39.

 

Unos segundos más tarde, un rostro pecoso y familiar apareció en la cabina del locutor del estadio, acompañado por el de una mujer mayor y con el cabello teñido de color magenta quien parecía estar muy disgustada con toda aquella situación tan irritante. El locutor y los técnicos habían huido mucho antes, dejando atrás sus vistosos auriculares. De forma que el Gordinflón tuvo que ponerse a estudiar por su cuenta un panel de control, pulsando con un dedo sobre un millar de desconcertantes teclas y mandos, o tal me imagino. Y entonces, en un momento de inspiración divina, mi amigo descubrió que en una mesita había un enorme vaso de papel sudoroso y lleno de refresco hasta el borde. Al momento cogió el papel y lo mantuvo en alto sobre el cuadro de mandos. Levantó la cabeza, y juro que nuestras miradas en ese momento se cruzaron. Sus aparatos dentales brillaron en una sonrisa malévola, y al instante vertió el refresco sobre el cuadro de mandos que tan caro le había costado al instituto.

El jumbotrón enloqueció. Entrecerré los ojos cuando la enorme pantalla cobró vida de forma espectacular, inundando el estadio de luz mientras en ella aparecía una demencial mezcolanza de personajes de animación, repeticiones de las jugadas más destacadas, espectadores disfrazados de mascota del equipo que bailaban en las gradas, al sonido de una serie de cánticos tontorrones a más no poder: ¡NO PODRÁN CON NUESTRA DEFENSA! ¡ADELANTE, NUESTROS GUERREROS FEROCES! ¡ÁNIMO Y A POR ELLOS! A medida que el refresco iba infiltrándose por las capas inferiores del cableado interno, los píxeles empezaron a desaparecer de la pantalla, y las imágenes y el sonido comenzaron a dejar paso a un solo elemento en particular: la borrosa, chisporroteante imagen de la electricidad estática.

En las gradas, los Gumm-Gumms dejaron lo que estaban haciendo y se giraron a mirar el televisor más gigantesco que habían visto en la vida. Sus mandíbulas desiguales se abrieron hacia abajo y las babas empezaron a caer por ellas. Inmune a la fascinación de la electricidad estática, Gunmar soltó un rugido de rabia, pero sus esbirros ya no le oían. Los espectadores seguían encogidos hechos unos ovillos, sin osar moverse. Como era de esperar, el sargento Gulager fue el primero en reaccionar. Se acercó al troll más próximo, apuntó con la pistola a los ojos vidriosos y carentes de comprensión y luego le descerrajó un tiro en las blanduras.

Los espectadores reaccionaron, empezaron a darse ánimos los unos a los otros, y al unísono arrollaron a los Gumm-Gumms hipnotizados, lanzándose sobre ellos como hormigas y aplastando sus cuerpos comatosos contra las gradas. En la cabina de sonido, el Gordi estaba desempeñándose como todo un maestro, vertiendo un poquito de refresco por este lado del tablero de mandos y otro chorro bastante sustancial más allá, para que la electricidad estática no decayera un ápice. En un momento dado empezó a juguetear con los mandos del sonido, y los sonidos de una decena de emisoras de radio atronaron por los altavoces creando la más absoluta confusión acústica. Vi que volvía a llevar la mano a los mandos, pero aquello ya escapaba por completo a su control.

—¡Jim! ¡Despierta de una vez!

Era Jack quien estaba gritándome, a tal volumen que la voz se le quebró en una serie de gallos adolescentes. Se había quitado la máscara, y su cara pálida y sudorosa no reflejaba nada del alivio que me embargaba a mí. Miré a sus espaldas y vi por qué: Ojitranco se retorcía en el césped, gimiendo de dolor de una forma que yo nunca le había oído, mientras un espeso líquido violáceo emanaba de media docena de tentáculos destrozados. A todo esto, ¡¡¡ARRRGH!! estaba acorralada contra un poste de luz, con los pelos del pescuezo erizados por la desesperación y el negro pelaje reluciente de sangre.

