58
Pasaron días antes de que Jamie y Connie sintieran que podían respirar otra vez. Después de la carnicería, se mudaron con los chicos a la casa de los Holland, junto con Jeremy. Connie se había mostrado a la altura de su reputación como sobresaliente cirujana traumatológica. Contuvo la hemorragia de Jeremy, le limpió la herida, que tenía orificio de entrada y de salida, y le entablilló el húmero fracturado. A Kyra le hacía mucha gracia que ahora fuese su novio el que llevaba el brazo en cabestrillo. Se quedaron para ellos el dormitorio de los Holland, después de un exorcismo consistente en sacar todos los efectos personales de Jack y Melissa y darle la vuelta al colchón.
De los cuarenta y seis reclutas, diecinueve murieron esa jornada, la mayoría de ellos agazapados en sus barracones y ejecutados a bocajarro. De los heridos, solo dos superaron la primera noche. Había demasiada nieve y el terreno estaba demasiado duro, de manera que tuvieron que arrastrar los cadáveres en un trineo improvisado hasta una esquina del campamento, donde los cremaron con gasolina de la motosierra mezclada con aceite. Incineraron a Streeter, Holland, Roger y Rocky por separado, para no contaminar las cenizas de los inocentes.
Ninguno de los hombres de Streeter se quedó en el campamento. Habían huido de su bacanal homicida apiñados en un camión y habían dejado la verja principal abierta de par en par. Jamie la cerró para que no entrasen los osos, pero no se vio capaz de echar el candado.
Agruparon a los reclutas restantes en dos barracones para ahorrar leña y pasaron largas horas hablando con ellos y abrazándolos sin más, para que superasen la terrible experiencia. Muchos no podían parar de llorar. Unos pocos estaban hechos un ovillo sobre el colchón. Les dejaron decidir con quién querían dormir, sin preocuparse por el género.
—No somos puritanos —dijo Connie—. Si quieren enrollarse, yo digo que les dejemos. Dios sabe que tienen pocos placeres que disfrutar.
—¿Y si los hombres intentan usar la fuerza? —preguntó Jamie.
—Voy a enseñarles a todos que no es no y que, si alguien se salta esa norma, se va al otro lado de la valla para convertirse en comida para osos.
Jamie se rio al oír eso.
—A esa lección me gustaría asistir.
—Esa norma también tendría que aplicarse a nuestra casa —añadió Connie—. No quiero que Dylan siga encerrado. Si él y Emma quieren estar juntos, adelante. Al igual que Kyra y Jeremy.
—Las chicas son responsabilidad mía.
—Sí, es verdad.
Jamie suspiró.
—A veces odio ser padre.
—Sí, tiene sus momentos chungos, pero es la decisión correcta y, en honor a eso, puedes seguir compartiendo mi cama.
Pasó otra semana. Las temperaturas superiores a cero duraron varios días y la nieve empezó a derretirse. Resultaba más fácil hacer cosas tan sencillas como pasear, y Jamie daba paseos muy largos con el perro al otro lado de la valla. Se llevaba el fusil por si los osos mostraban algún interés, y pensó en cazar un ciervo, pero en realidad no le apetecía matar nada más. Las reservas de comida ya no eran un problema crítico en el campamento. Con la mitad de la gente, había de sobra para aguantar varios meses. Esa había sido la contribución de Streeter.
La noche que lo anunció, Connie estaba preparada para oírlo. Supuso que ella lo había visto venir desde hacía tiempo.
Habían hecho el amor y estaban abrazados escuchando el silencio de una casa escondida en lo más profundo de un bosque invernal, cuando lo dijo:
—Tengo que irme.
—Lo sé.
Los tubos de proteínas liofilizadas no habían salido de su bolsillo en ningún momento.
—No quiero.
—Ya lo sé.
—Quiero que vengas conmigo.
Jamie notó que Connie empezaba a separarse, pero desistió y se quedó en sus brazos.
—No puedo.
Jamie sabía por qué, pero aun así lo preguntó.
—No puedo abandonarlos. Sin mí, caerán como moscas. Los Holland les enseñaron su versión de cómo ser un buen estadounidense cristiano, pero no les explicaron una mierda sobre cómo sobrevivir en este mundo. Tengo que enseñarles yo y eso llevará un tiempo. Son unas almas dulces que han sufrido un trauma. Dejarlos sería como firmar su sentencia de muerte.
