
12.
Era una ciudad habitada por trolls. El paisaje de estrechos senderos y estructuras torcidas discurría a lo largo de más de kilómetro y medio antes de sumirse en la oscuridad. Por todas partes había casuchas de adobe mal construidas, pero en su mayor parte estaban vacías, pues los trolls que las habitaban exponían los enseres en el clamoroso bazar. El humo ascendía de los puestos de comida, donde los pequeños cuerpos despellejados de lo que esperaba que fuesen ardillas y conejos estaban asándose en espetones. En otros puestos se vendían extraños objetos artísticos: emblemas amenazadores impresos en pergamino, piedras pulimentadas de tal manera que relucían como iluminadas desde el interior, asombrosos periscopios, metrónomos extravagantes y otras cosas no menos raras. El vapor subía de los puestos donde los herreros martilleaban las varillas de metal al rojo vivo. Otros comerciantes removían en calderos mejunjes viscosos que luego vertían en toscos cuencos de madera. Y todo el mundo estaba negociando y regateando: las monedas gastadas por el uso iban de tentáculo a garra, mientras que otros trocaban morrales llenos de ranas que croaban por frascos atestados de luciérnagas y, algo más allá, había quien examinaba con lupa y pesaba en balanzas unas piedras de aspecto idéntico antes de cerrar un trato.
Por esta metrópolis demencial se arrastraban, bamboleaban y andaban cabizbajos una serie de bestias de variedad indescriptible. Los primeros en fijarse en mí fueron un trío de mastodontes de tres metros de altura que estaban arrastrando los restos de una carrocería de automóvil enteramente cubierta por luces de Navidad. La complexión de estos tres trolls era inquietante, tenían barbas grisáceas que les llegaban a las rodillas y eran idénticos entre sí, únicamente distintos en los dibujos de sus cicatrices. De hecho, había otra diferencia más: tan solo uno de ellos tenía un ojo, una esfera protuberante que iba de un lado a otro con el nerviosismo de un pajarillo. El cíclope me vio y levantó el brazo para detener a sus compañeros, cada uno de los cuales tenía vacía la solitaria cuenca del ojo. Los dos ciegos empezaron a rezongar con disgusto, pero el otro entonces se quitó el ojo, que parecía estar reseco y arrugado, y se lo pasó a su acompañante de la derecha, quien lo llevó a su propia cuenca. De esta forma tan parsimoniosa, los tres me fueron viendo por turnos.
Me levanté, chorreando porquería. Siempre podía pasar corriendo junto a los tres gigantes y dejarlos atrás. ¿Acaso estaba más seguro en este lugar donde me encontraba?
La respuesta, ensordecedora, me llegó al momento. ¡¡¡ARRRGH!!! estaba muy cerca.
Me escapé del troll de la izquierda, que en ese momento no podía verme, y aunque pegó un manotazo en mi dirección, agaché la cabeza y eché a correr por una avenida principal. De pronto había trolls por todas partes, unos seres cuyas grotescas anatomías rozaban mi piel al pasar. Algunos de ellos eran de un tamaño verdaderamente colosal, por lo que me colé entre sus piernas. Otros no llegarían a medir dos palmos y correteaban a mi paso como sabandijas, subiéndose los unos encima de los otros mientras empuñaban escudos y espadas minúsculas. Los había que vestían capas andrajosas y blusas raídas decoradas con insignias ajadas. Otros iban envueltos en guerreras tejidas con cardos y zarzas. Sin embargo, la mayoría de ellos andaban desnudos, y yo los veía como una sucesión de colores borrosos: negro azabache, bronce bruñido, rosado como una lengua, rojo como la sangre.
Me abrí paso entre la multitud y choqué contra el mostrador de una carnicería. Despojos y carcasas salieron volando por los aires. Un troll bizco y sin nariz, vestido con un delantal mugriento y con un herrumbroso cuchillo de carnicero en la mano, gritó escandalizado. Emprendí la retirada hacia un grupo de clientes famélicos, que finalmente repararon en la presencia de un ser humano en su barrio. Se produjo una algarabía de roncos bramidos, reproches aflautados y gruñidos retumbantes. En respuesta a su llamada, de dos pasillos más allá llegó el grito de ¡¡¡ARRRGH!!!
