos de tiza, de tal forma que parecía estar abriéndose paso entre una blanca humareda, como si fuese una estrella del rock. Y de pronto me miró distraídamente. Por supuesto, yo estaba comiéndomela con los ojos. Sus labios esbozaron una sonrisa torcida.

—Hola, señorito Sturges —dijo.

Ese acento británico que tenía siempre lograba que las distintas partes de mi cuerpo de pronto me traicionaran. Esta vez fue mi Señora Mano Derecha la que me vendió. Se levantó por sí sola y se agitó en el aire con insistencia, como si Claire estuviera a kilómetro y medio de distancia, y la Señora Boca Estúpida al momento le secundó por su cuenta: «¡Hola, Claire! ¿Cómo estás?»

—¿Jim? —preguntó Pinkton—. Pues qué sorpresa tan agradable. Veamos si eres capaz de resolver este pequeño problema.

La sonrisa languideció en mi rostro; miré la ecuación. Se diría que el alfabeto y el sistema numérico enteros acababan de vomitar en la pizarra. Hice una mueca de desagrado; me dolía la magulladura en la mejilla. Pensé en la posibilidad de mostrar mis heridas y explicar que ni por asomo podía recorrer el camino hasta la pizarra sin ser presa de unos sufrimientos atroces. Pero me limité a brindar a Pinkton la más suplicante de mis miradas.

La profesora me «enseñó el dedito», como solíamos decir en clase, sosteniendo la tiza en su puño como si fuera el dedo medio.

Me armé de valor, me levanté, cogí la tiza y me acerqué a la pizarra, hasta que mi nariz prácticamente estaba tocando el encerado. Sin tener la menor idea de lo que iba a hacer, levanté la mano y me di cuenta de que Pinkton había escrito la ecuación atendiendo a la altura del brazo de Claire, unos diez o doce centímetros más allá de mi alcance. Hice caso omiso de las risas que empezaban a oírse a mis espaldas y concentré la mirada en el polvillo de tiza suspendido en el aire, que terminó por convertirse en una niebla. Una niebla de Londres, ciudad donde las chicas como Claire Fontaine se paseaban muy ufanas, cubiertas con boinas y resolviendo peligrosas operaciones de cálculo mientras besaban con pasión a unos hombres bajitos, pero valerosos.