
29.
Esa noche empezamos a vencer. Los fragmentos de mis fracasos vitales (videojuegos que nunca llegué a terminar, aficiones de las que me olvidé, deportes que dejé para los chicos mucho más dotados) se conjuntaron a la perfección para aportarme cuanto necesitaba en mi condición de cazador de trolls. Toda mi triste vida, en lugar de ser una pérdida de tiempo, parecía haber constituido una preparación para esto.
No hacía falta que mis compañeros de armas comentaran los cambios que se estaban dando en mí. Todos los notábamos, y en especial los Gumm-Gumms, cuyas blanduras atravesábamos y cuyas vesículas coleccionábamos para quemarlas. Nuestro primer triunfo de la velada fue a costa de un cuarteto de Wormbeards: unos seres bulbosos y de andares torpes cuyo propósito era el de murmurar insultos desmoralizadores a los niños dormidos, para que los pequeños después se sintieran obligados a escaparse de sus casas y emprendieran viajes tristes y cortos que siempre terminaban cuando pasaban por debajo de un puente.
Los Wormbeards eran tan gruesos de cintura que podían abalanzarse rodando contra tu cuerpo como si fueran rocas desprendidas por una ladera. Alcanzaban una velocidad impresionante de esta manera, y creo que no voy a olvidar la vez que corrí por Jefferson Street, seguido por Jack, Ojitranco y ¡¡¡ARRRGH!!!, en persecución de una grisácea bola rodante que había aplastado buzones de correos, señales de tráfico y hasta una boca de riego. Atravesé el chorro de agua que salía a presión y le arrojé la Espaclaire como si fuese una jabalina. Se clavó en la columna vertebral del Wormbeard, que al momento dejó de formar una bola y abolló dos coches con sus zarpas abiertas. Al día siguiente, los daños fueron atribuidos a un conductor que se había dado a la fuga. Tan solo nosotros, los cazadores, estábamos en el secreto.
Tratamos de intimidar a los Wormbeards para que nos revelaran la localización de Gunmar. Con sus alientos agonizantes se rieron de nosotros. Guiándonos con la nariz de ¡¡¡ARRRGH!!! y el astrolabio de Jack, fuimos de puente en puente, tratando de dar con la entrada secreta a la guarida de los Gumm-Gumms. Recorrimos conductos del alcantarillado y cavernas por todos olvidadas, pero más tarde o más temprano volvíamos a encontrarnos de nuevo en un soso barrio residencial de San Bernardino asaltado por otro troll de la peor especie.
La mañana del martes llegó con tal rapidez que me entraron ganas de vomitar. Fui por los pasillos decorados con crespones rojiblancos y, en clase de educación física, me negué en redondo a subir por la cuerda, pues tenía los músculos doloridos. El Gordinflón no abrió la boca para defenderme mientras el entrenador Lawrence escribía una nota de castigo. Me guardé el tonto papelucho en el bolsillo y me dirigí al ensayo de la función. Debido a la fatiga mis parlamentos fueron ininteligibles. La señora Leach no tuvo más remedio que llamar a Steve, y yo estaba seguro de que él era el favorito de Claire. Con una mezcla de alivio y remordimiento, me dejé caer en una silla del auditorio, tranquilo al pensar que mis dotes personales por el momento tenían que seguir ocultas. Dentro de pocas horas demostraría quién era en realidad.
Los Yarbloods eran los trolls más pequeños en el universo conocido. Había quejas sobre ellos tanto en los pictogramas sumerios como en los jeroglíficos egipcios. Estos incordios legendarios no superaban en tamaño a los mosquitos y se alimentaban de niños que se quedaban jugando en la calle más tiempo de lo conveniente. Los Yarbloods se pegaban a los cabellos como si fuesen piojos y se abrían paso en el cráneo del niño para enfermarlo. Orientándonos con el astrolabio de Jack, nos dirigimos al lugar donde estaban haciendo de las suyas: un orfanato de la ciudad.
