40.

 

Jack me encargó que me ocupara de lo que él mismo no consiguiera ocuparse unos decenios atrás: de asestar el golpe de gracia.

Claire me ayudó a subirme al cuerpo que todavía se agitaba, y Ojitranco me colocó sobre uno de los muslos. Desde ahí me resultó fácil orientarme por aquel paisaje: el tajo ensangrentado en el vientre, la tripa maltrecha, las montañas y valles del costillar. Me senté sobre la hirviente piel rojiza situada sobre el corazón y subí y bajé con los irregulares latidos del órgano.

De pronto me sentí abrumado por la fatiga, en lugar de pletórico por la victoria final. Hinqué la punta de la Espaclaire sobre el palpitante trozo de piel y experimenté por Jack una nueva simpatía. Una vez vencido, el troll bajo mis pies me parecía menos maligno que obsesionado, empujado por una voracidad incontrolable que consumía hasta el último átomo de su cuerpo. Escuché su respirar sibilante y contemplé el cercenado ápice de lengua que salía por una de las comisuras de sus labios. Su único ojo estaba mirando el cielo nocturno fijamente mientras el Ojo de la Maldad acariciaba la cuenca vacía.

Los párpados me pesaban cuando miré a la gente en las gradas. El silencio era absoluto, excepto en los puntos donde estaban teniendo lugar diecisiete llorosos reencuentros familiares. Nadie estaba tomando fotos. Según supe después, todos los dispositivos electrónicos situados en un radio de tres manzanas dejaron de funcionar cuando Gunmar cayó derribado. La mayoría de aquellas caras me resultaban desconocidas, pero todas parecían estar convencidas de una cosa: de que el monstruo que se había llevado a sus hijos tenía que ser destruido para siempre. El encargo me resultaba excesivo y miré en derredor tratando de encontrar ayuda. Vi que la señora Pinkton estaba meneando la cabeza, como si me pidiera perdón por haber osado pensar en ponerme menos de un ochenta y ocho por ciento. También vi al sargento Gulager, cuyo desgreñado peluquín y frondoso bigote estaban manchados por las viscosidades de las blanduras. Me saludó con un ligerísimo movimiento de la cabeza.

Jack y Claire estaban a la espera, apoyados en sus espadas respectivas. Vi al Gordinflón, que volvía a las gradas con el brazo sobre los hombros de su abuela, y que me miró sin juzgarme en absoluto: me habían pedido tomar parte en todo aquello y ahora me tocaba asumir esta carga. El único que no estaba pendiente de mis movimientos era Ojitranco, cuyos tentáculos abrazaban a ¡¡ARRRGH!!! con fuerza mientras musitaba el tipo de ensalmos complicados y arcanos tan solo conocidos por los más brillantes académicos, las palabras destinadas a acompañar a los grandes guerreros a una nueva esfera, seguramente también pródiga en aventuras.

Recordé lo que Jack me dijo una vez.

«Es terrible, ¿verdad? Que te arrastren al subsuelo.»

Unos pocos tajos fueron suficientes para extraer el corazón de Gunmar; el órgano dio unos cuantos saltos con intención de esquivar mi espada. Después clavé la Espaclaire en la coriácea piel de las blanduras y las convertí en gelatina. A continuación me introduje en la cavidad abdominal y extirpé la vesícula, que tiré al césped para quemarla después.

Los Gumm-Gumms supervivientes contemplaban la escena desde las gradas, liberados para siempre de su juramento de esclavitud, mirando la vivisección de su antiguo señor con extrañeza, inseguros de cómo habían venido a parar a este lugar tan raro y lleno de seres humanos. Meneaban las cabezas con cuernos y aleteaban con las alas huesudas, a todas luces incómodos, mirando a uno y otro lado en busca del puente más cercano.

Descendí de la cadera de Gunmar, y Claire y Jack vinieron a mi lado. Mi padre hizo otro tanto y me abrazó con fuerza contra su pecho. La camisa olía a hierba y a nuestra casa también, y al sonreír noté los rígidos bordes de su estúpida calculadora de bolsillo. No, de estúpida nada. Aquel era un invento excelente. Papá llevaba usándolo desde hacía treinta años, y el aparato funcionaba tan bien como el primer día. Ese bolsillo-calculadora era la obra de un genio.