Con una carcajada atronadora, Gunmar se valió de sus seis brazos para levantar a la troll sobre su cabeza. Las lámparas enclavadas en lo alto del poste se hicieron añicos, que se clavaron en las carnes de ambos. ¡¡¡ARRRGH!!! opuso resistencia, pero nunca la había visto tan debilitada. Gunmar dio un paso atrás y lanzó el corpachón de la troll a una veintena de metros de distancia. El proyectil de cuernos, colmillos y pelaje voló hasta la línea de fondo, donde colisionó contra la portería, a tal velocidad que esta se vino abajo en un amasijo de acero retorcido. A causa del impacto, montones de tierra y césped salieron despedidos por los aires.

Así derribada, la cazadora de trolls no se movió en absoluto.

La tierra y la hierba arrancada formaban una nube que se arremolinaba sobre la línea de fondo.

—¡¡¡NO!!! —gritó Jack.

El único ojo de Gunmar dio una rápida sacudida, como si fuera un lagarto agarrado por la cola.

—SÍÍÍÍÍ… Y AHORA VEN TÚ AQUÍ, SSSSSTURGESSSSS…

Gritando, Jack echó a correr hacia Gunmar. Su aspecto era el de un niño pequeño armado con dos espadas de juguete. Quise seguirle, para dejar claro que efectivamente era el cazador de trolls que mi tío consideraba que podía ser, pero mi corazón de guerrero titubeó al ver los centenares de trolls que el Famélico había expulsado de su vientre avanzando imparablemente, tan inmunes como su propio padre a la electricidad estática del jumbotrón. Su confianza no hacía más que crecer, al igual que su tamaño, mientras estrechaban el cerco en torno a aquellos apetitosos, grandes medallones de carne envueltos en camisas, pantalones, chaquetas y gorros. Su número era abrumador, e iban a devorar a mis conciudadanos como una plaga de langostas carnívoras.

Me encontré con un dilema doloroso. ¿Tenía que ayudar a estos inocentes que iban a ser devorados? ¿O auxiliar al tío Jack, lo más cercano a un familiar que tenía en la vida?

O eso me estaba diciendo, hasta que oí un ruido familiar.

Un ruido procedente de la línea de fondo, un rumor que noté en las costillas antes de escucharlo con los oídos. El rumor fue ganando en intensidad hasta resonar como el monótono zumbido de un millar de abejas. En aquel momento tumultuoso, los espectadores del estadio Harry G. Bleeker no parecían haber reparado en él, pero yo sabía qué era aquel zumbido inconfundible. Lo había oído en los parques y jardines de todo San Bernardino, así como en el jardín de mi propia casa, donde mi padre limpiaba las piezas de la máquina y afilaba las cuchillas, para después probar su funcionamiento en nuestro césped segado en exceso.

Mi padre entró en el terreno de juego al volante de su cortacésped industrial pintado de color dorado, cuyas descomunales ruedas traseras propulsaban la plataforma de segado, que era tan ancha que ocupaba casi la cuarta parte del ancho del campo. Todas las tediosas especificaciones técnicas con que mi padre había estado aburriéndome durante años de pronto se convirtieron en las vitales estadísticas de la supervivencia. El acero de calibre siete. El tubo de descarga de medio metro de longitud por el que los desechos salían a chorro. La capacidad de segar limpiamente hasta quince centímetros de materia indeseable. Papá venía por la banda ataviado de forma distinta a la de su hermano Jack, pero no por ello menos uniformado: redecilla para el pelo, mascarilla antialérgica, gafas de protección, guantes de trabajo, botas de seguridad con punteras de acero, camisa manchada de hierba con el Bolsillo-Calculadora Excalibur bien sujeto al pecho y —lo nunca visto— las dos mangas bien abotonadas.

Por un momento pensé que la invasión había terminado de enloquecer a mi padre, y que muestra de ello era que había escogido este momento para pegarle un repasito al campo de juego. Pero entonces oí el primer chillido de uno de los hijos de Gunmar, aspirado bajo la plataforma y pronto rebanado en mil trozos por las cuchillas de segar y escupido por el tubo posterior. Otra media docena de aquellas bestias se detuvieron en seco y contemplaron fijamente la llegada de la mortífera máquina, paralizados por una nueva y extraña sensación llamada miedo. Una sensación que fue muy breve en su caso. La máquina los aspiró como carnívoros hambrientos y los escupió convertidos en pulpa sanguinolenta.

—¡Papá! —grité—. ¡Adelante, papá!

