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38.
Y bien, esto fue lo que pasó. Faltaban dos minutos para que acabara el partido más importante de la temporada, celebrado como culminación del Festival de las Hojas Caídas, después de una semana en que habían desaparecido muchos niños, de tal forma que los vecinos de San Bernardino se morían de ganas de llevarse una alegría, y los Guerreros Feroces de San Bernardino iban seis puntos por delante, gracias al sobrehumano, heroico desempeño de Steve Jorgensen-Warner, si bien el equipo había sufrido varias bajas importantes y se las veía y se las deseaba para contener el empuje de los Potrillos de Connersville, que en ese momento llevaban la iniciativa en el centro del campo. Ninguno de los espectadores estaba sentado en el estadio Harry G. Bleeker; todos se habían puesto en pie y no cesaban de pegar saltos y animar a voces y con «las matracas de Steve». La algarabía era tal que resultaba ensordecera y enloquecida, hasta tal punto que los espectadores necesitaron un minuto entero para asimilar que un gran destello blanquecino había surcado el cielo y que una serie de monstruos grotescos se había posado sobre la cancha.
En la penúltima jugada, el número treinta y tres de los Potrillos corría con el balón cuando de pronto se vio frenado en seco, y no por el placaje de un defensa rival, sino por la aparición ante sus ojos de un troll amarillento vestido con chaleco y armado con un garrote con clavos. El delantero terminó de frenarse, lo pensó un segundo, y ofreció el balón al recién aparecido. Desconcertado pero también hambriento, el troll agarró el balón y lo hizo trizas entre sus dientes como pedruscos afilados.
El locutor del estadio puso fin a su perorata de forma abrupta por la megafonía, pues carecía del vocabulario preciso para describir una jugada tan inusual. El operador del jumbotrón terminó de emitir una animación a todo color, pero carecía de los recursos para proyectar la siguiente, y los píxeles fueron fundiéndose hasta que la pantalla quedó tan vacía como una pizarra del instituto.
El silencio no era absoluto. En el bar seguían haciendo palomitas de maíz en la máquina, y en los extremos de las gradas las parejitas continuaban besuqueándose y magreándose. Pero tales ruidos también llegaron a su fin, y los ciudadanos de San Bernardino vieron por primera vez a los trolls de San Bernardino. A más de un espectador se le cayó de la boca el perrito caliente que estaba engullendo. Más de un niño sentado sobre los hombros de su padre acabó en la gradería. Los trombones, las tubas y demás instrumentos emitieron un último ruido ahogado antes de que a los músicos de la orquesta se les cayeran de las manos.
Yo seguía plantado donde me había materializado, junto a la línea de cuarenta yardas. Contemplé las hileras de rostros sumidos en el asombro. A lo lejos vi que en el Museo de la Sociedad Histórica relampagueaba un último resplandor. La reconstrucción final del Killaheed había hecho que Gunmar atravesara la barrera de los mundos, acompañado por los Gumm-Gumms y los cazadores de trolls. No pude evitarlo y me pregunté si el profesor Lempke no había acertado a encajar la piedra clave en el sitio preciso, teniendo en cuenta el lugar donde todos habíamos emergido.
Gunmar se encogió sobre las extremidades como si fuera un triceratops, y giró la cabeza a uno y otro lado con desconfianza. Iluminado por las brillantes luces blancas, su estampa era más irreal que nunca, la de una gárgola retorcida y aterrizada en un mundo ordenado. En otras zonas del campo, Jack, Ojitranco y ¡¡¡ARRRGH!!! terminaron de ponerse en pie, todavía medio atontados.
Los jugadores, defensores o atacantes por igual, empezaron a recular hacia las líneas de banda. Para los Gumm-Gumms, sin duda constituían unos entremeses de carnes deliciosas que el azar les había puesto en bandeja. Casi al momento, el aire se enrareció con el hedor de las bocas salivantes, y los Gumm-Gumms comenzaron a avanzar por el campo en dirección a las gradas, con las garras en alto y las mandíbulas abiertas en preparación para el festín.
Gunmar se levantó cuan alto era, bostezó con estruendo de sirena de barco, y una de las púas de su cabeza se incrustó en una batería de focos de una torre de iluminación. Los focos estallaron entre una lluvia de chispas, que el Ojo de la Maldad empezó a perseguir como un perrillo entusiasmado.
