35.

 

Mi padre se había pasado la vida entera hablándome de aquel lugar, pero yo siempre lo había evitado. Lo que resultaba fácil: durante una generación, la gente estuvo eludiéndolo por causa de una desagradable leyenda urbana sobre un muchacho desaparecido bajo el puente en los años sesenta. Y después, en la década de 1980, un nuevo desvío en la autovía hizo que el puente dejara de ser útil para los automovilistas.

Hoy tan solo existía como último refugio para los yonquis sin hogar. Di un paso hasta situarme bajo su sombra y estudié con aprensión los bloques de hormigón sujetos en lo alto por gruesas vigas de hierro. A un lado, junto a la mayor concentración de botellas de cerveza vacías que yo hubiera visto en la vida, había una pared de cemento cubierta de pintadas: seres demoníacos con cierto parecido a ¡¡¡ARRRGH!!!, así como consignas estúpidas, pero tajantes, del tipo ¡Harpakhrad Vive! La estructura estaba en un estado deplorable, pero tenía el misterio de unas antiguas ruinas. Aquí había sucedido algo importante, y lo notabas.

Jack deambulaba con el astrolabio en la mano, como quien trata de encontrar cobertura telefónica. ¡¡¡ARRRGH!!! restregaba el hocico contra cualquier superficie pegajosa para lamer tanto el moho como los excrementos de los pájaros. Los tentáculos de Ojitranco revolvían y palpaban en busca de una posible entrada oculta a la vista. Pasaron varios minutos, que se convirtieron en media hora. El Gordi y yo intercambiamos unas cuantas miradas de pánico, hasta que Jack le propinó un puntapié a una gran columna y varios fragmentos de hormigón salieron volando en dirección al canal.

—¡Este es el lugar! ¡Está claro!

—Los Gumm-Gumms —secundó Ojitranco—. Puedo sentirlos en cada poro de mi cuerpo lozano.

—Pero no termino de dar con la puerta. No la encuentro.

—La Máquina, Jack. Acuérdate de la Máquina, y la necesidad de combatir terminará por prevalecer.

Un golpe sordo interrumpió este diálogo. ¡¡¡ARRRGH!!! estaba acuclillada sobre una ajada caja de cartón que acababa de tirar al suelo. La mugre iba manchando el hormigón mientras la caja giraba sobre sí misma. Jack no lo dudó: desenvainó el Victor Power y fue a por la caja de cartón como si se propusiera ensartarla con la espada.

¡¡¡ARRRGH!!! levantó la manaza con calma, a fin de bloquearle el paso.

—No quedar otra —dijo.

—¡Tonterías! —exclamó Ojitranco—. ¡Siempre puedo duplicar mis esfuerzos! ¡Triplicarlos! ¡Cuadruplicarlos!

La troll agarró la caja de cartón con una expresión juguetona que resultaba difícil de creer.

Jack advirtió a voces por medio de su altavoz:

—¡Suéltala, o juro que te la quito a estocadas!

¡¡¡ARRRGH!!! babeó al sonreír a su amigo humano con los dientes forrados en alambre. Metió la mano con cuidado en el interior de la caja y sacó el Ojo de la Maldad. El globo amarillento botó ligeramente en la palma descomunal, y los largos tallos oculares fueron sacudiéndose como algas en tiras mojadas. Del interior del inmundo globo de carne llegó un chillido agudo e infantil.

Aquella cosa exigía ser alimentada.

—¡Suéltalo! —ordenó Jack.

El Ojo sujetó el brazo izquierdo de ¡¡¡ARRRGH!!!, pero ni por asomo era tan fuerte como ella, por lo que en cuestión de segundos se encontró colgando del bíceps. Ojitranco cerró sus tentáculos en torno a las dos piernas, pero sin mostrarse muy optimista. El Gordi me miró con desespero, y ambos tiramos de ¡¡¡ARRRGH!!!

El Ojo de la Maldad hundió sus largos dedos fibrosos en la cara de la troll, lo que puso punto final a los esfuerzos de los cazadores de trolls. La coraza de Jack hizo un ruido estruendoso cuando se estrelló contra el suelo. Ojitranco acabó contra una de las columnas, provocando un pequeño desprendimiento de fragmentos de hormigón. El Gordi y yo empezamos a rodar por el suelo, unidos en un abrazo desesperado. Finalmente nos detuvimos, y vi que el blando cuerpo del Ojo palpitaba mientras absorbía la lucidez mental de nuestra amiga.

