
32.
Claire Fontaine llamó con los nudillos a la puerta veinte minutos más tarde de lo convenido, con el rostro enrojecido y quejándose de «esa tontería del festival» que hacía que la ciudad entera pareciese la fiesta de cumpleaños de un niño pequeño. Solté una risita, tan forzada que me repelió a mí mismo. Por suerte, Claire no prestó atención y entró. Cerré la puerta a sus espaldas y me dispuse a echar el primer cierre, presto a desgranar el repertorio entero: clic, rat-tat, zing, rat-tat, clac-clac-clac, zang, crench, zuit, rat-tat-tat, zut. De pronto me detuve. No iba a hacer eso con ella delante. Ahora era bastante más valeroso que en otros tiempos.
No eché los cierres de la puerta.
Claire no perdió detalle. En cuestión de segundos se fijó en las persianas de acero, los tres paneles de mandos de seguridad y los cables rotos del ventilador desgajado del techo de la cocina, que aún no había sido reemplazado. Me preguntó por mi padre, y tuve que confesarme ignorante de su paradero. Papá no estaba en casa, lo que no era normal, pues no pasaba más tiempo en San Bernardino Electronics que el estrictamente necesario. Volvió a escapárseme una risita forzada, y ella volvió a hacer como que no se había dado cuenta. Atravesó la cocina y dejó la mochila color rosado sobre la mesa del comedor, y un momento después estábamos disponiendo estratégicamente los libros de texto, el papel y los lápices sobre la mesa.
La primera hora resultó inútil. Yo no hacía más que olerla, sentir el calor de su cuerpo y decirme mentalmente que estaba con una chica en casa. No una chica del montón, sino la chica. De modo que me llevé una gran sorpresa cuando los cálculos correctos empezaron a cobrar sentido en el papel, como si mi lápiz estuviera poseído. Al cabo de dos horas de que Claire siguiera revelándome los secretos de la aritmética, la comprensión estaba abriéndose paso en mi mente como los primeros rayos del sol matinal en la ciudad de los trolls. Era posible que al final sorprendiera a Pinkton.
—¿Tienes miedo de que tu padre se enfade? ¿Es eso?
Yo tenía la cara tan pegada al papel que podía oler el grafito de la mina del lápiz. Levanté la cabeza y vi la gran bolsa de patatas fritas, que Claire colocó a un lado para mirarme bien.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Te has pasado la noche entera mirando la puerta.
—¿De verdad?
—Como si tuvieras miedo de verlo entrar armado con una barra de hierro para sacudirnos a los dos de lo lindo.
—Lo siento, pero mi padre nunca usaría una barra de hierro —dije.
Claire se sorprendió.
—¿Ah, no? ¿Qué es lo que usaría entonces? ¿Un palo de críquet?
—No, no, nada de eso. Mi padre no usaría nada de todo eso. Ni se le ocurriría meterse con nosotros. No puedo creer que esté contándote todo esto. Mi padre trabaja en el sector de la electrónica. Y se saca un extra cortando céspedes. Ni en sueños se le ocurriría pegarle a alguien. Es solo que… Es raro, porque casi nunca se queda a trabajar hasta tan tarde. Cuando llegue, sencillamente se sorprenderá un poco al verte, eso es todo, porque, bueno, porque no viene mucha gente a visitarme.
—Sí, ya me he fijado en todas esas alarmas. Impresionantes, desde luego. ¿Es que está prevista una invasión?
Me encogí de hombros.
—Siempre hay algo. Es lo que diría mi padre.
—¿Así? ¿Que siempre hay algo? ¿Estados Unidos es un país tan peligroso?
—Depende del lugar al que vayas. —Pensé en el espacio situado bajo mi cama—. Hay lugares peligrosos.
—Esta calle no parece ser muy peligrosa. A no ser que los pandilleros ahora acostumbren a vestir suéters con cuello de pico, sin que yo me haya enterado.
—No es una calle peligrosa. Lo que sucede es que mi padre es… impresionable.
—¿Y tu madre qué dice de todo esto? Por lo que sé, a las mujeres no suele gustarles vivir en una casa con las ventanas cubiertas por unas persianas de acero. Aunque sobre gustos no hay nada escrito, claro.