De pronto un espectador se puso a gritar, de forma sorprendentemente tardía.
Los defensas, centrocampistas, entrenadores y asistentes retrocedieron hacia la tribuna y terminaron por saltar sobre las barandillas. La señora Leach y su grupito de aficionados al teatro se escondieron tras los decorados de un castillo almacenados junto a la línea de fondo. El sargento Gulager, situado en su lugar de siempre junto a las ambulancias, estaba mirándolo todo sin expresión, como si llevara toda la noche esperando el desastre, pero no se hubiera imaginado algo de esta magnitud. Con los hocicos en alto, los Gumm-Gumms terminaron de poner en fuga a las chicas animadoras, se agarraron a las barandillas con sus tentáculos, garras y pinzas y se mezclaron con sus corpachones viscosos, recubiertos de escamas o apergaminados, con los grupos de familias, parejitas jóvenes y niños que tan solo habían venido a comer perritos calientes.
La multitud corrió a buscar las salidas, pero se detuvo al oír los gritos angustiados que de pronto llegaron de la cancha.
Diseminados sobre el césped, los diecisiete niños desaparecidos de la ciudad estaban protegiéndose los ojos de las luces con las manos terrosas, tratando de divisar a sus familias entre todo aquel caos.
Los espectadores dejaron de huir.
Y eso que estaban en peligro de morir a manos de unos terroríficos seres de pesadilla. La mayoría de estas personas no tenían un hijo desaparecido en su familia inmediata, pero casi todos conocían personalmente a alguien sumido en tan espantosa situación. Si bien las cosas no habían llegado a los extremos de la epidemia de los envases de cartón de leche, la Epidemia de la era de Internet estaba en su momento álgido: las redes sociales se habían visto inundadas de anuncios en los que los padres desesperados insertaban fotos de sus hijos desaparecidos y daban detalles sobre la última vez que fueron vistos, y los amigos de estos padres se habían encargado de compartir estos anuncios con todos los demás.
Y ahora los niños desaparecidos habían aparecido justo en el terreno de juego.
Todos habían escuchado las arengas del sargento Gulager en la televisión local referentes a la necesidad de mantenerse unidos en los momentos de crisis. Y eso fue lo que hicieron. Armados con mochilas, almohadillas y los puños desnudos, plantaron cara a los Gumm-Gumms, y las gradas en cuestión de segundos se convirtieron en un caótico campo de batalla entre los seres humanos y los trolls. Los jugadores de uno y otro equipo se sumaron a la lucha, hendiendo con sus cascos los estómagos de aquellas bestias, mientras las protecciones en sus hombros convertían en ineficaces las salvajes arremetidas de los monstruos.
Fue una gloriosa, pero inútil muestra de valor. En cosa de un minuto, de docenas de brazos de los defensores manaba sangre por las heridas que les habían infligido los Gumm-Gumms. Y los humanos, confusos y aterrados, recurrieron a maniobras de tipo desesperado y se escurrieron por los huecos entre las gradas para convertirse en ovillos indefensos mientras los trolls continuaban babeando, golpeando y rompiéndolo todo.
Gulager corrió en paralelo a las gradas apuntando hacia arriba con la pistola, pero ¿a quién iba a disparar? Se libraba una lucha cuerpo a cuerpo. El policía tropezó con unas «matracas de Steve» tiradas en el suelo y se cayó de forma aparatosa. Se levantó al momento y las cogió para arrojarlas a un lado, pero entonces se detuvo y las sopesó en sus manos. Alzó la mirada, rebuscó frenéticamente en derredor y salió corriendo hacia el punto donde los miembros del grupo de teatro estaban escondidos tras el castillo de contrachapado. Gulager se acercó a la señora Leach, quien asintió con la cabeza y le pasó el micrófono en principio requerido para amplificar los diálogos de Ro-Ju.
La voz de Gulager retumbó como un trueno por la megafonía del estadio.
Y sin tartamudear en lo más mínimo.
—¡RECOJAN ESAS MATRACAS QUE ESTÁN POR TODAS PARTES! ¡Y HAGAN TODO EL RUIDO POSIBLE! ¡DEFIÉNDANSE, DEFIÉNDANSE!
