22.

 

Los barrios de las afueras ahora me parecían vulnerables. Las casas estaban construidas con paredes endebles, y no con sólida piedra; los vallados de madera resultaban ridículos a la hora de proteger una parcela de tierra; los buzones decorados y los macizos de flores invitaban al vandalismo porque sí. Cada idéntica hilera de casas llevaba a pensar en una fila de huevos a la espera de ser pisoteados.

Estábamos tumbados de bruces, descansando sobre nuestros codos entre los arbustos de un jardín trasero. ¡¡¡ARRRGH!!! se había camuflado al revés, irguiéndose cuan larga era para que la confundieran con un árbol. A quince metros de distancia había una casa pintada de color rosado claro. Yo no hacía más que forzar la vista para tratar de detectar la presencia de trolls entre los macizos de flores, las herramientas de jardinería tiradas por el suelo, el oscilante columpio del porche, la serpenteante manguera para el agua.

—Allí —dijo Jack—. Allí. Allí. Allí. Allí.

Necesité varios minutos para ver a los Nullhullers. Escondidos entre las sombras y envueltos en unas ajadas guerreras grisáceas, eran del tamaño de monos y sus brazos y piernas larguiruchos no eran adecuados para transportar sus cuerpos obesos. Tenían los ojos redondos y negros por completo, y sus narices eran oscuras y moqueantes. Lo más llamativo eran sus bocazas, tan anchas que las comisuras casi llegaban a tocarse en la parte posterior de la cabeza. Avanzaban arrastrándose, y las partes superiores de sus cráneos oscilaban arriba y abajo como tapas de contenedores de basuras.

—Maldita sea —murmuró Jack—. Veo que viene un sexto bicharraco.

—¿Y qué? ¿Es más peligroso? —pregunté.

—Esos odiosos cretinos de los Nullhullers suelen moverse en grupos de cinco —informó Ojitranco.

Otros cuatro seres obesos y de extremidades larguiruchas se unieron a los recién llegados, y de pronto fueron diez los monstruitos que no cesaban de reír y resoplar. Ocho de ellos estaban señalando una de las ventanas del primer piso, aunque me resultaba imposible comprender cómo unos seres tan gordos iban a poder escalar por la pared. A todo esto, los otros dos empezaron a garabatear en un lado de la fachada con lo que parecían ser unas tizas rojas. Trazaron un círculo, y una estrella invertida en su interior. Reconocí el símbolo de Satán, tan del gusto de los alumnos del instituto aficionados al heavy metal.

—¿Es que los Nullhullers son satanistas? —pregunté susurrando.

—No diga tonterías, por favor —me reprendió Ojitranco—. Son irlandeses. No solo eso, sino que forman una tropa tan desordenada que se sienten naturalmente atraídos por el orden en todas sus formas. De ahí que viajen en grupos de cinco y que tengan por costumbre dibujar esos símbolos tan perfectamente simétricos. En su momento descubrieron por accidente que este símbolo en particular metía el miedo en el cuerpo a los humanos que habitan en los barrios residenciales, siempre dispuestos a culpar de toda agresión a otros humanos creyentes en deidades impuras. Hay que reconocer que se trata de una añagaza ingeniosa.

Los Nullhullers parloteaban, lo que nos indicó que estaban a punto de pasar a la acción. Los diez formaron un círculo de sigual, temblaban de excitación y abrían las bocazas dejando al descubierto unos pocos dientes cuadrados, semejantes a fragmentos de granito.

—Están ustedes de suerte —dijo Ojitranco—. Van a presenciar el que posiblemente sea el ritual más abominable de cuantos existen en el mundo de los trolls.