Me saludó con un gesto de la cabeza apenas perceptible y llevó el volante a la izquierda para pillar a un par de engendros de Gunmar plantados junto a la línea de banda. Al cabo de pocos segundos se habían convertido en salsa de tomate. El cortacésped avanzaba a una velocidad que superaba de largo a la que mi padre habitualmente conducía, progresando por la banda de manera inapelable, como un lateral de zancada rapidísima. En ese momento tuve una revelación desconcertante y comprendí que papá iba a exterminar a todos aquellos bichejos, que el instinto de conquista de los trolls recién nacidos no era rival para el conductor experimentado de un cortacésped impresionante.

Gunmar chillaba y se ceñía el cuerpo con varias zarpas a la vez, como si experimentara en carne propia las muertes de sus engendros. Bajó la testuz y rugió. Los cristales del bar y la cabina de sonido saltaron hechos añicos; alcancé a ver que el Gordinflón protegía a su abuela de las esquirlas voladoras. En ese momento mi padre se sumió en el recuerdo de aquel fatídico día de 1969, y el cortacésped emprendió una trayectoria errática. Pero, entonces, la mezcolanza de emisoras de radio que sonaba por los altavoces de pronto dio paso a una emisora de grandes éxitos del pasado, y la suerte cósmica quiso que el tema que sonaba fuera una canción conocida por todos los Sturges que esa velada estábamos en el campo.

«Me quedé en la esquina, / a la espera de que regresaras, / para que mi corazón encontrara aliviooo…»

Las voces se oían distorsionadas por la electricidad estática, pero era la canción de Don and Juan, y mi padre se dijo que sus voces eran un regalo de los dioses, que estaban dándole una segunda oportunidad de convertirse en el hombre que siempre había querido ser, de forma que apretó el volante con los guantes de jardinero, echó el cuerpo hacia delante y corrigió el rumbo del vehículo. El césped se tornó del color de la masilla a resultas de la masacre.

Corrí entre los resbaladizos charcos de trolls hechos puré hasta situarme junto a Jack. Mi hombro rozó el de él; me miró, y en sus ojos vi la desquiciada determinación propia del adolescente que está dispuesto a jugárselo todo. Ojitranco pugnaba por levantarse a nuestra derecha, pero los tres seguíamos ofreciendo una estampa lastimosa en comparación con la de Gunmar, que en este momento estaba temblando por encima de nuestras cabezas, como si sollozara por la destrucción de su multitudinaria camada infernal.

—Esto puede ser el fin —dijo Jack.

—Lo sé.

—Pero lo has hecho bien. Quiero que lo sepas.

—Gracias.

—Lo mismo que Jimbo, que tu padre, quiero decir. Si sales vivo de esta y yo no, díselo de mi parte.

—Así lo haré.

Llevó su mano a mi cuello, la caricia más afectuosa que jamás había mostrado.

—Y bien, ¿qué te parece si le dejamos claro a este hijo de perra que con los Sturges no se juega?

Dicho esto, soltó un jubiloso aullido de guerra y embistió a Gunmar haciendo molinetes con las dos espadas. Ojitranco oyó la señal y se sumó al ataque, arrastrando consigo sus muertos tentáculos. Al instante me olvidé por entero de todas las técnicas de lucha aprendidas hasta el momento. Sentía en la piel el hormigueo del instinto puro, y me lancé a los pies de aquella figura colosal, rodando por el suelo bajo unos nudillos del tamaño de balones medicinales. Me levanté de un salto y lancé un tajo a uno de sus talones. El tendón se soltó como una goma elástica, y la bestia pateó el césped con tal violencia que produjo un cráter del tamaño de un automóvil en la línea de veinte yardas. Ojitranco enredó los tentáculos alrededor de los antebrazos del Famélico, mientras Jack empleó su alfanje para trepar por una de las piernas, donde clavó el Victor Power hasta la empuñadura en la rodilla de Gunmar.

Fue un inmejorable asalto coordinado, del que podríamos sentirnos orgullosos cuando nos encontrásemos en el Valhalla reservado a los soldados muertos. Pero, con una simple sacudida del cuerpo, Gunmar se libró de nosotros, haciéndonos saltar por los aires como si fuéramos tres simples insectos. Volvimos a la carga, magullados y cojeando, y otra vez salimos despedidos por los aires. Nuestro muestrario de torceduras y cortes aumentó. Los pulmones me ardían tanto que me pregunté si tendría alguna costilla fracturada. Cuando me levanté por tercera vez, la rodilla me falló. Caí de bruces sobre la hierba, y derramé lágrimas de rabia al ver que Gunmar derribaba a Jack con un revés de una de sus zarpas. El monstruo se cernió sobre su rostro, salivando a chorros por las comisuras de los labios.