Miré a papá, pensando en pedirle disculpas, pero me quedé sin habla. Las arrugas de preocupación en su frente y los pliegues en sus mejillas se habían esfumado casi por completo. Su sonrisa daba la impresión de estar sacando a la luz aspectos de su persona que llevaban largo tiempo encerrados en el interior, y supe que iba a dejar abiertas para siempre las persianas de acero y los cierres de la puerta tan pronto como llegásemos a casa. Me dio unas palmaditas en el rostro, y el gesto me pareció muy propio de una persona poco acostumbrada a las muestras de ternura; le di unas palmaditas en la cara a mi vez. Las últimas llagas producidas por el esmuf habían desaparecido de su piel.

—Te das mucha maña con el cortacésped —conseguí decir.

Se quitó las gafas y se frotó el rostro. Reparó en la tirita adhesiva medio desgajada de la montura y tiró al césped las gafas con la tirita todavía pegada.

—Tengo mucha práctica.

Cogidos por los hombros, fuimos por la cancha en dirección a Ojitranco, cuyos tentáculos estaban alisando hasta el último centímetro de pelaje ensangrentado de la troll. El Gordi se encontraba a su lado, despatarrado junto al cuerpo de la amiga muerta, con el rostro hundido en su frondosa pelambrera y una mano sobre el amarillo fragmento de portería reconvertido en cornamenta.

La voz de Ojitranco estaba ronca por la emoción.

—Tengo proyectado dedicar un volumen entero de mi obra a esta guerrera incomparable. No, no, tan rudimentaria elegía sería claramente insuficiente. Lo justo es dedicar un volumen entero a su recuerdo. Sí, un volumen biográfico, una monografía tan enciclopédica sobre sus heroicas andanzas que pueda emocionar hasta al troll más iletrado y le lleve a ansiar acariciar con los dedos el legendario pedrusco dispensador de buena suerte. Me queda ya poco de vida, apenas unos setecientos años, pero no veo mejor proyecto en el que ocuparme durante mis años de plenitud.

Jack llevó su mano al tentáculo más cercano.

—Tenemos que llevar el cuerpo bajo tierra —indicó—. Antes de que el sol…

—No.

La negativa sonó un tanto ahogada, pues procedía de una boca hundida en el grueso pelaje. El Gordinflón levantó la cabeza y enseñó el rostro enrojecido por las lágrimas. Meneó la cabeza con tal determinación que su pelambrera se agitó como un arbusto sacudido por una ventolera. Se levantó, con el uniforme de ninja manchado con babas de los Gumm-Gumms y la riñorera vacía, sin las despiadadas invenciones de Papadopoulos, pero con un aire de seguridad que resultaba extraordinario en un chaval que una semana atrás estaba haciendo entrega diaria de cinco dólares al matón oficial del colegio. Con voz queda, el Gordi dijo algo al oído de Ojitranco… o allí donde suponía que podía estar el oído del excéntrico troll.

—Una idea original de veras —murmuró Ojitranco—; está claro que se trataría de una ceremonia fúnebre inolvidable. Mi rollizo pequeñín, me deja usted impresionado con sus dotes para el homenaje postrero. Cuando todos se acuerden de esta jornada, cosa que va a suceder y con frecuencia, tendrán bien presente la justa necesidad de acordarse de su innovación. Estamos hablando de poesía, y es que usted, mi corpulento camarada, es un poeta como hay pocos.

Como es natural, el Gordi no entendió ni palabra de todo esto, si bien acertó a encogerse de hombros mientras Ojitranco exponía el plan a Jack en voz baja. Este contempló el terreno de juego con los ojos entrecerrados, como evaluando la dificultad del proyecto, y al cabo de un momento asintió con la cabeza. Sin explicarnos cuál era la idea precisa, hizo que nos situáramos alrededor de ¡¡¡ARRRGH!!!: Claire y el Gordi junto a una pierna, papá y yo junto a la otra, Jack junto al brazo derecho y Ojitranco junto al izquierdo. Mi tío dio la señal, y entre todos tratamos de mover a la gran troll de su lugar en el centro de la cancha. Jadeamos, gruñimos y sudamos de lo lindo, pero tan solo conseguimos desplazarla unos pocos metros.