Ninguna voz normal hubiera atraído la atención de una multitud tan abrumada por el pavor. Pero todos en San Bernardino confiaban en el sargento Gulager, quien había solventado incontables conflictos a lo largo de su carrera profesional, y esa clase de confianza era tan profunda como instintiva. Padres y adolescentes de inmediato acataron la orden y se pusieron a producir el máximo estrépito de que eran capaces en las mismas narices del troll más próximo. Los Gumm-Gumms se quedaron perplejos, pues aquel retumbar del plástico era mucho más rítmico que cualquier otro ruido oído en el mundo subterráneo, y los brillantes colores de las matracas resultaban cegadores para quienes estaban acostumbrados a vivir entre sombrías tonalidades negruzcas y marrrones. El ruido de «las matracas de Steve», que en su momento me pareciera la cosa más irritante del mundo, se convirtió en algo por completo distinto: en el sonido de la esperanza.
—¡Jim, Jim!
Claire y el Gordi estaban haciéndome señas con las manos. Según las marcas laterales, se encontraban a treinta y seis yardas exactas de donde yo estaba, lo bastante cerca como para percatarme de los ademanes histéricos con que estaban señalando el espacio sobre mi cabeza. Antes de que pudiera mirar, la oscuridad me envolvió como un grueso manto. Torcí el cuello y vi descender a Gunmar el Negro. Incapaz de reaccionar, me quedé paralizado, y no alcancé a desenfundar las espadas. El Famélico se abalanzó sobre mí y me aprisionó en una cárcel formada por seis brazos. Frunció los labios, como si fueran a separarse de su rostro, y entre sus dientes de un palmo de largo aparecieron los maltrechos restos de su lengua.
—OTROO SSSSSSTURGESSSSSS.
Su saliva rodó por mis mejillas como si fuera de plomo fundido.
El brazo de madera del Famélico en ese momento encajó un golpe tremebundo, propinado por el espadón de Jack. La hoja quedó a medias clavada en él, pero mi tío finalmente consiguió arrancarle el brazo a aquel monstruo gargantuesco. El titánico torso de Gunmar se estrelló contra el césped, circunstancia que aproveché para escapar corriendo. Pasé por debajo de su cuenca ocular vacía y acabé en una zona iluminada por los focos. Jack soltó un gruñido, arrancó la espada de la madera y salió trastabillando hacia atrás. Gunmar se acuclilló con morosidad y estudió la nueva muesca en su brazo de madera.
—SÍÍÍÍÍ. TENGOO QUE MATAR A OTROOOOOO.
¡¡¡ARRRGH!!! embistió a Gunmar a pleno galope y hundió los cuernos en su pecho viscoso. El Famélico, cogido por sorpresa, jadeó. Se tambaleó y reculó unos pasos, pero recuperó el equilibrio y, sujetándola por los cuernos, levantó a su enemiga en el aire y la estrelló contra el césped. El fornido cuerpo de la troll resonó de forma tan lastimera como lo hubiera hecho un saco de huesos. Gunmar se abalanzó sobre ella con intención de estrangularla, aunque la cazadora se recuperó justo a tiempo, lo agarró por las muñecas y evitó que estas se cerraran sobre su cuello. Pero el Famélico tenía tres manos más, y cada una de ellas estaba luchando por el privilegio de estrangular a la odiada rival.
Unos tentáculos lo envolvieron. Era Ojitranco, quien parecía emplear su centenar de apéndices. Gunmar soltó a ¡¡¡ARRRGH!!! Durante un momento pareció que Ojitranco iba a derribar al troll de mayor envergadura. Pero las púas de la espalda de Gunmar se desplegaron como un regimiento de bayonetas, y oí el ruido horroroso que se produjo cuando varios tentáculos de Ojitranco fueron cercenados.
No obstante, el combativo historiador siguió aferrándose a Gunmar lo suficiente para que ¡¡¡ARRRGH!!! se levantara y acometiera en otra arremetida frontal. El Famélico soltó una risa estruendosa y procedió a combatir a los dos oponentes utilizando sus extremidades doblemente articuladas. El suyo fue un imponente despliegue de poderío: mientras sus seis brazos luchaban sin descanso para mantener a raya a uno de los cazadores de trolls, su columna vertebral se encogía y alargaba para eludir los puñetazos del otro, de tal manera que ¡¡¡ARRRGH!!! terminó por soltarle dos mamporros accidentales a Ojitranco en plena cara.
—Pero ¿qué haces? —le espetó él—. ¡Tienes que darle al Famélico! ¡No a mí!
