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El convoy de vehículos militares se abrió paso entre la muchedumbre y entró en los terrenos de la Casa Blanca por la puerta noroeste, detrás del edificio de la Oficina Ejecutiva Eisenhower. La oficial al mando de lo que quedaba del tercer regimiento de infantería del Ejército de Estados Unidos en la base conjunta de Myer-Henderson Hall en Arlington, Virginia, recibió al teniente Walker cuando este salió de su Humvee en el jardín Sur, cuyo césped estaba cubierto de rodadas.

El saludo de la coronel Amelia Willey se convirtió en un dedo señalador cuando vio apearse a Jamie y las niñas. En cumplimiento de las órdenes previas de Walker, los tres llevaban mascarilla, al igual que todos los soldados del jardín.

—¿Qué coño hace trayendo a civiles a un recinto seguro, teniente?

—Este hombre afirma que tiene una cura. Estas son sus hijas.

—¿Es del NIH? —preguntó Willey a Jamie.

—No, de Boston —respondió Jamie—. Estaba en el NIH buscando unos materiales biológicos esenciales. Resulta que lo que necesito está en Fort Detrick. ¿Pueden proporcionarme una escolta?

La coronel señaló con una mano al gentío vociferante que había al otro lado de la valla.

—Mi misión consiste en mantener a los lobos alejados de las gallinas. Tendrá que hablar con alguien de dentro.

Por lo visto, la idea que tenía la coronel de hablar con alguien de dentro consistía en llevar a Jamie derecho al Ala Oeste, donde puso al corriente a los dos agentes del servicio secreto que montaban guardia ante el Despacho Oval.

Uno de los agentes lo miró con cara de pocos amigos por encima de su mascarilla y entró en el despacho. Apenas un minuto después, volvió y le ordenó al otro agente que los cachease, y las chicas se echaron a reír ante lo que tomaron por una sesión de cosquillas.

—El presidente los recibirá ahora —gruñó el agente con más autoridad.

Las circunstancias habían despojado a Jamie de cualquier sentido de vanidad que, en otras condiciones, hubiese asociado con una visita al Despacho Oval.

Oliver Perkins, presidente de Estados Unidos desde hacía nada más y nada menos que un mes, no se encontraba detrás del enorme escritorio Resolute. El presidente, delgado y de hombros estrechos, estaba sentado en un sillón sin zapatos y, en una muestra de lasitud, no se había molestado en calzarse para la ocasión. Tampoco se había molestado en ponerse mascarilla. Había pasado toda su vida política como congresista de la rural Illinois y, tras hacer carrera engatusando a propios y extraños hasta alcanzar el puesto de presidente de la Cámara de Representantes, jamás había esperado ni deseado verse en la posición que ocupaba en esos momentos.

Más allá de votar y de leer el periódico, Jamie no era un animal político. Su paternidad en solitario y el trabajo habían consumido todo su tiempo. Sabía quién era Perkins, por supuesto, pero no tenía ni idea de quién era la mujer que estaba sentada delante de él. Se preguntó si sería la primera dama. Era distinguida y tenía sesenta y tantos años, una franja de edad apropiada para ser la esposa de Perkins. Ella tampoco llevaba mascarilla. Tenía una novela en el regazo, que cerró de golpe después de marcar el punto con un trozo de papel.

—Doctor Abbott, bienvenido a Washington —saludó Perkins—. No me han contado gran cosa, pero imagino que está embarcado en una especie de misión.

—Gracias, señor presidente. Es un honor.

—¿Y quiénes son estas señoritas?

—Mis hijas, Emma y Kyra. Bueno, verá, las dos están infectadas.

—Encantado de conocerlos, a todos ustedes —añadió Perkins—. Por qué no se quitan la mascarilla para que veamos qué aspecto tienen. Las precauciones parecen absurdas a estas alturas. La vicepresidenta y yo hemos estado en contacto con muchas personas que han enfermado y, aun así, no hemos sucumbido. Imagino que no vamos a contagiarnos.

