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13.
Pasé menos de veinte minutos en casa antes de salir, pero cada uno de ellos resultó desconcertante. Metí el medallón bajo la almohada, para no verlo, y segundos después el sudor de mi cuerpo empezó a enfriarse mientras me convencía de que todo había sido una pesadilla propiciada por una jornada de mierda. Aliviado, hice a un lado las sábanas, y en ese momento vi que en las piernas tenía una costra de resecas aguas residuales. Y que mis pies estaban ennegrecidos por el lodo.
Me di una friega a conciencia en la ducha para quitarme la porquería, como si se tratara de una enfermedad devoradora de la piel. El agua grisácea se arremolinó en el sumidero; al mirarla recordé adónde iban a parar estos sumideros. Salí corriendo del baño, me vestí a toda prisa y, tras meditarlo un poco, cogí el medallón. A pesar de su aspecto amenazador, mientras lo sostenía no era tan diferente a cualquier joya. El objeto resultaba tan poco mágico como un vulgar anillo de graduación, y sabía lo que tenía que hacer para convencerme al respeto.
Me lo colgué del cuello.
Y no pasó nada. Nada en absoluto.
Suspiré con alivio. Se trataba de una pequeña victoria del sentido común. Metí el medallón bajo la camisa. Si lo llevaba puesto durante todo el día, era posible que aquellos miedos abrumadores terminaran por esfumarse.
Mi intención era entrar un momento en la cocina, agarrar mi sudadera y salir de casa en cuestión de segundos. Pero mientras me la ponía, olí algo inaudito. Asomé la cabeza por el cuello de la sudadera y vi que mi padre estaba poniendo unas lonchas de bacon recién hecho en una bandeja, que llevó a la mesa y depositó junto a unas humeantes crepes. No daba crédito a lo que estaba viendo. En casa no se había producido un festín semejante desde que mi madre se marchó. Papá tomó asiento y, con expresión satisfecha, bebió un largo sorbo de café.
—Llegas en el momento justo, Jimmy. Coge una silla.
Papá estaba silbando. Sí, claro se trataba de «What’s Your Name?», la sempiterna canción de Don and Juan, pero ¿cómo era que estaba silbando? La cosa tenía tan pocos precedentes que durante un segundo me olvidé de todo lo demás.
—¿Estás bien, papá?
—Mejor que bien. Esta noche he dormido mejor que nunca en la vida. Para que lo sepas, Jimmy, no he dormido tan bien desde que era pequeño y compartía cuarto con mi hermano, Jack. Nunca pensé que una noche volvería a dormir tan bien.
De forma maquinal, tocó su Bolsillo-Calculadora Excalibur, como si estuviera acariciando la idea de que incluso podría plantar cara a los fanfarrones que se burlaban de él en el trabajo. Sus dedos fueron a la tirita adhesiva en las gafas, y asintió con la cabeza, como diciéndose que había llegado el momento de repararlas para siempre. Nunca le había visto así de feliz. No pude evitarlo, y le devolví la sonrisa. Cogió el frasco de sirope de arce.
En ese momento vi el pequeño rastro de llagas que le nacía en la comisura del labio y discurría por el mentón y el cuello, y me acordé del sonido horroroso procedente de su habitación la noche anterior: Sluuuurp. Sluuuurp. Sluuuurp. Sluuuurp.
Me sonrió, y la pequeña costra de una de las llagas cayó revoloteando sobre las crepes en su plato.
—Siéntate —invitó—. Creo que las cosas van a empezar a ir mejor para los Sturges.
Ignoré su invitación a desayunar y en cuestión de segundos salí por la puerta y me monté en la bicicleta. Era el primer día del Festival de las Hojas Caídas, y todas las calles estaban cortadas. Cometí el error de ir directamente al Desfile de los Chavales que tenía lugar en la calle Mayor, pero me las arreglé para atajar por la plaza central antes de tener que esquivar a trescientos chicos y chicas vestidos con disfraces. Hice caso omiso de los bocinazos y gestos groseros de los indignados automovilistas y torcí por las calles laterales como si mi vida dependiera de ello, cosa que en aquel momento me parecía evidente.
