
24.
Me levanté antes que el Gordinflón. Le dejé tirado en la cama con los brazos abiertos junto a Jim Sturges júnior 2: el Señuelo. Metí mis ropas destrozadas en una bolsa de deporte y me dirigí a la ducha andando de puntillas. El medallón rebotó contra mi pecho mientras me enjabonaba; traté de ignorarlo. El agua se arremolinaba a mis pies formando corrientes negruzcas por el lodo o anaranjadas por la sangre, y miré cómo se escurría por el sumidero camino a otro mundo.
Pensar en los cereales del desayuno me puso enfermo. En lugar de pensar en los copos empapándose de leche en el fondo del cuenco, visualicé los blancos intestinos enrollados de un Nullhuller. Me abstuve por completo de entrar en la cocina, abrí los diez cierres de la puerta y salí a la luz del día, engullendo el aire fresco con la esperanza de calmar mi estómago. Tenía los brazos inertes en los costados, como si tuviera herraduras en las manos. Me senté en los escalones situados bajo la cámara de seguridad, me pasé los brazos por las rodillas y me pregunté cuánto tiempo iba a aguantar sentado en este lugar antes de volver corriendo al interior y asegurarme de echar bien los cierres otra vez.
Mi padre apareció por la esquina, sorprendiéndome. Iba vestido con sus ropas para segar el césped: guantes de trabajo, camisa manchada, viejos pantalones, botas con punteras de acero. Por suerte, todavía no se había puesto la parte más ridícula de su atavío: las gafas de protección, la máscara y la redecilla para el pelo, lo que me brindó la rara oportunidad de tomármelo en serio. Titubeó, como si él mismo se hubiera sorprendido al verme, y a continuación se quitó los guantes de trabajo, los metió en el bolsillo y se sentó a mi lado en los escalones.
Su hermano, pensé. Su hermano está vivo.
No podía decírselo, porque ¿cómo podía ser verdad? ¿Qué tenía que ver aquel chaval fibroso y valiente del mundo subterráneo con este calvorota de las gafas sujetas con una tirita adhesiva que siempre estaba rezongando y quejándose?
—Se ha hecho un poco tarde ya —comentó.
—Lo siento.
—No lo decía por ti. Lo decía por mí. La desbrozadora no funcionaba, y me he pasado dos horas reparándola. Pero ya estoy listo para salir. ¿Quieres venir conmigo? Hoy me toca cortar el césped en el parque Joseph A. Kearney. Así tendrás ocasión de conducir ese cortacésped enorme y practicar un poco.
—No sé. Estoy algo cansado.
Asintió con la cabeza.
—Sí. Ya me he dado cuenta.
Seguimos sentados en silencio durante un minuto. Veía su perfil de soslayo, mientras papá contemplaba la normalidad de todos los días. Unas niñas pequeñas pasaron montadas en bicicletas haciendo sonar los timbres. Un joven estaba lavando su automóvil calle abajo. Al otro lado de la calle, alguien estaba trabajando con un martillo; quizás estaba reparando los tablones del porche o construyendo una casa en un árbol para hacer feliz a su hijo.
—Me parece que tendríamos que hablar —dijo papá.
De no haber estado tan exhausto, sus palabras me habrían aterrado.
—¿Sobre qué?
—Jimmy. —Señaló por encima del hombro—. La cocina.
Parecía haber transcurrido una vida entera desde que el Gordinflón y yo nos topamos con los trolls en la cocina. Intenté pensar en los daños causados, pero eran innumerables: el ventilador arrancado del techo, el microondas incinerado, los montones de platos rotos.
