25.

 

Los Ğräçæĵøĭvőd'ñůý eran una raza de trolls tan infames que su mismo nombre resultaba repelente, complicadísimo de escribir e imposible de pronunciar, una monstruosidad de múltiples letras capaz de sumir a los más elocuentes estudiosos de trolls en tal grado de temblorosa frustración que fueron sacrificados incluso antes de que empezara la batalla. Pero el rasgo suyo sobre el que más me habían alertado durante el viaje de aquella noche por entre los tablones del suelo, las cloacas y los puentes era su sentido del olfato, sin paralelo en la historia del mundo. Les bastaba olisquearte un instante para que la firma de tu olor quedara alojada para siempre en sus lóbulos temporales. Razón por la que, en mayor medida que cualesquiera otros trolls, los Ğräçæĵøĭvőd'ñůý tenían que ser completamente erradicados durante la batalla. Si un solo espécimen salía con vida, compartiría tu olor con los demás tras regresar a su guarida, y tu hogar resultaría invadido en cuestión de horas.

Los Ğräçæĵøĭvőd'ñůý se sentían atraídos por los desechos y escombros, y esa noche íbamos a encontrarnos con ellos en la Chatarrería de Keavy, pronta a convertirse en un campo de batalla. Los Ğräçæĵøĭvőd'ñůý no tan solo gustaban de los desechos de tipo físico. Les gustaba frecuentar los barrios de chabolas, los orfanatos, los hospitales, los asilos para ancianos, los hospicios y demás lugares en los que pudieran aspirar el vigorizante aroma de los sueños desechados.

La Chatarrería de Keavy tenía dos ventajas en este sentido: no tan solo constituía la mayor concentración de desechos existente en San Bernardino, sino que estaba situada junto a la Residencia Sonrisas del Ayer, un asilo privado para ancianos de infame reputación. Las ambulancias solían visitar Sonrisas del Ayer varias veces cada noche, y casi todo el mundo sospechaba que el lugar era una tapadera para la venta de metamfetamina. Los Ğräçæĵøĭvőd'ñůý se caracterizaban por infectar los pulmones débiles o envejecidos con venenos transmitidos por el aire, y era fundamental que no permanecieran mucho tiempo en un mismo sitio, pues de lo contrario contaminarían a todo el mundo.

Ojitranco terminó de advertirnos al respecto mientras ascendíamos por una colina de basura situada en el límite del vertedero. Ya era pasada medianoche, y los dos íbamos detrás de Jack y ¡¡¡ARRRGH!!! El Gordinflón no venía con nosotros. No había vuelto a saber de él desde la mañana y me había resistido a llamarle o enviarle un mensaje de texto durante el resto de la jornada. Su lugar no estaba entre nosotros. Tenía remordimientos al pensarlo, pero bastante malo resultaba haber sido obligado a unirme a esta expedición.

Ojitranco y yo nos encontramos con Jack y ¡¡¡ARRRGH!!! en lo alto de la montaña de escombros. A nuestros pies se extendía un laberinto. Amasijos de vehículos, desde motocicletas hasta autocaravanas, formaban los muros de este laberinto traicionero, mientras que los vallados de alambre de espino bloqueaban las salidas más evidentes.

—Mirad —dijo Ojitranco, extendiendo uno de sus tentáculos al frente—. Los Ğräçæĵ Los Ğräçæĵøĭv

Resopló con irritación. Si alguien era capaz de pronunciar lo impronunciable, sin duda tenía que ser el autoproclamado principal historiador troll vivo. Pero iba a tener que dejarlo para otro día. Un tentáculo restalló con frustración.

—Por allí llegan los trolls herrumbrosos —murmuró.

Supuse que algunos otros trolls habían resuelto despojar a los Ğräçæĵøĭvőd'ñůý de parte de su poder dándoles este sencillo apodo. Al momento comprendí el porqué del mote. Eran del color de la sangre reseca, a partes iguales anaranjados, marrones y rojizos. Sus cuerpos estaban formados por láminas de óxido con la misma forma y peso exactos. Lo más asombroso de todo era que los trolls herrumbrosos eran tan planos como la hojalata martilleada, de tal forma que al deslizarse por entre las piezas del automóvil de desecho apenas eran distinguibles de los corroídos componentes cromados.

