
28.
Pinkton me pegó una bronca de campeonato por no haber hecho los deberes. ¿Los deberes? Intenté recordar el significado de aquella palabra mientras la profesora estaba ante mi pupitre y seguía abroncándome al tiempo que los demás alumnos trataban de encontrar sentido a los números en la pizarra. Volvió a advertirme sobre el importante examen del viernes y repitió que mi suerte dependía de él. Me mostré compungido, pero se trataba de un puro simulacro que mi cuerpo recordaba de previos conflictos. Recorrí el aula con la mirada.
Había dos pupitres vacíos.
Lo que tampoco significaba nada. Eso lo tenía claro. Había una epidemia de gripe. Siempre había una epidemia u otra, ¿verdad? Durante la pausa entre las clases me puse a mirar las decoraciones para los festejos, para no fijarme en si el número total de taquillas se correspondía con el número de alumnos que estaban abriéndolas en aquel momento. En clase de biología había un único escritorio vacío. Lo que tampoco tenía nada de raro. En la de literatura faltaban dos alumnos. Nada de particular. Pensé en hablar con el Gordinflón antes de la clase de educación física, pero mi amigo se vistió las prendas de deporte con rapidez inusual. No tan solo parecía estar indignado, sino que daba la impresión de encontrarse exhausto. Me resultaron familiares los pelos negros que desenganchó de sus aparatos ortodóncicos y que se cepilló de las ropas.
Una vez en el pasillo, traté de llamarlo, pero mi grito se vio apagado por el ruido de las animadoras que estaban aplaudiendo con unos cacharros especiales conocidos como «las matracas de Steve». Cole, el director del instituto, había mandado comprar un almacén entero de estas estridentes matracas dos años atrás, a fin de enmascarar los recortes en el presupuesto para actividades deportivas (los planes para la compra del nuevo jumbotrón seguramente tuvieron que ver con el asunto). Eran de espuma plástica endurecida y estaban pintadas con los colores rojiblancos del colegio. Hacían un ruido endemoniado al entrechocar. Eran más que enervantes, y los seguidores del equipo de fútbol se sentían tan atraídos por ellas como las moscas por la mierda. Después de que Steve se convirtiera en la estrella del equipo, recibían el sobrenombre de «las matracas de Steve»», lo que no estaba nada mal para unos trozos de plástico que salían a quince dólares el par.
Una vez terminadas las clases, fui al ensayo teatral casi por accidente. Iba a volver a casa corriendo para comprobar cómo estaba Ojitranco, cuando reparé en una serie de carteles anunciadores de Shakespeare en la línea de cincuenta yardas que me llevaron al auditorio, el único lugar al que no llegaba el estrépito de «las matracas de Steve». La señora Leach estaba dirigiéndose al puñado de actores, extendiéndose sobre lo demencial de esta tradición y sobre el hecho de que era imposible representar medianamente bien a Shakespeare con tan solo una semana para ensayar. Los alumnos la miraban con cierta alarma (¿para qué habían acudido entonces?), hasta que la señora Leach se cansó de soltar la tabarra de siempre, dio una palmada e indicó que empezaríamos por el acto primero, escena primera, aunque saltándonos la introducción, pues nuestros Sampson y Gregory no se habían presentado.
Solo a mí me pareció que su ausencia resultaba ominosa.
El primer momento de relumbrón era el duelo entre Benvolio y Teobaldo. Benvolio, interpretado por un chaval tan teatrero como afeminado llamado Jasper, y Teobaldo, encarnado por un aficionado a la música heavy metal que tenía por nombre Frank, resultaban unos contrincantes bastante convincentes… hasta que tuvieron que emplearse a fondo como esgrimistas. Jasper, quien había participado en una decena de funciones, improvisaba cada finta y estocada de forma tan exagerada como cómica, mientras que Frank, debutante como actor, sacudía la espada de papel de aluminio como si fuera un matamoscas; más de una vez se le escapó de las manos y acabó en la primera fila de asientos.
La señora Leach gritó unas instrucciones destinadas a simplificar el combate y a convertirlo en menos peligroso para el público. No obstante, Benvolio y Teobaldo continuaban perdiendo el control de sus espadines y cayéndose de culo una y otra vez, y cada vez que se caían nuestro señor Capuleto, demasiado ansioso de figurar, aprovechaba para vociferar su principal línea de diálogo: «¿Qué ruido es ese? ¡Dadme mi espada!»
