8.

 

No dije palabra al Gordinflón sobre cuanto había visto. El hecho de que no tuviera una prueba que enseñarle me inquietaba menos que el no contar con una prueba para demostrármelo a mí mismo. No tenía marcas de aquella garra en ningún punto de la piel ni muestras de pelaje enganchadas a la cremallera de mi chaqueta. Yo llevaba largo tiempo preocupado por el equilibrio mental de mi padre. Era la razón por la que mamá nos había dejado, por la que vivíamos solos en una especie de cárcel casera. ¿Y si en mi código genético hubiera trazas de una demencia parecida? Era posible que el Gordi también me volviera la espalda.

Miré más allá del campo de fútbol americano, donde los operarios encargados de instalar el jumbotrón estaban recogiendo sus cosas para marcharse. Al este, los riscos del monte Sloughnisse estaban bañados por una luz de tonalidad amelocotonada. Al oeste, las sombras acababan de cernirse sobre una montaña de otro tipo: la formada por los vehículos medio destrozados y apilados para el desgüace en la Chatarrería Kelsey, frecuente escenario de clandestinos paseos adolescentes en plena noche. Escudriñé el cielo cada vez más oscuro para hacerme una idea de la hora que era. Para papá, llegar a casa después del anochecer era la peor de todas las infracciones.

—Oye, tú, déjate de ensoñaciones. —El Gordinflón mordió un trozo de la barrita de chicle que me había ofrecido poco antes—. Como llegues unos minutos tarde, a tu viejo le va a dar algo.

—Sigues sin entenderlo.

—Lo que no entiendo es por qué te ata tan en corto.

—Porque se preocupa. Por muchas cosas.

—Felicidades. ¡Acabas de ganar el premio al mejor eufemismo del año! La verdad, no sé cómo un tipo tan angustiado se las arregla para dormir por las noches.

En realidad, mi padre no pegaba ojo por las noches. El Gordi lo sabía tan bien como yo, razón por la que hizo una mueca de desagrado ante su propio comentario. Iba a decirle que dejara correr el asunto, pero en ese momento irguió la cabeza y me dio una palmadita en el hombro.

—¿Y si tomamos el atajo de otras veces? —Sus aparatos dentales proyectaron el brillo de una sonrisa malévola.

El edificio más próximo a nuestro instituto era el Museo de la Sociedad Histórica de San Bernardino, una estructura con columnas más bien ignorada por los habitantes de la ciudad, pero, según se rumoreaba, apreciada por los aficionados a los objetos raros de toda California, cuyas saneadas cuentas corrientes posibilitaban que la sociedad todos los años anunciara la compra de nuevos artefactos para su exposición en el museo. Mucho más visitado era el amplio jardín que rodeaba la edificación. Eran contados los fines de semana en los que no veías a una mujer vestida de blanco a la que tomaban fotografías mientras el resto de los invitados a su boda bostezaban y deambulaban sin rumbo. A todo esto, el jardín estaba circundado por un vallado altísimo que solía desalentar a los alumnos del instituto interesados en dirigirse al norte por la vía más rápida.

Pero el Gordinflón y yo conocíamos un camino distinto.

—No sé, Gordi. Un día de estos vamos a tener un problema.

Sin embargo, mi amigo ya había echado a caminar hacia el museo, de espaldas, haciendo payasadas con las cejas y cegándome con aquellas mordazas metálicas. A pesar de mi estado de ánimo, no pude evitarlo y rompí a reír. El Gordinflón tenía claro que me había engatusado, por lo que echó a correr hacia la entrada principal tan rápido como pudo. Agarré la mochila con ambas manos e hice otro tanto. Nuestras zapatillas resonaron en la acera flanqueada por setos y por la majestuosa escalinata de mármol, y pasamos bajo la lechuza de jade que nos estaba contemplando con severidad desde el friso esculpido sobre la entrada al edificio.

El museo estaba desierto las tardes de los días laborables, por lo que no nos llevó un segundo cubrir el área de acceso hasta llegar a la ventanilla de Carol, nuestra recepcionista preferida. Carol era mayor que nosotros, seguramente estudiaba en la universidad y siempre tenía un rotulador fosforescente en la mano. Nos miró por encima de las gafas y dijo:

—Habéis escogido un mal día, chavales.

—Buenas tardes, preciosa —saludó el Gordinflón.

—Lempke anda por el recinto. Y está cabreado porque hay cierto envío que llega con retraso. Mejor será que volváis por donde habéis venido, y lo digo en serio.

—En el acto, querida, en el acto.

—Os la estáis jugando —nos advirtió.

El Gordi pasó junto a la ventanilla y, sin mirar a Carol, se despidió con un gesto de la mano.

—Gracias —dije, mientras le seguía.

—No hay de qué, guapetón.

Cruzamos corriendo por los torniquetes y torcimos a la derecha para enfilar una escalera lateral. Pasamos junto a los cuadros enmarcados con los que estábamos tan familiarizados, hasta el punto de que ya ni nos fijábamos en ellos: un fulano de la realeza vestido con un traje azul, tocado con un sombrero con plumas y rodeado de perros de caza; dos hileras de soldados apuntándose con fusiles; uno de aquellos omnipresentes bodegones de frutas tan del gusto de los artistas pretéritos. En lo alto de la escalera había una descomunal cabeza de bisonte embalsamada. El Gordinflón siempre aprovechaba para erguirse sobre las puntas de los pies y rascar sus barbas fibrosas. Yo esta vez ni soñé en hacerlo: el pelaje de aquel animal era demasiado parecido al de la cosa que había visto aparecer por la boca de la alcantarilla.

