
10.
Supe que eran las doce de la noche por las alarmas que sonaron en mi teléfono y mi ordenador portátil. Había puesto ambas alarmas para asegurarme de dormir un poco después de tan larga jornada, pero llegado el momento de hacerlo desconecté las alarmas y continué con mi búsqueda. Todas las luces de mi cuarto estaban apagadas, y los ojos me dolían de tanto mirar la pantalla, pero estaba claro que no iba a dormirme, no a corto plazo por lo menos.
Lo que estaba buscando en Internet no era precisamente fácil de encontrar. En lugar de estudiar matemáticas, llevaba horas surfeando por los portales de vídeos más conocidos, y también por algunos menos famosos, tratando de dar con alguien que hubiera visto lo mismo que yo. Mis búsquedas iniciales, limitadas a materias como «sumideros de desagüe» y «vestuarios» no me ofrecieron resultados, pero después de noventa minutos encontré una segunda capa de contenidos, formada por unos vídeos tan poco vistos y tan mal catalogados que era preciso aprender nuevas formas de errores gramaticales para dar con ellos. Muchos de esos vídeos eran simples segmentos borrosos de nada en absoluto, mientras unas voces ebrias aullaban junto a la cámara: «¡Mirad eso! ¡Mirad eso de ahí!»
Empecé a sudar al irme fijando en los lugares de origen de algunas de estas imágenes. Encontré que por lo menos media docena de vídeos subidos a la Red durante los últimos seis años procedían de aquí mismo, de San Bernardino. Decir que estos vídeos habían sido grabados por aficionados sería un eufemismo, pero el hecho cierto era que había cosas que se movían por aquellos callejones mal iluminados y aquellos contenedores de basura situados a lo lejos. Los vídeos tan solo habían sido aprobados con uno o dos «me gusta», y los comentarios eran todos del tipo falso a más no poder. Pero para alguien que había visto unas manos, pies y brazos de dimensiones inimaginables, los contornos resultaban inquietantemente familiares.
Al final me harté de todo aquello. Me quité los pequeños auriculares, y al momento me arrepentí. La calma que imperaba en la casa resultaba antinatural. No se me ocurre otra forma mejor de describirlo. Parecía como si en la vivienda hubiera unas nuevas bocas que estuvieran aspirando nuestra provisión de aire. Podía oír cosas que normalmente se me escapaban: el zumbido de la cámara de seguridad en el porche, el respirar de mi padre en su habitación.
Sin embargo, la idea de que alguien pudiera haber entrado resultaba demencial. El lugar era una fortaleza. No había forma de atravesar nuestras puertas sin ayuda de una sierra mecánica y un soplete, por no mencionar las múltiples alarmas que empezarían a sonar y la llegada de tres furgonetas con guardias armados pertenecientes a otras tantas compañías de seguridad. Podía ver la confirmación de todo esto por la puerta apenas entreabierta que daba a la sala de estar: dos lucecillas rojas indicadoras de que los distintos sistemas de seguridad estaban en funcionamiento. Llevaba toda la vida viendo aquellas dos luces piloto desde mi cama. Entonces, ¿cómo se explicaba que ahora encontrase algo raro en ellas?
Las dos lucecillas parpadearon.
Claro, eso era lo que me inquietaba.
En absoluto eran las luces piloto de la consola. Eran unos ojos.
Me quedé inmóvil, sin poder respirar, mientras los ojos rojizos iban de uno a otro lado. Los tablones del suelo gimieron bajo un peso enorme. Oí una exhalación similar al resoplido de un caballo, a un relincho casi. Y los ojos rojizos entonces se fueron al otro extremo de la sala de estar, dejando al descubierto las mucho más pequeñas luces piloto de la consola de seguridad. Fuera lo que fuera, aquella cosa se dirigía a los dormitorios. Me resultaba imposible imaginar algo peor. Hasta que sucedió algo peor todavía.
Se abrieron más ojos: tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Todos ellos se encontraban a la misma altura en el aire, como si pertenecieran a una misma cabeza, si bien cada uno operaba de forma independiente: algunos miraban a la izquierda, otros a la derecha, los había que atisbaban hacia atrás, mientras los demás me miraban fijamente. Fuera lo que fuera esta cosa —o estas cosas—, su presencia ocupaba todo el pasillo. Busqué en mi habitación con la mirada un arma de alguna clase, pero tan solo vi cosas propias de chavales: modelos a escala a medio construir, tareas escolares inacabadas e indicios diversos de que en aquel cuarto vivía un chico que no sabía muy bien qué hacer de provecho. Nada de todo aquello me había sido de ayuda en el pasado, y en nada iba a ayudarme en este momento.