Brazos peludos, manos escamosas y gélidos tentáculos fueron a por mí, pero conseguí liberarme y me escabullí por un callejón, abriéndome paso entre una familia de orondos trolls azulados cuyas alas esqueléticas empezaron a agitarse con nerviosismo. Una masa de dos metros recubierta de pelo amarillento —y extrañamente coronada por un par de velas encendidas— vino arrastrándose por la callejuela, portando una cabeza de cerdo ensartada en un palo, cosa que tomé por una especie de cetro de algún tipo, hasta que el ser amarillento empezó a mordisquearla. Un simple tentempié. Me aparté de su camino y me topé con una hilera de toscas carretillas cargadas con productos a la venta. Me hice a un lado y tropecé con un troll tan consumido que las costillas le atravesaban la carne. Cada una de ellas estaba ornada con unos anillos de piedras preciosas que tintinearon como una pandereta cuando expresó su disgusto a otro troll, carente de brazos y similar a un gusano gigante. El gusano tenía una hendidura en el estómago, que tomé por una herida de arma blanca, hasta que cuatro gusanillos asomaron las cabezas por la bolsa marsupial.
Los dos trolls interrumpieron su discusión y me miraron.
—Perdonen que les moleste —dije—. Eso que venden tiene una pinta estupenda. Lo digo en serio. Lástima que me he dejado la billetera en casa.
No tenía buena pinta, ni por asomo. La carretilla más cercana estaba llena hasta los topes de un producto parecido a los cereales del desayuno, pero en lugar de estar formado por avena, frutos secos y pasas, en su composición entraban cucarachas, pelos y dientes. Me giré para cambiar de rumbo y vi que un familiar gigantón cubierto de pelaje negruzco asomaba el hocico por el callejón. Sus ojos anaranjados se clavaron en los míos.
¡¡¡ARRRGH!!! soltó un resoplido tan potente que los dos trolls de menor tamaño cayeron derribados por la lluvia de mocos y salivas.
Salté por encima de la carretilla. Mi dedo gordo tropezó con un frasco, que se hizo añicos al caer, y unos dientes blancos rebotaron contra el suelo mientras las cucarachas salían corriendo en todas direcciones. Las pisadas de mi perseguidor resonaron a mis espaldas. Algo más allá, un troll con expresión infantil en el rostro apergaminado ataba las colas de caballo de otros dos trolls que tenían la cara moteada y estaban enzarzados en disputas diferentes; el troll con la extraña cara de niño estaba atándolos sin que los otros dos se dieran cuenta. Pasé bajo el nudo, salté sobre un hoyo del que emergía una humareda y atravesé un bajo vallado de alambre que circundaba a dos pequeños seres verdosos con colas peludas que estaban enfrentándose en combate. Me giré y vi que estaba rodeado de trolls ocupados en hacer apuestas, con monedas en la mano y protestando a gritos por la interrupción de la pelea. Me disculpé, a gritos también, y salté por el otro lado del vallado, perseguido por los dos pequeños trolls verdes.
De pronto me encontré en un barrio de mala nota. Oí los entrelazados retazos musicales procedentes de un acordeón desafinado y un gramófono desvencijado. Los rótulos de neón que hacían publicidad de marcas de cerveza, las luminosas señales de los semáforos y los rechinantes desechos de atracciones de feria, todo ello robado del mundo de los seres humanos, otorgaban un carácter alucinante, como de estroboscopio, a este reducto del vicio. Fui trastabillando como un borracho, hasta rebotar contra una troll muy pechugona, quien claramente estaba orgullosa del modo en que había modificado su cuerpo con los contenidos de un costurero. En lugar de dedos, en los pies tenía dedales metálicos, varios dedos de las manos habían sido sustituidos por pequeñas tijeras, sus pezones eran unos botones disparejos, y en lugar de cabellos tenía largas guedejas de lana. Me sonrió con lascivia. En sus encías desdentadas estaban clavadas centenares de agujas de coser.
Enfilé otro callejón. Grupos de trolls estaban apiñados en círculos, jugando a unos extraños juegos de guerra con piezas de piedra, y todo el mundo hacía trampa, pues podía ver las piezas de juego que llevaban escondidas en el pelaje. Otros corrillos estaban entretenidos en arrojar tapacubos de automóvil a un viejo poste de madera con una pelota amarrada en lo alto, mientras un troll anotaba el resultado trazando marcas en el suelo con sus garras. Por todas partes estallaban peleas. Estas riñas eran de tipo repentino, salvaje y generalmente breve; tras intercambiar unos cuantos golpes, las bestias rabiosas volvían a concentrarse en los juegos y las jarras de piedra llenas de hidromiel espumosa.