—Sí, es verdad que a mi madre tampoco le gustaba.
—¿No está con vosotros?
—No.
—¿Murió?
Su franqueza me pilló desprevenido. Me atreví a mirarla bien unos segundos y tan solo detecté una profunda curiosidad por su parte. Su falta de falsos pudores me llevó a responder con parecida sinceridad.
—Mamá se fue de casa cuando yo era pequeño.
—¿Cómo es eso? Con un chaval tan simpático como tú. Y un marido que no es de los que empuñan una barra de hierro.
Sonreí.
—Fue por… esto. —Señalé todas aquellas fortificaciones—. Es lo que pienso, vaya. Había problemas entre mi padre y ella, y yo estaba lo bastante crecidito para darme cuenta, pero nunca intuí que la cosa estuviera tan mal. Un día estaba en casa, todo parecía normal, y al día siguiente se fue.
—¿No estás en contacto con ella?
—No. Después de su partida, mi padre me contó cosas, no muchas, pero tuve la impresión de que mi madre tenía un pasado rarito, ¿sabes? A lo mejor había estado en la cárcel. Mi madre era una mujer lista, pero un tanto descarriada. Seguramente se casó con papá porque así tendría un poco de seguridad, podría llevar una vida distinta a la anterior. Pero mi madre sabe cuidarse. Estoy seguro de que se cambió la identidad y de que ahora tiene un nuevo marido y otro hijito pequeño. En México, quizás. O acaso en Hawái. O en una pequeña isla tropical en algún lugar.
—Es bonito por tu parte.
—¿El qué es bonito?
—Que te la imagines viviendo en un lugar hermoso.
Sus palabras me dieron que pensar. Era verdad que imaginaba a mi madre paseando por una playa, cuidándose de no pisar los erizos y estrellas de mar en la arena, aspirando el olor a sal y tratando de encontrar atisbos de su antigua existencia en el sol rojo que estaba poniéndose tras una montaña frondosa. Estas fantasías carecían de emoción, sin embargo, y por primera vez, me pregunté si esa falta de emoción no sería un mecanismo destinado a protegerme a mí mismo.
—Yo estaba en casa enfermo el día que se marchó —expliqué—. Estaba delante cuando se fue. No dijo ni media palabra. Sencillamente abrió los cierres y se marchó. Al cabo de un rato me levanté y cerré bien la puerta, echando todos los pestillos. No era más que un niño pequeño y me decía que era lo que tenía que hacer. Es un recuerdo que no me gusta, ¿sabes? El hecho de cerrar la puerta de ese modo a sus espaldas. El día siguiente era mi cumpleños, el primero de mayo, y pensé que, bueno, ya que no iba a quedarse ni para mi cumpleaños, pues que se fuera a tomar viento.
—Mi cumpleaños es el dos de mayo —comentó Claire.
—¿En serio?
—Sí. Nací en Inverness, Escocia, el dos de mayo.
—¿En Escocia? Yo pensaba que eras de Londres.
—¡De Londres! ¡Por Dios! ¿Es que no sabes reconocer el acento escocés?
—Bueno, son parecidos, ¿no?
—¿Parecidos? Amigo mío, ¡como se te ocurra decir un disparate semejante en las Tierras Altas, te van a hacer una cara nueva!
—¡Perdón! Yo… Supongo que no soy muy ducho en eso de los acentos.
—Oye, en mayo podríamos celebrar juntos nuestros cumpleaños.
—¿Una fiesta de cumpleaños? Hace dos segundos pensé que ibas a pegarme un mamporro, y ahora…
—Eso sí, yo tengo un año más que tú. Por lo que mis invitados seguramente serán algo más mayorcitos.
— Tú por lo menos tendrás invitados.
—Bueno, tú por lo menos tendrás a Tobias. Que vale por tres o cuatro invitados normales.
—El Gordi y yo últimamente no nos hablamos.
—El señorito Sturges —suspiró—. ¡Siempre metido en problemas!
Dejé el lápiz sobre las operaciones de cálculo y me giré.