Mis ojos exhaustos se posaron en los decorados para Ro-Ju, que me llevaron a pensar en una anterior existencia gloriosa que inevitablemente iba a brindarme los aplausos de toda la ciudad y hasta el amor eterno de la chica. Los contemplé durante un momento delicioso, nostálgico por el agradable recuerdo de las falsas piedras de cartón y el puente artificial hecho en contrachapado.

Y en ese momento vi que Claire Fontaine tenía una de las espadas de atrezo entre las manos, y parecía como si estuviera hablando con ella. La giró a la derecha, y a la izquierda después; la subió y luego la bajó; empezó a trazar figuras en el aire con el filo, en forma de ocho primero, pero después tan complicadas que me resultaba imposible seguirlas con la vista. La espada cada vez se movía con mayor rapidez, y vi que la boca de Claire esbozaba una especie de sonrisa, como si justo acabara de comprender el propósito de su existencia en el mismo momento en que su vida iba a terminar.

Para incredulidad de todos, echó a correr por la cancha, deslizándose sobre las tripas de los trolls despedazados y esquivando el cortacésped de mi padre. Llevó la espada de atrezo hacia atrás, como si fuera una jabalina. Y la arrojó hacia delante, acompañando el movimiento con la exacta precisión de quien lo hubiera ejecutado mil veces y no una. La espada cruzó el aire con un silbido y se clavó en el centro de la abierta bocaza de Gunmar.

El Famélico tuvo una arcada, y la cascada de saliva que cayó sobre Jack se enturbió de sangre negruzca. El gigante giró sobre sí mismo en un círculo demencial, tratando de arrancarse la espada, si bien sus zarpas enormes no le cabían en la boca abierta de par en par. Mi tío se arrastró a un lado y se limpió las babas y la sangre de la cara. Vio que Claire venía corriendo hacia nosotros, agarró el Doctor X y lo lanzó contra la muchacha.

La espada giraba sobre sí misma mientras descendía en arco hacia ella. Le grité que se echara cuerpo a tierra. ¡Jack la había confundido con un troll enemigo! Sin embargo, Claire aferró la espada en pleno vuelo y se valió de su propio impulso para efectuar un artístico molinete. Nos contempló con los ojos muy abiertos y alborozada. Jack sonrió, y sus dientes brillaron muy blancos bajo la oscura capa de su rostro manchado en sangre. Hasta el propio Ojitranco aplaudió con sus tentáculos.

—Es una cazadora de trolls —afirmó mi tío.

—¡Toda una cazadora de trolls! —convino Ojitranco.

—¿Claire…? —dije yo.

La muchacha me miró; pestañeó, asombrada al tiempo que electrizada.

—Hola, señorito Sturges.

En aquel momento lo comprendí todo. Claire procedía de las Tierras Altas escocesas, tradicional reducto de trolls y de cazadores de trolls. Entre su fecha de nacimiento y la mía había un año de diferencia. Su pericia con la espada, evidente en el escenario del teatro, no podía ser el resultado de unas simples lecciones de esgrima. Por sus venas corría verdadera sangre de cazadora de trolls, y había ido a parar a San Bernardino por obra de los mismos sutiles empujoncitos del destino que me habían llevado a mí a nacer en este lugar preciso. Eso sí, la circunstancia de que fuera tan hábil a la hora de esconder su doble personalidad, una para sus padres y otra para sus amigos, había impedido que los cazadores de trolls se fijaran en ella y reconocieran su naturaleza de paladina…, una naturaleza de la que ella misma no había sido consciente hasta ahora.

Claire se sacudió con la espada el barro prendido en las botas.

Un gesto propio de una chica nacida para combatir.

Se oyó una tos ensordecedora, y el espadín de atrezo se clavó junto a la línea de veinte yardas.

Gunmar se cernió sobre nosotros, con la sangre manándole en regueros entre los colmillos y con el enorme torso (tras haber expulsado a sus vástagos) flácido y colgante. Había perdido el control sobre sí mismo y no hacía más que agitarse sin remisión, pateando el suelo como un niño pequeño, bamboleándose con sus brazos doblemente articulados, mientras las púas en su espalda se extendían y se plegaban con el sonido de cien guilllotinas en acción. Extendió brazos y piernas y se abalanzó sobre nosotros, tan enorme como un castillo de fuegos artificiales.

