
34.
Me dolió irme. Pero todas aquellas familias que habían perdido a un hijo sabían lo que era el dolor, y la labor fundamental de los cazadores de trolls estribaba en poner fin a ese dolor, de una forma u otra, antes de que fuera demasiado tarde.
Esa noche Jack convirtió en realidad un sueño largamente acariciado: conducir. Me quitó las llaves de la mano y dijo que sabía conducir tan bien como yo, tras lo cual se sentó al volante mientras yo metía a Ojitranco en la zona de carga normalmente ocupada por el cortacésped de mi padre. Cuando estuve sentado en el asiento del pasajero y con el cinturón puesto, Jack puso la furgoneta en marcha de sopetón… Y el vehículo atravesó la puerta del garaje dejando un limpio boquete en ella.
—Me he equivocado —dijo—. Lo siento.
Dio marcha atrás sobre el césped y siguió adelante hasta que los neumáticos aplastaron un macizo de flores situado al otro lado de la calle. Pero a estas alturas Jack lo estaba pasando en grande, y sus ojos relucían con tanta intensidad como si se encontrara en plena batalla. Cambió de marcha y pisó el acelerador. Las ruedas mordieron la calzada entre una nube de caucho ardiente. Soltó un grito de entusiasmo, cosa rara en él.
Conducía de la misma manera que iba en bici allá por 1969: en línea recta, a toda pastilla e improvisando en cada momento. Cuando finalmente nos detuvimos ante el jardín de la casa del Gordinflón, tan solo habíamos abollado tres coches, derribado la farola de un seto de jardín y desmochado un arbolito. Jack hizo sonar la bocina, y Ojitranco se valió de un tentáculo para abrir la portezuela lateral. El chasis de la furgoneta se movía sobre los ejes; todas las fibras de mi cuerpo estaban en movimiento.
Vimos que algo se movía en la parte posterior de la casa. Jack puso la primera en preparación para salir volando. ¡¡¡ARRRGH!!! llegó bamboleándose con cautela por un lado de la casa, oscureciendo las luces del jardín en su camino a la furgoneta. Una vez más tuve la impresión de que no iba a caber, pero lo consiguió, aunque no sin convertir toda la parte trasera en un apestoso cubículo lleno de pelaje negro, sobre el que estaba sentado Ojitranco. Ajusté el retrovisor de mi lado y vi que algo brillaba en la boca de ¡¡¡ARRRGH!!! Me giré en el asiento.
La troll abrió los labios peludos con orgullo y sonrió. Sus dientes gigantescos y mortíferos estaban forrados con el alambre de gallina que el Gordinflón me había pasado por la ventana cuatro días antes. El alambre estaba bien sujeto con tornillos metálicos.
—Aparatos dentales —explicó el Gordi.
Estaba junto a la furgoneta, vestido como una especie de ninja: zapatillas negras de deporte, chándal negro, sudadera negra con capucha, un cinturón hecho con la roja cinta de unas cortinas y una gran riñonera con sus pertenencias, que seguramente no eran ni nunchakus ni estrellas metálicas de ninja. A saber. Era una pena que la riñonera fuera de color verde lima. Pero aun así estaba impresionado. El Gordi se señaló sus propios aparatos dentales.
—Se encaprichó de los míos. —En su voz había clara satisfacción—. La verdad es que resulta más coqueta de lo que parece a primera vista. Así que le di el capricho. No le quedan mal, ¿eh? Va a tener una dentadura de fábula cuando se haya sometido a unos doscientos tratamientos de ese tipo. Pero bueno, eso tampoco es mucho tiempo para los trolls, ¿verdad?
¡¡¡ARRRGH!!! sacó el hocico por la ventana lateral y lo puso sobre el hombro del Gordi. Las vaharadas de su aliento sacudieron la rizada pelambrera de mi amigo. Con aire distraído, él le dio unas palmaditas afectuosas en la nariz, como si lo hubiera hecho mil veces, cosa que —me di cuenta— seguramente así era. Tuve remordimientos y al mismo tiempo me sentí orgulloso de él: este amigo a quien había dejado al cargo de este ser aterrador lo había hecho mucho mejor de lo que en su momento suponía.