Finalmente llegué a la Clínica Dental Papadopoulos, dejé la bici tirada entre los arbustos, entré corriendo por la puerta principal y me planté ante el mostrador de recepción. La recepcionista vaciló al verme. Estaba jadeando, pues me faltaba el aire. La suave música de jazz que sonaba a bajo volumen por los altavoces parecía ser una burla dedicada a mi estado de ánimo.
—Toybucandoalgordi.
—No tan deprisa, chico. ¿Qué es lo que me estás diciendo?
Tragué una bocanada de aire.
—Estoy buscando al Gordi.
—Sigo sin entender…
—A Toby D.
—No sé a quién te refie…
—A Tobias F. Dershowitz.
La recepcionista se ajustó las gafas y consultó el libro de visitas. Su mirada repasó el listado de nombres.
—Dershowitz… Dershowitz… ¡Oh! —La sonrisa se evaporó de su rostro al examinar sus anotaciones con más cuidado—. Oh.
El sonido de un taladro atravesó las paredes.
Un momento después entré en la tercera sala para pacientes, la reservada a los casos más serios, donde encontré al Gordinflón a solas, amarrado a un sillón y con los labios muy abiertos en cuatro direcciones gracias a un cacharro metálico con forma de araña. En comparación con sus nuevos aparatos dentales, los antiguos eran todo un primor de elegancia. Tenía grandes brackets cromados en los dientes, y los alambres de acero dibujaban unas formas sorprendentes. Una acre nube de humo planeaba sobre su cabeza, cual reflejo de su estado de ánimo.
Incapaz de mover la cabeza por causa de las sujeciones, mi amigo se las arregló para enarcar una ceja.
Sin pérdida de tiempo me acerqué a él.
—Ha vuelto —dije sin resuello—. La cosa del aparcamiento.
El Gordi enarcó la otra ceja.
—¡Me raptaron! Esa cosa del aparcamiento… No te lo dije, pero vi una cosa… cuando estaba debajo… una cosa con garras… ¡Nadie va a creerme, Gordi! He estado en un lugar… repleto de cachivaches, y yo creo que eran de los chavales desaparecidos… He visto a tres de esos seres, y uno de ellos tenía unos ojos… no vas a creerme, Gordinflón, que se movían como locos… Y también he visto a un tipo vestido con chatarra, no tan enorme, pero que daba mucho miedo… Aunque el peor de todos era el de las zarpas, Gordi… ¡Una cosa descomunal! ¡Con unos brazos de un kilómetro! ¡Con millones de dientes! Unos dientes tan grandes como los conos de tráfico…
—¡Ya me gustaría ver unos dientes de ese tamaño!
El doctor Papadopoulos entró a paso rápido, con una serie de radiografías en la mano. Di un paso atrás, alejándome del sillón. El Gordinflón solía decir que Papadopoulos era un individuo muy velludo, y cuando su propósito era el de asquearme, fingía encontrar rizos procedentes del sobaco del dentista engarzados en sus aparatos dentales. Mi amigo no había estado exagerando. La negra mata de pelo de Papadopoulos terminaba a unos tres centímetros de su ceño unicejo, y cada uno de sus cuatro enormes anillos estaba perdido entre la frondosa pelambrera de sus nudillos. Me sonrió de forma deslumbrante. Tenía la dentadura perfecta, como era de esperar.
—¿De qué estabas hablando? ¿De una película que has visto?
Asentí con la cabeza de forma automática.
—Yo no tengo mucho tiempo para ir al cine. ¿Qué quieres que te diga? Los dientes son mi vida. El amigo Tobias estará contigo en un par de minutos. Hay que apretarle los aparatos un poco más.
Tiró las radiografías sobre la mesa, examinó la boca del Gordinflón y volvió a salir de la sala.
Me acerqué a mi amigo otra vez.