Los cazadores de trolls han nacido para este tipo de situaciones, y no hay nada mejor en el mundo que hacer aquello para lo que has nacido. Cada uno de nuestros giros y fintas nos garantizaba los centímetros precisos para sobrevivir al asalto de la fiera. La esquivábamos y contraatacábamos, lanzábamos una estocada y nos protegíamos, siempre pensando en los tres próximos movimientos. No podía decirse que en las gradas estuvieran vitoreándonos, pero los gritos roncos que nos llegaban sí que eran de ánimo. Tampoco podía decirse que mi padre estuviera ejecutando un desfile de la victoria, pero sí que estaba rodeándonos en círculos concéntricos cada vez menores al tiempo que su máquina dorada engullía hasta el último de los engendros de Gummar. Todo ello nos servía de ayuda: combatíamos con los ojos entrecerrados, mostrando los dientes, con los músculos doloridos, con los huesos cantando la canción guerrera de la espada afilada.

Claire era la mejor de todos. El mismo Jack se detuvo para mirarla con asombro cuando se subió por las vértebras de Gunmar y clavó el Doctor X en la axila y la clavícula de la bestia, tratando de dar con las elusivas blanduras escondidas bajo unas protecciones especiales. Éramos pirañas, y no cesábamos de mordisquear sus extremidades, de tal forma que aquella monstruosidad no hacía más que prepararse una y otra vez para acabar con nosotros, reculando constantemente a la espera del momento preciso en que podría aplastarnos sin remisión. Lo teníamos arrinconado en la línea de fondo, y no tenía mucha escapatoria. Más allá se extendía un alto vallado metálico y un barranco, pero esta lucha no iba a llegar tan lejos, y eso lo teníamos claro.

Un brazo de Gummar se apoderó de la maraña de tentáculos de Ojitranco. El Famélico lo levantó en vilo y lo arrojó como una bola de boliche a la vacía banqueta del equipo visitante. Un instante después, el brazo de madera de Gunmar, en el que ya constaba la muesca de la baja enemiga más reciente, hendió el aire como un gigantesco palo de golf y proyectó a Jack a cuatro metros de distancia, estrellándolo contra el césped, donde, malherido, se hizo un ovillo. Apreté los dientes y me mantuve donde estaba. La cosa ahora dependía de mí, erguido junto a la línea de cal, y de Claire, quien continuaba agarrada a la espalda del Famélico.

Gunmar le soltó un bofetón a ciegas y se acuclilló con intención de atraparme a mí entre sus zarpas de garras afiladas. Tenía a mi alcance la colgante piel de la herida que Jack le había hecho en el vientre, e instintivamente me introduje en ella. La bestia soltó un chillido y empezó a dar zarpazos contra el invasor metido en su cuerpo. El mundo se tornó negro en mi derredor, y los órganos internos del monstruo me golpeaban palpitantes en la cabeza y los hombros. Un rayo de luz se introdujo en la abierta cavidad cuando Gunmar se irguió, y en ese momento vi con claridad la vesícula, idéntica a la de los demás trolls, salvo por el tamaño: una cosa anaranjada de textura rugosa y del tamaño de una pelota de baloncesto.

Y yo ya estaba harto de tanta amenazadora pelota de baloncesto.

Cogí la vesícula con ambas manos, pero unos segundos demasiado tarde. Gunmar me extrajo de sus entrañas como si fuera una tenia y me tiró al suelo como si mi cuerpo fuera tan liviano como el de Jim Sturges júnior 2: el Señuelo. Me quedé tendido a merced del monstruo, incapaz de moverme, casi incapaz de ver a Claire sobre sus hombros, a muy corta distancia de las vulnerables blanduras. Traté de gritarle ánimos, pero la voz me falló. Ella parecía muy pequeña allí en lo alto, pero a la vez daba la impresión de estar muy segura de lo que hacía, y cuando se puso en pie y mantuvo el equilibrio sobre el hombro del peor de todos los seres vivos, con la mano derecha sosteniendo la espada hacia delante y la izquierda hacia atrás para conservar el equilibrio, ese fue el momento en que me enamoré de ella de verdad.

