
16.
—Nunca voy a entender cómo ese mentecato pudo ganarse la vida escribiendo —comentó el Gordinflón.
—La que me espera —rezongué—. Voy a pegarme un costalazo de padre y muy señor mío.
—Alguien tendría que haberle pegado una tunda al tal Shakespeare en su momento.
—Es imposible hablar así sin quedar como un capullo, ¿verdad?
—En condiciones normales —matizó el Gordi—. Está claro que hay un selecto club de actores geniales capaces de sacarle jugo a toda esa palabrería barroca. Sir Lawrence Olivier. Sir Kenneth Branagh. Sin olvidarnos, por supuesto, del nuevo ídolo del escenario y la pantalla, el incomparable sir Jim Sturges júnior.
El Gordi me palmeó la espalda. Tenía una mano inmensa, por lo que me hizo trastabillar. Oí unas risitas procedentes de la cancha de fútbol. Mantuve la cabeza gacha y recuperé el equilibrio al andar. Nos dirigíamos a casa, pero sin dejar de hablar de la prueba recién hecha. Miré el texto de Ro-Ju que llevaba en la mano. Tan solo tenía cuarenta y cinco páginas, pero daba la impresión de pesar muchos kilos.
—¿Cómo voy a acordarme de todo esto? —pregunté.
—Voy a darte un consejo —respondió el Gordi—. Si te olvidas de una frase, lo único que tienes que hacer es gritar: «¡Los Guerreros Feroces de San Bernardino son los mejores!», y verás cómo esos imbéciles del equipo de fútbol se ponen a aplaudir como locos. —Me hizo un guiño—. Este consejo es gratis. Pero el próximo te lo cobro.
Estábamos delante del Museo de la Sociedad Histórica de San Bernardino, y la tentación fue demasiado fuerte para el Gordinflón. Al momento me sonrió con su picardía característica.
—Hoy no —pedí—. Hoy no tengo fuerzas para correr con la necesaria rapidez.
—¿Rapidez? ¿Tú? No eres tú el que tiene que cargar con este petate, sir Jim.
¿Qué podía responder? El hecho era que estaba haciéndome un favor. De forma que enfilamos el caminillo de acceso y pasamos bajo un nuevo gran cartel de vinilo. Lo que anunciaba era un tanto incomprensible; eso sí, las grandes letras mayúsculas resultaban impresionantes.
KILLAHEED
LA ESTRUCTURA
COMPLETA
POR PRIMERA VEZ EN EL
HEMISFERIO OCCIDENTAL
La brisa hacía restallar el cartel, como si fuera a lanzarse en picado dotado de unas alas de murciélago.
Al entrar, nos llevamos una sorpresa no deseada. Carol no estaba tras la ventanilla de los billetes. Miramos hacia la esquina. En el guardarropía no había nadie. Aguzamos los oídos. Nos llegaban algunos sonidos, las débiles vibraciones de unas voces, pero era imposible saber de qué dirección venían. El Gordinflón se encogió de hombros, cargó con el petate y atravesó los torniquetes. Lo imité, y seguimos adelante, con mayor cuidado que de costumbre, escaleras arriba y pasando frente al bisonte. El Gordi esta vez no le tocó las barbas.
Desde fuera, el atrio Sal K. Silverman tenía el mismo aspecto de siempre. Pero cuando empujamos las puertas con los cristales ahumados, nos encontramos ante un hervidero de actividad. El personal del museo al completo, desde Carol hasta los docentes y los miembros del consejo, iba de un lado a otro con caras serias, mientras operarios con cascos y guantes de trabajo deambulaban ocupados tras cajones embalados o sentados al volante de unos pequeños toros de transporte. El Gordi y yo nos quedamos patidifusos. Nos acercamos sin que ni una sola persona reparase en nuestra presencia.
Un puentecillo de piedra iba de una punta a otra de la sala. De haber estado construido sobre un arroyo campestre, su aspecto seguramente hubiera sido inofensivo. Pero, al ocupar toda la extensión de aquella sala no muy grande, su estampa irradiaba una fuerza formidable y primigenia. El puente era muy antiguo, y cada uno de sus pedruscos estaba desgastado por las marcas y la decoloración producidas a lo largo de los siglos. Los embalajes de fibra de vidrio escondían muchos de sus detalles, pero una decena de operarios se disponían a retirarlos. Saltaba a la vista que el puente había sido transportado en secciones: los dos extremos ya habían sido reconstruidos, pero faltaba por colocar la piedra clave que los conectaba.
Nos acercamos un poco más. De no haber sido por la presencia de los trabajadores, hubiéramos podido pasar bajo el puente sin agacharnos. En cada uno de sus dos extremos había unas agujas cubiertas de telarañas, y el musgo formaba húmedas manchas junto a muchos de los intrincados grabados en la piedra. Aquel puente prácticamente era un ser vivo; casi esperabas que las ratas salieran corriendo por sus resquicios innumerables. El aire en la sala estaba extrañamente frío, lo que me llevó a tiritar mientras trataba de mirar por encima del hombro de un individuo vestido con una americana de pata de gallo.