—La verdad, no sé cómo te las arreglas. Llevo toda la vida en esta ciudad, y la gente me evita como si fuera una enfermedad. Tú llevas cinco minutos en el instituto, y ya tienes un montón de amigos. Le pegas una bronca al figura del colegio y, en lugar de recibir una tunda, consigues que todos te admiren. Tienes unos padres que hasta te pagan algo tan fantástico como clases de esgrima. Me dejas con la boca abierta. ¿Qué se siente al llevar una vida así? Lo pregunto en serio. ¿Qué se siente al llevar una vida tan… agradable?
Claire estaba enrollando un rebelde rizo de cabello en un dedo. Lo soltó de golpe, y el rizo cayó sobre su mejilla. Su expresión no era de estar ofendida ni irritada, sino más bien de sombría curiosidad, como si estuviera preguntándose si yo estaba preparado para escuchar una respuesta sincera. Me dije que seguramente no lo estaba, pero ya era demasiado tarde: se quitó la boina y agitó los cabellos, que se desparramaron en todas direcciones, como un ejército de serpientes. A continuación cogió la mochila color rosado que descansaba en la silla, la puso en la mesa, abrió la cremallera y sacó lo último que esperaba ver.
Ropas, unas ropas bonitas, la clase de prendas necesarias para convertir a una chica como ella en el bomboncito preferido por todos los alumnos de un colegio. Un elegante vestido color rosa con ribetes verdeazulados y una cinta para el pelo a juego. Un par de zapatos de tacón, dos relucientes aretes, un collar de perlas. Y cosméticos por un tubo: sombra de ojos, lápiz de labios, colorete, laca de uñas y muchas otras cosas que no acerté a identificar. Lo último que sacó fue un frasco de desmaquillador medio lleno. Lo sostuvo un momento en la mano, como si tuviera mayor importancia que todo lo demás.
—Es verdad que nuestra vida es agradable —dijo midiendo las palabras—. Vivimos en una casa. Mamá siempre la mantiene limpia y ordenada, porque es lo que le gusta a papá. También tenemos aficiones muy finas. No solo me han hecho ir a clases de esgrima, sino que también he tomado lecciones de piano, de canto… Lo que haga falta para que una familia escocesa esté bien considerada por sus vecinos americanos. En casa siempre comemos bien, de forma saludable: carne de pavo, patatas, verduras… Papá insiste en que tenemos que comer lo mejor. También vestimos con elegancia. Muy elegantemente. Si un día pasaras por delante de nuestra casa y te asomaras a la ventana a la hora de cenar, seguramente dirías que la nuestra es la familia más fina en todo San Bernardino. La familia perfecta, como esas que aparecen en las telenovelas. Lo único que falta es el perrito tan simpático y el vecino medio chiflado.
La mochila color rosado estaba volcada sobre la mesa entre ella y yo, como un insecto recién disecado en el laboratorio, abierto en canal y mostrando sus secretos más feos.
—Los monstruos no siempre tienen aspecto de monstruos —dijo ella.
¿Quién iba a saberlo mejor que yo mismo? Ojitranco y ¡¡¡ARRRGH!!! eran pesadillas andantes días atrás, pero ahora se habían convertido en los amigos en quienes más confiaba. A todo esto, había otros seres de apariencia perfectamente normal que se movían por la vida haciendo gala de una bondad por completo fingida: los Steve Jorgensen-Warners de este mundo, los profesores Lempkes, los Nullhullers en su momento camuflados como niños humanos que según Ojitranco copaban tantos altos cargos en el gobierno de Washington. Era posible que el señor y la señora Fontaine encajaran en la misma categoría y estuvieran exigiendo a su hija una personalidad tan ficticia como impostada.
—Lo siento —repuse.
—No tienes que disculparte. No lo has dicho con mala intención. Lo has dicho porque piensas que vivo en un lugar de maravilla, tan fantástico como el de tu madre, por mucho que ninguna de las dos nos lo merezcamos. Eres un buen chico, Jim Sturges. Un poco melancólico, pero bueno.