Jack aprovechó un tubo metálico tirado sobre la hierba para afilar al Doctor X. Era un hábito nervioso.

—Muy bien. Por ahí vienen esos trolls herrumbrosos. Son siete. Va a ser difícil matarlos. Muy difícil. —Su voz resonaba sin emoción a través del altavoz—. ¿Alguna vez habéis matado una garrapata? El truco es el mismo en este caso. Hay que matar con fuego o con la punta de un arma. No vamos a pegarle fuego a este lugar, así que van a ser las puntas de nuestras armas. La de tu espada, Jim. Las de tus garras, ¡¡¡ARRRGH!!! Ojitranco, tú tienes muchos brazos, y en este sitio hay un montón de objetos afilados, así que busca uno y ya sabes. Tenemos que clavar a estos bichos al suelo hasta que cesen de retorcerse.

—¿Durante cuánto tiempo siguen retorciéndose?

—Entre diez segundos y cuarenta y cinco minutos. Depende de la edad que tengan.

¡¡¡ARRRGH!!! estaba inclinada sobre nosotros para mantenernos a cubierto, y creí distinguir un brillo de afecto en sus ojos al mirarme. De su garganta brotó un sordo ronroneo que me daba a entender que iba a cuidar de mí. Agachó la cabeza, hasta que el pedrusco alojado en su cráneo quedó a pocos centímetros de mí. Lo toqué con los dedos para que me diera suerte, como los niños de los trolls llevaban haciendo desde hacía cinco años.

Uno de sus ojos anaranjados se cerró en un guiño juguetón. No supe bien qué pensar, hasta que abrió la boca y me mostró un centenar de colmillos retorcidos, tras lo cual lanzó un rugido ensordecedor que me llevó a pensar que las ratas y mofetas de las inmediaciones seguramente estaban cayendo muertas de miedo. Hasta Jack se tapó las orejas y apretó la cabeza contra la tierra. Vi siete destellos luminosos cuando los trolls herrumbrosos levantaron de golpe sus enjutas cabezas.

Con un impulso increíble, ¡¡¡ARRRGH!!! dio un salto de diez metros y, al aterrizar de forma estrepitosa, clavó una de sus gruesas garras amarillentas en uno de los Ğräçæĵøĭvőd'ñůý. Jack volvió el rostro hacia mí, y su flequillo rubio oscuro se meció sobre los ojos que brillaban con excitación. Se irguió cuan alto era y levantó las dos espadas en alto.

—¡Cazadores de trolls! —gritó—. ¡Al ataque!

Yo siempre había sido el tipo de chaval que daba un paso atrás cuando el monitor de educación física escogía a los miembros de uno y otro equipo, el chico que se escondía detrás del libro de texto mientras Pinkton buscaba nuevas víctimas para enviar a la pizarra. Pero en ese momento detecté el veneno característico de los trolls herrumbrosos. Era el olor a fruta podrida propio de esos hospitales en los que almacenan a los agonizantes en pabellones y que llevan a pensar en estómagos separados; el olor a sobaco sudoroso de los alumnos que escapaban corriendo de los matones del colegio; el olor de los orines en las camas de los niños que despertaban en el hospicio. Tosí para liberarme de estas toxinas y oí que un grito de guerra nacía en mi garganta. En el mundo existía el mal, y yo quería —necesitaba— ponerle freno.

La batalla resultó tan despiadada como inspiradora. La principal defensa de los trolls herrumbrosos consistía en sembrar el caos. En el momento en que entramos en su acre neblina amarillenta, uno de ellos se encogió y convirtió en un afilado cepo con la idea de cortarnos los pies. Otro se estremeció y transformó en un chisporroteante cable eléctrico, muy peligroso como para acercársele. Otros se proyectaron en nuestra dirección utilizando las antenas de los coches como catapultas. Todos producían unas risas asmáticas que olían a alquitrán. Pero Jack de nuevo dejó clara su valía, atravesando blanduras y corazones, con inventiva infatigable, mientras Ojitranco mantenía a raya a unos cuantos con afilados fragmentos de chatarra, y ¡¡¡ARRRGH!!! procedía a destrozar los vehículos como si fueran juguetes de cartón.