Noté que otro par de manos se abría paso junto a mi cuerpo, y al levantar la mirada vi que se trataba del sargento Gulager. Agarró uno de los cuernos, para que la cabeza de ¡¡¡ARRRGH!!! no fuera rebotando contra el césped. Otros más vinieron a ayudar: el director Cole, el monitor Lawrence, así como la señora Pinkton, y todos se quedaron atónitos al levantar del suelo uno de aquellos dos brazos formidables. Carol, la taquillera del museo, vino en compañía del hombre con la perilla teñida de negro y su hija pequeña, a la que viéramos por primer vez en un cartel; entre los tres levantaron un pie. La señora Leach y su grupo de aficionados al teatro levantaron la pierna izquierda entera. Y a continuación, como llamados por el silbato de un árbitro, todos los jugadores de los Potrillos de Connersville y los Guerreros Feroces de San Bernardino llegaron corriendo para sostener el torso.

Ninguno de los jugadores sabía bien qué era lo que esa noche había pasado o si el sábado por la mañana iban a descubrir que se trataba de una fantasía demencial provocada por un fuerte golpe en la cabeza, pero en ese momento sentían que estaban haciendo lo que había que hacer, razón por la que bajaron sus hombros con protecciones, flexionaron la musculatura desarrollada en los gimnasios y ayudaron a levantar el cuerpo.

Como si fuera un milagro, el cadáver finalmente llegó al otro extremo del campo, con una expresión noble en el rostro con el hocico y los ojos apuntando a las estrellas en el cielo. Jack dio una señal al llegar a un punto situado más allá de la línea de fondo y cerca de la calle, donde situamos el cuerpo en posición vertical. Mientras mi tío corría a recoger palos y pértigas con los que apuntalar el cadáver, empecé a comprender cuál era el plan del Gordinflón. Los ojos se me anegaron en lágrimas, y di un paso atrás, temeroso de encontrarme tan cerca de semejante prodigio de belleza.

Dotamos a ¡¡¡ARRRGH!!! de una postura tan realista que pensé que otra vez iba a hacerme un guiño. Estaba un poco encogida, como si fuera a lanzarse hacia delante, y su mandíbula abierta sugería aquel rugido ensordecedor que nunca más íbamos a oír. Ahora mismo estábamos ocupados en la macabra manipulación de un cadáver, pero dentro de unas horas, cuando el sol saliera sobre el monte Sloughnisse, esta troll se convertiría, de forma por completo indolora, en una estatua de piedra. Sus restos no iban a ser uno de esos despojos lastimosos abandonados en el Cementerio de las Almas, sino que iban a presidir para siempre el escenario de la Batalla de las Hojas Caídas y servir como recordatorio de que los mundos de los humanos y de los trolls podían coexistir de forma amigable sin caer en el atávico ciclo de la animosidad y el derramamiento de sangre.

En el estadio Harry G. Bleeker siempre se había echado en falta una mascota, ¿y qué figura podía ser más representativa de los Guerreros Feroces que esta?

Volvimos andando al centro del campo, donde los jugadores de fútbol nos dejaron para dispersarse entre los espectadores que por fin estaban empezando a frotarse los ojos y a palparse los bolsillos en busca de las llaves del coche, inseguros de si iban a recordar cómo usarlas. El Gordi fue a ver si su abuela estaba bien, y la mujer de hecho parecía sentirse bastante complacida. Al fin y al cabo, el espectáculo esta vez había sido apto para las personas con dificultades auditivas. Tan solo el sargento Gulager seguía como siempre, con los brazos en jarras y tomando nota de los vecinos de la ciudad que no habían estado a la altura en este momento de crisis.

—Tendríamos que evitar que toda esa gente se marchara.

Las palabras las había dicho Jack, quien estaba limpiando la Victor Power contra las cadenas de bicicleta que envolvían sus tobillos.

—¿Por qué? —quise saber.

Señaló la inmóvil mole de Gunmar el Negro.

—Vamos a necesitar toda la ayuda posible para transportar el cuerpo bajo tierra antes de que amanezca.

—Nos ayudarán —dije.

—¿Quiénes?

—Los Gumm-Gumms. —Señalé a los trolls—. Creo que a partir de ahora van a hacer lo que les digamos.

—Bueno, es posible.

—Y algo me dice que va a ser posible convencerles de que se abstengan de comer carne humana.