—Entendido —dije—. La verdad es que me gusta cómo lo dices.
Si tengo suerte y vivo para convertirme en un anciano, cuando esté tumbado en la cama del hospital conectado a un aparato electrónico medidor de la distancia precisa que me separa de la muerte, mi mente visualizará de forma continua unos pocos recuerdos escogidos, pues querré dejar este mundo en compañía de las imágenes más preciosas. Lo que sucedió a continuación será uno de esos recuerdos.
Claire Fontaine, la clase de chica tan segura de sí misma como para comerse el mundo un día y ponerse al mismo nivel que los que descollasen más alto, en ese momento extendió las manos y me cogió las muñecas. Las puntas de sus dedos subieron por mis antebrazos y a continuación tiraron de mí con fuerza. Sus cabellos, tan rebeldes como siempre, fueron lo primero en rozarme, y recuerdo el sedoso cosquilleo de cada uno de sus pelos en mi mejilla. Y entonces estuvo tan cerca de mí que ya no pude ver más, y Clarie se convirtió en el borrón más hermoso del mundo.
A pesar de todas mis fantasías, nunca había pensado seriamente en la sensación que unos labios suaves podían crear al apretarse contra otros labios.
El teléfono se encargó de que no disfrutásemos demasiado del momento. Claire se arrellanó en la silla y enarcó una ceja, como si mi desempeño le pareciera raro que reaccionara tan rápido al oir la llamada. Parpadeé unos segundos al mirarla, mientras mi mano iba a agarrar aquel estúpido aparato estridente que merecía ser destrozado sin contemplaciones. Era mi padre, por lo que hice un gesto a Claire, me levanté y respondí a su llamada mientras entraba en la tenue luz de la cocina.
—¿Estás bien? —pregunté.
Su voz sonaba exhausta.
—Ahora no puedo explicarte, Jimmy. Pero volveré a casa un poco más tarde. No quería que te preocupases. Hay algunos congelados en el frigorífico. Puedes calentarte una lasaña de queso y ajo. Me parece que también hay una ración de ternera con brécol. Son cosas que te gustan. Tú ve comiendo. El día ha sido complicado, y todavía he de hacer unas cuantas cosas antes de volver a casa y… Ni siquiera sé qué es lo que va a pasar cuando vuelva a casa.
—La situación es un poco rara en este momento —dije—. Me hago cargo. Pero nos las arreglaremos. Todavía no has visto a los otros. Sí, reconozco que todo te va a parecer bastante extraño. Pero si nos reunimos un momento, podemos explicártelo todo, ¿entendido? Tan pronto como se haga de noche, y no antes.
—Ya es de noche —informó mi padre—. Vuelvo algo más tarde. Cuídate.
Colgó. Su comportamiento desde luego me resultaba un poco inquietante, pero aún me sorprendió más lo que acababa de revelarme: en la calle se había hecho de noche. Me apoyé en la encimera del fregadero y miré por entre las persianas de acero. Las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de los focos del jardín, lo que era indicio seguro de que llevaban un buen rato encendidos. Las horas habían pasado volando. Me eché a reír. Las matemáticas nunca habían resultado tan divertidas.
Claire gritó.
Hizo un ruido gutural, como si estuviera tratando de liberarse de un abrazo no deseado. Algo de madera crujió, y oí un resonante golpe metálico. A continuación me llegó el sonido de unas carreras, con muchos más pies de lo esperado, seguido por una horrorosa serie de ruidos: un chasquido musical, como el de una cuerda de instrumento al romperse; el sordo desgarrarse de varias gruesas capas de tela; el astillarse de la madera que unos dientes enormes estaban mascando.
—¡Claire! —grité.
Con su nombre todavía reverberando en mis labios recién besados, entré en la sala de estar a la carrera, donde tan solo me detuvo la comprensión de los desastres que habían tenido lugar: de Claire no quedaba más rastro que su boina; su silla estaba volcada y hecha trizas en el suelo; en la esquina de la mesa había una gran abolladura, allí donde algo enorme le había dado con la rodilla al escapar; los blancos pájaros de nuestros papeles con operaciones matemáticas estaban planeando en el aire, en una especie de lento descenso ominoso. La rosada mochila había desaparecido: Claire se las había arreglado para agarrarla, aunque no entendía muy bien de qué podía servirle.
