11.

 

El agua goteaba sobre mi ojo. Era un agua ácida que me escocía. Me lo froté y advertí que unas duras hebras de paja estaban clavándoseme en la piel. Más gotas cayeron sobre mi rostro, de forma que me senté y me sequé la cara con el codo. Vi que seguía vestido con los pantalones de chándal y la camiseta que siempre me ponía para dormir. Sin embargo, no me encontraba sobre mi cama, sino sobre un sucio montón de paja, y mi dormitorio ahora era una cueva.

Me levanté, tambaleándome, y me sacudí la paja. La estancia parecía haber sido excavada en la roca, pero lo que podía ver del techo se correspondía con el subsuelo del mundo real: viejas cañerías de agua gorgoteantes, aberturas de canales de desagüe cubiertas de moho, cableado eléctrico chamuscado e impregnado de hollín. Hilos de agua anaranjada por el óxido goteaban de forma constante de una decena larga de vetustos codos de tuberías. La habitación tan solo tenía una salida, que comunicaba con un corredor. El instinto y la claustrofobia me empujaron a abordarla.

Los ojos se me fueron acostumbrando a la oscuridad y empecé a percibir que había montones de cachivaches por todas partes. De haberse tratado de chatarra normal y corriente, no me hubiera sentido tan asustado. Pero todo estaba organizado de forma minuciosa. A mi izquierda había un montón de máquinas de escribir, antiguas algunas de ellas, con carro de retroceso manual para el papel, mientras que otras eran modelos de los años ochenta con pantallas indicadoras en miniatura. La pila entera apestaba a tinta. A mi derecha se extendía un muro formado por microondas apilados como si fueran ladrillos —negros, blancos, marrones, rojos—, algunos de ellos viejos y polvorientos, otros más nuevos y todavía embadurnados con manchurrones de las últimas comidas. Eso sí, era evidente que todos estaban averiados.

Me adentré en el corredor. Para mi sorpresa, resultó estar iluminado por unas lámparas de aceite situadas fuera de mi alcance. Las lámparas no se habían encendido solas, por lo que me obligué a caminar sin hacer ruido, aunque tampoco importara mucho. En aquel lugar resonaban tanto el silbido de las lámparas como el gorgoteo del agua por las cañerías en lo alto o un rumor subterráneo seguramente provocado por el aire maloliente que corría por los pasadizos subterráneos. Esto era mucho peor que cualquier Cueva de los Trofeos que hubiera podido imaginar.

El corredor daba a numerosas estancias, y en todas ellas estaban apilados otros desechos de la vida humana. En una de las cámaras había unas arenas movedizas formadas por relojes: digitales, analógicos, con calculadora incorporada; de mujer, de hombre, para niños; era tan enorme la cantidad que quien entrara se vería obligado a vadear a la altura de la cintura aquel foso de metal reluciente. Otra habitación estaba llena de ventiladores: ventiladores de techo cubiertos de polvo, ventiladores de plástico para escritorio, grandes ventiladores industriales erectos sobre gruesas barras metálicas. Los cables de algunos de ellos estaban conectados a la red de tubos y cables, y estos ventiladores estaban en marcha, con las hojas emitiendo ruidos metálicos y los motores chirriando con cada nueva oscilación. La última sala a la que me asomé fue la peor de todas: neveras, quizás una cincuentena de ellas, en distintos estados de conservación, erguidas como lápidas en un cementerio carente de césped.

El final del pasillo daba a una espaciosa caverna iluminada por un fuego radiante, aunque me llevó mi tiempo ver bien los detalles por causa de la fétida lluvia que goteaba de la imponente entrada, un arco de piedra que parecía haber formado parte de una iglesia del siglo XVI. Iba a cruzar por él, pero me detuve anonadado mientras el agua aceitosa me empapaba el cabello.