Los orondos cuerpos de los Nullhullers empezaron a alzarse y temblar. Gruesos regueros de saliva caían de sus bocas abiertas, seguidos por una grasienta materia marrón. Sus cuerpos emitieron una sinfonía de sonidos ahogados al tiempo que una gruesa bolsa translúcida emergía de las gargantas abiertas. Cada bolsa tenía casi el mismo tamaño que un Nullhuller y contenía objetos blandos y de distintos colores y formas. Cuando de las bocas de los Nullhullers acabaron de salir todas las bolsas, estas se quedaron palpitantes y temblorosas sobre la hierba.

—Así que dedicamos la noche del sábado a mirar cómo unos trolls echan la papa —comentó el Gordinflón—. Pues qué bien, Jim. En la vida me había divertido tanto.

—Los Nullhullers son conocidos por su astucia —dijo Ojitranco, no sin cierto respeto—. Sabedores de que su masa corporal les impide moverse con rapidez, expulsan sus órganos internos por un breve lapso de tiempo. Solo se quedan con el corazón, y así se convierten en los trolls más livianos del mundo.

Transformados en seres tan ligeros y vacíos como fundas de almohada, los Nullhullers treparon por el lado de la casa con agilidad de ardillas. A mi lado, Jack rebuscó entre el lío de cadenas de bicicleta amarradas a sus muslos y sacó tres herraduras de caballo oxidadas. Entregó una a Ojitranco y otra a ¡¡¡ARRRGH!!!

—Yo me encargo de los padres —indicó Jack—. Si hay hermanos, abuelos, lo que sea, utilizad las herraduras.

—¿Herraduras? —repetí, sin comprender—. ¿Qué pintan unas herraduras en todo esto?

—¿Es que no se lo hemos dicho? —apuntó Ojitranco—. ¡Aún tenemos que explicarle muchas cosas! Los Nullhullers roban niños. Están aquí para cambiar a un bebé humano por uno de sus hijos horrorosos. Es una práctica abominable. Si nadie se da cuenta, el niño troll que se hace pasar por humano termina por convertirse en un adulto con apariencia completamente humana. Muchos de los políticos y banqueros que dirigen su mundo en realidad son Nullhullers camuflados como humanos, siento decirlo. En consecuencia, tenemos que asegurarnos de que ninguno de los miembros de una familia es un troll encubierto. La forma más rápida de hacerlo consiste en aplicarles una herradura en la frente. Si es de hierro, mejor, aunque cualquier objeto en forma de herradura resulta más o menos útil para nuestro propósito.

—¡Bueno, pues denme una! —clamé.

—Tú no vas a entrar en la casa —dijo Jack. Me puso en las manos el saco de arpillera en el que había transportado mis espadas—. Lo que vas a hacer es abrir esas bolsas con los órganos vitales, meter las vesículas biliares en el saco y montar guardia por si alguna de esas cosas sale por las ventanas. Si lo hacen, acuérdate de las lecciones que has aprendido.

—¡Un momento! —gritó el Gordinflón—. ¿Y yo qué tengo que hacer?

Jack señaló las estrellas y los círculos satánicos.

—Borrar esos estúpidos símbolos de la fachada. Con esa manguera de allí. —Nos miró a ambos a la cara—. ¿Preparados?

—¡No! —exclamamos el Gordi y yo al unísono.

—¡Adelante! —rugió Jack.

¡¡¡ARRRGH!!! chasqueó los labios babeantes y echó a correr por el césped. Jack no se separó de ella, mientras la luz de la luna arrancaba destellos a los rebordes metálicos de su coraza. El propio Ojitranco salió a la carrera a su modo peculiar, si bien el Gordi y yo nos las arreglamos para mantenernos a su altura.

—A costa de grandes esfuerzos aprendí a moverme guiándome por el tacto y el olfato —nos ilustró Ojitranco—. Lo que esta noche plantea algunos inconvenientes.

