
2.
A la entrada del colegio había alineadas un gran número de calabazas. Las conté y llegué a cuarenta y una antes de que el autobús se detuviera de la forma habitual, frenando en seco y revolviéndome el estómago. Los libros y las fiambreras con los almuerzos fueron a parar al suelo mugriento, y los chavales se pusieron a cuatro patas para recoger los termos y lápices que rodaban de un lado a otro. Me arrellané en el asiento y fijé la mirada en el cartel situado ante el Instituto San Bernardino.
DURANTE TODA
LA SEMANA
102º FESTIVAL DE LAS HOJAS
CAÍDAS
¡MOSTRAD QUIÉNES SOIS!
¡A POR ELLOS, GUERREROS
FEROCES!
Si habías nacido en San Bernardino, el Festival de las Hojas Caídas, de una forma u otra, formaba parte de tus recuerdos. Quizá te habías disfrazado de princesa o de robot y habías participado en el Desfile de los Chavales. O quizá tus padres y tú os habíais ofrecido voluntarios para ayudar a limpiar las mesas manchadas de sirope durante la Gran Comilona de las Crepes organizada por el Club Kiwanis.* El festival tenía origen en cierta interesante historia sobre un destierro de algún tipo, aunque nunca recordaba quién había desterrado a quién y por qué.
Tampoco importaba mucho, pues el festival con el tiempo se había convertido en un instrumento para que la ciudad se vendiera a sí misma. Durante siete días había recorridos artísticos en los que era posible admirar las obras maestras de precio exorbitante perpetradas por los artesanos locales, expositores llenos de ropa invendible y a precios de ocasión, conciertos musicales gratuitos en las glorietas de los parques públicos, ofertas especiales en los concesionarios de automóviles, restaurantes y compañías de seguros. Y todo culminaba aquí mismo, en el Instituto de San Bernardino, con un partido de fútbol seguido por Shakespeare en la línea de cincuenta yardas, una producción teatral condensada e interpretada en el propio campo de juego. Te brindaban el deporte y la cultura en el mismo lugar, para que pudieras seguir comiéndote tranquilamente el perrito caliente con chile y queso fundido.
La asistencia prometía ser masiva este año, y no tan solo porque el equipo siguiera invicto. En el extremo oriental del colegio se encontraba el estadio Harry G. Bleeker, la clásica estructura con sus porterías de madera, sus focos y sus recovecos idóneos para que los chavales bebieran cerveza de tapadillo y se magrearan a gusto. No solo eso, sino que el próximo viernes iba a tener lugar la presentación del jumbotrón, una pantalla de vídeo lo que se dice gigantesca y que llevaba semanas envuelta en lonas, mientras los obreros procedían a su instalación. Esa mañana los mencionados operarios ya estaban subidos en lo alto del gran andamio, ocupados en ajustarse bien los cascos de protección.
El estúpido festival, que a mí me importaba un rábano, empezaba el sábado —al día siguiente—, lo que implicaba que estas iban a ser las últimas, preciosas horas antes de que todos perdieran la chaveta y convirtieran las calles de la ciudad en una marea rojiblanca en homenaje a los Guerreros Feroces, el equipo del Instituto de San Bernardino. Era el peor momento del año para los chavales como yo, los que no destacábamos en los deportes, ni en arte dramático, ni descollábamos en ninguna otra cosa, ahora que lo pienso bien.
Fui el último en bajarme del autobús, y nada más llegar a la acera vi que un chico a quien conocía de la hora de comer —pues ambos nos sentábamos a la mesa de los alumnos patosos— salía corriendo por la puerta principal. El chaval se agarró a mí para frenarse un poco, y durante un segundo estuvimos girando como una pareja de bailes de salón. Luego señaló el edificio del colegio y dijo con voz jadeante:
—El Gordi… La Cueva de los Trofeos…
No hacía falta que dijera más. Si en el instituto había un lugar propicio para el matonismo y los abusos de la peor especie, este sin duda era la Cueva de los Trofeos, una sala del tercer piso que albergaba la colección de trofeos ganados por el colegio. En su momento había alojado las clases de francés y alemán, pero estas materias optativas ya no figuraban en el temario. Hacía tiempo que los fluorescentes se habían fundido —o se los habían cargado—, así que la sala era hoy un sombrío escenario del mal que convenía evitar a cualquier precio, aunque llegaras tarde a clase o la vejiga llevara rato exigiendo alivio. Era normal oír el llanto de los alumnos débiles o novatos sometidos al tormento de los calzoncillos chinos por primera (o por decimocuarta) vez.
Algunos alumnos tenían la mala suerte de que las taquillas para sus efectos personales estuvieran situadas en esta cámara de torturas. Tobias «el Gordinflón» D., mi mejor amigo, era uno de ellos.
Antes incluso de llegar a la Cueva de los Trofeos, ya tenía clara la identidad del agresor. De la sala llegaba un continuo BOM, BOM, el ruido característico que siempre acompañaba a Steve Jorgensen-Warner. Steve constantemente estaba botando una pelota de baloncesto allí donde se encontrara. En las aulas, en la cafetería, en los servicios, en el aparcamiento. Algunos profesores, sobre todo los involucrados en las actividades deportivas, incluso le dejaban botarla en clase para que pudiera concentrarse mejor en sus tareas, mientras los demás alumnos apretaban los dientes en silenciosa muestra de irritación.
