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37.
Del techo caían gotas alargadas y pegajosas de un aceite negro que quemaban la piel como mordeduras de hormigas. Las paredes desprendían un pus blanco que se arrastraba hasta el suelo como gordos gusanos. Cada paso que dábamos topaba con el ardiente vapor procedente de viejas piezas metálicas al rojo vivo. Los metálicos gemidos de tales piezas se sumaban al lamento que espesaba el aire hasta convertirlo en niebla.
Saltamos por encima de un terraplén de acero fundido y nos encontramos ante una cinta transportadora, una tosca estructura formada por manchadas telas harapientas y cosidas entre sí, destinada a trasladar cargamentos por una larga chimenea de hojalata. En aquel momento no había nada en la cinta, como no fueran manchurrones grasientos, pero seguimos andando en su dirección. La chimenea desembocaba en una caja resonante del tamaño de una casa sobre un árbol, unida con grandes clavos de vía férrea y construida con desechos metálicos: el abollado chasis de un go-kart, una roja carretilla infantil, un rótulo de neón procedente de un club de estriptís. Los elementos estaban unidos a unos chamuscados cables eléctricos, y los cuadros eléctricos estropeados humeaban. La caja se estremecía como una lavadora a punto de estallar, y en su interior resonaba el chirrido de sierras de cinta y el repetitivo musical sonido de un molinillo que estaba triturando unos restos que insistían en resistírsele. Todo ello iba a parar a un caño con pitorro que salía por el otro lado.
Una mano enguantada se posó en mi brazo.
—La Máquina —dijo Jack—. ¿Estás seguro de que quieres verla bien?
La mirada detrás de las antiparras era inexpresiva, pero la fuerza de sus dedos me lo estaba diciendo todo.
Con el Gordinflón a mi lado, trepé por una montaña de viejas tragaperras para mirar de cerca. Una tubería oxidada mantenida en pie por unos flacos pilotes salía por el otro lado de la Máquina, y en su interior se oía el incesante chapoteo de una especie de pulpa. Aquello olía a muerte, pero me agaché para ver por un agujero practicado en la tubería por el óxido.
Dentro había carne, una gran hamburguesa compuesta a partes iguales por músculo rojo, hueso blanco y tendón grisáceo, combinados con multicolores órganos internos. Aquel compuesto carnoso avanzaba por la tubería a impulsos desiguales producidos por la Máquina. Asombrado por aquella caleidoscópica mezcolanza de vísceras, me quedé aún más atónito cuando el compuesto carnoso volvió a avanzar espasmódicamente y reveló un objeto medio hundido en él.
El pasador para los cabellos de una niña.
El vómito se me agolpó en el esófago.
A mi mente acudió la cara de la niña pequeña con gafas moradas impresa en la hoja suelta que su padre nos había dado. Agaché la cabeza, y el vapor de la Máquina perló mi rostro de gotas como lágrimas. Pero Jack me sujetó y me empujó hacia el agujero de la tubería otra vez. Un gesto de verdadera crueldad. Me entraron ganas de matarlo. Lo que quería era hundir los dientes en su cuello y arrancarle de golpe la garganta palpitante.
Las tachuelas de sus guantes se clavaron en mis sienes. La sangre empezó a correr por mis mejillas.
—¡Mira! —ordenó.
—¡Te odio! ¡Te odio!
—¡Los Gumm-Gumms te están haciendo perder la cabeza! ¡Este lugar es tóxico! ¿Vas a mirar de una vez?
—¡Te mataré!
—¡Que mires, he dicho!
Las tachuelas en mi cuero cabelludo llevaron mi cabeza a unos centímetros de la tubería, cuyo olor me dio arcadas. No pude evitarlo y vi lo que él quería que viese: unos dientes sueltos, incrustados en la materia carnosa, tan blancos como perlas. La imagen me puso aún más enfermo, hasta que la carne volvió a moverse y vi que los dientes eran muy pequeños y puntiagudos.
—¡Ratas! —gritó Jack—. ¡Esta hamburguesa sobre todo es de ratas!
Vi que una larga cola rojiza se movía entre unos grumos de músculo.
