29

La hacienda de Ed Villa se encontraba a unos ocho kilómetros de la granja de los Edison. Su padre y su abuelo se habían dedicado al cultivo de trigo, soja y tabaco, y el primero había querido que su hijo estudiara agricultura en la universidad, pero Villa había ido a la estatal de Pennsylvania y había orientado su carrera hacia temas empresariales. Nunca había tenido la menor intención de mancharse las manos con la tierra. Cuando su padre cayó fulminado en medio de un campo de soja un año antes de cumplir los cincuenta, Villa vendió parte de sus tierras de cultivo y empezó a comprar empresas locales. Tenía cabeza para los números y los negocios, y había labrado una fortuna —para los estándares de Dillingham y Clarkson—, sobre todo gracias a una serie de consultorios de urgencias —médicos en cubículos— en la parte occidental del estado.

El hombre era generoso a su manera, y cada vez que uno de sus hijos se casaba, le construía una casa en sus tierras, de forma que la finca se había convertido en una especie de pueblo pequeño.

Villa abominaba del sistema de gobierno y abogaba por la autosuficiencia. En las reuniones de la iglesia siempre peroraba sobre la necesidad de protegerse a uno mismo y a los suyos si el mundo se iba al garete.

—Cuando las cosas se ponen feas, tienes que arreglártelas por ti mismo —decía—. El Gobierno no va ayudarte. Lo único que hacen los gobiernos es chuparte la sangre.

Edison se acordaba de que, en una cena comunitaria, le había preguntado a Villa:

—Dime, Ed, ¿a qué vienen todos esos preparativos para la supervivencia? ¿Qué tipo de desastres crees que van a ocurrir?

—Bueno, no soy adivino —había respondido—, pero pueden producirse colapsos financieros de todo tipo, erupciones solares que inutilicen los dispositivos electrónicos, enfermedades extrañas, invasiones extranjeras, asteroides… Al final ocurrirá uno u otro.

A Edison le fastidiaba que ese imbécil hubiera tenido razón.

La noche antes del asalto, Edison se reunió con Joe y Mickey.

—¿Qué posibilidades hay de que Ed y su gente se hayan infectado? —les preguntó.

—Yo diría que pocas —respondió Joe—. En cuanto tuvo noticias del virus, debió de cerrar el lugar a cal y canto para que no entrara ni saliera nadie. He pasado el tiempo suficiente con el capullo de Billy para saber lo que le ronda a su padre por la cabeza.

—Estoy de acuerdo —dijo Mickey, dando un trago a su cerveza—. Yo a veces iba por ahí con Davy Villa, y así es como piensa su viejo. Seguro que allá arriba en la colina están más sanos que una manzana.

—Pues, si están sanos, serán muy peligrosos —comentó Joe.

—Bueno, no pasa nada —repuso Edison—. Tenemos un caballo de Troya.

La educación clásica de Mickey dejaba mucho que desear, así que no tenía ni idea de lo que estaba hablando Edison.

—Ya sabes, tío —le explicó Joe—, nuestro caballo mide unos doce metros de largo y consume más de cincuenta litros cada cien kilómetros.

—¿Eh? —soltó Mickey.

—Chaval, tú eres un poco cortito, ¿no? —le dijo Edison—. Estoy hablando del autobús del pastor Snider.

Edison subió las escaleras iluminándose con la lámpara de queroseno. Tenía a Gretchen Mellon encerrada en el dormitorio principal para evitar que se escapara e intentara hacer cualquier jugarreta o algo peor. Cuando entró en el cuarto, la mujer estaba sentada en uno de los colchones del suelo con una pequeña lámpara de pilas a su lado. Tenía a Cassie en el regazo y, al verlo entrar, dejó de cepillar el pelo de la pequeña y le dirigió una mirada llena de odio. Edison ya no dejaba que Brittany durmiera con Cassie ni siquiera cuando él estaba en la habitación porque, en cuestión de segundos, podía pasar cualquier cosa: a Cassie podía entrarle hambre en mitad de la noche, o enfadarse por algo, y tal vez él no se despertara a tiempo para detenerla. Brittany cogió un buen berrinche cuando Edison se llevó a Cassie para que durmiera con su madre, pero él le dijo que era hora de guardar los juguetes.