El lugar era una catedral consagrada a los cachivaches. Por todas partes había montones de ellos, apilados contra las mugrientas paredes negruzcas, y estos objetos resultaban todavía más inquietantes, porque eran juguetes. Había una montaña de armas de juguete baratas. En un rincón había un amasijo formado por mil patines en línea desparejados, uno o dos de los cuales chirriaban al patinar por sí solos por el suelo irregular. Había dos torres gemelas construidas con tarteras para niños, todas ellas ornadas con rostros sonrientes de personajes de los dibujos animados. Lo más estremecedor de todo era la gigantesca pirámide que dominaba la estancia: bicicletas, a centenares, convirtiéndose en óxido, entrelazadas hasta alcanzar seis metros de altura.

Había pilas de titilantes lámparas fluorescentes unidas con alambres y conectadas a alguna fuente clandestina de electricidad. Pero su enfermizo resplandor azulado empalidecía en contraste con el fuego al rojo vivo que ardía en el horno situado al otro lado de la sala, chisporroteando como si lo hubieran alimentado recientemente. No pude resistir la tentación de acercarme a mirar, como los humanos llevan haciendo desde la noche de los tiempos.

Un batiburrillo de muñecas desechadas me impedía ver la boca del horno. Empecé a rodear las muñecas, pero las llamas en ese momento revelaron un gran mural en la pared de piedra. Los dibujos eran primitivos, pero no carecían de complejidad. En el lado derecho parecían estar representados grupos de bestias, bajo una sucesión de puentes, que se disponían a embarcarse en un gran navío de vela. Este mismo barco estaba presente en la parte izquierda del mural, donde otras bestias similares abandonaban el buque e iban a refugiarse bajo nuevos puentes.

El océano entero estaba cubierto por una representación del que parecía ser el puente más importante de todos. Tallados en la pared, manos, zarpas, tentáculos y garras se afanaban en alcanzar la piedra clave, donde estaba representada una horrorosa figura señorial dotada de seis brazos. Sus ojos eran irregulares: uno era un rubí centelleante incrustado en la roca, el otro era un absceso abierto.

Estos detalles resultaban espeluznantes, pero lo que aparecía tallado debajo de ellos era todavía peor. Se trataba de un combate entre bestias y seres humanos tan tumultuoso que era imposible discernir en qué punto un garrote en lo alto se fundía con uno de los fusiles que abrían fuego, o dónde una boca que mordía se mezclaba con una de las hachas enhiestas. Dirigí la mirada al borde del mural, formado por las representaciones de unos individuos a todas luces considerados importantes. Todos ellos resultaban repelentes. Uno tenía el hocico y los colmillos de un perro. El siguiente prácticamente carecía de cabeza y tenía los ojillos brillantes en el centro de su liso pecho. El tercero hacía gala de unos ojos escarlata, ocho de ellos, en unas largas series.

Los ojos se movieron con lentitud.

No formaban parte del mural.

La cosa que vi antes en mi casa vino en mi dirección con ligereza y elegancia sorprendentes para algo que tenía un número indeterminado de piernas, todas ellas escondidas tras una falda a cuadros hecha con retales mal cosidos y ornada con hileras de medallas, condecoraciones, insignias y cintas distintivas. Tenía una incalculable mezcolanza de tentáculos. Al pasar frente al horno, el fuego reveló que aquella cosa tenía una coloración verde oliva, una textura reptiliana y una capa de babas que lubricaban sus apéndices ondulantes. Su boca, una gran raja horizontal, se abrió y emitió un balido estrangulado:

Grrruuuuglemmmurrrrf.

Uno de mis pies se enganchó en un amasijo de cabellos de muñecas, y caí al suelo.

La cosa vino hacia mí con mayor rapidez, parloteando unos gruñidos grotescos. Yo estaba de espaldas contra el suelo, debajo de sonrientes figuras de plástico en muy distintas posturas. Sentía el calor del horno, y me pregunté si en él quizás habría un atizador u otra arma de distinta clase. Pero no tenía tiempo. La cosa aquella estaba aplastando una muñeca tras otra y cerniéndose sobre mi cuerpo. Los tentáculos atravesaban el aire. Ocho ojos planeaban sobre mi campo visual. Me preparé para la destrucción.