Unos segundos después comprendí lo que quería decir. Las bolsas con los órganos vitales desprendían un olor fétido. El Gordi y yo nos detuvimos en seco, pues teníamos náuseas. Ojitranco siguió avanzando y se unió a Jack junto a la puerta trasera que este acababa de forzar valiéndose del Doctor X. Mi tío entró en la casa seguido por Ojitranco. ¡¡¡ARRRGH!!! era demasiado voluminosa para poder pasar, pero las simples leyes de la física no bastaban para detenerla. Se valió de los brazos para retorcer y moldear su enorme cuerpo simiesco en formas asombrosas y, finalmente, desapareció en el interior.

El Gordinflón y yo nos quedamos mirando la puerta, que acababa de cerrarse de golpe. La casa estaba oscura y en silencio. Contemplamos la ventana del primer piso, imaginando las cosas horripilantes que bien podían estar teniendo lugar sin que las viéramos. Finalmente nos cansamos de mirar y volvimos a fijar la vista en las diez bolsas palpitantes y llenas de órganos internos.

—Eso es asunto tuyo —dijo el Gordi—. A mí me han dicho que borre las pintadas.

Se pinzó la nariz con los dedos y fue por la manguera.

Me obligué a acercarme a las diez bolsas. Estaban latiendo sobre el césped a oscuras como blandos embriones mutantes. Me agaché a mirar la que estaba más cerca. Unos pulmones encarnados palpitaban contra la película translúcida; un estómago viscoso se apretaba contra ellos como una ola rojiza e informe; en la parte inferior había un blanquecino montón de intestinos retorcidos. Todo ello estaba flotando en un lecho de mucosidades.

Lentamente, eché mano del Gato Seis. Acerqué la punta del alfanje a la bolsa y pinché.

La punta de la hoja rasgó la piel con un sonido flatulento, y un líquido de color mostaza me salpicó el brazo. Aquello hedía a carne podrida, y las lágrimas asomaron a mis ojos. Durante un segundo consideré la posibilidad de dar media vuelta, pero al instante, sin saber bien lo que estaba haciendo, clavé el alfanje con tanta fuerza que la punta penetró en la tierra debajo de la bolsa.

Esta se rajó con el agudo silbido de un globo perforado, y los órganos se desparramaron en un amasijo multicolor. Nada más tocar la hierba, la piel translúcida se fundió en un mejunje asqueroso. Las tripas se extendieron hasta llegar a tocarme los zapatos. Reculé con asco. Atisbé cierto ligero movimiento y vi que cada hormiga, escarabajo, gusano y demás insectos habitantes de aquel pequeño espacio huían despavoridos. Nada querían saber de aquella asquerosidad que estaba empapando su mundo.

Examiné el amasijo. Aquel desinflado globo marrón era un estómago, y aquella gran cosa verde seguramente era un hígado. Pero ¿qué aspecto podía tener una vesícula biliar de troll?

Del interior de la casa llegó un golpe metálico.

El Gordi y yo nos miramos. Sus aparatos dentales brillaron en la noche, comunicándome su pavor. Se puso a frotar frenéticamente la estrella invertida, con su camisa húmeda, y la una y la otra pronto adquirieron una tonalidad rosada. Volví a mirar los despojos tirados sobre el césped y traté de separarlos ayudándome con la punta del Gato Seis. De la ventana del segundo piso llegaron nuevos ruidos. No tenía tiempo para delicadezas al practicar esta autopsia. Me puse de rodillas, y la mucosidad empapó mis pantalones vaqueros. Respiré hondo y hundí ambas manos en las vísceras calientes.

Las entrañas reaccionaron con disgusto. Al momento escupieron unos jugos ácidos que me quemaron la piel. Una red de vasos sanguíneos se enroscó en mi antebrazo y apretó con dolorosa ferocidad. Cada órgano chillaba con una vocecilla rabiosa. Yo seguía hurgando furiosamente con los dedos, palpando cada pieza carnosa en busca de una sorpresa oculta.