—Papá —dije—. Yo…
—Tenía que pasar. ¿Cuánto tiempo ibas a seguir sintiéndote como una rata acorralada sin terminar por estallar? Voy a decirte una cosa, yo al principio quería tener más hijos. Cuatro, había decidido. Dos niñas y dos niños, para que nadie fuera a sentirse solo. Incluso cuando las cosas empezaron a ir mal entre nosotros, yo seguía insistiéndole a tu madre. Supongo que es comprensible que dijera que no. Un matrimonio no va a salvarse porque tengas más hijos. Aunque supongo que a esas alturas no estaba tratando de salvar el matrimonio, sino que estaba tratando de salvarte a ti. Porque yo he vivido las cosas de una forma y de la otra, ¿sabes? Primero tuve un hermano. Y luego me convertí en hijo único. Y sé bien cuál es la diferencia. Por eso tengo la sensación de haberte privado de algo. De haberte privado de alguien que esté a tu lado cuando yo no lo estoy. Cosa que es frecuente, eso lo tengo claro.
—Papá. —No se me ocurrió decir ninguna otra cosa.
—Si tuvieras un hermano sin duda me encontraría con destrozos mucho peores que los de esa cocina. Si tienes dos hijos varones, es inevitable que haya destrozos. Que las cosas a veces se quemen. Y hasta que exploten. —Levantó las gafas hacia las nubes y rio—. No te imaginas las trastadas que Jack y yo solíamos hacer. Hablo en serio. Por entonces vendían unos juegos de química para los chavales, unos cohetes con pólvora muy potente. En el envoltorio tendrían que haber incluido unos torniquetes y un mapa para llegar al hospital más cercano. Por entonces no había cascos para ir en bicicleta. Ni cierres de seguridad para las puertas. —La sonrisa se evaporó de su cara—. Aunque no sé. Quizás hubiera sido mejor contar con ellos.
—Voy a limpiarlo todo.
Lo prometí con un sorprendente tono de ferocidad. Iba a limpiar la cocina, hasta dejarla más limpia que nunca. Iría en bici a la tienda y compraría un juego de platos nuevos, una fregona nueva, productos de limpieza y un nuevo ventilador para el techo. Contrataría a un operario para que lo instalara, y cuando papá volviera de cortar el césped, empapado en sudor y cubierto de metralla herbosa, se alegraría y sentiría renovadas energías al ver lo diligente que podía ser su hijo cuando quería.
Mi padre se encogió de hombros y puso fin a mis ensoñaciones.
—Ya la he limpiado yo mismo. Olvídate del asunto. Esta semana estamos de fiesta en la ciudad, y lo que quiero es que te diviertas. Esta mañana me he tropezado con la señora Leach en la ferretería. ¿Por qué no me has dicho que te han escogido para protagonizar la función? Bueno, ya sé por qué. Porque los ensayos son de noche. Y tenías miedo de que no te dejara asistir. Bueno, pues te dejo asistir. No voy a mentirte; es verdad que no me gusta la idea. Casi me corto la mano con una de las cuchillas mientras le daba vueltas al asunto esta mañana. Pero bueno, es mi mano. Tú tienes la tuya propia.
Se giró para mirarme por primera vez en toda esa mañana. Una hilera de llagas recientes serpenteaba hacia abajo desde la comisura izquierda de sus labios, el rastro del esmuf que había pasado la noche dentro de su estómago: Sluuuurp. Sluuuurp. Sluuuurp. Sluuuurp. Yo tenía la culpa de que a mi padre le hubiera pasado una cosa así. Sentí sobre mis hombros el peso físico de todo cuanto sabía.
—Quiero que lo hagas muy bien en la función, Jimmy. Quiero que destaques en algo, en lo que sea. Bueno, si estoy metiéndote demasiada presión, dejémoslo en que lo que quiero es que te diviertas. —La sonrisa le falló, pero trató de revivirla—. No vuelvas muy tarde. No más tarde de lo necesario, quiero decir. No voy a pegarte la bronca. Esta semana no. Quizá tampoco la semana próxima. Lo que quiero decir, Jimmy, es que estoy tratando de cambiar. ¿Lo entiendes? Estoy empezando a intentarlo.