—Yo también soy inmune —aseguró Jamie quitándose la mascarilla—, al igual que más o menos una quinta parte de la población.

Perkins les presentó a la mujer como Gloria Morningside, anterior secretaria de Agricultura. Cuando la cara de las niñas quedó a la vista, la vicepresidenta comentó lo guapas que eran y que se notaba el parecido con su padre. Jamie optó por no sacarla de su engaño, aunque estaba seguro de que Kyra no se le parecía en nada.

—¿Puedo preguntar por su madre? —dijo Morningside.

—Mi esposa falleció hace años.

—Lo siento. ¿Tenéis hambre, guapas? —preguntó la vicepresidenta—. ¿Me entienden?

—¿Galletas? —dijo Emma.

—Ya veo que sí —comentó riendo—. Pues resulta que sí tenemos galletas.

Había una caja de Oreo en un aparador, así que, al cabo de un momento, las niñas las estaban devorando alegremente.

Perkins sirvió a Jamie un café y le pidió que se sentara con ellos en los sofás enfrentados del centro del augusto despacho.

—¿De dónde es, doctor Abbott? —preguntó el presidente.

—De Boston. Trabajo, o trabajaba, en el Hospital General de Massachusetts.

—¿Es médico?

—Sí, señor. Neurólogo.

—Mi padre era médico de cabecera en un pueblecito de Illinois del que no habrá oído hablar nunca.

—Mi tío asistía en partos —añadió Morningside con aire soñador.

—Entiendo que cree tener posibilidades de encontrar una cura —dijo Perkins—. Pónganos al día.

Jamie habló durante media hora o más. La única interrupción se produjo cuando el mayor de los dos hombres del servicio secreto entró, hizo un comentario reprobatorio al ver que los visitantes no llevaban mascarilla y entregó a Perkins una nota.

—Prosiga, doctor Abbott —dijo Perkins cuando se fue—. Si el agente Mitchell alguna vez tuvo sentido del humor, ahora ha desaparecido por completo.

Cuando Jamie terminó, el presidente le hizo una pregunta.

—¿De verdad cree que su sistema puede funcionar?

—Creo que hay una posibilidad. A mi modo de ver, sería criminal no intentarlo.

Perkins asintió solemne.

—Le diré lo que pienso. Usted y sus hijas han pasado un calvario al servicio de la humanidad. No hay otro modo de describir su aventura. Es un ejemplo de nobleza y servicio. Lo mismo digo de su colega de Indianápolis, la doctora Alexander, que en paz descanse. ¿Estás de acuerdo, Gloria?

—Totalmente —respondió Morningside.

Perkins se levantó del sofá apoyando las manos.

—Le ayudaremos, por supuesto. Obtendrá una escolta militar hasta Detrick y una carta de mi puño y letra para el comandante de la base. Partirá a primera hora de la mañana. Hasta entonces, les invito a cenar. Esta es una casa grande. Usted y sus encantadoras hijas pueden escoger dónde dormir esta noche.

—Supongo que no puedo elegir el dormitorio Lincoln —dijo Jamie, medio en broma.

Perkins dio una fuerte palmada y sonrió.

—El dormitorio Lincoln, dicho y hecho.

Milagrosamente, la Casa Blanca parecía disponer de abundante agua caliente. Jamie se puso en remojo en la bañera del dormitorio Lincoln hasta que se le quedaron las yemas de los dedos como pasas. Después fue a ver a las niñas, que estaban instaladas al otro lado del pasillo en la segunda planta de la residencia, en el dormitorio de la Reina. Habían disfrutado de sus respectivos baños calientes y estaban repantigadas bajo el dosel de una cama enorme, en una sala que parecía una bombonera rosa. Al volver a su cuarto, Jamie estudió la copia del discurso de Gettysburg que había sobre la mesa y, acto seguido, él también se desplomó en el descomunal lecho de palisandro. Bajo la adusta mirada de Abe Lincoln en óleo sobre lienzo, se durmió hasta que lo despertó para cenar el único miembro del servicio que quedaba en el edificio.