Supe que había encontrado la vesícula biliar nada más tocarla. Estaba muy caliente; prácticamente ardía. Cuando la arranqué de aquel conjunto viscoso, se produjo una especie de sorbo ruidoso. Los vasos sanguíneos enroscados a mi antebrazo se soltaron de golpe, y las demás entrañas se tornaron inertes y gimieron débilmente. Levanté la vesícula en gesto triunfal. Era del tamaño de una pelota de golf y tenía la textura de una espinaca mojada. Se movía en mi mano, como si estuviera llena de gusanos. Cogí el saco de arpillera de Jack y tiré la pequeña asquerosidad anaranjada en su interior. Solo quedaban nueve más.

De un punto indeterminado del piso de arriba llegó el sonido de madera al astillarse. Fruncí el ceño. El Gordinflón se tiró al suelo como si le estuvieran disparando. Un bebé rompió a llorar al otro lado de la ventana y supuse que ahora se encendería la luz en el dormitorio de los padres. Pero entonces recordé que todos los moradores de la casa dormían profundamente porque los Nullhullers les habían metido un feto de troll por la boca para sedarlos. La victoria dependería exclusivamente de los cazadores de trolls.

Con un grito de guerra que sonó a falsete más que a otra cosa, reemplacé el Gato Seis por la Espaclaire y rajé la siguiente bolsa. En cuestión de segundos encontré la vesícula; dos segundos después la metí en el saco de Jack. Seguí rajando, cortando y cercenando vesículas: tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. En la fachada de la casa había salpicaduras de despojos, y le pedí al Gordi que también las limpiara. De la ventana del piso superior llegaban una especie de ruidosos aleteos, producidos por las envolturas carnosas de los Nullhullers sorprendidos cuando ya iban a hacer de las suyas con el bebé. Rajé la novena bolsa de entrañas con una destreza poco menos que admirable. Como si se rindiera, la vesícula asomó sobre el montón de despojos, y la arranqué al momento.

En el interior de la casa imperaba el caos. Los cazadores de trolls habían entrado al cuarto del bebé. Las luces se encendieron, y la batalla ganó en intensidad. Oí los jadeos de Jack, los gruñidos de ¡¡¡ARRRGH!!!, los satisfechos bufidos de Ojitranco. Los Nullhullers no emitían más sonidos que los provocados por los restallidos de sus envolturas, parecidos a los de prendas de ropa tendidas a secar bajo una ventolera; al fin y al cabo, sus gargantas se habían quedado aquí abajo en el césped.

Cierto instinto indefinible, el mismo que me había permitido memorizar las técnicas de combate de Jack, me dijo que estábamos llevando las de perder. Las estocadas de mi tío no terminaban de sonar definitivas, y ¡¡¡ARRRGH!!! no cesaba de soltar grititos de sorpresa. El ruido que hacían los Nullhullers por los restallidos de sus envolturas de piel iba en aumento. Pero lo que más me inquietaba era la ausencia de otro sonido.

El bebé había dejado de llorar.

Dejé el saco con las vesículas en el suelo y fui corriendo hacia la puerta trasera.

—¿Has perdido la chaveta? —me gritó el Gordinflón.

Lancé el Gato Seis del revés, y la espada voló clavándose en el cesped ante los pies de mi amigo.

—Úsala si sale alguno de ellos —grité.

—¿Qué? ¡Las pintadas, Jim! ¡A mí me han dicho que no me ocupe más que de las pintadas!

A pesar de que corría, en las habitaciones a oscuras de la casa imperaba una fría atmósfera de mausoleo. La nevera y su zumbido, los sillones vacíos, los mandos a distancia dejados de cualquier manera sobre la mesita adquirieron una importancia mortal. Si no me daba prisa, todos estos objetos pertenecerían a personas muertas. Encontré las escaleras, subí los peldaños de tres en tres y llegué en un momento a la habitación del bebé, cuyo umbral crucé como una exhalación, empuñando la Espaclaire con ambas manos.