Este se giró de pronto, con la nariz enhiesta como si acabara de oler mi presencia. Era el profesor Lempke. En la mano izquierda llevaba una tablilla, pero con la derecha nos sujetó a ambos por el cuello de la camisa.
—¡Ajá! —gritó—. ¡Los intrusos de siempre! ¡Los polizones de costumbre! ¡Los jóvenes aventureros Sturges y Dershowitz! ¡Hoy no podían faltar!
Nos revolvimos, pero su puño era de hierro.
La sonrisa de hiena se ensanchó en el rostro de Lempke. Y el efecto que causó sobre nosotros fue preocupante. Tenía los dientes manchados, y el aliento le hedía. De hecho, todo en él denotaba falta de sueño, por no hablar de una posible enfermedad. Sus ojos estaban inyectados de sangre, y vi que sus mejillas consumidas estaban cubiertas por una grisácea barba de dos días. En la frente tenía una hilera de espinillas, y por el cuello de la camisa emergía un visible sarpullido rosado.
—Me temo que hoy no vais a poder deambular a vuestras anchas por el museo, no mientras esta preciosa construcción descanse entre sus cuatro paredes. ¡Habéis llegado en la mejor de las tardes! Lo que tenéis ante vuestros ojos es el absoluto colofón de mi carrera profesional. Me he pasado dieciocho años colaborando con los historiadores escoceses a fin de evitar la destrucción de esta estructura, una destrucción deseada por los palurdos de las Tierras Altas escocesas, en razón de cierta superstición tan arcaica como primitiva. ¿Dais crédito a vuestros oídos, mis apreciados metomentodos? Esos asnos de las Tierras Altas querían destruir la que muy posiblemente sea la obra arquitectónica más importante de Europa. He sido yo quien la ha salvado. Y ahora la tenemos aquí, en nuestra propia ciudad.
Sus ojos enfebrecidos empezaron a anegarse en lágrimas. Tanto el Gordi como yo dimos un paso atrás para eludir sus tóxicos lloriqueos.
—Vosotros dos, ignorantes sin remedio, ¿tenéis la menor idea de qué es lo que estáis viendo?
El Gordinflón osó encogerse de hombros.
—¿Un puente?
Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de Lempke, como perdigones procedentes de sus ojos hinchados. Su expresión horrorizada poco a poco fue tornándose en otra de mordacidad.
—Un puente —repitió sardónicamente—. Muy gracioso. Pues no, jovenzuelos entrometidos, no. Veréis, la piedra clave que une las dos mitades del puente… por desgracia todavía está por llegar.
A su lado se encontraba un asistente, quien finalmente se atrevió a carraspear. Lempke soltó un poco su presa, lo suficiente para que el Gordinflón y yo nos liberásemos y pudiésemos frotarnos las gargantas doloridas. Las gotas de sudor que caían del rostro del asistente estaban manchando los papeles que tenía en la mano. Nervioso, el hombre pulsó con el pulgar el resorte de su bolígrafo.
—La piedra clave —dijo—. Por fin hay noticias.
—¡Pues desembuche de una vez! —le espetó Lempke.
El asistente consultó una anotación garabateada.
—El cargamento fue enviado a San Sebastián por error.
—¿San Sebastián? ¿En Puerto Rico? —preguntó Lempke con ira.
—No. San Sebastián, en España.
Lempke se quedó boquiabierto y la fetidez se escapó de su boca.
—Está previsto que la pieza llegue mañana —añadió el asistente—, y la sociedad histórica local ha recibido instrucciones explícitas de hacérnosla llegar de inmediato.
El rostro entero de Lempke a estas alturas tenía el color de su sarpullido en el cuello. Se pasó las uñas mal cortadas por las espinillas que surcaban su pálida frente.
—¿Instrucciones explícitas? —repitió con voz rabiosa—. ¿Que les han dado instrucciones explícitas? Conozco bien a esos bobos de San Sebastián. Querrán ver la pieza. Para echar un vistazo, forzarán la cerradura del cajón y harán fotos. ¡Fotos con flash! y nos dirán que se abrió durante el transporte, sin pensar por un momento en la luminosidad a la que van a exponer la piedra, en la humedad ambiental, ¡en nada de nada!
—Explícitas, sí —dijo el asistente—. Fui muy explícito al decirles que…
—Vuelva a llamarles. Haga hincapié en la importancia de nuestras instrucciones. Esos tontos duros de mollera en todo instante deben estar pendientes de la llegada del cargamento. No me importa si tienen que pasarse la noche esperando. Yo también lo hice en su momento, y bien que lo hice. Un peón adolescente español que dejó los estudios y que cobra el salario mínimo no es la persona indicada para ocuparse de un envío de este calibre.