Habían servido la cena en la planta baja de la residencia, en el Salón Azul. Una mesa en el centro del óvalo estaba puesta para cinco comensales e iluminada por las bombillas atenuadas de la gigantesca lámpara de araña. Perkins alabó a la cocinera, una mujer fornida que hacía las veces de camarera.

—Amy ha preparado este banquete sin ayuda —dijo—. Está sola en la cocina, ¿no es así, Amy?

—Sí, señor, así es.

—Cuéntale al doctor Abbott a cuántos presidentes has servido.

—A cinco. Bueno, seis contándole a usted.

—Yo soy el del asterisco al lado del nombre —señaló Perkins con una risilla.

—Si tú tienes un asterisco, ¿qué tengo yo? —preguntó Morningside, que se bebía el vino a tragos.

Perkins no le hizo caso y siguió hablando.

—Amy nos inspira a todos con su servicio.

La mujer se encogió de hombros.

—No tengo ningún otro sitio adonde ir ni gente que me espere. Bien, ¿quién quiere más pollo?

—La Casa Blanca está bajo mínimos de personal —comentó Perkins al cabo de un rato—. Solo nos queda un puñado de asesores leales y unos cuantos muchachos del servicio secreto. Para ser franco, tampoco hay mucho que hacer. Tenemos electricidad de sobra gracias a nuestros generadores de reserva. Sin embargo, aparte de los militares desplegados aquí y de algunas unidades del Pentágono con las que se puede contactar por radio, no hay nadie con quien comunicarse y nos llega muy poca información de fuera de Washington. Por eso la crónica de su travesía por el país ha sido tan esclarecedora. A decir verdad, el presidente Lincoln tenía muchísima más información que yo sobre el estado del país durante la Guerra Civil.

»Este es un gobierno federal solo sobre el papel. Un Congreso menguado ha suspendido las sesiones hasta nuevo aviso, no hay un poder judicial operativo y el ejecutivo lo tiene usted delante. Al principio de la epidemia, cuando el presidente y el vicepresidente quedaron incapacitados y se me tomó juramento de acuerdo con la Vigesimoquinta Enmienda, pensé que el trabajo conllevaría una dificultad inmensa, pero no tenía ni idea de que básicamente carecería de sentido.

—No carece de sentido, Oliver —repuso Morningside.

Perkins sonrió y señaló al otro lado de la mesa.

—Esta mujer es mi fuerza. Mi esposa estaba en Illinois con nuestros hijos y nietos cuando cayeron las líneas de comunicación y perdí el contacto. El marido de Gloria… En fin…

—Ya no está —fue lo único que añadió ella.

—Gloria es la única miembro del gabinete en paradero conocido que no se contagió. La nombré vicepresidenta y así tenemos un plan de sucesión si yo caigo. A falta de ratificación del Congreso, técnicamente no es válido, pero bueno, qué le voy a hacer. No la cambiaría por nadie para estar en la brecha. Entramos a la vez en el Congreso, ¿sabe?

Morningside se levantó para coger otra botella de vino del aparador. Al ponerse en pie se tambaleó un poco. La cocinera entró en acción de inmediato y le dijo que ya se la llevaba ella.

—Los dos veníamos de distritos agrícolas —dijo Morningside—, los dos éramos jóvenes abogados y los dos éramos como ciervos ante los faros de un coche en todo lo referente a Washington. Creo que yo le hacía tilín.

—Bueno, quizá un poco —reconoció Perkins.

—Quizá un montón —replicó ella.

Jamie sonrió mientras escuchaba su jocosa conversación. Él era el público de aquel pequeño entremés doméstico que se representaba en un ornamentado teatro azul de la casa más ilustre de Estados Unidos. Se preguntó a quién tendría que contárselo algún día.