—¿Es que no lo hueles? —dijo mi tío—. Esta carne está muy pasada. Son los restos de la última guerra. Gunmar se ha visto obligado a mezclarla con carne de rata para seguir nutriéndose hasta que terminen de reconstruir el Killaheed. Lo que significa que tus amigos no están ahí abajo, todavía. Tienes que ser fuerte, Jim.
Me soltó y señaló la precaria tubería que se elevaba sobre los pilotes herrumbrosos.
—Sigamos esa carne —ordenó.
Atravesamos el negro humo y llegamos a un ruedo rodeado por columnas rocosas naturales. La tubería de la carne discurría sobre nuestras cabezas como una montaña rusa en miniatura, goteando unos líquidos hediondos que iban a parar a nuestras mejillas antes de elevarse aún más sobre los puntales deteriorados y medio vencidos. Con las miradas en alto, desembocamos en un espacio desierto. La tubería seguía zigzagueando en el aire de la forma más ilógica posible hasta llegar a una meseta terrosa de unos seis metros de altura. La tubería aquí descendía de forma pronunciada y estaba unida a un refuerzo en forma de Y por un segmento de alambre de espino. Por el caño final de la tubería, grandes grumos de carne similares a comida para perros se precipitaban hacia la abierta bocaza de Gunmar el Negro.
Toda esperanza nos abandonó a los cazadores de trolls como si acabaran de sangrarnos.
Incluso de no haber estado situado en lo alto de la meseta, el Famélico era de tamaño mucho mayor que cualquiera de nosotros. Estaba sentado en un trono construido con los amarillentos huesos de los ciento noventa niños desaparecidos cuando la epidemia de los envases de cartón de leche, y con sus dientes largos como estalactitas mascaba la carne que salpicaba su cara y pecho.
El «Negro» de su título era de carácter metafórico; su piel era de un reluciente y malsano color rojizo. Cada vez que tragaba, sus extremidades se movían de forma convulsa e inesperada, pues tenía dos codos en cada brazo y una rodilla costrosa y arrugada en cada pierna, y todos ellos podían doblarse en cualquier dirección. Su torcida columna vertebral se elongaba y contraía como un telescopio. Gruesos pinchos de puercoespín discurrían desde la nuca y por toda la espalda. Con ademán majestuoso, abrió los seis brazos que brotaban de su pecho nervudo. Todos tenían tumores rezumantes, salvo el superior izquierdo, que, según lo anunciado, era una desgastada pieza de madera con muescas correspondientes a sus numerosas víctimas.
La mandíbula de Gunmar se abrió y dejó al descubierto la lengua deformada que había estado mascando a lo largo de cuatro decenios de resentimiento.
—SSSSSTURGESSSSSS.
Apartamos los rostros para eludir el ardiente aliento de aquella voz. El pulso se me aceleró al oír el nombre de mi familia así mencionado, y cuando volví a mirar, Gunmar estaba acariciando con una de sus garras el Ojo de la Maldad. La cuenca izquierda del Famélico había cicatrizado largo tiempo atrás, pero el Ojo parecía sentirse plenamente satisfecho de encontrarse hincado sobre el hombro de su amo como si fuera un loro.
—Oye, Jim, una cosa —musitó el Gordinflón.
—Sí.
—Si antes no hemos podido con el Ojo, ¿cómo vamos a arreglárnoslas con el monstruo al completo?
—Mira, Gordi —respondí—. No me vengas con preguntas para las que no tengo respuesta.
—¡Jim! ¡Aquí!
Nunca más iba a confundir un acento escocés con otro londinense. Miré de dónde procedía aquel grito y vi que Claire estaba a la derecha de Gunmar. No Claire exactamente, sino su cabeza. Y, sin embargo, durante unos segundos surreales, creí que era su cabeza cortada la que estaba llamándome, lo que implicaba que justo acababan de matarme y estaba en el país de la fantasía. Pero no, estaba viva, aunque yo por alguna razón tan solo podía ver su rostro que asomaba por el borde de la meseta. Por detrás se encontraban las cabezas en movimiento de otros chavales, por lo menos una docena. No se veía jaula alguna, y junto a Gunmar no había ningún troll. ¿Cómo era que los chavales no intentaban escapar?