Tres horas más tarde, la chatarrería se había convertido en una especie de caótico cementerio. Los objetos afilados de distinto tipo mantenían clavados al suelo a los trolls herrumbrosos, que se debatían agonizantes. Tan solo dos de ellos seguían en pie. Uno medía dos metros y medio de alto y era tan flaco que desaparecía de la vista al situarse de costado. Su risa histérica resonaba en tu mente como clavos chirriantes, hasta el punto de que ¡¡¡ARRRGH!!! había tenido que taparse los oídos para no volverse loca. Jack y Ojitranco finalmente llegaron en su socorro y arrinconaron al troll contra la aplastada carrocería de un camión de remolque.

El otro troll herrumbroso que se resistía a ser alanceado era el mismo que llevaba dándome problemas toda la noche. Aquel ser de ojos fríos y crueles no tenía nada de especial, como no fuese la cicatriz en forma de cruz sobre su lisa barbilla. Me había hecho sangrar una decena de veces, valiéndose de su cuerpo como de un látigo, pero yo cada vez le había devuelto el castigo por duplicado, acordándome bien de las lecciones aprendidas: conejo, toro, pitón. Mi oponente al final no pudo más. Con una nueva risa enloquecedora, corrió a refugiarse bajo un gran montón de neumáticos.

Yo a esas alturas sabía que los trolls herrumbrosos siempre dejaban un rastro negro y aceitoso, que seguí por el centro de un neumático de tractor y una pila de llantas de moto, hasta encontrarme metido por completo en aquella montaña de caucho. Vi que mi enemigo estaba apretándose contra un montón de neumáticos, babeando. Oí que Jack prorrumpía en un grito triunfal: ya casi tenía a su rival. Me lancé hacia delante y empuñé el Gato Seis, el arma perfecta para el combate cuerpo a cuerpo.

Un temblor me desequilibró. Podía haber sido un enorme camión con remolque que pasaba cerca, pero la reacción del troll herrumbroso me indicó que no era el caso. Su risa jadeante se trocó en un maullido estrangulado, y sus flacos brazos aletearon con júbilo absoluto. El aceite cubría su cuerpo de tal forma que el troll, en unos segundos, relució envuelto en negro líquido.

El gran rumor en la tierra se fue acentuando. Los neumáticos apilados en derredor empezaron a desplomarse. Una sección de aquella cueva de caucho se vino abajo. Me tiré al suelo de bruces y me cubrí la cabeza con ambas manos, justo a tiempo, pues un neumático cayó sobre mi espalda, dejándome sin respiración. Mientras boqueaba en busca de oxígeno, en la chatarrería empezó a sonar una orquesta de metales rugientes. Los cristales tremolaron, el acero gimió, y los objetos más pesados empezaron a caer de las montañas formadas por piezas de automóvil. El troll herrumbroso se estremecía de alegría, porque sabía lo que íbamos a oír a continuación.

El grito de Gunmar el Negro salió por un millar de bocas metálicas distintas. Aulló por los tubos de escape, bramó desde las viejas radios de automóvil, borboteó en el ácido de las baterías y vibró entre las antenas de los camiones como si fueran las puntas de un diapasón demoníaco. La chatarrería entera se había convertido en una suerte de órgano de iglesia.

Arrastrándome con los codos, fui eludiendo con los hombros los neumáticos que caían sobre mí. Logré salir al exterior, me puse boca arriba y en ese momento vi que dos toneladas de deformes piezas automovilísticas se precipitaban en mi dirección como nieve que se deslizara desde un tejado. Grité con pavor, y me encontré con una lluvia de chatarra que estaba enterrándonos a todos. Componentes de los motores me abofetearon en las mejillas, los parabrisas se hundieron en mis costillas, los filos de las matrículas me mordieron como si fueran dientes, mientras los faros delanteros se estrellaban en derredor, cada uno de ellos tan reluciente como el propio Ojo de la Maldad.