—Supongo que tienes razón. —Suspiró—. ¿Sabes dónde está el puente mas cercano?

—Sí que lo sé.

—Muy bien; pues será cuestión de ir poniendo manos a la obra.

—Sí, claro, pero… ¿me das un minuto?

Jack resiguió mi mirada y esbozó una sonrisa torcida. Se envainó la espada.

—Tómate dos.

Claire atravesaba la cancha con las botas de excursionista hundidas en la porquería de los engendros de Gunmar hechos picadillo por el cortacésped de mi padre, pero sin mostrar la menor expresión de disgusto. Sus ropas militares estaban impregnadas de unos fluidos resecos indescriptibles, y tenía la cara embadurnada de manchurrones de lodo y sangre. Y sin embargo estaba radiante, con el largo cabello enredado y flotando a sus espaldas, sonriendo con aquel abandono suyo del que me había enamorado mucho antes de que cruzáramos palabra por primera vez en la clase de mates de la semana previa.

Se detuvo a dos pasos de mí y raspó la sangre reseca en el filo del Doctor X, con tanta despreocupación como otras chicas al acariciar un anillo corriente.

—Oye —dije—. Lo siento.

—¿Que lo sientes? ¿El qué?

—Todo. Dejé que te atraparan. Y nunca me di cuenta de que eras como nosotros.

—Al final todo ha terminado bien —replicó—. Un poco a lo bestia, eso sí.

—También lo siento por la función de teatro.

Rompió a reír, a su modo estruendoso que hacía que me derritiera.

—¿La función de teatro? ¿Estás hablando en serio, especie de mameluco?

—Con ese acento que tienes, lo habrías bordado —dije, encogiéndome de hombros.

—Es verdad que tuve que aprenderme un montón de diálogos para nada.

—Cuéntame…

Claire me miró de soslayo, con picardía.

—Buen peregrino, no reproches tanto a tu mano un fervor tan verdadero. / Si juntan manos peregrino y santo, palma con palma es beso de palmero.

Alargó una pequeña mano blanca manchada de sangre.

Noté un vacío en el estómago; me dispuse a dar la réplica.

—¿Ni santos ni palmeros tienen boca?

—Sí, peregrino: para la oración.

—Entonces, santa, mi oración te invoca: suplico un beso por mi salvación.

Se acercó. Los raídos bordes de su chaqueta rozaron mi pecho.

Los santos están quietos cuando acceden —musitó.

—Pues, quieta, y tomaré lo que conceden. Mi pecado en tu boca se ha purgado.

Bajo la luz de los focos maltrechos, en un destrozado campo de deportes, rodeados por un público de igualmente maltrechos supervivientes, nos besamos y volvimos a besarnos. Con los ojos cerrados, mientras me sumía en un oscuro júbilo, dos pensamientos inesperados acudieron a mi mente e insistieron en pegarse a ella como mosquitos persistentes. ¿Alguien se había ocupado de la vesícula de Gunmar después de que la dejé tirada en la cancha? Y ya puestos, ¿dónde se encontraba el profesor Lempke?

Dejé de pensar en estas cosas cuando Claire pasó las manos por mi espalda. Su cuerpo se apretaba contra el mío con calidez, y en el mareante éxtasis del momento, sentí que sus dientes me rozaban el labio mientras continuaba susurrando los diálogos más apasionados de Julieta.

—Pecado que en mi boca quedaría…

Besé su mejilla y sus párpados, y me puse de puntillas para besarla en la frente.

—Repruebas con dulzura —murmuré—. ¿Mi pecado? ¡Devuélvemelo!

Sus brazos me estrecharon con toda la fuerza que era de esperar en un abrazo procedente de Claire Fontaine. Resoplé de felicidad así atrapado, sintiendo los latidos de su corazón de cazadora de trolls junto al mío, el salado sabor de sus labios de guerrera contra los míos. Miré entre los ondeantes mechones de sus cabellos y vi que el Gordinflón estaba en la línea de banda junto a su abuela, fingiendo que iba a vomitar de asco, pero sonriéndome anchamente con aquellos portentosos aparatos en la boca, lo último en tecnología dental.