Pero algunos de los ojos no parecían haberse percatado de mi presencia en el suelo. Como un imbécil, pasé una mano por delante de uno de aquellos ojos. El ojo no reaccionó. Pensé en salir corriendo. ¿Tendría tiempo de escapar antes de que uno de aquellos tentáculos me aprisionara por el cuello?

—No puede verte —dijo una voz—. Está casi ciego.

La cosa horrible se irguió y se giró hacia el horno. Soltó una nueva sucesión de grotescas sílabas indescifrables. Miré en esa misma dirección y vi que, junto a la boca del horno, un hombre de metal se estaba levantando de su anterior postura acurrucada. Con él se alzaron dos largas espadas relucientes cuyas hojas estaban manchadas de sangre. Las sacudió ligeramente para que soltaran el exceso de restos sangrientos y, con un movimiento rápido y experto, enfundó ambas armas en dos vainas amarradas a su espalda.

—Se llama Ojitranco —informó—. Los trolls tienen cierto sentido del humor a la hora de escoger sus nombres.

Hizo una pausa.

—No lo tienen para casi nada más, por cierto.

La voz del hombre sonaba como una especie de graznido eléctrico, como si estuviera hablando por un desvencijado altavoz de equipo musical. De hecho, tal parecía ser el caso: su boca estaba cubierta por la pantalla metálica de un bafle del tipo antiguo. Me fijé en que no se trataba de un robot, sino que era un ser de talla humana pertrechado con piezas diversas. Como todo cuanto había en aquel lugar, el traje estaba elaborado con piezas de desecho. La máscara estaba dominada por unas inmensas antiparras de aviador, pero también incluía parte de un viejo casco de fútbol americano, unas orejeras hechas con unos auriculares industriales y un barboquejo manufacturado con un tirachinas infantil.

Todos aquellos desechos habían pertenecido antes a niños.

A los niños desaparecidos.

La epidemia de los envases de cartón de leche.

Descubrí que no podía moverme.

Su armadura, si de tal se trataba, era no menos increíble. Llevaba las manos con largos dedos envueltas en unos guantes de invierno desparejados y cubiertos por duras tachuelas. Sus antebrazos estaban tachonados con chapas de refrescos, todas ellas dobladas por los abrebotellas. Sus bíceps contaban con unas protecciones de alambre procedentes de un centenar de libretas escolares de espiral. En el pecho llevaba una coraza formada por un infantil juego de moldes para hornear pastelillos, por piezas en forma de corazones, estrellas y caballos. Su estómago estaba cubierto de modelos a escala de coches y camiones, cuyos pequeños cromados refulgían por efecto del fuego. Llevaba las piernas envueltas de arriba abajo en cadenas de bicicletas, algunas de ellas rojizas por el óxido, unas cuantas todavía aceitadas y brillantes.

Cuando se movió, el sonido que produjo me llevó a pensar en alguien que estuviera agitando un cuenco lleno de clavos.

Rodé por el suelo para alejarme de él y del troll —Ojitranco, si tal era su verdadero nombre— y me puse en pie de un salto. El hombre detuvo su avance. Las empuñaduras de las espadas asomaban tras su cabeza como un par de cuernos. Yo no olvidaba que las había visto empapadas en sangre.

El hombre de metal levantó la mano. Las tachuelas centellearon a la luz del fuego.

—Tienes que escucharme.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Tú quién eres? ¿Y dónde estoy?

—No nos queda mucho tiempo.

—¿Por qué no? ¿Qué es lo que vas a hacerme?

—Te has quedado dormido más de la cuenta. Está a punto de amanecer.

—¿Qué es lo que pasa al amanecer?

—Que vuelves a casa.

—No te creo.

—No hay tiempo para explicaciones.

—En tal caso, háblame más rápido.

Su mano sajó el aire. El metal tintineó contra el metal.

—¡No tenemos tiempo!