—Gordi. Gordi. ¿Qué voy a decirle a mi padre? No puedo decirle que he visto todo eso, ¿verdad? Se volvería loco de remate. Podría darle por atarme con cadenas. Tenemos que hacer algo. Tú y yo. Quizá podríamos tenderles una trampa. Ay, amigo mío…, me han dicho que volverán. Esta misma noche. ¡Esta noche! No tenemos tiempo para…
—Siempre hay tiempo para cuidar bien los dientes —canturreó Papadopoulos, entrando de nuevo por la puerta.
En las manos llevaba una bandeja con los utensilios médicos más espeluznantes que yo hubiera visto en la vida: unos ganchos deformes, tan afilados como relucientes; un escalpelo con mango moldeable de plástico; unas cosas que parecían ser unas tenacillas pero mucho más afiladas de lo habitual, así como un bonito cúter rotatorio con mango. Cada una de estas herramientas estaba manufacturada en plata lustrosa. Me habrían parecido muy bellas si su propósito exclusivo no fuera el de torturar al Gordinflón.
Papadopoulos agachó la cabeza y miró el instrumental, moviendo los dedos en el aire.
—El caso de Tobias me ha servido de inspiración. Yo mismo he creado este instrumental único en mi laboratorio. Forjé y soldé todos estos utensilios. No me sorprendería que este año me invitaran al Congreso de la Asociación de Dentistas en Anaheim. No, no me sorprendería en absoluto.
Empuñó uno de los instrumentos y se cernió sobre el Gordi con la expresión de quien tiene delante un pavo suculento y está pensando dónde cortar la primera tajada.
—Aquí, claro está —ronroneó. El metal chirrió, mientras apretaba los brackets. El cuerpo del dentista me impedía observar las particularidades de su agresión, pero vi que el Gordinflón estaba moviendo las extremidades de manera frenética. Sin inmutarse, Papadopoulos siguió con su labor—. Ajá. Esto. Esto es. ¡Vamos, vamos!
Cinco insoportables minutos más tarde, el chiflado doctor se enderezó y soltó aire con gran orgullo. Liberó las aspas que sujetaban los cuatro lados de la boca del Gordi y procedió a quitarse los guantes de goma.
—Enjuágate la boca y escupe. Nos vemos la semana próxima.
La mirada de Papadopoulos se cruzó con la mía al pasar. De hecho, más bien sus ojos se centraron en mi boca abierta. Frunció el ceño, agachó la cabeza e inspeccionó mi dentadura sin cepillar.
—Hum. Aquí hay cosas que te puedo arreglar. Concierta una cita. Voy a cambiarte la vida, chaval.
Me hizo un guiño. Me estremecí. Salió por la puerta, armado con una tablilla donde constaban los detalles personales de su próxima víctima. Se detuvo en el pasillo y olisqueó. Hizo un gesto de desagrado y volvió a olisquear. Pulsó la tecla de un interfono pegado a la pared.
—Betty, aquí huele a cloaca, y mucho. Por favor, llame a un fontanero, y que venga cuanto antes.
Se marchó, y en el aire revolotearon unos cuantos pelos rizados.
Agarré el brazo del sillón de dentista.
—¡No estoy hablando en broma, Gordi! ¡Estoy metido en un lío! Todos lo estamos…, la ciudad entera…, ¡el mundo entero! No tienes idea. No tienes idea del tipo de cosas con las que tenemos que vérnoslas. Hay un lugar lleno de…
El Gordinflón levantó un dedo. Se irguió en el asiento, cogió el vaso de papel con agua cuidadosamente, bebió unos sorbitos, se enjuagó la boca y escupió en la jofaina. Volvió a repetir el proceso, de forma pormenorizada: bebió, se enjuagó, escupió. Finalmente cogió la punta del babero de papel y se secó la boca con cuidado, hasta limpiarse por completo, tras lo cual se arrellanó en la silla otra vez. Suspiró y se giró para mirarme. Cuando me dirigió la palabra, tuve que entrecerrar los ojos pues la luz de los fluorescentes arrancó destellos a su nueva armadura dental.
—¿¡Tú estás mal de la cabeza!?