Para mi sorpresa, Steve Jorgensen-Warner también estaba allí plantado, sin haber reparado en la presencia del Gordi a su lado, contemplando el campo de batalla con un rostro carente de expresión. Su uniforme deportivo estaba manchado de hierba y tierra, pero ni una gota de sangre lo empañaba, lo que me llevaba a sospechar que se había escondido durante la escaramuza y que tan solo ahora había salido de su refugio para empaparse en la gloria de lo sucedido. El Gordi miró a su antiguo atormentador, que ni por asomo inspiraba el temor de antaño. Intuí que mi amigo nunca más iba a seguir pagándole tributo y que, de hecho, era posible que convirtiera la Cueva de los Trofeos en su propio dominio personal.

El Gordinflón examinó a Steve largamente. A continuación contempló los restos del equipamiento de fútbol americano diseminados por el césped. Y entonces volvió a mirar a Steve, como si en su mente estuviera formándose una idea tan brillante como la de convertir el jumbotrón en una pantalla dedicada a la electricidad estática. Con delicadeza, hizo que su abuela se sentara algo más allá. A continuación volvió al césped, se arrodilló y recogió uno de los cascos olvidados por los Potrillos de Connersville. Se levantó, y al momento comprendí algo que había estado viendo la noche entera.

El emblema impreso en los cascos de los Potrillos era el de una herradura.

¿Y qué me había comentado Ojitranco respecto a las herraduras?

«La forma más rápida de identificar a un troll consiste en aplicarle una herradura en la frente. Si es de hierro, mejor, aunque cualquier dibujo en forma de herradura resulta más o menos útil para nuestro propósito.»

Empujado por un instinto que hubiera hecho feliz al mejor de los cazadores de trolls, el Gordinflón apretó el casco contra la frente de Steve Jorgensen-Warner. Decir que este reaccionó al contacto sería un eufemismo merecedor de respuesta en forma de puñetazo en la cara. Steve aulló como si el emblema hubiera partido su cuerpo en dos. Y, unos segundos después, eso fue precisamente lo que sucedió. Una raya brotó espontáneamente en el centro de su pelo rubio y se convirtió en una reptiliana hendidura en el cráneo y, después, en la cara también, en aquel rostro que tanto gustaba a las colegialas enamoradizas. La cara se rajó por el centro, sajando la frente en dos y revelando una especie de yelmo cubierto por huesos que procedió a escupir ambos globos oculares y quedaron dos pequeñas esferas plateadas que brillaban con una rabia al rojo vivo. Las mejillas de Steve fueron desparramándose como dos hamburguesas poco hechas, y sus mandíbulas estallaron en una lluvia de dientes, al momento sustituidos por un enorme maxilar grisáceo. El uniforme deportivo se abrió como si fuera un batín, y unas delgadas tiras de carne humana empezaron a fundirse y a caer al césped, dejando paso a la musculatura dura y gris de un troll suplantador de un bebé.

Claire y yo dejamos de abrazarnos.

Steve, cuya verdadera naturaleza acababa de ser puesta al descubierto decenios antes de que pudiera encaramarse a lo más alto del poder global, aulló en dirección a la Luna. El Gordi se quitó de en medio, pues ya había hecho su trabajo. Antes de marcharse, hizo una seña a mi padre, indicándole que esa noche ya se había portado como un héroe y que dejaba a los profesionales hacer lo que tenían que hacer. Papá asintió con la cabeza, se giró hacia Jack y con otro gesto de la cabeza le indicó su conformidad.

A mi derecha, mi tío desenvainó la espada, que tintineó de forma satisfactoria al salir de la funda.

A mi izquierda, Ojitranco soltó una risita de alegría mientras se aprestaba a vengar otra vez a ¡¡¡ARRRGH!!!

Claire se despidió con un beso en el aire y me hizo un guiño muy prometedor antes de empuñar la espada y dibujar en la noche una serie de figuras tan hermosas que maravillaron a sus compañeros en la cacería de trolls al tiempo que irritaban a la cosa que antes había sido Steve. Con un suspiro de fatiga y algunas protestas de mis músculos, me situé al lado de ella, al lado de todos ellos. La noche había sido muy larga. Pero a estas alturas había aprendido los secretos de mi arte en tan gran medida como cualquier otro cazador de trolls que se hubiera entregado a su misión. Las noches muy largas eran simples gajes del oficio.