—¿Cassie es mi juguete?

—Claro, es como una de tus muñecas, solo que está viva.

Delia Edison ocupaba el lugar de honor en el dormitorio: la cama de matrimonio.

Ninguna de las mujeres se había acostado todavía.

—¿Qué quieres? —le preguntó Gretchen.

—No te me pongas borde, ¿vale? Solo he venido a comprobar cómo está todo.

—Aún no me has dejado ver a Alyssa ni a Ryan. ¿Eso por qué?

Mientras hablaban, Joe estaba con Alyssa Mellon en el autobús del pastor Snider y Edison imaginaba que pasaría buena parte de la noche con ella. Ryan estaba encerrado en el granero con los chicos Snider. Les habían dado bien de comer, así que seguramente seguirían todos de una pieza.

—Están bien. No te preocupes por ellos.

—¿Podré verlos mañana?

—Eso depende.

—¿De qué?

—De si has hecho progresos con tus clases. Muéstrame qué han aprendido.

Gretchen se levantó, subiéndose el cuello del largo camisón casi hasta la barbilla.

—Pregúntale a tu mujer cómo se llama.

Edison sostuvo la lámpara en alto para que su esposa le viera la cara.

—Cariño, ¿cómo te llamas?

—Delia.

—Dilo todo, Delia —la animó Gretchen.

Ella la miró sin comprender.

—Di: «Me… Me…».

El rostro de Delia se iluminó.

—Me llamo Delia.

—¡Bien! —exclamó Edison, y se inclinó hacia su mujer para darle un beso.

Ella se echó hacia atrás.

—¿Por qué ha hecho eso?

—Puedo enseñarle cómo se llama, pero no que recuerde quién eres tú para ella. Eso no puedo enseñárselo.

—¿Y los chicos también saben su nombre?

—Sí. Ve a su cuarto a comprobarlo.

—Es un buen comienzo —dijo él—. A partir de mañana, quiero que les enseñes que yo soy su padre, que son unos Edison y que viven en una granja. Y enséñales más palabras. Quiero poder hablar con ellos y que ellos me respondan. Ponte las pilas, Gretchen, y te dejaré ver a tus otros hijos.

Edison bajó a la cocina y cogió una bolsa de galletitas con trocitos de chocolate. Luego se encaminó a su despacho y metió la llave en el candado que había atornillado al marco de la puerta. Trish Mellon estaba tumbada en el sofá cama, desnuda, tal como él la había dejado. Edison puso la lámpara sobre la mesa, que proyectó un agradable resplandor amarillento sobre las suaves carnes de la joven veinteañera. Trish no sabía quién era. No sabía que había estado casada con alguien llamado Craig ni que ahora estaba muerto. Ni siquiera sabía qué significaba estar muerto. Tan solo sabía que tenía hambre y que en esa bolsa había unas cosas deliciosas llamadas galletas. Y también sabía cómo conseguirlas, porque Edison se lo había enseñado.

Blair Edison abrió la bolsa y se bajó la bragueta.

Amaneció una mañana fresca, de sol intenso y cegador. Edison se levantó temprano para dar de comer al ganado, y después a los chicos en el granero. Le sorprendió descubrir que tanto animales como humanos se comportaban de un modo muy parecido. Todos reaccionaban al ver y oír la comida; todos respondían ante una voz tranquilizadora. Comprobó el generador del cobertizo de secado de carne. El depósito estaba a tres octavos de su capacidad, así que necesitaría más gasóleo. Si conseguía suficiente, podría pensar en suministrar electricidad a la casa principal, pero ya se ocuparía de eso más adelante. La carne que había colgado estaba ya bastante curada. Las frías temperaturas otoñales la conservarían de forma natural y podrían comérsela antes de que le diera tiempo a pudrirse, de modo que decidió apagar el generador. De vuelta a la casa, pasó junto a la tienda de Mickey y lo llamó. Cuando la cremallera se abrió, Edison echó un vistazo al interior y vio a Jo Ellen Snider durmiendo en un saco.