Las paredes estaban pintadas en un alegre tono amarillo y decoradas con motivos de osos panda color rosado. Fue un detalle en el que me fijé, a pesar del hecho de que apenas podía ver la pared. La mitad del cuarto estaba ocupado por una masa de negro pelaje sudoroso, el de ¡¡ARRRGH!!!, más enorme que nunca en este espacio tan reducido. No se me había ocurrido pensar que el tamaño de la troll podía constituir una desventaja en el mundo de los seres humanos, pero eso era lo que sucedía: sus movimientos se veían dificultados por lo pequeño de la habitación, mientras los Nullhullers le lanzaban mordiscos como una jauría de perros enloquecidos.

Jack y Ojitranco tenían más suerte. Conté cinco Nullhullers muertos, hechos trizas en el suelo, como alfombras desgarradas. Los restantes estaban inmersos en pleno combate, y sus garras producían sonidos de xilófono al chocar con las espadas de mi tío en movimiento constante. Por mucho que llevara una máscara puesta, reconocí el entusiástico derroche de energía tan propio de los trece años de edad. Durante un brevísimo instante atisbé lo que el chico Jack podría haber sido si hubiera podido seguir jugando al béisbol en lugar de tener que combatir contra unos engendros infernales.

Con el lado plano de su espada, mi tío derribó a uno de los Nullhullers. Uno de los tentáculos de Ojitranco se apoderó del troll, estrujándolo con tal fuerza como para partirlo en dos. Su muerte fue instantánea y sin derramamiento de sangre. Seis muertos; quedaban otros cuatro.

Incluso sin gargantas, los Nullhullers vivos se las arreglaban para hablar con resuellos ahogados, que yo podía entender, pues seguía llevando el medallón en el pecho. No es que estuvieran conversando. Sus palabras más bien eran el equivalente del himno de una secta a cuyos seguidores les hubieran lavado el cerebro, la continua repetición de tres palabras que helaban el ánimo:

Cambiar el bebé.

Cambiar el bebé.

Cambiar el bebé.

Habían apartado la cuna de la ventana, a fin de usarla como barrera tras la que se agazapaban dos de los Nullhullers. La cuna estaba vacía, pues el bebé estaba en poder de esta pareja de trolls. Me apreté contra la pared y empecé a avanzar, apartando con el pie los juguetes de colores vivos. Hasta el momento nadie se había dado cuenta de mi presencia. Llegué al borde de la cuna y agaché la cabeza para mirar. Fue tal mi asombro que me quedé boquiabierto.

Uno de los Nullhullers había envuelto al bebé con su vacía piel. Una capa de líquido pálido que rezumaba de los poros del troll recubría al bebé de la cabeza a los pies. Antes de que pudiera sobreponerme al asombro, la pequeña, libre de la capa de líquido, cayó al suelo, dormida y en posición supina. Pero la capa estaba endureciéndose de forma visible, y comprendí que el troll acababa de hacer algo semejante a un molde en escayola del bebé. Acerqué todavía más la cara a aquel repugnante espectáculo y vi que en el interior del molde empezaban a formarse con rapidez venas y nervios que a su vez estaban originando la formación de órganos internos similares a uvas en un racimo. Los huesos comenzaron a recubrir el tuétano rosado claro y cuando el esqueleto estuvo formado pronto quedó cubierto por una piel clara y elástica.

Estaban creando el falso bebé que iba a sustituir al verdadero.

El segundo de los Nullhullers extendió los brazos larguiruchos, cogió por los pies al bebé de verdad y empezó a acercarlo a su bocaza abierta. El troll quería utilizar su torso, que había vaciado de sus órganos internos, como un saco para llevarse a la pequeña.

