1.

 

Las crónicas contemporáneas establecen que la histórica y decisiva Batalla de las Hojas Caídas tuvo lugar durante los dos últimos minutos del partido en el estadio Harry G. Bleeker del Instituto de San Bernardino, donde nuestro querido equipo local, los Guerreros Feroces, iba ganando por tan solo seis puntos y nuestro quarterback titular estaba en el banquillo tras haber recibido un golpe. En ese momento y lugar precisos, durante el partido más importante del año y sobre aquel césped húmedo, un héroe valeroso cayó derrotado y un vencedor con el que nadie contaba se alzó con la victoria. Hoy día, lo sucedido aquella noche sigue alimentando los cuentos y los sueños nocturnos de los niños de todas las edades…, humanos o no. Así que leed con atención estas páginas que tenéis en las manos. Y os emplazo a creer en todas y cada una de sus palabras. Al fin y al cabo, es posible que un día queráis contar esta historia a vuestros propios hijos.

Cosas más raras han sucedido. Leed y veréis.

Mi nombre es James Sturges júnior, pero podéis llamarme Jim, lo mismo que mi padre, y es que en su momento yo también fui uno de vosotros. Mi aventura se inició cuando tenía quince años de edad. Un viernes de una mañana de octubre, el despertador comenzó a sonar a la hora habitual tan poco considerada. Dejé que siguiera zumbando; me había acostumbrado a continuar durmiendo mientras sonaba. Por desgracia, mi padre, Jim Sturges sénior, era el hombre con el sueño más ligero del mundo. El impacto de una ráfaga de viento contra el lado de la casa era suficiente para despertarle, y a continuación venía a ver si me encontraba bien, con lo que me despertaba. Supongo que hay que atribuirlo a lo sucedido a su hermano mayor, Jack. Ese tipo de cosas te dejan irremediablemente marcado.

Mi padre se presentó en mi cuarto y apagó el despertador. El silencio que a continuación se produjo fue todavía peor, porque yo sabía que estaba allí de pie mirándome. Solía hacerlo. Como si le resultara difícil de creer que su hijo hubiera sobrevivido a otra noche más. Abrí los ojos de golpe. Llevaba puesta una camisa de vestir que le quedaba pequeña, con el cuello sucio, y estaba tratando de abrocharse el puño de la manga izquierda, cosa que hacía todas las mañanas hasta que se daba por vencido y me pedía ayuda.

Se le veía mayor. Era viejo. Mayor que casi todos los padres que había conocido, a juzgar por las arruguillas que se abrían en abanico desde las comisuras de los párpados, lo tupido de sus cejas y el pelo en sus orejas, y su calvicie casi absoluta. También andaba encorvado y cabizbajo, de un modo que yo no veía en los demás padres, aunque dudo que eso tuviera que ver con la edad. Diría que era otra cosa lo que lo abrumaba.

—Levántate y disfruta del nuevo día.

No parecía que él estuviera disfrutándolo. Nunca lo parecía.

Me senté en la cama y le miré mientras se disponía a accionar el mecanismo de apertura de las persianas de acero que cubrían la ventana de mi cuarto. Echó mano a las gafas que llevaba en el bolsillo, rotas como de costumbre y sujetas por una tirita adhesiva, y se concentró en introducir el código de seguridad. Tras teclear el número de siete cifras, tiró hacia arriba, y los paneles de acero se abrieron en acordeón para revelar el soleado día.

—No hacía falta que te molestaras —rezongué—. Voy a tener que cerrarlas otra vez antes de marcharnos.

—La luz del sol es importante para los chicos en edad de crecer.

No daba la impresión de que creyera demasiado en sus propias palabras.

—No veo que esté creciendo. —En lo de la estatura había salido a él, pues seguía a la espera de pegar ese estirón del que todos hablaban maravillas—. De hecho, creo que estoy encogiendo.

Siguió ocupado con el botón del puño izquierdo un momento más y terminó por dirigirse a la puerta.

—Tienes que levantarte —dijo—. El desayuno también es importante.

Tampoco daba la impresión de creérselo.