Cinco garras amarillentas envolvieron el considerable trasero del Gordi y le subieron a la parte de atrás de la furgoneta. Tenía una cicatriz en el mentón, allí donde Steve le había estrellado contra la taquilla del vestuario, pero eso no era nada. En aquel momento parecía estar más seguro de sí mismo que en cualquier otro momento de su vida. Me sonrió anchamente, mostrándome aquellos aparatos formidables.
—Tú me proteges, y yo te protejo —indicó—. Es lo justo.
Me tendió la mano; se la estreché.
—Mi ninja querido —dije.
—Mi cazador de trolls preferido —correspondió.
Jack no parecía muy contento de tener que cuidar a otro chaval. Pero rechinó los dientes y puso la furgoneta en marcha. La parte inferior del vehículo rozó el suelo debido al peso adicional. Ojitranco cerró la portezuela lateral con un tentáculo mientras otro de sus apéndices rodeaba el cuello del Gordinflón con afecto. En mi pecho nació un sollozo. Era posible que estuviéramos dirigiéndonos a la muerte, pero éramos una familia, por muy inusual que resultara.
Salimos disparados, arrancando trozos de césped y golpeando los parachoques de varios automóviles que según Jack tendrían que estar aparcados más cerca de la acera. El Gordinflón se sobrepuso a los choques y sacó de la riñonera y desdobló un papel que formaba parte del folclore de la casa de los Dershowitz.
—¡La lista de los gatos! —exclamé—. La has encontrado.
—Bueno, después de que aquí la amiga se comiera todos mis videojuegos, no fue muy difícil encontrarla. Pero es un placer decir que las merendolas de gatos se han acabado. Fíjate en que ya no hay pelusa de gato pegada a esos aparatos dentales tan flamantes. He convertido a nuestra amiga a la religión de las hamburguesas con queso.
—Pepinillo —dijo ¡¡¡ARRRGH!!!—. Cebolla.
—Pues sí, le gustan con pepinillo y cebolla.
—Papel. Buenísimo.
—Sí, claro, también le encanta el envoltorio de papel. Por cierto, no sabes cuánto dinero cuestan doscientas hamburguesas con queso. Por Dios. El hecho es que todos aquellos gatos tampoco le gustaban tantísimo; al final se ha hartado de ellos.
—Gato no es comida. Solo para masticar un poco.
Traduje, y el Gordinflón puso cara de asombro.
—No, no, no. Ya hemos discutido todo esto antes. No puedes ni comértelos ni masticarlos, ¿entendido?
¡¡ARRRGH!!! rechinó los dientes forrados de metal, tratando de encontrarle sentido a todo aquello.
El Gordi suspiró y dobló de golpe la lista.
—He pensado que no estaría de más celebrar un pequeño servicio fúnebre.
Se aclaró la garganta.
—En recuerdo de todos esos valerosos felinos caídos en defensa de la libertad. Voy a recitar sus nombres, pues conviene recordar que fueron todos devorados por esta amiga nuestra tan curiosa e interesada en probar cosas nuevas.
—Rapidito —instó Jack—. Casi estamos llegando.
—Los fallecidos son: Félix, CSI, Midichlorian, Dow Jones. —El Gordi se encogió de hombros—. La abuela se pasa media vida mirando la tele. South Park, Bridezilla, el Secretario de Agricultura, Bonanza, el Gato antes conocido como Prince…
—Vamos a aparcar —gruñó Jack, como preparándonos para una colisión—. Vamos a aparcar… Agarraos…
Jack efectivamente aparcó, o, mejor dicho, chocó contra un guardarraíl, de tal forma que los dos neumáticos de su lado sufrieron reventones. La furgoneta dio unas sacudidas y se detuvo de mala manera; el motor tosió y se apagó. Lo sentí por mi padre, pero tan solo durante un segundo. Mi tío se cubrió el rostro con la máscara, asentó las manos en el borde de la ventanilla y salió de un salto.
Oí que aterrizaba sobre un montón de hojas muertas y echaba a andar con rapidez. Las otras puertas ya estaban abiertas, y salí con los demás. Un terraplén bordeaba el reseco lecho de un canal, al que llegamos tras abrirnos paso entre la maleza. Los hierbajos dificultaban mi avance, al igual que la basura arrojada desde la calle a lo largo de decenios seguidos. No me di cuenta de la importancia de aquel lugar hasta que llegué abajo con los demás.
Era el puente viario Holland.