—Prepárate —le ordenó a un soñoliento Mickey—. Dale de comer y llévala a la casa. Puedes encerrarla en la bodega del sótano.

—Sí, señor Edison —contestó el muchacho—. Eso está hecho.

Su siguiente parada fue el autobús. Aporreó la puerta hasta que por fin apareció Joe, sin camiseta y con un pantalón de chándal caído por debajo de la cintura.

—Todo lo bueno se acaba —dijo Edison—. Dale de comer a esa como se llame y enciérrala en mi despacho con su cuñada.

—Se llama Alyssa.

—¿Aún no te has cansado de ella?

—Todavía le quedan unos cuantos viajes —replicó Joe con una sonrisilla.

—Muy bien. Yo prepararé el autobús. Tú ve a comprobar que tu madre y los chicos están bien. Y que Gretchen Mellon no se entere por nada del mundo de que te estás tirando a su hija. Necesitamos que cuide bien de los nuestros.

Edison detuvo el autobús del pastor Snider ante las verjas de hierro que bloqueaban el acceso a la finca de Ed Villa. En uno de los postes laterales había una cámara y un altavoz, orientados hacia el lado del conductor. El vehículo estaba encarado hacia el este y el bajo sol matinal se reflejaba en el parabrisas, impidiendo ver el interior. Edison había contado con eso.

Joe estaba acuclillado junto al asiento del conductor.

—¿Crees que la cámara funcionará con el generador?

—Pronto lo averiguaremos —dijo Edison.

Unos segundos después obtuvieron la respuesta.

El altavoz crepitó.

—¿Es usted, pastor Snider?

—Bingo —susurró Edison—. Rápido, hagamos el cambio.

Habían colgado al pastor Snider en el cobertizo de secado con las demás carcasas. Totalmente desangrado, ya no era más que una pieza blanquecina de carne. Su cuerpo estaba totalmente agujereado tras las prácticas de tiro, pero la cabeza aún se conservaba bastante bien. Sentado en el asiento del conductor tipo butaca, tenía pinta de estar vivito y coleando.

Edison bajó la ventanilla tintada hasta la mitad.

—Sí, soy yo, Ed. ¿Me dejas entrar?

Se imaginó a Villa allá arriba en su cocina o donde fuera, con los ojos entornados mirando el pequeño monitor y con su cara convertida en un signo de interrogación.

—¿En qué puedo ayudarlo, pastor?

Edison trató de suavizar la voz, cuyo deje era más nasal que el de Snider.

—Ed, tengo a toda mi familia aquí conmigo. Ninguno de nosotros está enfermo. Hemos tenido mucho cuidado. ¿Vosotros estáis bien?

—Estamos todos bien. También hemos sido muy cuidadosos.

—Muy bien hecho. Escucha, Ed, nos vamos del pueblo para estar con mi hermana.

—¿La de Ohio? —preguntó Villa.

—La misma. Pero antes quería hablar contigo sobre un asunto de suma importancia para la iglesia.

Edison sabía que Villa se tomaba muy en serio su papel de presbítero.

—Pues no sé, pastor. Nos hemos aislado por completo aquí arriba.

—Solo serán unos minutos. Y te aseguro que ninguno de nosotros está enfermo.

Edison y Joe intercambiaban miradas a medida que los segundos pasaban. Entonces se oyó un zumbido y las verjas se abrieron.

La casa de estilo colonial de Ed Villa se alzaba en lo alto de una colina. De un blanco resplandeciente, con las puertas y los postigos de un verde intenso, era sin duda la hacienda más hermosa que Edison había visto en su vida. En uno de los prados de abajo, Joe divisó otras dos casas más pequeñas con idéntico patrón cromático. Incluso habían pintado los graneros y cobertizos con los mismos colores. Aquí y allá había aparcadas camionetas último modelo, y a lo lejos se veía un gran tractor con segadora International Harvester.

Edison dejó escapar un silbido.