A nuestras espaldas se oyó el chirrido de unos engranajes metálicos mal lubricados. En lo alto, el caño de la tubería escupió unos últimos grumos carnosos. La Máquina estaba vacía y necesitaba ser realimentada.
¡¡¡ARRRGH!!! se abofeteó ligeramente el pedrusco clavado en su cráneo.
—¡Gunmar! ¡Combatir! ¡Ahora!
—PRIMEROOOO VIENEN MIS AMIGOOOOOSSSS —barbotó Gunmar, mostrando su lengua bífida.
De la sombra de la meseta emergió un alucinante grupo de trolls. Auténticos horrores con dobles mandíbulas, ojos de insecto y miembros oscilantes de sílice que arrastraban mazas, garrotes y cadenas por el suelo. Las trenzas de sus cabellos estaban endurecidas por la sangre reseca, y sus cuerpos costrosos y ulcerosos habían mutado tras haber pasado tan largo tiempo junto a Gunmar. En las costras tenían ojos adicionales, de las llagas brotaban dedos, y también tenían sarpullidos con dientes que les acababan de salir. Entre ellos había Nullhullers, Wormbeards, Ğräçæĵøĭvőd'ñůý, Yarbloods, Zunnns y una pléyade de similares rufianes de baja estofa que formaban esta nueva generación de Gumm-Gumms. Por eso me quedé asombrado cuando oí que Jack murmuraba con incredulidad:
—¿Y ya está? ¿No hay más trolls que estos?
—Cometes un error al subestimar a los Gumm-Gumms —le advirtió Ojitranco—. Es posible que el Famélico no haya tenido tiempo para reclutar a tantos seguidores como creíamos. Digamos que es una buena noticia, pero no nos confiemos, ¿te parece?
Jack entrechocó sus espadas.
—Me parece.
Lanzó su grito de guerra, y los otros dos cazadores de trolls hicieron otro tanto. Avanzaron en ensayada formación triangular. Situada a la derecha, ¡¡¡ARRRGH!!! puso fuera de combate a tres Gumm-Gumms con uno de sus puños. A la izquierda, Ojitranco derribaba oponentes haciendo restallar sus tentáculos como si fueran látigos enormes. Al frente y en el centro, Jack trazaba molinetes en el aire con sus espadas, como si fueran los lazos de un vaquero. La atmósfera se llenó con el ruido de los músculos aporreados, el entrechocar de las armas y el alentador sonido que se producía cuando los nuestros tronchaban las blanduras de los cuellos de los Gumm-Gumms.
El polvo lo impregnó todo, y el Gordinflón y yo aprovechamos la circunstancia para escabullirnos hacia un lado. No veíamos a medio metro de distancia, pero usamos los pies para evaluar los obstáculos y las manos para apartar a un lado los amasijos metálicos. Los sangrientos despojos a los que estaba empezando a acostumbrarme nos salpicaban por detrás: frías láminas de piel de troll, calientes chorros de sangre arterial, la pegajosa masa del tejido de las blanduras. Los gritos de los chavales capturados crecieron en intensidad mientras nos acercábamos, y su sonido competía en volumen con el gemido en trance de los Gumm-Gumms.
—Killaheed. Killaheed. Killaheed.
La desnuda ladera de la meseta hendió el aire enrarecido como el casco de un barco que saliera de la niebla.
—Ya estamos —suspiré.
—Estupendo —dijo el Gordinflón.
En ese momento, un ser solitario apareció entre la neblina. En el mentón tenía una cicatriz en forma de cruz. Se trataba del pequeño y malevólo troll que se me había escapado en la Chatarrería de Keavy. Con su inigualable sentido del olfato, este troll herrumbroso me había seguido el rastro por entre el polvo, el humo y las vísceras. Su cuerpo alargado chasqueó como una fusta y una neblina de aceite tóxico brotó de la raja que era su boca.
—Me corrijo —apuntó el Gordi—. Esto no tiene nada de estupendo.