En una de las columnas se abrió una puerta de acceso al mundo de los trolls. Iba a anunciárselo a los demás, pero de pronto aparecieron docenas más, que iban abriéndose y cerrándose de golpe en todos los lugares: en las columnas, en el hormigón, en el suelo que estábamos pisando. ¡¡¡ARRRGH!!! había hecho su trabajo, pero el Ojo había contraatacado abriendo accesos adicionales para confundirnos. A todo esto, la troll estaba terminando de perder la cabeza por completo: se lanzó contra sus antiguos amigos y empezó a arrancar trozos de hormigón y del lecho del canal, a tirar desperdicios por los aires como si fueran unos insectos asquerosos.

Los tentáculos de Ojitranco recogieron una decena de pedruscos afilados.

Desenvainé el Gato Seis. ¿Iba a tener que herir a mi amiga o algo peor?

¿O las cosas sucederían exactamente al revés?

Me fijé en que Jack era el único que no había echado mano a sus armas. Permanecía inmóvil, con los brazos en los costados.

Cogí al Gordi del brazo para que hiciese alguna cosa.

—¡No, Jim! ¡No es un buen momento! ¡Está hecha una furia! ¡Mejor esperamos un poquito!

—¡Ayúdame a subir! —grité—. ¡Ahora mismo!

—Por Dios, por Dios, por Dios —murmuró el Gordi mientras corría a situarse tras la enloquecida ¡¡ARRRGH!!!

Se arrodilló y entrelazó las manos. Puse un pie en ellas, y me lanzó hacia arriba, como había hecho un millar de veces en el pasado. Durante un momento delirante me encontré suspendido en el aire, hasta que el rostro se me llenó de pelos. Rodeé con las extremidades el músculo de un brazo mayor que mi cuerpo entero.

¡¡¡ARRRGH!!! sacudió el brazo como si le molestara un mosquito, pero fue a por Ojitranco y dejó de prestarme atención. Me sentía como si estuviera subido en una mareante atracción de feria. Aparté la cara de aquella alfombra de pelaje pestilente, me agarré a ella y empecé a trepar por el hombro. El Ojo de la Maldad se estaba proyectando hacia delante rezumando viscosidades, a fin de cubrir todavía más el rostro de la troll. Dos de los tallos oculares terminaron por insertarse tanto en el interior de la nariz que terminaron por reaparecer por la boca, como si se hubieran equivocado de dirección. Una puerta de acceso al mundo de los trolls se abrió en el hormigón y derribó a Ojitranco entre un amasijo de tentáculos. ¡¡¡ARRRGH!!! soltó un bramido, aprovechó el momento y situó sus pies colosales a uno y otro lado del vencido troll intelectual, al tiempo que levantaba el puño para asestar el golpe mortal. Apunté con el Gato Seis, pero estaba demasiado lejos del Ojo para clavarla.

Segundos antes de que Ojitranco fuera a morir aplastado, percibí el sonido de una canción.

El sol se sume en la oscuridad,
 y se pierde para siempre en el invierno,
 mientras los trolls navideños salen de los agujeros
 bajo el monte yermo.

Saturno apresó a los titanes en la Tierra,
 y los hijos de los dioses vuelven a cubrir la Tierra entera.
 Pero volverán a bajar otra vez haciendo cabriolas
 cuando se abran los pasajes del subterráneo infierno.

La melodía era frágil y tosca, pero precisamente era ese carácter primitivo el que la dotaba de emoción melancólica. Agarré un buen puñado de pelambre, me puse de lado y vi que Jack estaba acercándose, con la máscara en una mano y el astrolabio en la otra, y las espadas cruzadas por detrás. Por increíble que pareciera, el joven guerrero estaba cantando.

Llegan galopando por los cielos,
 los Yolerei, la partida que Odín manda.
 Anuncian la muerte, y el trueno retumba,
 sobre los pobres, famélicos desgraciados.
 Se abren los pasajes del subterráneo infierno.