De una cámara lejana llegó el gruñido de algo de gran tamaño que estaba despertándose.

—La has hecho buena —espetó el hombre de metal—. ¡¡¡Has despertado a ARRRGH!!!

El grito de guerra retumbó por toda la caverna. Una vez que se disipó, los únicos sonidos fueron los de la rápida respiración del hombre de metal y los de los coches de juguete que llevaba prendidos al pecho, cuyas ruedecillas minúsculas rodaban en el aire.

Estos sonidos al momento se vieron apagados. Unas pisadas colosales se oían en un túnel situado junto al mural de piedra. Todo cuanto había en la cueva reaccionó a aquellas vibraciones: los patines de ruedas salieron disparados por todas partes, las pistolas de juguete brincaron por sí solas y emitieron electrónicos ruidos de disparos, las pinchadas ruedas de las bicicletas empezaron a girar enloquecidas.

Di un paso atrás.

—¿Arrrgh?

—No estás escuchándome. Te dije que me escucharas. —El hombre de metal espiró con fuerza—. ¡¡¡ARRRGH!!!

Di un nuevo paso atrás.

—Tres erres mayúsculas, unos signos de exclamación por triplicado. Sigue mi consejo y no te equivoques al pronunciarlo.

El goliat apareció por la boca del túnel, tan a sus anchas como un perro en la perrera, con su áspero pelaje negro invadiendo la cámara antes de que yo pudiera atisbar unos brazos o piernas de verdad. Una vez rebasado el arco, se irguió cuan alto era y abrió los brazos como si estuviera desperezándose de una siesta. Pude ver las gruesas maromas de sus músculos flexionándose bajo el pelaje. Las mismas garras afiladas que había visto en la boca de la alcantarilla —así como bajo mi propia cama— se cerraron formando puños.

¡¡¡ARRRGH!!! tenía la complexión de un gorila, pero era de tamaño tres veces mayor: dos brazos, dos piernas y, por suerte, dos ojos nada más. Sus cuernos, tan curvos como los de un carnero, rasparon las cañerías emplazadas a menor altura. Agujereó una de ellas, y un agua grisácea empapó el grasiento pelaje. Los ojos anaranjados de la cosa miraron en todas direcciones con perceptividad animal; su hocico se levantó y olisqueó. Su mandíbula se desencajó, revelando una boca morada y babeante armada con unos dientes irregulares y tan afilados como dagas.

Me había olido.

Retrocedí hasta verme frenado por un montón de somieres de cama. ¡¡¡ARRRGH!!! cruzó la estancia en cuatro zancadas descomunales que provocaron que el óxido de las cañerías del techo se desprendiera y cayera como si fuera nieve. La bestia se cernió sobre mí y a continuación agachó la cabeza, hasta situar su húmedo hocico a unos centímetros de mi cara. Olisqueó un segundo y soltó aire por la boca. El chorro empujó mi pelo hacia atrás. Unas viscosas gotas de saliva cayeron de un diente mellado, y la cálida baba se posó en mi estómago. Sus ojos ávidos, cada uno del tamaño de un balón de fútbol, me estudiaron en detalle.

Soltó un gruñido, y los somieres chirriaron a mis espaldas.

El hombre de metal metió la mano enguantada entre dos de los moldes de repostería que formaban el peto de su armadura, rebuscó un momento y sacó un medallón de bronce que colgaba de una sucia cadena. Los símbolos eran reconocibles, incluso a cierta distancia: una larga espada, un idioma desconocido y el aullante rostro de un troll.

—Ponte esto —indicó.

¡¡¡ARRRGH!!! echó una mirada al medallón, volvió su horrible rostro hacia el techo y soltó un rugido espantoso, propio de un tiranosaurio. Sus cuernos hendieron un grupo de fluorescentes, y las chispas cayeron sobre el hombre de metal como una lluvia de hierro fundido. No me fue posible discernir si el bramido de ¡¡¡ARRRGH!!! había sido de rabia o de júbilo. Lo que sí tenía claro era que ambos personajes estaban ocupados con sus cosas.

