
18.
Lo primero que noté fue que el ventilador del techo estaba tirado en un rincón y hecho trizas. Resultaba un poco extraño que me fijara en un detalle así, pues en la pequeña y humilde cocina había dos trolls enormes. No me gustaba la idea de conocer por el nombre a unos monstruos aterradores, pero el hecho era que conocía bien a estos dos. Los ocho ojos de Ojitranco no cesaban de escudriñarlo todo: los cristales de la vitrina, el desagüe del fregadero, la rejilla del escurreplatos. ¡¡¡ARRRGH!!! cogía cuantas cosas había en la encimera y las aplastaba sin querer. La bestia soltó un rugido, y su espalda encorvada rozó los colgantes despojos del ventilador del techo.
Por la razón que fuese, el microondas estaba en marcha, con la bandeja interior vacía y dando vueltas.
Con la mano libre agarré al Gordinflón por la camisa.
—¿Qué…? ¿Qué están haciendo? —acerté a preguntar.
El Gordi me respondió con la voz ahogada por el espanto.
—Unos emparedados, Jim. Están haciéndose unos emparedados.
Dos de los tentáculos de Ojitranco estaban hundiéndose por turnos en el frasco de la mantequilla de cacahuete, emergiendo una y otra vez con pegotes amarronados que a continuación frotaban contra el pan blanco diseminado en rebanadas sobre la encimera. Con fuerza a todas luces excesiva, de tal forma que el pan se rompía en pedazos que salían volando por la cocina como virutas de madera en un aserradero. Algunos de ellos fueron a parar a la raja que era la boca de Ojitranco y otros a su piel escamosa. Vi que los trozos de pan descendían por dos gargantas distintas hasta aterrizar en uno de sus varios estómagos palpitantes.
¡¡¡ARRRGH!!! era todavía menos ingenioso, pues se limitaba a pillar los voladores trozos de pan para meterlos de inmediato en su boca babeante. No siempre con buena puntería: el pelaje del troll estaba sembrado de mendrugos de pan pegados con mantequilla de cacahuete. Eso sí, era evidente que el monstruo estaba disfrutando de lo lindo: a cada nuevo gran bocado, sus cuernos arremetían con entusiasmo contra el armario de la cocina y sus pies de mastodonte pisaban los restos de pan y mantequilla en el suelo hasta convertirlos en una pasta color marrón claro.
Ninguno de los dos nos prestó atención. Estaban concentrados en su labor, farfullando sonidos incomprensibles con las bocas llenas de comida a medio triturar.
El Gordi me pasó el palo de hockey y cogió el arco prendido a la espalda. Tenía los ojos vidriosos pero determinados, y de pronto me sentí orgulloso de él. Papá dormía profundamente. Esto era cosa de nosotros dos, y el Gordi lo tenía muy claro.
—Me ocupo del más pequeño de los dos —susurró.
—¿Qué es lo que tienes pensado? —bufé.
—¿Qué quieres decir? El más pequeño parece ser el más peligroso.
—¿Peligroso? ¡Pero si está casi ciego!
—¿Ah, sí? Pero seguro que oye bien.
Con las manos temblorosas, encajó la flecha en la cuerda y empezó a tensar el arco.
—Apunta al corazón —insté.
En el pecho de Ojitranco había por lo menos cinco bultos que palpitaban a un ritmo espasmódico.
—¿A cuál? —quiso saber el Gordinflón.
—¡Al que sea!
—¡Vale, vale! ¡Muy bien!
El Gordi hizo una mueca de dolor al tensar el arco todo lo que podía. La punta de la flecha estaba apuntando en todas direcciones, de una forma enloquecida: abajo, arriba, a izquierda, a derecha. Di un paso atrás, pues no tenía ganas de que el fuego amigo me alcanzara. Entrecerró los ojos y apuntó.
—Prepárate para hacer picadillo a la otra bestia peluda.
Levanté el ridículo bate de plástico y el insignificante palo de hockey. Me parecieron tan mortíferos como un par de patatas fritas. El único augurio optimista tenía que ver con el hecho de que ¡¡¡ARRRGH!!! ocupaba la cocina entera. Por muy patéticos e imprecisos que fueran mis golpes, era imposible no acertarle.
Tobias F. Dershowitz había sido objeto del ridículo durante toda la niñez y adolescencia. La Cueva de los Trofeos tan solo había sido el último de los desagradables lugares visitados por obligación. Steve Jorgensen-Warner únicamente era el más notorio de todos sus martirizadores. Pero esa noche, en aquella cocina, contra el más aterrador de los enemigos y pertrechado con un arma a todas luces insuficiente, se las arregló para apuntar con precisión. El arco disparó la flecha con un bing melódico, y el proyectil cruzó el aire en un santiamén en dirección al mismo centro del monstruo multitentacular. Seguramente le habría acertado al troll si el hombre de metal no hubiera aparecido de repente procedente de la sala de estar y desviado la flecha con su pierna forrada con cadenas de bicicleta.