Una vez que me hube duchado y vestido, encontré a mi padre en el lugar de todas las mañanas, de pie en la puerta de la sala de estar y junto al altar en honor al tío Jack dispuesto sobre la chimenea eléctrica. Lo describo como un altar porque no se me ocurre otra palabra mejor. Cada centímetro de la repisa estaba ocupado por recuerdos de su paso por el mundo. Había fotos de la escuela, por supuesto, de Jack en el parvulario, sonriente y vestido con la camisa del Llanero Solitario; de Jack en el segundo curso, mostrando los dientes que le faltaban; de Jack en quinto curso, con un ojo a la funerala y con aire de sentirse muy orgulloso de ello; de Jack en octavo —al final de su vida—, bronceado, con aspecto saludable y pinta de estar dispuesto a comerse el mundo.

En el altar había otros objetos más extraños. Estaba el timbre de la Sportcrest de Jack, cubierto de manchas de óxido. Así como la radio de la bicicleta que emitió su última canción en 1969, un artefacto de raro aspecto dotado de una antena torcida. Y otras cosas que tan solo tenían significado fraterno para mi padre: un reloj de pulsera roto, una figurilla de madera de un indio, un pequeño fragmento de pirita. Sin embargo, lo más inquietante de todo era el objeto situado en el centro preciso del altar: la imagen enmarcada de Jack, recortada de un envase de cartón de leche, una copia en blanco y negro de la fotografía que le hicieron en octavo curso.

Papá vio mi reflejo en el cristal.

Se obligó a sonreír.

—Hola, hijo.

—¿Qué tal, papá?

—Estaba… limpiando un poco.

Sin líquido limpiador ni trapos de ninguna clase.

—Claro, papá.

—¿Tienes hambre?

—Bueno, lo que tú digas. Vale.

—Muy bien. —Mi padre llevó al límite aquella falsa sonrisa suya—. Vamos a desayunar.

El desayuno siempre consistía en leche fría con cereales. Hubo un tiempo en el que comíamos platos cocinados de verdad, antes de que mamá se hartara de las inseguridades de papá y se fuera de casa. Mi padre hacía lo que podía, me dije. Comimos y sorbimos de nuestros tazones, sentados el uno frente al otro, cada uno en un extremo de la mesa, cabizbajos los dos. Papá de vez en cuando echaba una mirada en derredor, para asegurarse de que las persianas de acero estaban bien cerradas. Suspiré y me serví un poco más de leche. La leche estaba en una jarra. Mi padre nunca la compraba en envases de cartón.

No hacía más que consultar su reloj de pulsera, hasta que me entró mala conciencia y tiré los restos de mis cereales al triturador de basura. Mientras papá esperaba con aire impaciente junto a la puerta de la casa, fui corriendo a mi habitación, me puse la chaqueta, me colgué la pequeña mochila al hombro y tecleé el código de seguridad para cerrar las persianas. Mi padre no procedió a abrir los cierres de la puerta hasta que estuve a su lado.

Se trataba de un ritual que me sabía de memoria. La puerta tenía diez cierres, cada uno de ellos más sólido que el anterior. Mientras abría los cerrojos, hacía girar las llaves y descorría las cadenas, canturreé el mismo solo de percusión que llevaba quince años oyendo: clic, rat-tat, zing, rat-tat, clac-clac-clac, zang, crench, zuit, rat-tat-tat, zut.

—Jimmy. ¡Jimmy!

Parpadeé y le miré. Estaba de pie en el umbral, vestido con aquella camisa que tan mal le sentaba y le daba aspecto vulnerable, con la mano en el estómago, donde la úlcera empezaba a hacer de las suyas a la hora de siempre. Me hubiera gustado sentir lástima por él, pero justo estaba haciendo gestos de impaciencia instándome a salir.

—Sal al porche de una vez, o los sensores de presión terminarán por dispararse. Vamos, sal ya.