A modo de disculpa, ¡¡¡ARRRGH!!! saltó y atrapó la cabeza de Gunmar entre sus dos zarpas. Él entonces le soltó un latigazo con la lengua en pleno rostro, marcándolo con tóxicas franjas rojizas, y abrió la boca cavernosa para arrancarle parte de la cara de un mordisco. Pero uno de sus dientes impactó contra los flamantes aparatos de la troll y se rompió en dos de golpe. El Famélico lanzó un aullido que fue su primera muestra de dolor. ¡¡¡ARRRGH!!! hurgó con un dedo el único ojo que le quedaba a Gunmar, con intención de cegarle para siempre. A todo esto, Ojitranco reordenó sus tentáculos, apresó con ellos varias púas del Famélico y arrastró su corpachón hacia atrás.
Jack me miró y levantó el puño. Asentí con la cabeza y desenvainé mis espadas. Animados por los gritos de la gente, nos lanzamos al asalto cantando nuestra canción de guerra. El brazo inferior de Gunmar nos repelió como si estuviera dotado de ojos, y si bien mi tío se agachó a tiempo para esquivarlo, yo no fui tan rápido y tuve que hacerle frente con la Espaclaire. El filo rebanó limpiamente la parte superior de una garra amarillenta, tan grande como un monopatín, y la punta de la garra se clavó en el césped. La dañada mano rojiza se cerró en un puño y fue a por mí como un pedrusco volador. Hice una finta a la izquierda y asesté un tajo con el Gato Seis, sajando el pulgar hasta el mismo hueso.
Los dedos se tornaron rígidos y me golpearon con fuerza suficiente para dejarme sin respiración. Caí despatarrado sobre la hierba y, mientras jadeaba, vi que Jack se agachaba y se situaba directamente debajo de Gunmar. Esquivó las piernas bamboleantes del gran troll, desenvainó el Doctor X, lo empuñó con ambas manos y apuntó al estómago de la bestia. El corazón se me aceleró. Si acertaba, la herida podía cambiar el curso de los acontecimientos.
Todo cambió, pero no para mejor.
Jack hendió con la punta el lado derecho de la panza de Gunmar y la llevó hasta el lado izquierdo, abriendo un gran surco en la carne. El Famélico aulló y se retorció con tal violencia que ¡¡¡ARRRGH!!! y Ojitranco salieron despedidos a uno y otro lado. Una fuerte lluvia de sangre escarlata y líquido amarillento empapó a mi tío pero este ya se lo esperaba y sencillamente se limpió las antiparras con el dorso del guante.
Lo que nadie esperaba ver fue la aparición de decenas —de centenares, mejor dicho— de trolls diminutos surgidos por la cavidad abierta. Los primeros rebotaron contra el casco de Jack, lloriqueando y debatiéndose en el aire, y él, sorprendido como todos, se quedó allí plantado, sin saber bien qué hacer. Pero continuaban saliendo pequeñas bestias a borbotones, y tuvo que retroceder para quitarse a aquellos parásitos de la coraza y tirarlos al suelo con asco visible. En cuestión de segundos, aquellos seres estaban por todas partes, revolcándose en el césped y con los ojos diminutos parpadeando con sorpresa ante aquel mundo nuevo para ellos.
—El resto de los Gumm-Gumms —jadeó Jack—. ¡Ahí es donde se escondían!
Miré hacia abajo y contemplé a tres de ellos que deambulaban junto a mis pies. Cada uno era del tamaño de una pelota de béisbol y, también, una réplica exacta de Gunmar: con el cuerpo rojizo y reluciente, seis brazos minúsculos y una espalda cubierta de pinchos que se movían a voluntad. Lo que era peor, cada una de estas cosas daba la impresión de estar creciendo en tamaño a cada nueva bocanada de aire, como si el olor de tanta carne humana fuese suficiente para hacer crecer sus jóvenes cuerpos.
Gunmar sacudió el torso para expulsar a unos cuantos bebés más y sonrió tan anchamente como el más orgulloso de los padres. Quizás era eso lo que había aprendido durante los cuarenta y cinco años transcurridos en la oscuridad: a reproducirse y a transportar al mundo humano un ejército de voraces carnívoros sin que corrieran peligro alguno. Desembarazado de sus retoños, soltó un rugido y volvió a enzarzarse en el combate contra ¡¡¡ARRRGH!!!, Ojitranco y el anonadado Jack Sturges.