—Yo me ocupo de este flacucho asqueroso —gruñí—. Tú no te muevas.
Nunca antes había desenvainado la Espaclaire y el Gato Seis con tal gracia. Me pareció ver que el troll herrumbroso se estremecía un segundo, pero las minúsculas gemas de sus ojos se endurecieron y se desplazó hacia un lado. Embistió por mi izquierda, pero finté con el Gato Seis recurriendo al movimiento preferido por Jack, el «mierda va y mierda viene», y cuando el troll reculó y se lanzó a mi derecha, mi Espaclaire trazó otra de las figuras predilectas de mi tío, la «sorpresa en los pantalones». Pero el troll era astuto y se las arregló para esquivar mis estocadas y lanzarme unos latigazos que rasgaron la tela de mis vaqueros. Grité de dolor y fui a por él haciendo molinetes con ambas hojas.
Tenía al Ğräçæĵøĭvőd'ñůý arrinconado contra el terraplén de la meseta, pero mis espadas no hacían más que chocar contra las piedras, con tal fuerza que mi esqueleto entero se estremecía. Aquel maldito troll seguía bailando sin cesar, eludiendo mis estocadas y mofándose de mí con risas histéricas. Me dejé llevar por el instinto y empecé a descargar golpes tremendos, olvidándome del conejo y la pitón en favor del toro. Fue un error de principiante. El troll herrumbroso me mordió en una muñeca, y luego en la otra, y de pronto me encontré desarmado, pues las dos espadas se habían clavado en el suelo por sí solas.
El troll enlazó mi cintura y estrelló mi cuerpo contra la ladera de la meseta. Me di en la frente con una roca y caí derribado. El ser repelente abrió la bocaza, y un alquitrán venenoso rezumó entre las filas en movimiento de sus dientes que formaban una sierra de cadena. El bicho subió corriendo por mis piernas, tan liviano como un insecto, y se dispuso a soltarme el mordisco mortal.
De repente, una afilada punta de plata asomó entre los ojos del troll herrumbroso, haciendo trizas el cerebro que pudiera tener en la cabeza. El filo de un escalpelo apareció a continuación por su boca abierta, arrancando varios de sus dientes triangulares. Al momento oí un agudo zumbido e, incrédulo, vi que una diminuta sierra circular cercenaba la tercera parte inferior del cuerpo del troll, rebanando en dos la vesícula, de la que salió un pegajoso chorro azulado. El troll quedó petrificado unos segundos, hasta liberar por todos los poros sus reservas de oscuro veneno y teñir la tierra de negro. A continuación se quedó tan inerme como una hoja de árbol en otoño.
El Gordinflón me miró con aire triunfal, con la riñonera abierta y sujetando las armas más inquietantes que yo hubiera visto en la vida, manufacturadas con acero y cromo tan fríos como inmisericordes. Apagó la pequeña sierra circular y sonrió.
—Son del doctor Papadopoulos —explicó, mostrando las herramientas del dentista con orgullo.
—¿Las has robado? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Me dije que quizás había llegado el momento de que fuera yo quien produjese un poco de dolor.
Sin pérdida de tiempo recorrimos el borde de la meseta hasta situarnos debajo de los chavales que gritaban. Ahora que la Máquina estaba vacía, podía ser cuestión de minutos que Gunmar procediese a devorar a uno de ellos. Contemplé la lisa pared, preguntándome cómo íbamos a escalar tan imposible obstáculo.
El Gordi me agarró por el hombro.
—Tengo una buena noticia y tengo una mala noticia.
—Dime la buena primero —insté—. Y que sea buena de verdad.
—He encontrado una forma de subir.
—Buena noticia. Muy buena. La mala no puede ser tan mala, ¿verdad?
El Gordinflón hizo una mueca, se giró y señaló.
Dos gruesos cables negros subían por la pared de la meseta hasta el reborde en lo alto.
—No, por Dios —dije—. No querrás que trepemos por esos cables.
—Podemos hacerlo, Jim.
—¡No pudimos hacerlo en la clase de gimnasia! ¿Cómo vamos a hacerlo en este infierno lleno de trolls?