Lo más extraño de todo eran los televisores. En este barrio eran omnipresentes. Descomunales aparatos-mueble de los años setenta, pequeñas teles portátiles de los ochenta, lisos monitores de los noventa, así como modelos de alta definición propios de nuestra época. Algunos estaban amontonados en el suelo, mientras que otros se encontraban amarrados a postes de madera con alambre de espinos, pero todos lucían antenas improvisadas y estaban unidos a docenas de alargues que iban hasta los cuadros eléctricos situados sobre nuestras cabezas. Ninguno de estos aparatos estaba emitiendo programa alguno. Lo único que se veía en las pantallas era electricidad estática de distintas clases. Los trolls pagaban con dinero (o con unos pequeños roedores) por el privilegio de quedarse mirando, pegados a las pantallas boquiabiertos y con los ojos vidriosos, estas malas señales de recepción.
¡¡¡ARRRGH!!! estaba bastante menos fascinado por las pantallas. Mientras avanzaba entre caballetes y vallados, iba destruyendo televisores y volcando juegos de mesa y jarras de hidromiel por igual. Con el corazón en un puño, me metí en los callejones más angostos que encontré, deslizándome entre las chozas pegadas las unas a las otras, para que el troll no pudiera seguirme los pasos.
No funcionó. ¡¡¡ARRRGH!!! empezó a destruir las chozas sin contemplaciones. Me sentí como si estuviera corriendo delanta de un tornado. Hui tapándome la cabeza con las manos, a fin de protegerme de la lluvia de madera y metal, doblando por todas las esquinas que encontraba a mi paso. Las luces del barrio de mala nota fueron atenuándose, y reparé en que la población era mucho menor en este paraje. Ya no estaba corriendo sobre un pavimento enladrillado, sino que ahora estaba chapoteando en el barro. Cada una de las pisadas de ¡¡¡ARRRGH!!! resonaba como un gran pedrusco que impactaba en una ciénaga.
Al momento vi el brillo del agua. Las edificaciones eran cada vez más escasas, por lo que no tenía otro remedio que correr hacia ella. Con el ardiente aliento de ¡¡¡ARRRGH!!! en la nuca, cubrí la distancia en apenas treinta segundos. No se trataba del arroyo fresco y de aguas rápidas que había supuesto, sino de una zanja rebosante de excrementos que discurría por aquel mundo subterráneo. Cuatro o cinco trolls con colmillos enhiestos y ornados estaban diseminados junto a la orilla, ocupados en pescar con redes los desechos que fluían por la corriente. Este parecía ser el principal punto de entrada de gran parte de la basura empleada en la construcción de la ciudad de los trolls. A espaldas de cada uno de los pescadores se elevaba un gran montón de cacharros a la espera de ser clasificados.
Salté sobre el canal en su punto más estrecho y, clavando las uñas en la tierra, trepé por el talud con rapidez. Me encontraba en el mismo límite de la ciudad. Los ocasionales fuegos prendidos por trolls solitarios me permitían ver los puntales de madera que impedían que los barrancos se vinieran abajo. La luz era tenue cuando pasé por su lado, cosa que agradecí, pues los cuerpos que atisbaba a mi paso eran repulsivos, pertenecientes a unos seres tan viejos como descomunales, cuya inmovilidad sugería que tan solo aspiraban a morir en paz. Sus carnes estaban recubiertas de líquenes y hongos después de decenios de inactividad.
Una figura descabalgó de una de las tuberías en lo alto y se plantó ante mis narices. La luz de las hogueras arrancó destellos a sus antiparras de aviador y antebrazos forrados con chapas de refrescos. Las espirales de libretas que recubrían sus bíceps llegaron a rozarme; conseguí eludirlo, pero entonces los ocho ojos rojizos de Ojitranco aparecieron en la oscuridad a mis espaldas. Di media vuelta y eché a correr en una tercera dirección, pero me tropecé con ¡¡¡ARRRGH!!! cuyos colmillos siniestros relucieron en la oscuridad.
—Has perdido mucho tiempo. —La voz del hombre de metal me llegó por su viejo altavoz, entre chisporroteos de electricidad estática. Levantó la mano enfundada en un guante tachonado. De ella pendía el medallón de bronce—. Que no tenga que volver a decírtelo, Jim Sturges. Ponte esto antes de que sea demasiado tarde.
Me llevó unos segundos reconocer mi propio nombre. No era casualidad que me hubieran raptado, lo que implicaba que mi padre tenía razón: existían cosas empeñadas en atraparme por la noche. Pensé en los diez cierres de la puerta de nuestro hogar, y por primera vez en la vida ansié oír su rítmico ruido protector.
El hombre de metal me leyó el pensamiento.
—Tu padre, en su momento, rechazó este medallón —dijo—. No vayas a cometer ese mismo error.
Tenía agujetas por el agotamiento, y mi mente era incapaz de encontrar explicación a la locura de todo cuanto había sucedido. Quería gritar, pero no tenía energía para hacerlo. Encogí los hombros y agaché la cabeza, vencido por el hedor a aliento de troll y la fría comprensión de una verdad terrible. Me tapé la cara con las manos.