Noté un fuerte dolor que ascendía por mi pierna. Uno de aquellos Gunmars diminutos me había mordido, atravesando la zapatilla de deporte y clavándome los dientes en el dedo gordo. Di una patada al aire para librarme de él, pero el troll diminuto siguió aferrándose a la zapatilla, mientras aleteaba con los brazos como si estuviera disfrutando de lo lindo. Pegué un pisotón en la línea de cuarenta yardas, empuñé la Espaclaire y lancé una estocada hacia abajo. El pequeño ser hizo una finta a la derecha, y la punta del arma se clavó en la hierba. Lo intenté de nuevo, y el monstruito esta vez hizo una finta a la izquierda. Finalmente conseguí desequilibrarlo y le solté un patadón. La pequeña bestia salió volando y botó repetidamente en el césped, mientras la sangre de mi lastimado dedo gordo comenzaba a empapar la zapatilla de deporte.
Contemplé la cancha y vi centenares de aquellos monstruitos, con las bocas plagadas de colmillos y abiertas en bostezos de recién nacidos, sacudiéndose las envolturas viscosas como un perro se sacude el agua de lluvia. Estaban yendo hacia las gradas, aprendiendo a caminar mientras se dirigían a disfrutar de su primera cena. Varios de los chavales rescatados de la guarida de Gunmar estaban haciendo lo que podían y se dedicaban a pisotear a los bebés de troll hasta matarlos. Era un esfuerzo encomiable, pero ni de lejos resultaba suficiente. Aunque hubiéramos sido el doble de cazadores de trolls, su número habría seguido siendo infinitamente superior. El desespero empezaba a hacer mella en mí, y miré hacia las bandas tratando de encontrar ayuda.
Y en ese momento vi al profesor Lempke, cerca de la línea de fondo, jadeante y sin aliento tras haber venido corriendo desde el museo. El tan quisquilloso académico estaba lleno de llagas. Tenía la cara y los brazos enrojecidos e irritados, cubiertos por una capa de pus reseco. Como un niño pequeño en una fiesta de cumpleaños, no cesaba de dar saltos entre risitas y aplausos. A cada nuevo aplauso, los húmedos regueros de la enfermedad iban extendiéndose entre sus palmas. El hombre estaba contentísimo de ver aquella gran lucha despiadada, pero lo que en ese momento despertaba todo su entusiasmo era la presencia en el campo de batalla del chico que más odiaba en el mundo: Tobias «el Gordinflón» Dershowitz.
El Gordi estaba acompañado de su atónita abuela, ocupado en mantener a raya al Ojo de la Maldad con aquellos instrumentos que pronto iban a hacer famoso al doctor Papadopoulos. El Ojo extendió su largo tallo ocular y golpeó a mi amigo en la muñeca haciéndole tirar los instrumentos. El Gordi podría haber acabado mal de no ser porque su abuela dio un paso al frente y soltó un golpetazo al Ojo con el que parecía ser el bolso de mujer más pesado del mundo. El Ojo rodó sobre sí mismo como si estuviera borracho y chocó con violencia contra un montón de botellas de agua mineral emplazado junto al banquillo del equipo de casa.
El Gordinflón cogió a su abuela de la mano, y los dos salieron corriendo hacia las gradas. El ensordecedor batir de «las matracas de Steve» había servido para que los espectadores mantuvieran a raya a los Gumm-Gumms durante largo rato, pero la cosa no podía durar para siempre, y el Gordi aquella noche había dejado claro que era un combatiente muy duro de pelar.
Pero no se sumó a la lucha. Lo que hizo fue seguir corriendo de la mano de su abuela, hasta dejar atrás las gradas y perderse de vista por un lateral. Me invadió el desaliento. Ahora yo también sabía lo que era encontrarse abandonado por todos. Miré con abatimiento los incontables bebés de troll y sus pequeñas bocas sembradas de colmillos y me centré en el monstruo gigantesco que estaba defendiéndose sin problemas de Jack y de Ojitranco al tiempo que se abalanzaba contra ¡¡¡ARRRGH!!! El Gordinflón no era un verdadero cazador de trolls (traté de tener bien presente la dura realidad), pero su abandono en ese momento me resultaba tan desmoralizador como una eventual baja mortal en nuestras propias filas.