El eco de la voz del Famélico dio paso al ruido que hacía al mordisquearse la lengua, asqueroso y procedente del mundo subterráneo, cada vez más apagado, hasta que se hizo el silencio y el polvo fue disipándose. Resultó que estábamos en una cárcel de metales retorcidos. Jack consiguió recobrar cierto equilibrio y liberarse a golpes de espada. Los ojos de Ojitranco revoloteaban sobre la superficie de escombros como si fueran ocho periscopios. Atrapada bajo numerosos vehículos, ¡¡¡ARRRGH!!! rugía de frustración, lo que por lo menos me indicó que se encontraba bien.

Los trolls herrumbrosos no tenían esta clase de problemas. Sus formas delgadas les permitían serpentear entre aquellos amasijos con facilidad, y los dos que continuaban con vida estaban en movimiento. Traté de pasar desapercibido, pero el que tenía la cicatriz en forma de cruz en el mentón me olió y fue presa de una risa ronca. Una larga hendidura vertical se abrió en su vistoso torso, revelando unos dientes similares a los de una oxidada sierra circular. Cerré los ojos y me preparé para lo peor.

El ulular de una sirena de policía evitó mi muerte. Abrí los ojos, y vi las sombras de los dos trolls herrumbrosos escapar en la oscuridad. Las luces del techo de un coche patrulla giraban perezosamente. Una portezuela se cerró, y oí un tartamudeo familiar.

—¡Po-po-policía! ¡No me for-for-formen grupos!

Era posible que el policía número uno de San Bernardino hubiera estado vigilando el posible tráfico de metamfetamina en Sonrisas del Ayer y hubiera oído aquella avalancha. Al fin y al cabo, el sargento Ben Gulager sabía mejor que nadie que algunos adolescentes celebraban improvisadas fiestas nocturnas en la chatarrería. La verdad era que ofrecía una estampa heroica, encaramado en lo alto de la montaña de desechos, empuñando el arma con las dos manos, de la forma reglamentaria, apuntando al suelo, con el mostacho tan frondoso como siempre y la gorra impidiendo que el torcido peluquín saliera volando por los aires. Incluso desde lejos, vi que las luces de la chatarrería iluminaban la cicatriz en su sien.

Enarcó mucho las cejas al ver los restos de la avalancha.

—¿Cha-cha-chavales? Eh… ¿Es-es-estáis bien?

Me entraron ganas de gritar, pero el centelleo en las antiparras de Jack me indicó que debía cerrar el pico. Hice una mueca de dolor bajo el peso de toda aquella basura y me pregunté cuánto tiempo podría resistir.

Gulager empezó a bajar, escudriñando entre los escombros en busca de chavales atrapados bajo la chatarra. No reparó en que los dos trolls herrumbrosos escapaban por entre las malas hierbas, a pocos metros de donde se hallaba.

—¡Ha-ha-haced ruido si podéis oírme! ¡Golpead algo! —Se llevó la mano al hombro y pulsó una tecla—. Lla-lla-llamando a base. Aquí trescientos. Incidencia ti-ti-tipo diez nueve siete en la chatarrería Keavy, en Grimes. Derrumbe tipo tres. Posible once cuatro siete. Pido el en-en-vío de un once ocho nueve y un once cuatro siete tan pronto co-co-como…

No terminó de decir la frase. Su dedo pulgar soltó la tecla, mientras la voz de pigmeo de su interlocutor seguía haciendo preguntas. Con un ruido metálico parecido al que haría el tenedor más grande de la historia al deslizarse por la bandeja más enorme de todas, ¡¡¡ARRRGH!!! se irguió entre los escombros. Sus hombros echaron abajo motores, sistemas de transmisión, parabrisas y hasta vehículos enteros. Lentamente, terminó de ponerse en pie y meneó la cabeza como si quisiera aclarársela. Un neumático estaba engarzado en uno de sus cuernos.