Estaba muy claro que Steve no era un alumno más. Sí, era el capitán del equipo de baloncesto. Y sí, también era el corredor estrella del equipo de fútbol. Pero eso no era todo, ni mucho menos. Steve era guapo, de una forma rarísima. Tenía los ojos demasiado pequeños y la nariz del tipo porcino, así como una mata de pelo grotescamente espesa y un par de dientes que parecían colmillos. No obstante, de una forma u otra, la combinación de estos rasgos tenía algo de fascinante. El extraño conjunto se veía completado por una antinatural masa muscular y una inusual forma de hablar, precisa y cortés, como si fuera un estudiante extranjero que hubiese aprendido a hablar inglés en un aula. Steve Jorgensen-Warner era distinto a todos los demás. Lo que los profesores ignoraban era que también superaba a todos en crueldad.
Una pequeña multitud se había reunido en la sala. Me alcé de puntillas y vi que el Gordinflón estaba de rodillas, con el rostro del color de la remolacha, resollante y sin aliento, con el brazo izquierdo del otro apretándole el cuello. Con la mano derecha, Steve seguía botando el balón, mientras conversaba tranquilamente con uno de sus compañeros de equipo. Me abrí paso hasta la primera fila. Un hilo de saliva descendía del labio inferior del Gordinflón, quien estaba clavando las uñas en el bíceps de Steve.
—¡Aire! —jadeó el Gordi—. Necesito… aire… Me ahogo…
Steve pidió disculpas a su amigo por la interrupción en su tan agradable charla y se giró hacia el rechoncho alumno de curso inferior a quien tenía sujeto por el cuello. El reflejo distorsionado de la cara del Gordinflón apareció reflejado en cada una de las pulimentadas placas de bronce, copas de torneos y fotos enmarcadas de jóvenes adultos vestidos con camisetas idénticas, cada uno de ellos más feliz y de aspecto más saludable que mi jadeante mejor amigo.
BOM. BOM. BOM. BOM.
Steve mostraba los colmillos al sonreír, sin que la sonrisa en ningún momento se extendiera a sus ojos.
—Ya sabes cuál es el trato, Gordinflón. Cinco dólares diarios. Y lo siento si antes no me expresé con claridad.
—Más… claro… imposible…
—Cinco pavos no son nada. No vas a encontrar otro chollo como este.
—Ayer… te di… todo lo que tenía…
—Ya. Si es verdad, ¿cómo se explica que no estés pidiéndome perdón?
—Mi tráquea… casi… no puedo hablar…
—«Perdón» es una palabrita de nada. ¿Por qué no quieres decirla?
—Perdón…
—Eso me ha sonido medio sincero, Gordinflón. Disculpas aceptadas. Arréglatelas para tener esos cinco pavos al final del día, y nos olvidaremos de hacerte más trastadas. Hasta la próxima vez, naturalmente.
Lo hubiera dado todo a cambio de ser la clase de chico capaz de abrirse paso entre los mirones y apartar a Steve de mi amigo. Pero intentar hacer realidad esa fantasía tan solo hubiera servido para que nos mataran a los dos. De hecho, empecé a alejarme en dirección contraria, pero me encontré ante el muro formado por los chavales que curioseaban, y los pies se me enredaron. Perdí el equilibrio, caí de espaldas y, para mi horror, terminé en el interior del círculo del tormento.
Steve parpadeó y me miró con sus ojos pequeños y brillantes. Soltó al Gordi, quien cayó de bruces al suelo, y se estrelló contra un charco formado por su propia saliva, y se giró. El botar de la pelota de baloncesto se fue ralentizando hasta emular el ritmo del corazón de una ballena cuyo sonido habíamos escuchado en un vídeo durante la clase de biología. El tiempo quedó en suspenso. Me sentí como uno de aquellos deportistas atrapados en efigie dentro de la vitrina para trofeos por toda la eternidad.
—Ah, Sturges… —repuso Steve—. ¿También quieres participar en todo esto? Excelente noticia.
A lo largo de los años había sido víctima ocasional de Steven Jorgensen-Warner, quien en el tercer curso un día me retorció y pellizcó la piel del antebrazo hasta causarme vivo dolor, por no hablar de la torcedura de muñeca que sufrí tras «tropezar» en las escaleras traseras del instituto durante el primer año de secundaria. Sin embargo, ninguna de estas agresiones había tenido lugar por mi culpa. Encogido en postura fetal, el propio Gordinflón me miró con espanto.
—Ah, vaya… —dije desde el suelo—. Tengo que volver a clase. Todos tenemos que volver a clase. ¿No os parece? Quiero decir, la clase va a empezar ya mismo. Quiero decir… Ah, vaya…
En la Cueva de los Trofeos, mi palabrería sonaba hueca a más no poder.
¡BOM, BOM! El bote del balón de pronto era mucho más vivo. El sonido de aquella pelota resultaba tan fiable como la cola de un perro a la hora de juzgar el estado de ánimo con el que uno tenía que vérselas con el animal. Una deslumbrante sonrisa se pintó en el rostro de Steve, quien vino hacia mí botando el balón a sus espaldas y por entre sus piernas. El muchacho estaba en su elemento. Si la sala hubiera contado con un aro de baloncesto, habría encestado de forma espectacular.
* Organización altruista que desarrolla programas en pro de la infancia colaboradora de Unicef. (N. del T.)