—Sí, señor. Día y noche, señor. Señor… Está usted, eh, sangrando. ¿Se encuentra bien, señor?
De tanto rascarse el dorso de la mano derecha Lempke se había hecho sangre.
—Esta americana de lana —murmuró—. Es un verdadero fastidio.
Se subió la manga de la americana un momento para rascarse la piel. Todos lo vimos: el sarpullido había devorado el antebrazo entero de Lempke. Una masa amarillenta de mucosidad endurecida relució bajo los rayos de sol que se colaban por el tragaluz en el techo. Volvió a cubrirse con la manga, y el asistente se obligó a fijar la mirada en sus papeles.
—Eh… Ah, está previsto que la piedra clave llegue el viernes próximo. Justo a tiempo para la última jornada del festival…
—¡Tonterías! ¡Lo que está sucediendo en este museo empequeñece cualquier tonta celebración callejera! Tome buena nota: los iletrados que viven en esta ciudad se lamentarán de haber dedicado tantas de sus limitadas energías a los desfiles por las calles, los espectáculos deportivos y las funciones teatrales con adolescentes, en lugar de haber estado empapándose de la historia de Escocia. Ya lo creo que van a arrepentirse. Espere y lo verá. ¡Van a pedirme disculpas personalmente!
Un capataz gritó a los operarios:
—¡Y ahora con cuidado! ¡Y bien, muchachos, vamos con la pieza tres!
Lempke irguió la cabeza y miró con arrobo, como si acabara de ver a su amada después de largos años de separación. Un segundo después, sus manos —aquellas calientes tenazas supurantes por la enfermedad— aprisionaron nuestros cuellos. Nos hizo pasar junto al asistente, quien se hizo a un lado, hasta situarnos ante la gran estructura de piedra, cuyo envoltorio por fin iban a quitar.
—Uno… —exclamó el capataz.
Los resquebrajados labios de Lempke procedieron a repetir la enumeración en silencio.
—Dos…
Sus afiladas uñas se hincaron en la carne de mi cuello.
—¡Tres!
Los operarios retiraron los paneles protectores de los lados y de la parte inferior del puente. Una gruesa capa de moqueta industrial quedó al descubierto y debajo de esta había una capa de paja; las dos fueron a parar al suelo con un bom estrepitoso. Una nube de polvo voló hacia arriba, y mil briznas de paja surcaron el aire. Los operarios entrecerraron los ojos tras las gafas protectoras, y los empleados del museo se escudaron las caras con los codos. Tan solo Lempke se quedó como estaba, sonriendo ampliamente ante el resultado de dieciocho años de trabajo y sueños fervientes. El polvo negruzco entró en su boca abierta. Una hebra de paja se alojó en su globo ocular; ni pestañeó.
—El puente de Killaheed —susurró.
El Gordinflón tosió y volvió el rostro. Fui incapaz de hacer otro tanto.
Había visto antes este puente.
La imagen central del mural tallado en la piedra de la cueva de los trolls era una reproducción de este mismo puente, si bien no conseguía reflejar el poderío inquebrantable del modelo real. Cada uno de los retorcidos tentáculos y garras estaba tan profundamente grabado en la piedra que tus ojos se perdían en el interior de los huecos de los trazos, que se elevaban en dirección a la piedra clave que faltaba. Tenía bien presente la figura central que presidía el puente en el mural: un colosal troll dotado de seis brazos, una cuenca ocular vacía y otra ocupada por un rubí reluciente.
Las nubes taparon el sol, sumiendo el atrio en una oscuridad inesperada.
—Sí, sí, sí… —aprobó Lempke con entusiasmo—. Igualito que en la misma Escocia. El puente tiene un aspecto mucho más imponente bañado por esta luz gris, ¿no os parece, mis dos juveniles bufones?
Un grito de dolor rompió el silencio. Lempke se giró hacia la dirección de donde procedía el grito con rapidez un tanto extraña. Uno de los operarios apartó la mano de una de las hendiduras entre las piedras del puente. Tan solo vi la mancha de sangre cuando llevó la mano malherida a su brazo contrario.
—¡Me mordió! —chilló—. ¡Esta maldita cosa me mordió!
Preocupados, sus compañeros se acercaron al hombre para ayudarle. Lempke se llevó las manos cubiertas de sarpullidos a sus caderas. El Gordinflón señaló con la barbilla la puerta por la que acostumbrábamos a escabullirnos, y empezamos a alejarnos sigilosamente. En la escalera no había vigilancia alguna, cosa que agradecimos. Pero antes de escapar tuvimos ocasión de oír las concluyentes palabras de Lempke.
—Dejen de quejarse. Tampoco duele tanto. De hecho, se trata de un honor. Tendrían que sentirse orgullosos.