Salí zumbando en dirección al pasillo más cercano, pasando tan cerca del hombre de metal que habría podido arrebatarle el medallón, si tal hubiera sido mi propósito (no era el caso). Todos se apercibieron de mi maniobra. Oí el metálico entrechocar de cadenas de bicicleta, un bufido simiesco y la húmeda succión de unos pies multitudinarios que avanzaban por la cueva.

—¡Prrrruuummffffllllarrrrggg!

El grito de Ojitranco me estremeció hasta los huesos en el mismo momento de enfilar el corredor. Choqué contra una fría pared. Allí no había lámparas. Llevé la mano a la pared y seguí adelante. El túnel trazó una curva a la izquierda; me las arreglé para no pegarme un golpe en la cara. Trazó otra curva a la derecha; perdí el contacto con la pared y durante unos segundos preciosos quedé sumido en el inesperado eclipse. A mis espaldas se oía el ruido ominoso de mis perseguidores.

Había perdido la orientación por completo.

—¡Alto! ¡No sigas por ahí!

El hombre de metal estaba llegando a mi altura. Me adentré en la oscuridad a una velocidad suicida. Y de pronto vi una luz. Era tenue, pero aceleré y al poco me encontré avanzando por un pasillo tan angosto que sus paredes casi me rozaban los hombros. El débil resplandor fue suficiente para que no me estrellara contra el muro situado al final del túnel. Estaba en un callejón sin salida. Qué lugar tan oscuro y triste para morir.

Algo húmedo corrió por mi mejilla; levanté la vista y vi que la luz llegaba a través de una tubería de desagüe apenas lo bastante ancha para introducirme en ella. La idea de meter mi cuerpo en su interior era de veras repulsiva, pero al menos ¡¡¡ARRRGH!!! y Ojitranco, que estaban cada vez más cerca, eran demasiado corpulentos para seguirme por allí. Me agarré a los bordes de la cañería y me encaramé al interior.

La parte inferior estaba impregnada de aguas residuales, y la pestilencia fecal me produjo violentas arcadas. El hombre de metal iba a oírme; mi única opción era alejarme de allí cuanto antes. Valiéndome de codos y rodillas, me adentré en aquella especie de ciénaga centímetro a centímetro. Me golpeé la cabeza una y otra vez contra las juntas de la tubería, y las aguas negras estaban empapándome las ropas, pero seguí adelante: la luz era cada vez más brillante.

La cañería trazó una muy pronunciada curva hacia abajo al llegar a su final. Asomé la mirada un segundo y tan solo vi barro. Pero asimismo atisbé unos puntos de luz, quizá centenares de ellos, parpadeantes en patrones irregulares. También se oía ruido, no el rumor industrial de las cloacas, sino voces, gritos, risas, el sordo ruido de la madera, el musical del metal, el tintineo de lo que parecían ser monedas.

No me quedaba otra opción. Culebreé hacia la salida. Durante un segundo angustioso creí haberme atascado y pensé con horror en la posibilidad de verme lentamente ahogado en aguas residuales, pero al final empujé con los pies y salí por la boca de la cañería.

Durante un par de segundos estuve suspendido en el aire. Hasta que aterricé en una húmeda montañita que, dado su emplazamiento bajo una tubería de desagüe, seguramente no estaba formada por barro. Me senté y, a manotazos, traté de limpiarme el rostro de porquería. Al final me di por vencido y me quedé allí sentado, jadeante y hediondo. Al cabo de un minuto me di cuenta de que podía ver bien a la luz de las antorchas. Me llevó aún más tiempo reconocer el ruido de lo que parecía ser un mercado comercial en plena actividad. Aún no había levantado la vista de mi regazo. Me pregunté si valía la pena mirar. Las luces y los sonidos me parecían tan familiares, tan normales… Hasta que recordé que me hallaba en un punto situado bajo tierra y que nada en este lugar resultaba normal.

Miré.