Nuestra ruta siempre era la misma. Primero atravesábamos por el atrio Sal K. Silverman, una sala abovedada e iluminada por un tragaluz que estaba vacía y cuya función era la de albergar las sillas para los ocasionales eventos destinados a recaudar fondos. El suelo siempre estaba bien encerado, por lo que aprovechamos para patinar un par de metros a gusto. Salimos por la otra puerta del atrio y pasamos corriendo junto a las cosas que en su momento nos habían fascinado: vitrinas en las que había antiguos tridentes; unas máscaras inquietantes procedentes de una excavación en lo que antes era Mesopotamia; el reconstruido esqueleto de un alosaurio.

No parábamos de reír; el peligro de aquel recorrido nunca dejaba de excitarnos. Delante de nosotros había una puerta cuyo rótulo decía SOLO PERSONAL AUTORIZADO, pero sabíamos que no estaba conectada a alarma alguna. El Gordi la abrió de golpe, y salimos a la vieja y fea escalera de siempre, con sus escalones ajados y despintados. Pero la salvedad en este caso era que el profesor Lempke estaba de pie medio tramo más arriba, con la tablilla en la mano, mirándonos con asombro.

Los chavales se pasaban la vida quejándose de la puntillosa señora Pinkton y el exigente monitor Lawrence. Pero no conocían al profesor Lempke. Este probablemente era el hombre más arrogante en todo el sur de California, saltaba a la vista que se creía el sucesor natural del secretario del Smithsonian y sencillamente se dedicaba a pulir un poco su currículum profesional antes de que le llamaran para ofrecerle el cargo. Lempke gobernaba el Museo de la Sociedad Histórica de San Bernardino con puño de dictador, y aunque esta seguramente era la razón por la que la institución tenía tanto prestigio, también era el motivo por el que los jóvenes la eludían. El hombre esperaba que todos contemplaran el arte como si estuvieran ante el mismísimo Dios, en silencio y en penitencia. Si un niño pequeño soltaba un gritito de admiración, Lempke le pedía que se marchara. Si un anciano tosía en exceso, formulaba la misma exigencia.

Lempke era nuestra némesis, y nosotros la suya.

Se quitó las gafas con montura de carey y gritó:

—¡Es la última vez que os aviso, chavales! ¡Este lugar no es vuestra sala de juegos! ¡Ni vuestro atajo desde el parvulario! Metió las gafas en el bolsillo de su americana de tweed y empezó a bajar por las escaleras con rapidez. Cada uno de sus pasos dejaba a la vista unos calcetines de lana con estampado de diamantes tan meticulosamente dispuestos que los diamantinos patrones en uno y otro tobillo se alineaban de una forma mareante.

El Gordinflón adoptó una expresión contrita. Hice otro tanto y bajé la cabeza.

—Esta es una institución muy alabada —prosiguió Lempke—, que alberga obras cuyo valor es imposible que comprendáis. Si seguís haciendo el tonto y derribáis un busto de su pedestal o un lienzo de su marco, vuestros padres estarían tan endeudados que acabaríais en un hospicio antes de que…

La mención a «un hospicio» nos llevó a reaccionar de inmediato. El Gordinflón dio un respingo, abandonó la expresión de arrepentimiento y salió corriendo escaleras abajo. Le seguí de inmediato, pegándole en los hombros, tan asustado como eufórico. Lempke sabía que nunca iba a poder darnos alcance vestido con la tiesa americana y los calcetines con estampado de diamantes, pero asomó la cabeza por el pasamanos y levantó su tablilla como si fuera una lanza.

—¡Según mis cálculos, cada uno de vosotros me debe más de novecientos dólares en concepto de entradas no pagadas! ¡Y no penséis que voy a olvidarme del asunto! ¡A la que tenga un minuto, llamaré a vuestros padres y madres, ya lo creo que sí!

Ignoraba que el Gordi vivía con su abuela y que yo tan solo tenía a mi padre. Unas circunstancias normalmente deprimentes, pero que en este caso dejaban a Lempke en ridículo. Salimos por una puerta de servicio y fuimos a parar a un muelle de carga riéndonos como locos, y no cesamos de correr hasta que volvimos a encontrarnos en la carretera. Seguimos caminando juntos unos minutos, hasta que llegamos al primer cruce, reviviendo nuestra gran evasión por medio de fragmentos de frases repetidos con voz jadeante.

Recuperamos el aliento y nos sonreímos. Las heridas recibidas en aquella tan larga jornada ya no parecían ser tan lastimosas. Más bien llevaban a pensar en los tatuajes compartidos por los guerreros de una misma tribu. Yo estaba de un humor estupendo. Hasta que me fijé en el cielo. Había oscurecido; era casi noche cerrada. Se diría que habíamos pasado más rato en el aparcamiento de lo que me había parecido en un primer momento.

El Gordinflón me agarró por el cuello y suspiró con afecto.

—Ya sé que tu padre va a estar preocupado —observó—. Pero, vamos a ver, tampoco es para que se sienta tan angustiado, ¿no?

Resonó una sirena. Miramos la carretera que discurría en perpendicular, y unas luces giratorias rojas y azules nos bañaron de la cabeza a los pies.