La cosa llegó a la puerta del dormitorio de mi padre. Como yo, papá siempre la mantenía entreabierta, y mi única esperanza era que se hubiera dado cuenta y estuviera agazapado y presto a pasar al ataque. Algunos de los ojos rojizos se perdieron de vista al entrar en su habitación. Oí una especie de tintineo, como si la cosa aquella estuviera metiendo las manos en unos bolsillos llenos de monedas, y a continuación se oyó un ruido desagradable y seco que se prolongó más de un minuto: Sluuuurp. Sluuuurp. Sluuuurp. Sluuuurp.
Fui presa de tan violentos espasmos en los hombros que sujeté el ordenador portátil con ambas manos para sofocar el estremecimiento. ¡El ordenador, sí! La pantalla se había fundido a negro, pero todo cuanto tenía que hacer era tocar la almohadilla táctil para inundar la habitación de luz blanca. Me dispuse a hacerlo, pero titubeé. Algo me decía que lo que iba a ver me dejaría marcado de por vida. Igual terminaría como mi propio padre. Aunque, si en este momento estaba tan asustado que ni me atrevía a activar el ordenador, ¿no era porque ya era un poco como mi padre?
Una sombra me envolvió. Sé que lo que voy a decir sonará raro, pues la casa estaba completamente a oscuras, pero dicha oscuridad tenía su propio peso: podía sentir que estaba cubriendo mi cuerpo como si fuese una capa de barro. También tenía textura: una textura escamosa y fría que culebreaba sobre mi propia piel. Y desde luego tenía un olor: un hedor salobre, como el de un animal muerto que estuviera pudriéndose en el fondo de un pozo. Aunque del cuarto de mi padre seguía llegando aquel ruido, unos cuantos de los ocho ojos rojizos se habían infiltrado por la puerta entreabierta y estaban orbitando al pie de mi cama, como si fueran lentos bichejos radiactivos.
Por mi mente pasaron varios rostros: el Gordinflón, Claire Fontaine, papá. Se trataba de un adiós, creo, pues en cierta forma lo que iba a hacer era por ellos. Giré el portátil hacia mí y pasé la mano por la almohadilla táctil.
No tuve un segundo para acostumbrar la vista; la luz lo llenó todo. Mis ojos, tan abiertos y asustados, se cerraron de forma instintiva, y tuve que pestañear y volver a pestañear para que los círculos se esfumaran y pudiera ver más allá del pie de mi cama. Vi el armario emplazado al otro lado de mi cuarto, la puerta, el pasillo, la sala de estar.
Allí no había nada más.
Y voy a deciros la verdad. No me sentí aliviado. No me sentí feliz. Aparté el ordenador de mi regazo y hundí la cabeza en mis manos, clavándome las uñas en el cuero cabelludo. Era eso, no había duda. Estaba perdiendo la chaveta por completo. De forma impulsiva, me liberé de las sábanas. Iba a levantarme de la cama, encender todas las luces y peinar la casa entera. Quizás encontrase algo que me absolviera de la chaladura. Giré las piernas, e iba a ponerme en pie cuando me fijé en el armario.
Como le había comentado al Gordi, el armario era lo que más miedo me daba durante la niñez. Sin embargo, el mueble era absurdamente pequeño para albergar aquella cosa que había visto deambular por la casa… Aunque con todos aquellos ojos en movimiento me había sido imposible calibrar bien su tamaño.
El corazón me palpitaba con fuerza cuando puse un pie en el suelo. El parqué crujió. Una mueca de dolor surcó mi rostro al oír aquel ruido, pero no aparté la mirada del armario, tratando de detectar posibles movimientos tras los listones horizontales de su puerta. Con cuidado, llevé mi otro pie al suelo. Volvió a crujir. Seguí sin ver movimiento alguno dentro del armario. Todos los miedos de mi niñez rebrotaron de repente. No me quedaba otro remedio que abrir de golpe la puerta del armario y apechugar con lo que pasara a continuación.
Me levanté y alargué el cuello para verlo todo mejor.
La luz del ordenador revelaba que el armario estaba vacío.
En ese momento, dos gigantescas manazas recubiertas de pelaje asomaron por debajo de la cama y se cerraron en torno a mis tobillos, con las palmas correosas grasientas de sudor caliente, y unas garras irregulares y amarillentas, tan frías como el agua de un río. Después de que las manazas tiraran de mis tobillos, pero antes de golpearme con la cabeza en el suelo, solo se me ocurrió una triste consideración.
El Gordi tenía razón. Debajo de las camas, ahí es donde se encuentran los monstruos.