—Fuisteis vosotros —dije— los que os llevasteis al tío Jack.
—Sí.
—Los que amargasteis la vida a mi padre.
—Sí.
—Y ahora os habéis propuesto amargármela a mí también.
—Coge esto. —El medallón osciló levemente—. Cógelo y verás.
Resonó un ulular estremecedor. Bajé las manos. Las campanas tañeron en la ciudad, acompañadas por el sonido de decenas de cuernos. Me giré y vi que cien hogueras se apagaban a la vez, que las banderas estaban siendo arriadas, que los trolls plegaban los caballetes, que los carros y carretillas se alejaban del centro urbano en dirección a las afueras. El suelo empezó a temblar mientras los trolls se apresuraban a abandonar la ciudad. Muchos venían en nuestra dirección. La estampida estaba cada vez más próxima.
Y en ese momento vi el rayo de luz.
La luz estaba filtrándose por alguna grieta situada sobre nuestras cabezas, como lanzando un rayo al lodo ribereño del canal de desagüe. El rayo de luz se ensanchó, y oí que uno de los pescadores soltaba un extraño grito ahogado mientras caía derribado. Cundió el pánico. Empezaron a oírse gritos de terror, uno detrás del otro. Un segundo haz de luz impactó contra una torre inclinada en el centro de la ciudad.
—¡Tú! —El hombre de metal me puso el medallón en las narices—. ¡Coge esto! ¡Ahora mismo!
—Pero si vienen todos…
—Es lo que pasa todas las mañanas —cortó—. ¡Póntelo!
La luz del sol estaba filtrándose por decenas de hendiduras, convirtiendo el interior de la caverna en un tapiz de luces y sombras transitado por las formas en movimiento de un millar de ogros inimaginables. Un gran rayo de sol se proyectó a tres metros de donde me hallaba. El instinto me hizo dar un paso hacia él y la cálidez que ofrecía.
¡¡¡ARRRGH!!! y Ojitranco recularon horrorizados.
¿No me había dicho el hombre de metal que volvería a casa al amanecer? Aparté la vista de los monstruos que llegaban en tropel y le miré. Estaba jugueteando con la cadena del medallón, sin hacer el menor caso a la luz del sol que hacía retroceder a sus dos compañeros. Los aterrados trolls empezaron a pasar por nuestro lado, saltando con sus múltiples patas a fin de evitar la luz, chillando tan estruendosamente que la caverna sonaba como una torre de acero aplastada por un puño gigantesco. Los monstruos de mayor tamaño corrían a refugiarse en los túneles, mientras que los más pequeños reptaban por las paredes en vertical como si fuesen lagartos.
Di un nuevo paso hacia el rayo de sol.
—Si ahora no lo coges —prosiguió el hombre de metal—, mañana por la noche volveremos a por ti. Y haremos otro tanto la noche siguiente. Y la siguiente. Y la siguiente. Y esta va a ser tu vida, Jim Sturges, hasta que hagas lo que estamos diciéndote.
La amenaza era como para tomársela en serio. Me debatí entre las opciones que tenía. Ya no veía trazas de piedra, cemento o barro; todo lo ocupaba aquella serpenteante masa de cuerpos grotescos que estaban devorando el mundo como una plaga.
Al hombre de metal se le agotó la paciencia. Desenfundó ambas espadas de un modo que indicaba algún tipo de señal. ¡¡¡ARRRGH!!! se lanzó al asalto, y una zarpa colosal se cernió sobre mí como la pala de un buldócer, mientras Ojitranco se abalanzaba a su vez, con los tentáculos por delante y los ocho ojos formando una especie de trenzado continuo. Noté el pelaje sucio y las poderosas ventosas de pulpo, pero yo ya estaba lanzándome sobre el rayo de luz. Vi que mis manos se volvían blancas al entrar en el haz y quedé cegado por completo al situarme de lleno en él. La piel me dolió, a mis fosas nasales acudió el olor a chamusquina, en la garganta se agolpó el sabor de mi propio miedo, y de repente me encontré de espaldas, con todos los huesos doloridos, como si me los hubieran fracturado. Mi cabeza descansaba sobre una almohada suave y empapada en sudor.
Mi padre se detuvo ante la puerta entreabierta. Iba vestido con las ropas que se ponía el fin de semana para cortar el césped y estaba esforzándose en abotonarse el puño izquierdo de la camisa.
—Buenos días, hijo —saludó.
Se marchó por el pasillo.
Algo cayó a mi lado en el colchón. Lo cogí y grité.
Era el medallón.