—Ese cabrón tiene más dinero que Dios —comentó Joe.

Edison enfiló el amplio camino de entrada circular y estacionó el autobús de forma que el costado derecho del vehículo quedara encarado con la puerta principal de la casa.

—Comienza el espectáculo —dijo Joe, incorporándose y girándose hacia la parte de atrás del autobús.

Los cuatro chicos Snider y Ryan Mellon estaban sentados tranquilamente mirando por las ventanillas tintadas. Menos uno, todos estaban provistos de rifles. Mickey se encontraba al fondo, controlando la retaguardia.

Edison también se levantó y, esbozando una afable sonrisa, fue señalando a sus milicianos.

—Vosotros, todos vosotros, sois buenos chicos. Padre os quiere. Ahí fuera hay hombres malos. Y padre quiere que matéis a los hombres malos. —Alzó su rifle y exclamó—: ¡Bang! Matad a los hombres malos. —Posó una mano en el hombro del Snider más joven, el muchacho de dieciséis años que no iba armado—. Hijo, quiero que vayas hasta la puerta y hagas esto —le pidió, golpeando con los nudillos en un lateral del vehículo.

Acto seguido, le ordenó que bajara del autobús y alineó a los demás para que estuvieran preparados para entrar en acción. El chico llegó junto a la puerta principal, pero, una vez plantado delante, se quedó paralizado como un soldado de plomo.

—Llama, pequeño cabrón —susurró Edison.

No tuvo que hacerlo.

Villa debía de tener también una cámara allí, porque enseguida abrió la puerta, cubierto con una mascarilla.

—Hola, Evan, ¿dónde está tu padre?

En ese momento, Mickey y Joe ordenaron a los muchachos que bajaran del autobús, incitándolos a matar a los hombres malos.

Jacob Snider fue el primero en disparar, seguido al momento por los otros. Villa cayó abatido, pero las balas también alcanzaron al joven Evan, que estaba en la línea de fuego. Edison, Joe y Mickey salieron en tromba del autobús armados con escopetas y condujeron a sus milicianos al interior. Allí encontraron al resto de los Villa, que se habían reunido en la cocina de la casa principal para disfrutar de un desayuno en familia.

Hombres, mujeres y niños cayeron fulminados bajo una lluvia de plomo. Solo dos de los hijos mayores lograron desenfundar sus armas, pero fueron abatidos antes de que pudieran siquiera apuntar. La pequeña milicia manejaba el cerrojo de sus rifles con gestos automáticos y certeros. Edison y Joe se encargaron de asestar los tiros de gracia, y cuando todo acabó y Joe declaró que todos los Villa habían sido eliminados, Edison se acercó a Evan Snider, que jadeaba desesperadamente en busca de aire. Se arrodilló junto al muchacho y le dio un beso en la mejilla.

—Eres un buen chico. Padre te quiere.

Luego le descerrajó un tiro en la sien.

La cocina olía a beicon, huevos y pólvora. El desayuno se amontonaba en bandejas, todavía sin servir en los platos.

Edison ordenó a Mickey que apartara a los muertos de la mesa.

—¿Por qué han tenido que matar también a los niños? —preguntó, tratando de no mirar los pequeños cuerpos ensangrentados.

—Supongo que para ellos todos eran hombres malos —dijo Edison—. Habríamos necesitado mucho más tiempo para enseñarles a distinguirlos.

Los milicianos se acercaron a la mesa, donde los huevos, el beicon y las gachas se mezclaban con la sangre y las vísceras. Salivaban como perros hambrientos.

Edison se interpuso entre sus muchachos y la comida para dirigirse a ellos.

—¡Sois todos unos buenos chicos! ¡Habéis matado a los hombres malos y padre os quiere! ¿Y sabéis quién más os ama? ¡Jesucristo! Él está en el cielo y también os ama. Voy a enseñaros quién es Jesucristo para que podáis honrarlo. Pero, ahora mismo, padre sabe muy bien qué queréis. ¡Adelante, a comer! ¡Devorad toda esta comida! ¡Os la habéis ganado!