El brazo de ¡¡¡ARRRGH!!! se disparó como un camión de la basura fuera de control. Pasó a pocos centímetros de la cara de Jack, arrebatándole el astrolabio, que se estrelló con ruido metálico entre las botellas rotas del suelo. Jack tragó saliva una vez y, así liberado del miedo, prosiguió con la canción:

Los platos están hechos trizas y la comida
 se ha echado a perder en las mesas.
 ¡Sin duda es obra de los Kalikantzari!
 Estos trolls en invierno descienden por las montañas de Grecia,
 para llevarse a los niños pequeños que duermen en sus casas.

¡¡¡ARRRGH!!! sacudió ligeramente el hocico cuando se acordó vagamente de esta nostálgica tonada. Bajó la cabeza dotada de grandes colmillos para contemplar bien a este curioso ser tan pequeño, pero su frente peluda al momento se irguió con sorpresa, cuando Ojitranco se sumó a cantar con elegante voz de tenor:

Para protegerse de sus desmanes,
 el fuego en el hogar tiene que arder vivo en Navidad,
 y sobre la repisa descansará la gran mandíbula de un cerdo.

Hay que imaginárselo. Cuarenta y cinco años atrás, Jack justo acababa de conducir a los cazadores de trolls a la victoria contra los Gumm-Gumms, en una campaña que fue atenuándose a lo largo de octubre y noviembre, hasta llegar a diciembre. Para un niño, la Navidad es la Navidad, y el ansia de volver con su familia en ese momento tuvo que ser abrumadora. Por suerte había una canción navideña que pocos trolls conocían —entre ellos, su primer intelectual—, una tonada que Ojitranco solía cantar al muchacho mientras ¡¡¡ARRRGH!!! le acunaba entre sus brazos peludos. Aquel fue su primer ritual familiar. Los rituales forjados en la guerra son una cosa. Los que crea el amor son otra cosa muy distinta.

Me resultó fácil encaramarme por la troll de pronto inmóvil.

El Ojo de la Maldad centelleó al verme en el último segundo, y sus venas rojizas se hincharon hasta alcanzar el tamaño de mis antebrazos, mientras la pupila se ensanchaba en aquella tan irresistible charca de oscuridad. Pero no era lo bastante irresistible. Descargué varios golpes con el Gato Seis y cercené unos cuantos tallos oculares. La canción de Navidad dejó de sonar mientras el Ojo borboteaba dolorido y retiraba sus extensiones del cuerpo en que se había hospedado. ¡¡¡ARRRGH!!! empezó a escupir, y los tallos oculares salieron despedidos por todas partes, yendo a caer al suelo como gusanos partidos en dos. Con la misma zarpa que acababa de amenazar a Jack y a Ojitranco, se arrancó el Ojo de la cara, en compañía de un frondoso puñado de pelaje. Lo tiró contra una columna de hormigón, y el Ojo se estrelló contra el suelo.

¡¡¡ARRRGH!!! se dejó caer hasta sentarse y llevó las manos al pedrusco alojado en su cráneo. Jack se subió a sus piernas de un salto y le acarició el rostro, sin reparar en el pus que se filtraba de sus ojos y la sangre que manchaba sus labios. Ojitranco también se acercó y, con delicadeza, pasó uno de sus tentáculos por las heridas recientes. Terminé de bajar al suelo y apoyé la mano en la pegajosa pelambrera a fin de recuperar el aliento.

Por casualidad, en ese momento vi que el Ojo de la Maldad estaba arrastrándose como una babosa, dejando un reguero de viscosidad translúcida a su paso. No habíamos reparado en que todos los accesos al mundo de los trolls se habían cerrado menos uno. Tartamudeé y pateé el suelo. Uno de los ojos de Ojitranco tomó nota; un momento después, los ocho estaban mirándome.

—¡Usted, el bien nutrido! —gritó Ojitranco—. ¡Siga a ese Ojo!

El Gordi y yo nos miramos.

—¿Yo? —pregunté—. ¿Él?

—¡El mejor alimentado de los dos!

—¿Yo? —preguntó el Gordi—. ¿Él?

—¡El corpulento! ¡El orondo! ¡Vamos, vamos!

—¡El corpulento! —Empujé al Gordi—. ¡Ese eres tú!

Mi amigo rebuznó como un asno, se armó con un fragmento de hormigón del tamaño de una pelota de balonmano y se lanzó al asalto. El Ojo redobló su velocidad de oruga. Por muy rápido que fuera el avance del Gordinflón —y yo nunca le había visto correr tan rápido—, el Ojo ganó terreno, y la punta de sus tallos oculares entró por la puerta unos segundos antes de que llegara el Gordi. La puerta empezó a cerrarse, pero mi amigo arrojó el fragmento de hormigón y bloqueó su movimiento.