Aparté la cuna de una patada y clavé la Espaclaire en las blanduras del segundo troll, hasta atravesarlo por completo. Emitió un graznido de muerte y dejó caer al bebé al suelo. Instintivamente me desentendí de la espada, y me lancé a por la pequeña, pues de una niña se trataba. Aterrizó en mis manos, chasqueando los labios, que aún estaban recubiertos en parte del líquido. Sostuve al bebé contra mi pecho, contento de haberlo salvado, pero, también, eufórico por haber matado un troll. Jack estaba en lo cierto: ¡me había encantado!

El Nullhuller que se había ocupado del molde se recostó contra la pared. Recogí la Espaclaire del suelo y descargué un golpe. El troll fue más rápido; saltó sobre la hoja y, usándola como trampolín, se impulsó hasta el borde de la cuna. La espada siguió con su movimiento descendente… y cortó al falso bebé de los trolls en dos.

En la vida había visto una cosa tan horrible. Los retazos de piel en vano trataron de cubrir las entrañas expuestas. Los órganos de la cavidad pectoral, medio humanos y medio de troll, se apretaron los unos contra los otros como gatitos ciegos y recién salidos de las bolsas amnióticas. Tan solo la mandíbula superior del monstruito había tenido tiempo de formarse por entero, y ahora se abrió y cerró con desespero. Los ojos, sin embargo, eran típicos de un troll: unas negras cuencas que me miraron sin pestañear, relucientes en su odio. El cráneo humano a medio formar dejó al descubierto el cerebro de troll, una cosa de un verde satinado con nódulos palpitantes.

Lloré al matarlo. Aquello era una abominación; era un trabajo que tenía que hacer. Pero el monstruito ya había desarrollado su propia vocecilla de bebé y sollozó mientras lo iba cuarteando en trozos cada vez más pequeños, sin soltar de mi brazo al niño de verdad. Cuando terminé, el cuerpo entero me temblaba de tal forma que la Espaclaire se me soltó de la mano.

Alguien empujó la cuna a un lado. Jack estaba delante de mí. Me vi aturdido y salpicado de sangre en las lentes de sus antiparras. Envainó la espada y sostuvo la herradura en la mano, y la acercó a la cara de la niña.

—No es… —dije.

—Cállate —replicó.

Respiró hondo y con dificultad. Vi que sujetaba la cimitarra. A continuación apretó la herradura contra la frente de la pequeña. El bebé frunció el rostro con enojo. Jack suspiró aliviado y volvió a guardar la herradura en el interior de la coraza. Me agarró por la pechera de la camisa y me preguntó con voz imperiosa:

—¿Dónde está el último?

Miré en derredor y conté nueve Nullhullers muertos en el suelo de la habitación, incluyendo el que yo mismo había atravesado. Me acordé vagamente de que su compañero había escapado a mi espada.

—Creo que… se ha ido por…

Miré la ventana abierta.

Jack maldijo y salió del cuarto a toda prisa. ¡¡¡ARRRGH!!! lanzó un escupitajo de espuma caliente y le siguió bamboleándose. Tuvo que poner los hombros colosales de medio lado para salir por la puerta, y las puntas de sus cuernos rayaron repetidamente la alegre pintura amarilla de las paredes. Noté que algo tiraba de mis brazos y vi que dos de los tentáculos de Ojitranco sostenían al bebé. Con tanta seguridad y cuidado que no tuve nada que oponer. Dos de sus otros tentáculos mecieron a la pequeña a uno y otro lado, y un quintó tentáculo limpió con una toalla las secreciones que cubrían el cuerpo del bebé. La niña soltó una risita, y se cogió los piececillos con las manos regordetas.

Envainé la Espaclaire y eché a andar hacia la puerta. Atónito, vi que una decena de tentáculos se ponían a trabajar y devolvían la cuna a su lugar de siempre, juntaban los juguetes dispersos en orden aparente, levantaban las lámparas derribadas, devolvían al interior de sus marcos las fotografías y dibujos que habían caído al suelo y muchas otras cosas más. Habría pensado que nunca habíamos pasado por este cuarto de no ser por la terrible sensación de fracaso que me embargaba.