Me encogí de hombros a modo de disculpa, pasé por su lado y salí al césped del jardín. Oí los ruidos electrónicos provocados por la activación del sistema de alarma, seguido por la robótica voz femenina: «No se detecta peligro en ninguna zona de la vivienda». Papá suspiró con alivio, como si hubiera estado albergando dudas al respecto, y echó las cerraduras físicas del exterior antes de bajar de un salto del porche dotado de sensores. Aterrizó a mi lado, con los pelos de las oreja húmedos por el sudor.

El pobre viejo estaba hecho un manojo de nervios; no se encontraba en condiciones de luchar contra los demonios personales que habían terminado por cobrar estatura de dragones en su mente. Resollaba, y su pecho se inflaba y desinflaba, lo que hizo que me fijara en la calculadora con el logotipo de San Bernardino Electronics que llevaba prendida en el bolsillo delantero. Según la leyenda, mi padre era el inventor del Bolsillo-Calculadora Excalibur utilizado por los chiflados por la ciencia del mundo entero, cosa que papá negaba. Yo tenía la teoría de que sus jefes le habían tomado el pelo y se habían llevado el mérito. Es lo que suele pasarles a los tipos como Jim Sturges sénior. Lo que hacía que me sintiera como un desgraciado.

Me acompañó por el césped. La cámara de seguridad de la entrada chirrió mientras seguía nuestro avance. Los pies de papá se enredaron con los míos, y me fijé en que, como siempre, llevaba los calcetines manchados de verde. Para compensar la falta de ascensos e incentivos económicos en el trabajo, durante los fines de semanas cortaba el césped en los parques y cementerios de la ciudad —y hasta en el campo de fútbol del instituto—, siempre vestido como un fantoche y equipado con guantes y gafas de seguridad. Lo que, creedme, incrementaba todavía más el respeto con que todos me miraban en el colegio. Me empujó, y la mano le olía a hierba.

—Vas a perder el autobús, Jimmy. Y si pierdes el autobús, tendré que dar media vuelta y llevarte al colegio en coche, con lo que llegaré tarde al trabajo.

—¿No sería más fácil que fuera andando?

—Ya sabes lo complicado que me ha resultado cambiar mi hora de entrada al trabajo para que los dos pudiéramos salir de casa juntos. Mi jefe me ha pegado una bronca de campeonato, Jimmy, lo que se dice de campeonato.

—No tenías por qué hacerlo. Los únicos que van en el autobús son los niños pequeños.

Me miró con severidad.

—Toda precaución es poca. Mira lo que le pasó a mi hermano Jack. Tan independiente como era. Siempre tan animoso. Siempre estaba diciéndome lo mismo: «Jimbo, conmigo no puede nadie». Pero alguien pudo con él, y eso que era…

Repetí con él:

—… El chico más valiente del mundo.

Ante la furgoneta de San Bernardino Electronics (conocida como «el vehículo más seguro en todo San Bernardino»), que también utilizaba para transportar el cortacésped, mi padre se giró y suspiró. Me fijé en que el desabotonado puño de su camisa asomaba tembloroso bajo la manga de la americana. Ya que no me dejaba crecer y hacer cosas tan simples como ir andando al colegio por mi cuenta, se merecía presentarse en el lugar de trabajo vestido de esa guisa.

—Pues sí —dijo al cabo de un momento—. Sí que lo era.

Se acercó a la furgoneta y se dispuso a abrir la puerta. Di un respingo. Papá tenía razón; el autobús estaba llegando. Oía que se acercaba por Maple Street e iba a tener que correr para pillarlo a tiempo. Pero el botón suelto en el puño de su camisa me hizo vacilar. Casi podía ver a los jóvenes empleados en su oficina burlándose del hombre desastrado y ansioso, con las gafas sujetas con una tirita, que llevaba su Bolsillo-Calculadora Excalibur como si se tratara de una medalla al mérito. Una víctima en la familia era suficiente.

Caminé hasta la furgoneta, estiré la manga de la camisa de mi padre y le abotoné el puño en un dos por tres. Esbocé una sorisa, mientras él pestañeaba tras los grasientos cristales de sus gafas.

—El autobús, Jimmy…

Suspiré.

—Ahora mismo voy, papá.