El microondas soltó un pitido, anunciando que la inexistente comida ya estaba lista.
El hombre de metal vino a por nosotros.
Reculé contra la pared y encendí las luces. ¡¡¡ARRRGH!!! esbozó una mueca de horror cuando todo se iluminó, mientras que los ocho ojos de Ojitranco se apresuraban a buscar refugio en lo más profundo de sus cuencas. La intensa luz de los fluorescentes centelleó en la armadura del recién llegado, pero los únicos deslumbrados fuimos el Gordi y yo. El hombre de metal desenvainó las espadas que llevaba en la espalda con tal fuerza que cortó uno de los azucareros limpiamente en dos. El azúcar pareció quedar suspendido un segundo en el aire antes de diseminarse por el suelo.
El Gordinflón soltó un gemido y le lanzó el arco, pero el hombre de metal interpuso una de sus espadas y partió la madera en dos. Con un grito ahogado, di un paso al frente y descargué un golpe con el bate. El hombre de metal retrocedió hacia la izquierda con facilidad, agarró la punta del bate con su guante tachonado y se valió de mi propio impulso para hacerme salir volando en dirección a la cocina eléctrica. El palo de hockey cayó al suelo. El Gordi lo recogió y, con un gritito más propio de una niña, se lanzó al ataque. El hombre de metal formó una X con sus espadas, atrapó el palo en su centro, y luego cortó la parte que dibujaba una jota con limpieza. El Gordinflón tiró al suelo el palo descabezado, como si el mango estuviera al rojo vivo.
El estrépito en la cocina era infernal. Nosotros dos estábamos gritando y chillando, y otro tanto hacían ¡¡¡ARRRGH!!! y Ojitranco, en su propio estilo a lo troll. El hombre de metal hizo girar las espadas en sus manos, cortando el aire de forma sibilante hasta dejar de blandir los dos filos apuntando al techo. Las chapas de refresco tintinearon en sus brazos, y los moldes para hornear en forma de estrella que llevaba prendidos al pecho giraron el uno junto al otro.
—¡Quietos los dos! —rugió.
Lanzó dos estocadas simultáneas. Con una de ellas despojó al Gordinflón de la máscara de hockey que le cubría el rostro; con la otra rebanó la parte superior de mi casco de béisbol. El Gordi se llevó la mano a la sien, y yo llevé la mía a la frente, pero no teníamos ni un arañazo. Nos miramos parpadeando, desarmados, desprotegidos.
El hombre de metal envainó las espadas y se llevó las manos enguantadas detrás de la cabeza para quitarse las antiparras de aviador y luego hizo a un lado el altavoz de su boca. A continuación se desató la goma de tirachinas que usaba como barboquejo y se quitó los auriculares de las orejas, así como el exterior del casco de fútbol americano. Me dispuse a ver la cara del tipo desfigurado y retorcido que había visto incontables veces en las películas de ciencia ficción.
Pero me llevé una sorpresa al encontrarme ante un rostro tan terso como saludable.
Yo conocía aquel rostro.
Era el de mi tío Jack.
No el que mi tío Jack habría tenido de seguir con vida hasta los cincuenta y ocho años de edad. Este tío Jack era el mismo chaval que todos los días me miraba desde la foto recortada de un envase de cartón de leche expuesta en la repisa de la sala de estar: alto para su edad, con el pelo rubio suelto sobre la frente y los ojos brillantes que denotaban tanta inteligencia como valor personal. La diferencia estribaba en que este chaval no tenía la cara recién limpia y aseada ni sonreía anchamente de forma confianzuda. Muy al contrario, tenía el rostro sombrío y manchado de barro y mugre. Olisqueó el aire, como si le incomodaran los olores a jabón de lavavajillas, ambientador de pino y mantequilla de cacahuete.
—¿Tío Jack…? —alcancé a decir.
Había cautela en sus ojos.
Asintió con la cabeza, una vez.
—Tranquilo, Jim —dijo el Gordinflón con voz temblorosa—. Este no es tu tío, ni el tío de nadie. Es un chaval. Un chaval medio loco. Un chaval medio loco armado con espadas que se ha colado en tu casa y… —miró con más atención y alucinó al reconocer aquella cara—. Pero, pero, pero… ¡Pero, Jim! ¿Te das cuenta? ¡Es tu condenado tío Jack!