Jack untó una pomada de olor agrio en el labio superior de cada niño que encontramos con síntomas de fiebre. Este ungüento provocaba en los chavales la necesidad de defecar; nos escondimos en el corredor mientras el primer niño iba al servicio. Después entramos en él, y Jack me ordenó meter la mano en el retrete. Lo hice sin discutir. Sumergí la mano en el agua de retrete hasta el hombro y lo encontré: una especie de tapón, con el que luché durante cosa de un minuto, hasta sacar un grupo de trolls blancos y del tamaño de ratones que se aferraban con uñas y dientes los unos a los otros. Los Yarbloods habían crecido lo suyo antes de ser excretados.
Su captura resultaba desagradable, pero, eso sí, era muy fácil matarlos.
El sargento Gulager apareció al volante de su coche patrulla cuando estábamos saliendo del orfanato. La luz del salpicadero iluminó su rostro fatigado, y vi que estaba apurando el que seguramente era su enésimo vaso de café. Después de haber visto a ¡¡¡ARRRGH!!! con sus propios ojos en la chatarrería, sin duda temía estar perdiendo la cabeza, y sin embargo tenía que seguir protegiendo a la comunidad. Razón por la que pasaba todas las noches en vela, lo mismo que yo, haciendo lo que consideraba que tenía que hacer. Estuve pensando en él mientras los cazadores de trolls pasamos las horas siguientes quemando vesículas detrás de un almacén industrial vacío.
Llegó el miércoles, como sucedía todas las semanas, aunque habría tenido problemas para decir en qué día estábamos si me lo hubieran preguntado. Una pista me la proporcionó el creciente número de alumnos que faltaban a clase. No me hacía falta saber matemáticas para hacer mis propios cálculos y contar los pupitres vacíos. E hice otro tanto durante el ensayo para la función. ¿Dónde estaba nuestro Mercutio? ¿Y nuestro Fray Juan?
Y se hizo de noche en un periquete. Llegó el momento de enfrentarse a los Zunns, cuyos mugrientos sacos con cierre de cordón lo decían todo. Los Zunns sencillamente se dedicaban a raptar niños para Gunmar. Combatían en equipo, y se lanzaban contra nosotros con los brazos engarzados como jugadores de rugby, vestidos con monos idénticos con rayas verdirrojas. Sus cascos estaban hechos con los cráneos de otros trolls de mayor tamaño. Causaban bastante impresión, hay que reconocerlo, pero sus acometidas a lo bruto nada podían contra cuatro espadas bien afiladas, varias decenas de tentáculos restallantes y una descendiente de la legendaria familia ¡¡¡ARRRGH!!! bien nutrida después de haberse comido tres gatos seguidos. Los Zunns se estaban llevando la peor parte, pero no por ello dejaban de entonar su acostumbrado cántico de guerra en tono menor. A fin de contrarrestarlos, empecé a recitar a voz en cuello las frases de Shakespeare que me venían a la mente.
—¡El mundo no es tu amigo, ni su ley!
Y al momento atravesaba unas blanduras con mi espada.
—¡Ah! Más peligro hay en mis ojos que en veinte espadas tuyas.
Y rebanaba un par de manos.
—¡De ella las antorchas aprenden a brillar!
Y cercenaba una cabeza con el casco puesto.
No había existido un cazador de trolls que aniquilara a los enemigos con tanto estilo. Mis propios compañeros estaban asombrados. No tardamos en exterminar al grupo de Zunns, y el resto de la noche lo pasamos buscando a los Gumm-Gumms, de forma infructuosa otra vez. En más de una ocasión tuvimos que escondernos para eludir los ojos vigilantes del sargento Gulager. El hombre estaba por todas partes, a todas horas, y yo me sentía impresionado. Gulager estaba empeñado en cumplir con su deber, eso era evidente. Pero incluso los héroes tienen sus limitaciones. Y esta lucha no había sido hecha para él.