Miré hacia el sol, con intención de que mis recientes lágrimas volvieran a agolpárseme en los ojos, sin rodar mejillas abajo. Con la mirada en lo alto, me las arreglé para asentir con la cabeza. Vi por el rabillo del ojo que mi padre levantaba la mano, como si fuera a darme una palmadita en la espalda. En parte no quería que lo hiciera, pues entonces me pondría a llorar como una magdalena. En parte ansiaba que lo hiciera.
Se levantó y cogió los guantes prendidos al bolsillo trasero, que estrelló contra sus pantorrillas a fin de soltar las hebras de hierba pegadas. Se ajustó las gafas, y pensé que, a su modo, la tirita adhesiva era una especie de símbolo de valentía, pues se pegaba a las gafas con la misma tenacidad con que mi padre se aferraba a sus responsabilidades a lo largo de una existencia marcada por el miedo.
Un minuto después salió por el camino de acceso al volante de la furgoneta con el rótulo de San Bernardino Electronics. Se despidió con un bocinazo al terminar de retroceder hasta la calle. Nada más se hubo marchado, sin superar en ningún momento el límite de velocidad, la puerta mosquitera se abrió a mis espaldas con un graznido propio de un cuervo.
El Gordinflón bajó por los escalones como si su cuerpo estuviera formado por fragmentos de cadáveres cosidos con sedal. Pasó por mi lado trastabillando, se quedó inmóvil en el césped, abrió los brazos y bostezó. La camisa con manchas color rosado estaba pegada a sus anchas espaldas.
—Ay… —dijo—. Buenos días. Ay… Veo que has estado hablando con…¡huy, cómo me duele!, con tu padre.
Me encogí de hombros. Miró el escalón donde yo estaba sentado, pero pareció dudar de que los músculos de sus piernas pudieran aguantar la presión de sentar su gran corpachón. De forma que se quedó donde estaba, como un espantapájaros rellenado en exceso, balanceándose ligeramente bajo la brisa templada. Esperé a oír el estallido de palabras malsonantes que reflejarían mi propio estado de ánimo. Íbamos a tener que atornillar barrotes de hierro en el suelo bajo mi cama, hacer lo que fuera para impedir que los trolls se presentaran otra vez.
Sin embargo, una sonrisa torcida apareció en su cara de pan todavía marcada por las almohadas.
—Vaya nochecita, ¿eh? Es verdad que no había ninguna chica de por medio, pero llevo quince años esperando poder decir la frase acostumbrada: ¡una nochecita de aúpa!
Meneé la cabeza con abatimiento.
—No puedo hacerlo, Gordi.
—Sí que puedes. En realidad, ya lo has hecho. Los dos lo hemos hecho. Es verdad que no lo hemos hecho de maravilla, pero ¿cómo hubiéramos podido? A ver, uno no aprende de la noche a la mañana, cuando estamos hablando de pasar de un palo de hockey y un bate de plástico a un par de espadas con la hoja curva. ¿Te parece que me dejarán llevar uno de esos espadones si practico un poco, si les enseño lo que puedo hacer con él?
—¿Qué te pasa?
—¿Eh? A mí no me pasa nada. El que parece estar hecho polvo eres tú.
—Gordi. Despierta a la realidad. No podemos hacer eso que nos piden.
—Jim. —Sonrió, pero la sonrisa se desvaneció tan pronto como vio mi expresión de frialdad—. Jim, no puedes hacerme esto.
—¿Es que estoy haciéndote algo malo?
—Esta noche van a volver. Nos lo dijeron. Y vamos a ayudarles.
—No eres tú quien va a decidirlo.
—¿Ah, no?
—Ya oíste lo que dijeron. Tú no eres un cazador de trolls.
El Gordinflón cerró su metálica boca de golpe. Empezó a ruborizarse.
—Eres un cabronazo, Jim. No puedes tratarme de esta forma.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Que no hay problema, que adelante, vamos a hacer que nos maten? ¿No te traduje anoche todo cuanto decían? Están hablando de una guerra. De una guerra de verdad. De una Máquina de la que no tenemos ni idea. Tú y yo no hemos nacido para hacer según qué cosas. Se diría que estamos mal de la cabeza.