En mi dormitorio me encontré con una tormenta de nieve formada por los retazos de espuma del colchón en suspensión. En el centro de la cama había una enorme perforación, como una boca enorme, que lo había roído todo: el colchón, los muelles, todo. Salté al borde de aquel agujero y vi los últimos movimientos de los tablones del suelo mientras la escalera secreta volvía a cerrarse de forma hermética.
Los gritos de Claire resonaban desde abajo, atrapados en el fantasmal espacio del suelo de tablones, los cimientos de hormigón, la arcilla, cada vez más abajo, mundo tras mundo de miedo sobre miedo.
Me situé en el centro del agujero hecho en la cama y pateé el suelo con los tacones, gritándole que se abriera de una vez. Los mordisqueados bordes de los muelles me rasguñaron el torso cuando me puse de rodillas y clavé las uñas en los espacios entre uno y otro tablón. Ya podía ser todo un cazador de trolls, pero no sabía cómo abrir esta trampilla, y en ausencia de ese conocimiento no podía mostrarme más inútil en este momento.
Mis gritos en demanda de auxilio dirigidos a Ojitranco retumbaron por todo el cuarto. El troll se dejó caer por la puerta abierta del armario con el sonido de un nido de serpientes, con sus ocho ojos enrojecidos y pestañeando para librarse de las legañas del sueño. Yo seguía clavando las uñas en el suelo, pero unos tentáculos demasiado numerosos como para oponer resistencia me rodearon el torso y levantaron en volandas, hasta elevarme sobre la cama con un cráter en su centro.
—¡Suélteme! ¡Tenemos que salvarla!
Me debatí en el aire, hasta que toqué con los pies el suelo sembrado de retazos de espuma de colchón. Los apéndices de Ojitranco me tenían aprisionado desde atrás, y cuanto más me debatía, con mayor fuerza me apretaban. Los tentáculos empezaron a rezumar cuando se puso a hablar, en un tono exasperante que yo no quería oír de ninguna de las maneras, informándome de que bajo aquellos tablones estaba preparada una emboscada. Se trataba de una táctica bien conocida, a la que había hecho referencia en el volumen doce de su obra.
Aunque me negaba a creerlo, los oí y los sentí directamente bajo mis pies, una partida de Gumm-Gumms situados bajo los tablones, riendo de forma repugnante y babeando de placer ante la perspectiva de clavar los dientes en una adolescente fresca. Claire estaba en sus manos indescriptibles, e iban a llevársela a unos lugares inimaginables… Y yo tenía la culpa. Gemí con desespero y empuñé mis espadas con la idea de cortar algo, lo que fuera, nada más que para disfrutar del destrozo.
Los ocho ojos de Ojitranco bajaron a mirarme como flores que estuvieran abriéndose y relucieron de forma tan deslumbrante que tuve que protegerme de aquel brillo cegador. El viejo troll respiró hondo a continuación, y sentí contra la espalda los cálidos latidos de numerosos corazones y el hincharse de por lo menos cuatro pulmones colosales. Un sonido se elevó desde un lugar situado en sus entrañas. A poco volumen primero, como un tren que pasara a lo lejos, pero al momento se le fueron añadiendo la octava superior de los gritos de las ballenas y el estridente eco metálico de los timbres de bicicletas montadas por chavales que no se resignaban a la muerte del verano ni al final de la niñez, así como otros ruidos propios de seres glotones.
Se trataba de una llamada, lo bastante alta para ser oída en todo el vecindario, siempre que uno tuviera los oídos adecuados. El medallón empezó a arder en mi pecho; olí que la piel se me chamuscaba junto al corazón. A pesar del dolor, la traducción resonó fuerte y clara, y me llevó a contener el aliento.
—¡¡¡CAZADORES DE TROLLS!!!
Ojitranco seguía abrazándome y aullando, y yo también aullé, enviando un mensaje de ánimo a Claire y a todos los que faltaban: resistid.