A los chicos se les escapaba la risa. La señora Leach estaba desesperada. Los dos combatientes estaban magullados y fatigados. Había que hacer algo.
Lamiéndose los dedos manchados de aderezo de Doritos, sin dejar de beber de una lata de refresco de uva, Claire se situó entre ambos duelistas. La imagen que ofrecía era la de una Julieta vista desde el prisma del steampunk, envuelta en unos negros pantalones de aviador arrollados hasta casi llegar a la rodilla, dejando ver diez centímetros de piel antes de llegar a las gruesas botas militares. Llevaba desabotonado el chaquetón de marino con estampado de espiguilla, dejando al descubierto unos tirantes marrones que pendían de sus caderas. En las muñecas lucía unos brazaletes hechos con cables eléctricos multicolores, mientras que las dos colas de caballo se cruzaban a sus espaldas como los tubos de suministro de una bombona de oxígeno. Sus redondas mejillas estaban hinchadas por efecto de una de sus sonrisas sardónicas.
Por primera vez en todo el día, dejé de pensar en los trolls.
—Vuestra arma, gentil Benvolio —instó, extendiendo la mano.
Jasper se encogió de hombros y le entregó la vara de papel de aluminio. Claire la sopesó en la mano, comprobando su peso.
—Será suficiente.
La hoja sajó el aire y trazó un ocho, y otro más después. Las colas de caballo bailaron junto a su cabeza.
—Más que adecuada.
Se puso de puntillas sobre las punteras de caucho de las botas y fintó hacia atrás y hacia delante, con el papel de aluminio girando en el aire como si fuera un lazo de vaquero, sobre su cabeza, en los costados, hasta casi tocar el suelo.
—No está nada mal.
Claire extendió el arma y un par de veces la cruzó con la espada de papel de aluminio que Frank empuñaba con ambas manos. Este tragó saliva y llevó la espada hacia delante, todo lo que pudo. De pronto todo se tornó irreal, y Claire Fontaine se convirtió en una diosa guerrera. Con la hoja silbando en el aire, golpeó el arma de Frank desde seis ángulos distintos, de forma tan vistosa que hasta los espectadores de la última fila se quedaron impresionados. Entre una y otra estocada, Claire instruía a su oponente.
—¡Hay que atacar trazando un círculo en el aire! ¡Para acompañar bien el movimiento!
Frank hizo una mueca de angustia y aferró su espada como si le fuera la vida en ello.
—¡Atención al juego de los pies! ¡Tres pasos, Benvolio! ¡Tres pasos, Teobaldo!
Jasper se miró los pies y tomó buena nota mental.
—¡No olviden que están actuando! ¡Es una simple representación! ¡Retrocedan cuando les ataque con una estocada, caballeros!
Yo estaba tan boquiabierto como todos los demás. Claire coreografiaba sus movimientos con tanta precisión, de forma tan elaborada y comprensible, que el elenco entero se moría de ganas de probar a emularla. Finalmente desarmó a Frank con un giro de la muñeca. La espada cayó sobre el escenario, y Claire bajó su propia arma. Exhaló y se apartó un mechón de la frente sudorosa. Levantó la lata de refresco en saludo de reconocimiento dirigido a Frank y bebió un largo sorbo. Sin derramar ni una gota. Todo el mundo guardó silencio, hasta que Capuleto se acordó de su frase preferida:
—¿Qué ruido es ese? ¡Dadme mi espada!
Todos aplaudimos, y yo con más fuerza que nadie. El brillo en la mirada de la señora Leach delataba que estaba pensando que había una remota posibilidad de que la función saliera bien. La ovación fue extinguiéndose, hasta que tan solo se oyó un aplauso solitario, procedente del pasillo situado junto al escenario. Todos nos volvimos, entrecerrando los ojos para que los focos no nos deslumbraran del todo. Los aplausos tenían una consistencia remarcable, como si fueran a continuar sonando indefinidamente, hastas volvernos locos. De hecho, en absoluto eran unos aplausos.
—Maravilloso. —Steve Jorgensen-Warner seguía botando la pelota de baloncesto—. Nunca había visto una cosa igual.