Era fácil olvidar que Gunmar podía contraer la columna dorsal a voluntad. El gigante se agachó y su cuerpo quedó a media altura. Entonces Claire se desequilibró y soltó el Doctor X mientras caía deslizándose entre las púas hasta estrellarse de rodillas contra la línea de fondo. Se llevó las manos a las rodillas doloridas, apretó los dientes y miró por entre las abiertas piernas de Gunmar. Le devolví la mirada, y aunque incapaces de movernos, seguimos mirándonos el uno al otro por si ya nunca volvíamos a ver otra cosa.

El cortacésped de mi padre se detuvo a lo lejos, y el motor exhaló una tos de derrota.

Gunmar el Negro había estado esperando su oportunidad a lo largo de cuarenta y cinco años, y esta había llegado por fin: por fin podía acabar para siempre con los cazadores de trolls, y lo haría tan fácilmente como un niño al aplastar con el tacón unos gusanos encontrados en el parque de juegos. Y después él y los de su especie serían libres de infestar la superficie de la Tierra, para saciarse de carne humana y tornarse tan gordos y resabiados como los trolls primigenios del Viejo Mundo. Levantó el pie para aplastar al cazador de trolls más próximo —yo—, mientras calculaba la mejor forma de que mis tripas viscosas salieran despedidas en todas direcciones, hasta juntarse con las de los centenares de vástagos suyos masacrados por el cortacésped.

El pie no llegó a asestar el pisotón mortal.

¡¡¡ARRRGH!!! saltó desde el cráter junto a la línea de fondo e intentó estrangular a Gunmar. Un retorcido segmento de los postes de la portería se había incrustado en su cráneo. Y ahora parecía una extraña cornamenta amarilla que se sumaba a su par de cuernos de siempre. El Famélico se irguió cuan largo era, pero la troll no soltó la presa. Gunmar empezó a golpearla, aprovechando los monstruosos dobles codos que tenía en los brazos; ¡¡¡ARRRGH!!! no soltó la presa. Gunmar erizó sus púas, y vi que una docena de ellas se clavaban en el negro pelaje de la troll y le atravesaban el cuerpo. Sin embargo, ella no soltó la presa, por mucho que acabaran de atravesarla diez veces.

El Famélico se revolvió como un cerdo en el matadero y levantó dos puños sobre los hombros con intención de agarrar la cabeza de ¡¡¡ARRRGH!!!

Pero algo había cambiado. Gunmar se dio cuenta, y sus dedos exploraron con rapidez hasta cerciorarse de que el pedrusco que él mismo alojara en el cráneo de su rival decenios atrás se había soltado de resultas del impacto del segmento de la portería. Antes de que pudiera pensar en las posibles consecuencias, ¡¡¡ARRRGH!!! soltó el brazo derecho del cuello de su oponente y vimos que en su enorme mano tenía el pedrusco, símbolo de la buena suerte desde hacía cuarenta y cinco años ya.

El tono de la voz de la troll volvió a revelar inteligencia y seguridad.

—Como que me llamo Johannah M. ¡¡¡ARRRGH!!! —dijo—, un día juré vengarme de ti.

Le asestó a Gunmar con el pedrusco un golpe tremendo en el cráneo y se lo partió en dos. El ruido resonó como una colisión planetaria, impresión que se vio acentuada cuando el monstruo se venció sobre las dos rodillas. ¡¡¡ARRRGH!!! aflojó la presión de la otra mano, y el pedrusco cayó sobre la hierba al tiempo que el cuerpo lacerado de la troll se deslizaba hacia abajo por la espalda sembrada de púas. Cayó inerme sobre el cesped, un informe amasijo de pelaje empapado en sangre.

El cuerpo de Gunmar se bamboleó, mientras sus seis brazos pugnaban por juntar las dos mitades de su cráneo y cubrir el expuesto cerebro. Sin embargo, las mútiples manos terminaron por hacerse un lío entre ellas y finalmente se dieron por vencidas. Y el poderoso señor de los Gumm-Gumms, alias el Famélico, alias el Sorbedor de Sangre, alias el Desliador de Entrañas, Gunmar el Negro, siguió bamboleándose con las rodillas clavadas en tierra un largo instante, hasta que se desplomó de espaldas, con tanta ceremonia como un árbol talado.