El Gordinflón metió los instrumentos de Papadopoulos en la riñonera, cuya cremallera cerró. Su sonrisa era tan confianzuda como la del más bragado de los espadachines.
—Voy a contarte un secreto —dijo—. ¿Todas esas veces que me caí en clase de gimnasia? En realidad lo hice para fastidiar al monitor.
—¿En serio?
La sonrisa se ensanchó en su rostro.
—No. Pero me ha quedado bien, ¿eh? Finjamos que es la verdad y subamos por esos cables cabrones.
Me dio una palmada en la espalda y se marchó al trote para ponerse manos a la obra. Cuando llegué a la pared, mi amigo estaba subiendo apoyando los pies en las rocas como si estuviera practicando montañismo. Aparté de una patada un montón de huesos humanos y sujeté el otro cable. Trepé unos cuantos metros y de repente me sentí invadido por un miedo que conocía. Empecé a deslizarme hacia abajo, y el cable me abrasó las palmas de las manos, hasta que noté una sacudida en la espalda, la señal de que finalmente me había soltado.
Perdí pie y experimenté el vértigo de la caída al vacío. Era una sensación también familiar, y me preparé para el dolor inminente. Pero no llegué a experimentarlo, pues una mano fuerte me agarró por la cintura y me sostuvo lo suficiente como para que pudiera volver a hacer pie en la roca y agarrarme otra vez al cable. Vi que quien me había salvado era el Gordi. Mi amigo se las había arreglado para mantenerse en suspensión con una sola mano mientras evitaba mi caída con la otra.
—Esta vez no —jadeó—. Esta vez vamos a conseguirlo.
No necesité oír más. Encajé la barbilla en mi pecho y fui subiendo: medio metro, otro medio metro, medio metro más. El Gordi golpeó inadvertidamente un saliente con el pie y empezó a girar sobre sí mismo, pero pude estabilizarlo con la mano izquierda. No había tiempo para agradecimientos. Nuestros pies encontraron intersticios. Nuestros músculos no nos fallaron. Y lo principal, nuestra fuerza de voluntad tampoco flaqueó. Durante unos minutos no oímos ni las voces de los chavales ni los lamentos de los trolls heridos de muerte ni, tampoco, las risas de nuestros rivales en la clase de educación física, sino únicamente los gritos de ánimo con que estábamos empujándonos mutuamente a la cima, que terminamos por coronar.
Jadeamos de bruces hasta que nuestros ojos se encontraron y en nuestros rostros se pintaron unas sonrisas desquiciadas. Pero los gritos de los niños hicieron que reuniéramos las fuerzas necesarias para sentarnos. Gunmar el Negro estaba a quince metros de distancia, enorme sobre su trono de huesos, su roja piel era como si tuviera inteligencia propia.
El Gordinflón y yo gateamos en dirección a los chavales. El rostro sucio y agotado de Claire fue el primero que vi, y me llevé el dedo a los labios para impedir que gritase mi nombre. Se mordió el labio y asintió con la cabeza. Tan pronto como el Gordi y yo llegamos a lo alto de una pequeña elevación, comprendimos por qué tan solo su cara era visible.
Todos los chicos estaban enterrados hasta el cuello. Ya era bastante horrible inmovilizarlos de este modo en lugar de tenerlos encerrados en una jaula, pero lo auténticamente espeluznante de su situación quedó claro cuando me acerqué un poco más. Tenían las bocas manchadas de cierto mejunje inidentificable, señal de que Gunmar había estado engordándolos con un relleno sabroso para después convertirlos en salchichas dentro de la Máquina. Estos niños y adolescentes no estaban enterrados, sino que habían sido plantados, a fin de que la tierra fértil y el limo del mundo subterráneo sazonaran sus carnes al gusto del paladar del troll supremo.