Claire se ruborizó y juntó las punteras de las botas, como si de pronto se avergonzara de tener los tobillos descubiertos.
—Es simple práctica —explicó—. Mis padres me estuvieron pagando clases de esgrima durante seis años.
Las alumnas más teatreras estaban maravilladas, sorprendidas por este inesperado flirteo en plena actividad extraescolar. Pero la señora Leach frunció el ceño. No le gustaba que un deportista se infiltrara en su sagrado reducto artístico.
—¿Podemos ayudarle en algo, señor Jorgensen-Warner?
Steve respondió con su deslumbrante sonrisa de estrella de cine. Con agilidad de atleta, subió por los escalones en tres zancadas, sin dejar de botar la pelota de baloncesto. Los actores, no siempre dotados de buena coordinación física, murmuraron su admiración. Claire en ningún momento había apartado la mirada del atleta número uno del instituto.
—Ha surgido un pequeño problema con mis créditos académicos. —Steve esbozó una falsa sonrisa de timidez—. El monitor de educación física dice que voy a necesitar más créditos si es que quiero jugar el partido del viernes. Y bien, todos quieren que juegue con el equipo. La ciudad entera, o eso parece. Pero bueno, el monitor me ha dado a escoger entre tres posibilidades.
Se metió el balón bajo la axila y sacó un papelito doblado del bolsillo posterior. La señora Leach lo cogió, lo abrió y leyó en voz alta.
—A: El concurso de trigonometría. B: El diseño de un proyecto de construcción de paneles solares. C: Actor suplente para la función teatral.
—El monitor me ha dicho que un poco sería como estar sentado en el banquillo. Prometo no molestar en absoluto. Tan solo quiero ayudar en la medida de lo posible.
Pocas veces se ve tanta habilidad a la hora de congraciarse con un adulto hostil. Pocos de los profesores del instituto igualaban a la señora Leach en amargura, y, sin embargo, en este momento se derritió ante nuestras miradas atónitas. Dobló la notita y se la metió en el bolsillo. ¿Acaso pensaba conservarla como recuerdo?
—Por supuesto, Steve, será un placer tenerte entre nosotros. La verdad es que nunca está de más contar con un suplente. De hecho, has llegado en el momento preciso. Tenemos que vestir a nuestro Romeo. Jim, déjale tu texto a Steve mientras te vestimos.
Este cruel giro del destino llevó a que Steve Jorgensen-Warner se pusiera a intercambiar románticos diálogos en verso con Claire Fontaine en el balcón, mientras yo me encontraba en un vestidor, luchando por ponerme una blusa, un par de ceñidos leotardos y una ridícula faldita, al tiempo que dos alumnas asignadas a vestuario me pellizcaban de forma desagradable y suspiraban diciéndose que iban a necesitar unos tacones para compensar mi corta estatura. ¿Se me daba bien eso de andar con tacones?, preguntaron. Asentí con la cabeza: claro, claro, lo que hiciera falta con tal de acabar con ese martirio cuanto antes.
Del escenario llegaba la dulce conversación entre Claire y Steve. Como de costumbre, ella estaba sorprendiendo a todos con la calma y emoción que ponía en sus palabras. Infinitamente más sorprendente resultaba Steve, quien estaba dándole a los diálogos como si fueran los defensas de un equipo rival. Su recitado exudaba una absoluta seguridad en sí mismo, la cualidad precisa menos frecuente entre los actores adolescentes. Incluso cuando se equivocaba resultaba imponente, porque hacía las cosas a su manera, y todos estaban entusiasmados con él.
—Muy buen trabajo —aprobó la señora Leach—. ¿Cómo es que ya se sabe los diálogos de memoria?
—Es pan comido —respondió Steve—. Supongo que porque estoy acostumbrado a aprenderme de memoria las jugadas de estrategia del equipo.
—Bueno, pues excelente. Siga así.
Esto estaba yéndoseme de las manos. Tenía que subir al escenario, y rápido, antes de que Steve me robara el papel de protagonista delante de mis narices. Con los tacones mal amarrados a las zapatillas, salí trastabillando al resplandor deslumbrante de los focos del escenario.
—¡Estoy listo! —anuncié.