Los trolls se situaron a espaldas de Jack. ¡¡ARRRGH!!! agachó su cabeza enorme como un pedrusco gigante, de tal forma que los desgreñados pelos de su barbilla acariciaron la oreja de mi tío. Ojitranco rodeó su brazo con los tentáculos mientras dos de sus ojos achinados planeaban sobre la cabeza de Jack como si quisiera duplicar su capacidad visual. Ambos trolls se embarcaron en un corto diálogo estridente. Mi tío asintió con la cabeza como si entendiera. Me agarré a la portezuela del horno y conseguí ponerme en pie.
Jack dio un paso hacia mí, con las piezas metálicas colgando de su cuerpo, y me sujetó del cuello con una mano enfundada en un guante tachonado. Contuve el aliento y me pregunté si había llegado mi hora, si Jim Sturges iba a morir de forma tan prematura como extraña. Pero, en lugar de apretar, engarzó un dedo en la cadena y sacó el medallón de bronce de debajo de mi camisa dejándolo al descubierto. Me miró con impaciencia y, a continuación, tocó la espada grabada en posición horizontal en el medallón. La giró y la dejó en posición vertical.
Noté un ¡pop! en los oídos. De pronto oí que Ojitranco estaba rezongando:
—¡Tiene cara de memo, la verdad! ¿Y qué me dices de esa expresión blandengue? ¿De la espalda encorvada? Tiene que ser de un linaje ignominioso. ¡Lo que se dice ignominioso! ¿Y qué debemos pensar de esas prendas ceremoniales que lleva puestas? Nunca había visto algo tan soso. ¿Qué se ha hecho de los caballeros de antaño? No veo que lleve con orgullo el escudo de armas de su familia. Tampoco luce el pañuelo de combate. Lo que resulta insultante. ¡Insultante de veras! Pero ¡un momento! ¡Atisbo cierto destello de inteligencia! Bueno, esto es magnífico. Este pequeñín está… ¿Es posible? Oh, qué maravilla. Verdaderamente maravilloso. El pequeñín ahora entiende lo que estoy diciendo, ¿no es así?
A pesar de su ceguera casi total, Ojitranco había extendido hacia delante uno de sus ojos, que ahora estaba mirándome atentamente a un palmo de distancia. En cuestión de unos segundos, sus ocho ojos estaban vueltos hacia mí, parpadeando con rapidez. Su compañero de mayor tamaño se chupó las mejillas en ademán pensativo y bajó la cabeza para observar.
—Hola. —Los colmillos de ¡¡¡ARRRGH!!! rezumaban mantequilla de cacahuete licuada—. Hola, chico. Hola, humano.
—Están hablando —farfullé—. Gordi, estos dos pueden hablar.
—Lo último que necesito es que ahora te vuelvas loco, Jim —replicó él.
—Pues claro que podemos hablar —dijo Ojitranco, expresándose con un inmaculado acento británico—. Ni que fuéramos ganado. De hecho, según los intelectuales del mundo de los trolls, pertenecemos a la especíe más avanzada de todas las existentes. —Lo dijo en tono señorial, pero de pronto soltó un suspiro—. También tenemos fama de ser los más groseros. Por favor, acepte nuestras disculpas. Y sentimos no contar con un segundo traductor para su tan noble escudero.
—Nos están pidiendo disculpas, Gordi —expliqué—. Por el hecho de que no puedas entenderlos.
—Diles que acepto sus disculpas. ¡No! Diles que siento haberles disparado una flecha. Diles eso antes que nada. Es importante.
—A ti te entienden perfectamente.
—Ah. Lo siento. —Se giró hacia ellos y repitió en voz más alta—: ¡Lo siento! ¡Lo digo en serio! ¡No me maten, por favor!
—¿Matarle? ¿A usted? —Ojitranco le miró con asombro—. ¡Los que pertenecemos a la élite no cometemos tales salvajadas! Y preste atención a lo que voy a decirle. Si lo que quiere es buscarme las cosquillas, ándese con ojo. Tiene suerte de que todos me conocen por mi paciencia exagerada. Si de esperar se trata, puedo esperar más tiempo que cualquier otro, aquí o en el lugar que sea. De hecho, todos se hacen eco del duelo que sostuve con Prothnurd el Persistente. Me pasé tres años sentado frente al viejo Prothnurd, tan feliz y contento, y me hubiera pasado tres más si el pobre no llega a morirse. Así que no lo va a tener fácil a la hora de buscarme las cosquillas. Eso sí, la paciencia no es precisamente el fuerte de mi hirsuta compañera.
—¿Compañera? —miré a ¡¡¡ARRRGH!!! sin comprender.
—¿Compañera? —repitió el Gordinflón—. ¿Es que eso de ahí es una hembra? Quiero decir, ¿es que ella es una hembra?