No nos quedaba otra que ponernos a excavar con las manos desnudas. Claire había sido plantada la última, y en consecuencia fue la más fácil de arrancar de la tierra; en cuestión de medio minuto, aparté la suficiente cantidad de tierra como para que ella pudiera liberarse por sí misma. Apretó su sucia cara contra la mía cuando nos dimos un rápido abrazo, y al momento fuimos a excavar y liberar al siguiente chaval enterrado hasta el cuello. El Gordinflón y yo a continuación procedimos a desenterrar a una niña pequeña que reconocí, aunque no llevara puestas las gafas color morado. Le dije que todo iba a salir bien y que ya no corría peligro. Continué excavando, y las puntas de mis dedos empezaron a sangrar.
Cuantos más chavales liberábamos, con más desenterradores contábamos, y al cabo de diez minutos estuvimos escondidos tras un promontorio en compañía de otros diecisiete chicos y chicas manchados de tierra. La niebla del campo de batalla más abajo se había aclarado un tanto, y pude ver que los cazadores de trolls en este momento avanzaban imparables. Como les habían practicado un lavado de cerebro, los Gumm-Gumms no eran combatientes demasiado buenos: feroces sí, pero indisciplinados al tener que vérselas con un asalto coherente. Y como Jack había apuntado, tampoco eran tantos. Tan solo un par de docenas de ellos seguían en pie. Había llegado el momento de que ¡¡¡ARRRGH!!! tomara las riendas de la situación.
Apretó las garras empapadas en sangre contra el suelo y pegó un gran salto simiesco. Su cuerpo cruzó la humareda y aterrizó ante el trono. El azufre se arremolinaba en su derredor como una bandada de insectos demoníacos cuando se irguió por completo. Sin embargo, su estatura seguía siendo dos veces menor que la de Gunmar. No obstante, lanzó un zarpazo con la izquierda que hizo saltar por los aires el caño de la Máquina, a fin de dejarle claro al Famélico que había llegado el momento de la verdad.
La monstruosa mandíbula de Gunmar rechinó, y sus dientes grandes como estacas necesitaron un momento para situarse otra vez. Su único ojo centelleó cuando se levantó del trono. Seis brazos manchados de sanguinolenta carne picada, incluyendo el protésico de madera, se abrieron como si quisieran recibir a la asaltante con un abrazo. El Ojo de la Maldad saltó de su hombro y merodeó en círculos frenéticos alrededor de las babas hirvientes de su dueño.
¡¡¡ARRRGH!!! soltó un rugido tan descomunal que generó una tempestad de polvo y tierra. Entre los remolinos así levantados, la cazadora de trolls afianzó la postura y fue hacia Gunmar con unas pisadas que estremecieron el suelo. Las piedras se desprendieron de las paredes, y la Máquina rechinó en protesta. Los dos viejos enemigos estaban cara a cara: la legendaria masa de músculo y pelaje, el mítico caudillo siempre hambriento. Unos músculos inconcebibles se doblaron prestos a entrar en acción; las gargantas expulsaron un aliento fétido; en el aire pestilente se respiraba la electricidad del primer golpe que iba a ser asestado.
Y en ese momento terminaron de reconstruir el puente de Killaheed.
Lo supimos tan pronto como sucedió. El mundo a nuestro alrededor se tornó de un blanco purísimo durante unos segundos imposibles de determinar, y todos los sonidos se silenciaron: el metálico golpeteo de la Máquina, los chillidos de los niños, los cánticos de los Gumm-Gumms. Nos sentimos ingrávidos, como si flotáramos entre las nubes colgados de paracaídas, y pasáramos por un umbral que llevaba a otra dimensión, salvo que no avanzábamos hacia delante, sino que ascendíamos sin una dirección precisa. Cuando el color volvió a hacer acto de presencia, inicialmente tan suave como el movimiento de unos párpados, yo ya no veía las sombras y el hollín del mundo subterráneo, sino que me encontraba ante los nítidos blancos y verdes de una cuidada cancha de fútbol americano iluminada por los focos. El sonido volvió de forma no menos delicada: el ligero pitido de los silbatos de los árbitros, la sorda colisión de los elementos de protección bajo los uniformes, el rumor colectivo de una gran masa de espectadores y una solitaria voz sibilante que se imponía a todo lo demás.
—YA ESSTÁÁÁÁ TERMINADOOOOOO.