Todos se echaron a reír. Seguí dirigiéndome al escenario, con la sospecha creciente de que la faldita encarnada y los ceñidos pantalones plateados no me dejaban en buen lugar en comparación con Steve Jorgensen-Warner, tan elegantemente vestido con pantalones vaqueros y una camisa —que no una blusa— con la pechera abierta hasta el tercer botón. Con gesto casual, dio un bote al balón con su mano izquierda.
—Deje que Steve termine —me indicó la señora Leach.
Los pies no me respondieron; me resultaba imposible detenerme.
—No, está bien —dije—. Es mi papel. Estoy preparado y…
Los tobillos se me doblaron y choqué con Benvolio y Teobaldo, quienes perdieron los espadines de papel de plata. Incapaz de frenarme, le di un codazo a Fray Juan y mi mano izquierda aferró con desespero un pecho de la señora Montesco. Esta se puso a gritar despavorida, pero yo ya estaba por completo fuera de control. Steve me contemplaba divertido y Claire me miraba desde lo alto del balcón, pero tan solo los vi de forma borrosa antes de estrellarme de bruces contra el decorado del balcón.
Nunca hubiera pensado que una cabeza humana pudiera atravesar una plancha de madera contrachapada, pero eso fue lo que pasó. La base de la construcción giró sobre sí misma, y oí el crujido de una de las planchas. En cuestión de segundos, la estructura entera empezó a crujir y a doblarse como una maleta. Apreté las manos contra el contrachapado y liberé mi cabeza de la plancha, justo a tiempo de ver que la construcción entera se vencía hacia el foso de la orquesta.
Como si se encontrara atrapada en un edificio en llamas, Claire rompió de una patada el pasamanos del balcón y saltó al escenario para ponerse a salvo. Diría que en ese momento todos pensamos que su cuerpo tan hermoso iba a resultar malherido sin remedio. Pero Steve ya estaba en el escenario, como si todo fuera lo más normal del mundo. Ajustó la postura para cogerla en vuelo, como si fuera uno de tantos pases recibidos a lo largo de su carrera deportiva, y Claire giró entre sus brazos como una bailarina profesional, y le colocó las manos en el cuello con naturalidad.
El balcón terminó de desplomarse y se estrelló ruidosamente contra el foso, despidiendo una lluvia de planchas, tablas y astillas.
Todos estaban en pie, parpadeando con la respiración entrecortada.
La señora Leach se llevó un puño al pecho, como si fuera a sufrir un paro cardíaco.
Claire miró a Steve, con los ojos muy abiertos y agradecidos.
Él le sonrió.
Mi corazón se vino abajo.
El muy cabrón seguía botando la pelota con la mano izquierda.
—¿Qué ruido es ese? —intervino el señor Capuleto—. ¡Dadme mi espada!
Claire soltó una de sus incomparables risotadas. Comprensiblemente sorprendido por tamaña sonoridad, Steve la apretó con mayor fuerza todavía. El elenco y los técnicos emitieron unas ahogadas risitas de alivio y se abrazaron, contentos de haber sobrevivido a un hecho que sin duda iba a hacer historia en el departamento de arte dramático del instituto.
El ensayo concluyó unos diez o doce años más tarde, o eso me pareció en su momento. Me dije que mis payasadas en el fondo habían sido de utilidad: los cazadores de trolls no tenían tiempo para ir al colegio y menos todavía para tomar parte en actividades extraescolares. Decidí que lo mejor sería olvidarme de lo sucedido, volver a casa, seguir con la caza de trolls y, al día siguiente, ir a hablar con la señora Leach a primera hora de la mañana y decirle que renunciaba a mi papel.
Tampoco me fue fácil quitarme los ceñidos leotardos, y cuando volví al auditorio me encontré a solas por completo. Me escurrí por la salida lateral y, una vez en el exterior, vi que Steve Jorgensen-Warner estaba corriendo por la cancha bajo el muerto rectángulo negro del jumbotrón, mientras el grupo de animadoras ensayaba sus movimientos y hacía sonar «las matracas de Steve» con entusiasmo. Me quedé petrificado. Steve lo era todo y también lo tenía todo. Yo no solamente no era nadie, sino que tampoco tenía a nadie, ni a Claire, ni al Gordinflón ni a mi padre. Mi única salida consistía en entregarme a la noche por completo.