—¡Sí, señor! —exclamó—. ¿Lo habéis visto? ¿Qué os ha parecido? ¿Eh, eh?

—¡Ajá! ¡Jijó! —gritó Ojitranco—. ¡No nos has fallado, rollizo guerrero! ¡Amigos cazadores, ha llegado el momento de empezar la cacería!

Mientras recuperábamos el aliento, el Ojitranco extendió todos sus tentáculos y los movió, por arriba y por abajo, hasta trazar un cambiante dibujo líquido que daba la impresión de estar capturando la noche entera en su trazo. Yo estaba mirándolo fascinado. Ojitranco finalmente se puso a hablar, en tono suave primero, pero con creciente grandilocuencia después.

—No vamos a volver a desesperar, amigos míos, esta noche no. Si la tristeza o el arrepentimiento están enfriando vuestro ánimo, permitid que os conforte con el aguardiente de lo que está por venir. ¡Ah!, mis cuatro estómagos se enturbian cuando huelo la sangre de los trolls que oscurecen los lodos de las profundidades. Es posible que en las guerras del pasado participaran centenares de cazadores de trolls y que esta noche tan solo seamos cinco, pero mucho mayor será nuestra gloria. ¡Ahora seguidme, con una valentía tan grande como la de los legendarios trolls montañeses del Viejo Mundo! ¡Seguidme con las espadas tan afiladas como para cortar en el aire nuestros propios gritos de venganza! ¡Mirad en derredor, soldados! ¡Esta es una de esas noches de leyenda! ¡Las nuestras son las circunstancias penosas que han inspirado las mejores canciones! ¡Y una vez que hayamos destruido al enemigo, hermanos y hermana, tened por seguro que seremos agasajados cual reyes y reina en la Avenida de los Vencedores!

El pecho se me hinchó de orgullo.

—¡La Avenida de los Vencedores!

—¡Y veremos que inscriben nuestros nombres en la Torre de la Verdad!

—¡La Torre de la Verdad! —repetí.

—¡O, de lo contrario, en las lápidas del Cementerio de la Gloria!

—¡El Cementerio de…! Un momento… ¿Qué ha querido decir con eso?

—!Aceptaremos uno u otro destino con tanta alegría como si fuera una jarra de bilis hervida y espumosa!

—Sí. —Jack desenfundó las espadas—. ¡Sí!

¡¡¡ARRRGH!!! se irguió tambaleante.

—Sí, eso ser.

—Urrrmg, bleennhh, plaarff —rezongó el Gordinflón—. Si nadie traduce, yo no me entero de nada. Pero bueno, en realidad ha quedado claro.

Los cazadores de trolls echaron a correr hacia la puerta. Respiré hondo y me miré las zapatillas de deporte desgastadas, tratando de recabar ánimos parecidos. Junto a las zapatillas, entre una abollada petaca de licor y un recipiente de plástico con restos de salsa barbacoa, yacían los maltrechos restos del astrolabio. Me arrodillé para recogerlos.

—No lo hagas —dijo Jack—. Esto se queda aquí.

Los ojos le brillaban, pero parecía tranquilo. Miré su rostro y contemplé el puente gigantesco sobre nuestras cabezas y el resto de esta húmeda catacumba sembrada de basura. El lugar estaba tan hecho polvo como mi propio padre, pero también había servido para enmendar algunos de los errores del pasado. Jack me tendió la mano. Sujeté su antebrazo, pues prefería el roce de las espirales de alambre a las tachuelas de sus guantes. Terminó de ayudarme a levantarme, y nos quedamos así unidos unos segundos más de lo necesario. La historia seguramente había presenciado unas muestras de hermandad más extrañas, pero no muchas.

Antes de que la puerta se cerrara a mis espaldas, atisbé a ver un vehículo solitario que había escogido pasar por el puente viario de Holland. Era un largo camión de transporte, y los lados metálicos de su caja con remolque mostraban unas abolladuras que sugerían que algo en su interior estaba luchando por liberarse. El camión estaba dirigiéndose a la parte de la ciudad donde estaba el centro comercial, los parques bien cuidados y, quizá lo principal de todo, el museo famoso en todo el mundo.