—¿Mal de la cabeza? ¿Y desde cuándo te ha preocupado lo que pueda pasarnos por la cabeza? Jim, te equivocas. Sí que hemos nacido para hacer según qué cosas. Esto es exactamente lo que estábamos esperando todo el tiempo. Nos han escogido, Jim. A nosotros. ¡De entre toda la gente! ¡Nos han escogido a nosotros!
—A nosotros no. A mí.
—Esto significa que todas aquellas veces que te dije que tú y yo no valíamos para nada…
—Yo nunca dije eso. Así que no me incluyas en el asunto.
—¡Muy bien! —Ahora tenía la cara color escarlata—. ¡Bueno, pues yo solo! ¡Yo soy el que no vale para nada! ¡Por Dios, Jim, mira qué vida llevo! ¿Sabes lo que yo valgo para los demás? ¡Nada! ¡Cero! Soy un gordo y un perdedor, y nunca voy a dejar de serlo. Hasta ahora. Esto es como un regalo que me han hecho. No sé si llegas a pillarlo. Y sí, ahora tengo esperanza. Ya sé que suena a cursilada, pero así es como me siento.
—Para ti es fácil decirlo. Es a mí a quien están pidiéndome que me juegue la vida.
Al Gordinflón le falló la voz al decir:
—¡No van a separarnos!
Vi por encima de su hombro que, al otro lado de la calle, un hombre armado con una grapadora y un fajo de papeles, miraba en nuestra dirección al oír todo aquel ruido. El tipo iba a grapar uno de los papeles a un poste telefónico, pero cambió de idea y vino hacia nosotros. Solté un resoplido. Lo único que me faltaba era tener que vérmelas con un vendedor. El muy imbécil ni miró el tráfico al cruzar la calle.
—Siento molestar, muchachos —dijo—, pero…
—Nos pilla en mal momento —murmuró el Gordi.
—Lo siento. Tan solo quería preguntar si habéis visto a mi hijita.
—Justo acabamos de levantarnos —indicó el Gordi—. No hemos visto a nadie.
—¿Y anoche? Es posible que anoche salierais y…
—Escuche, amigo…
El Gordinflón se giró para soltarle algún improperio, pero no dijo ni pío. El desconocido tendría unos cuarenta años, llevaba una perilla teñida de negro, y sus ojos estaban enrojecidos y exhaustos. Llevaba una caca de perro pegada al zapato, cosa que no parecía importarle. Todo apuntaba a que se había pasado horas peinando el vecindario.
El desconocido levantó uno de los papeles con la mano temblorosa. Una fotocopia en color del rostro de una niña de ocho años con unas gafas de montura morada, el rostro dulce y una sonrisa en la que faltaban por lo menos tres dientes de leche. El hombre seguramente había sudado tinta para teclear las doce letras mayúsculas emplazadas sobre el retrato:
DESAPARECIDA
—Hay una recompensa.
Lo dijo levantando la voz, revelando que no creía en la bondad innata de los chavales, pero que sabía que siempre andaban cortos de dinero.
El Gordinflón cogió el papel.
—Si la vemos, le avisamos —murmuró.
El hombre sonrió sin alegría y asintió con la cabeza. Retrocedió hacia la calle, asintiendo todavía, con las imágenes de su hija apretadas en la mano. Sus hombros se relajaron cuando volvió junto al poste telefónico de la acera de enfrente. Por lo visto, era más fácil vincular sus esperanzas a un inanimado poste de madera que a los caprichos de unos adolescentes egocéntricos y desorientados.
El Gordinflón se miró los pies unos segundos, levantó la cabeza y clavó los ojos furiosos en mí.
—No nos dejes tirados, Jim. Ni te atrevas a hacerlo.
Me metió en la mano la cara de la niña pequeña y se marchó a paso rápido.