—Naturalmente —contestó Ojitranco—. La mayoría de los grandes guerreros troll son hembras. Para convertirse en un combatiente de leyenda, no basta con la fuerza bruta. ¡Ni por asomo! Es preciso tener astucia, además de compasión, y ni la una ni la otra son cualidades propias del macho. Tradicionalmente, los machos nos desenvolvemos mejor avivando olores penetrantes o coreografiando los valses para las ceremonias de destripamiento. Por lo demás, el color de su pelaje lo dice todo. Es negro azabache.
—Negro azabache —repetí, asintiendo con la cabeza.
—Justamente —convino Ojitranco—. No acierto a entender cómo puede haber confundido su tonalidad con el negro carbón propio de los machos.
Jack echó una mirada al reloj de pared, en el que había manchurrones de mantequilla de cacahuete. Apretó la máscara que tenía en las manos, como si se muriera de ganas de ponérsela. Por lo menos era un ser humano; me giré hacia él con desespero.
—Tío Jack —dije—. ¿Dónde has estado?
—Con nosotros —informó Ojitranco—. Su tío lleva cuarenta y cinco años siendo nuestro igual, digno del mismo respeto y reverencia con que todos nos admiran. Basta ver los rituales de arrodillamiento tantas veces dedicados a los que son como nosotros. ¡Unos rituales espléndidos de veras! Es una lástima que no tengamos el tiempo necesario para educarles en ellos. Pero, por el momento, disculpe lo taciturno del ánimo de su tío. Si me permite la opinión, diría que posiblemente se siente abrumado al encontrarse en el hogar de su hermano pequeño. El olor del padre de usted está por todas partes, ya me entiende.
—¿Quieren que haga venir a mi padre? —pregunté—. Puedo despertarle.
Los ojos de Jack centellearon.
—De hecho, no puede. —Ojitranco lo dijo en tono de disculpa—. No va a despertar hasta el amanecer.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que le han hecho?
El troll meneó los tentáculos ligeramente.
—¡Insignificancias! Los detalles no son importantes…
—Dígamelo.
—Me temo que no va a ser de su gusto. Pero como prefiera. Hemos introducido un esmuf en su sistema digestivo. Un esmuf es, eh, ¿cómo decirlo…? Mejor será ir al grano. Es un feto. Tenemos varios de ellos, cedidos por los esmúferos en préstamo generoso. Ansioso de encontrar una calidez similar a la del útero materno, el esmuf entra por la boca, baja por el esófago y anida en la pared del estómago, donde sus enzimas liberan un poderoso sedante que duerme a su portador. Los esmúferos son famosos porque se pasan media vida durmiendo. Tienen sesenta y seis palabras diferentes para designar el ronquido. Su razón de ser es la catalogación de toda posible permutación del sueño. Razón por la que duermen once horas al día. Durante la decimosegunda hora… Bueno, lo mejor es mantenerse alejado de ellos. Sin entrar en más detalles. Pero no, no se preocupe. El esmuf es extremadamente sensible a la luz del sol, son cosas que pasan, y justo antes de amanecer sube otra vez por el esófago y termina por escapar a través de algún sumidero. Su padre en ese momento despertará sintiéndose bien descansado y…
—¿Está diciéndome que le han metido un feto de troll a mi padre por la boca?
—¡Jim! —gritó el Gordinflón—. ¿Qué demonios pasa?
—Esmuf —gruñó ¡¡¡ARRRGH!!!—. Esmuf es amigo. Bueno para dolor de cabeza.
Señaló lo que parecía un pedrusco metido en mitad de su cráneo.
—¡Pues aquí tomamos aspirinas! —exclamé—. ¡Usamos aspirinas, no fetos!
—Qué le vamos a hacer —repuso Ojitranco—. Sospechaba que este no iba a ser el tema adecuado para cimentar una nueva amistad.
—Ya está bien.
El joven rostro de Jack estaba deformado en una mueca de disgusto. Era la segunda frase que pronunciaba, pero la había formulado con una energía impresionante. El pecho se le abombaba de forma acompasada tras la armadura hecha con cachivaches. Nos miró fijamente, dirigió otra mirada a los trolls y, con gesto impaciente, señaló con el pulgar en dirección a mi cuarto.
Los tentáculos de Ojitranco se extendieron como si estuviera pidiendo disculpas. A continuación me explicó, de forma sorprendentemente concisa tratándose de él, que teníamos que irnos todos, ahora mismo. Y luego me contó el porqué. El tío Jack me daba más miedo que estas dos pesadillas andantes, por lo que, sin pensarlo demasiado, empecé a asentir a todo cuanto salía por la extraña boca del troll.
—¿Qué es lo que está diciendo, Jim? —quiso saber el Gordinflón—. ¿Qué es lo que pasa?
Antes incluso de contestar, mi respuesta me sonó increíble.
—Que nos vamos de cacería.