Jamie la abrazó un poco más fuerte.
—¿Podrás manejarlo todo tú sola?
—Soy cirujana de combate, joder. Puedo manejar casi cualquier cosa. Además, Jeremy es un buen chico. Puede aportar mucho. Entre los dos seremos capaces de ensuciar esas mentes tan limpias.
—Estoy seguro de que serás la mejor desprogramadora del lugar. Cuando vuelva, estarán todos soltando palabrotas como marineros borrachos.
—¿Piensas volver?
La besó.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Una realista. Es un mundo peligroso. Recuerda, he oído todas tus anécdotas.
—Me he convertido en un superviviente.
—Si consigues llegar a Maryland, el trabajo en Detrick te absorberá. Allí puedes hacer más bien que aquí perdido en los montes de Carolina.
—Pienso volver.
Se quedaron un rato en silencio.
—Tenemos un marrón —dijo Connie.
—Sí.
—¿Qué intenciones tienes?
—No puedo dejarlas, Connie. Tengo que llevarme a Emma y Kyra conmigo.
—Eso va a romper cuatro corazoncitos. Por lo menos deja a Kyra con Jeremy.
—Separar a las niñas las hundiría.
—Ay, Jamie, esto es muy duro. —Connie se estremeció.
Jamie notó lágrimas en el hombro.
—No sabía que supieras llorar.
—No lloro. Estoy limpiando mis conductos lagrimales. Lo recomienda el manual.
—Eso dicen.
—Hay algo más que debes saber —añadió Connie—. Emma está embarazada.
Jamie bajó de la cama de un salto.
—¿Estás segura?
—Bastante. Nos lo ha dicho a Kyra y a mí esta mañana cuando volvíamos de los barracones. Me ha soltado: «Yo también voy a tener un bebé». Así que la he examinado. Le he dicho que lo te lo contaría.
—He perdido la cuenta de su regla. ¿Ha tenido alguna falta?
—Sí.
—Joder. Si no querías caldo…
—… toma dos tazas. Supongo que eso no te hará cambiar de opinión.
—No lo creo.
Hacía demasiado frío para quedarse ahí plantado desnudo. Empezó a vestirse y le preguntó a Connie si quería bajar a tomarse unos tragos del bourbon de Streeter.
—Ahora voy —dijo ella.
—No irás a contarme que tú también estás embarazada, ¿verdad?
Connie soltó una risilla.
—Si vuelve internet por arte de magia, te mandaré un mensaje a Maryland si no me viene la próxima regla.
Nada podría haber preparado a Jamie para el día de la partida.
En uno de los todoterrenos del campamento, con el depósito lleno y con calefacción, había cargado la ropa de los tres, los cuadernos de Mandy, algo de comida, un fusil, una pistola y munición de sobra. Emma y Dylan se abrazaban con tanta fuerza que Jamie temió por su respiración. Kyra y Jeremy hacían más o menos lo mismo. Los cuatro lloraban a moco tendido.
—Vas a necesitar una palanca para separarlos —dijo Connie.
—Vamos, chicas —insistió Jamie—, cuanto antes nos vayamos, antes podremos volver.
Con la ayuda de Connie logró arrancar a Emma de Dylan y la metió en el asiento de atrás, donde aplastó la cara contra la ventanilla mientras gritaba:
—¡No quiero irme!
Jeremy, a regañadientes, acompañó hasta el coche a Kyra, que también gritaba.
—¿Tú y yo necesitamos una palanca? —le preguntó Jamie a Connie.
—Sí, una psicológica. —Ella le dedicó una sonrisa desafiante—. ¿Has visto como no lloro?
—Sí, ya lo veo.
—No necesito hacerlo. Mis conductos lacrimales ya están limpios del todo.
Jamie le dio un abrazo y un beso rápidos.
—Volveré.
—No volverás, y lo sabes. Nunca más volveré a verte.
—No digas eso.
—Lo siento, es lo que pienso.
Jamie se metió en el coche y bajó la ventanilla.
—¿Sabes qué? —dijo—. Te equivocas.