El rostro de Gulager empalideció y se quedó boquiabierto. Se había olvidado de la pistola, que pendía de su costado mientras, con el miedo desnudo pintado en el rostro, trataba de hacerse a la idea de aquel monstruo descomunal. Pero, un momento después, su barbilla adoptó la postura desafiante tan conocida en todo San Bernardino. Entrecerró los ojos, y sus manos volvieron a empuñar con fuerza la culata de la pistola. Apuntó hacia arriba, a un punto situado cerca de las blanduras.

¡¡¡ARRRGH!!! sostuvo un motor de ciclomotor en una garra y lo abolló. Soltó un bufido amenazador. El resoplido pestilente hizo que la gorra de Gulager saliera volando y que el peluquín patinara sobre su cráneo, de forma que la parte posterior se encajó sobre su frente, tapándole los ojos. Se lo quitó de encima con un manotazo, y el peluquín acabó entre las malas hierbas, y su aspecto ahora era más heroico aún: con cuatro pelos en la calva y una cicatriz, la resolución reflejada en el rostro y sin que la pistola apenas temblara en sus manos.

—Ahora —murmuró Jack—. Seguidme.

Vi que se arrastraba sobre el estómago en dirección a uno de los montones de desechos que todavía seguían en pie. Me liberé de la chatarra que me aprisionaba e hice otro tanto, haciendo una mueca de dolor cada vez que un objeto afilado me rasguñaba la piel. Ojitranco ya estaba en lugar seguro y nos animaba con una decena de sus apéndices. Mi avance sinuoso me llevó a pasar junto a ¡¡¡ARRRGH!!, quien seguía cruzando su mirada con la del sargento Gulager.

Cuando por fin estuve a buen recaudo, me desplomé sobre un nudo de tentáculos.

—Eres de los que traen mala suerte —me espetó Jack—. ¿Alguna vez te lo han dicho?

—La culpa es compartida —matizó Ojitranco—. El muchacho se ha desempeñado muy bien.

—Ya. ¿Y cuántas vesículas ha conseguido? ¿Ninguna otra vez? Estamos perdiendo esta guerra que apenas ha comenzado.

—Volvamos a la caverna —propuse jadeando—. Siempre podemos trazar otro plan.

—¿A la caverna? Estos eran trolls herrumbrosos. Y la caverna les pertenece. En estos momentos están siguiendo nuestro olor desde allí, y puedes estar seguro de que van a llamar a sus amigos. Si volviéramos abajo, no duraríamos ni cinco minutos. —Jack encogió los hombros en señal de derrota—. Nos hemos quedado sin hogar.

—¡Los volúmenes veintitrés y veinticuatro de mi obra se han quedado en el aparador! —exclamó Ojitranco—. Esos rufianes desvergonzados sin duda van a hacer trizas mis páginas tan sentidas, aunque solo sea para celebrar su evasión con confeti. Sí, es verdad que puedo reescribirlo todo en apenas ocho o nueve años. Sin embargo, me siento desdichado. Mi caligrafía actual ya no es la de antes.

—Las armas… —gruñó Jack—. Nos hemos quedado sin muchas de las armas. ¿Y cómo vamos a parar la Máquina? Esto pinta muy mal.

Oímos el ulular de sirenas de coches patrulla que estaban a varias calles de distancia. Jack se arrastró hasta el borde del montón de escombros y chasqueó los dedos en dirección a ¡¡¡ARRRGH!!! Las tachuelas de sus guantes tintinearon en la noche.

La troll asintió con la cabeza y llenó de aire sus enormes pulmones. A estas alturas ya sabía lo bastante como para taparme los oídos de inmediato. El rugido sonó como la explosión de una bomba. Decenas de parabrisas saltaron hechos añicos, y no tuve que mirar para saber que Gulager se había tirado al suelo para protegerse. Echamos a correr por un oscuro pasillo entre los montones de desechos. Algo más allá había un puente (siempre había un puente), pero el plan esta vez era otro.

Jack me agarró por la pechera de la camisa. El medallón me apretó el cuello.

Escudriñó el cielo en busca de signos de la aurora.

—Necesitamos un refugio —dijo—. Pronto amanecerá.