Oyeron un disparo aislado, atenuado por el grueso cristal y las cortinas echadas.

—Vaya, vaya —dijo Morningside—. Eso ha sonado cerca.

—El sonido de los disparos se ha vuelto cotidiano —señaló Perkins.

Morningside estiró el brazo, encontró la muñeca de Jamie y lo pilló totalmente desprevenido:

—Dígame que su vacuna funcionará.

Él le contestó lo que quería oír.

—Creo que sí.

La vicepresidenta se dispuso a añadir algo, pero la interrumpió una ráfaga cercana de disparos con fusil automático.

Los dos agentes del servicio secreto a los que Jamie había visto ante el Despacho Oval entraron y comprobaron que las cortinas no dejaran pasar la más mínima luz.

—¿Nuestro o suyo? —preguntó Perkins.

—Suyo —contestó el agente mayor, que a continuación respondió a una transmisión que le llegaba por el auricular—. Entendido.

»Los centinelas del jardín Norte creen que alguien ha disparado contra las ventanas de la tercera planta. El oficial al mando solicita permiso para responder con unos disparos de advertencia.

—¡Que apunten alto! —exclamó Perkins—. No quiero derramamiento de sangre.

Sonó una ráfaga de ametralladora ligera desde la azotea de la Casa Blanca y volvió la paz.

—Pobres infelices —comentó Perkins—. Llegan aquí desde todos los rincones porque esta casa es un faro de esperanza. No tienen electricidad y dentro ven luz. No tienen comida e imaginan que aquí la hay de sobra.

—Deberíamos alimentarlos en la medida de nuestras posibilidades —dijo Morningside.

—Esto ya lo hemos hablado ad nauseam, Gloria —replicó Perkins, quien trataba de mantener a raya su genio—. Tenemos que usar nuestras reservas para abastecer a las tropas. Ahora que han llegado refuerzos de Bethesda, aún tenemos más bocas que alimentar. Es nuestro deber defender el poder ejecutivo. —La cólera se impuso y Perkins dio un puñetazo en la mesa—. ¡No pienso dejar que una turba armada invada esta casa!

Las niñas soltaron los huesos de pollo que estaban royendo y, al notar la sacudida, miraron a Jamie en busca de orientación.

—Mira, las has asustado —dijo Morningside.

—¿Queréis comer algo más, niñas? —preguntó Perkins, desentendiéndose de la vicepresidenta con un gesto desdeñoso de la mano.

—Yo quiero galletas —contestó Kyra.

—¡Yo también! —añadió Emma.

—Amy —dijo Perkins—, echa mano de mi reserva privada para estas dos jóvenes votantes.

En el sueño de Jamie, Mandy estaba sentada en un prado lleno de flores, con el mismo aspecto que tenía en el cuadro de Rosenberg. Ella se volvía hacia él, que intuía que iba a contarle algo de suma importancia, quizá algo sobre la cura en la que habían trabajado. Pero lo único que salió de su boca fue un ruido fuerte, como si alguien aporreara una puerta.

La luz se encendió y Jamie vio que el más joven de los agentes del servicio secreto estaba en el dormitorio. Cuando despertó, oyó un tiroteo sostenido en los terrenos.

—Póngase en marcha —ordenó el agente con una mezcla de calma y urgencia—. Evacuamos. Se ha producido un ataque coordinado desde todos los lados. Hay grupos de civiles entrando en tropel por las puertas. Llevan armamento pesado. El ejército no podrá defender la línea.

Jamie se vistió deprisa y corriendo, agarró la única bolsa que llevaba para los tres, más la mochila con los cuadernos de Mandy, y corrió al dormitorio de las niñas. Mientras ellas se vestían, metió sus pijamas dentro del retrato enrollado de Mandy con el que había soñado.

El presidente y la vicepresidenta esperaban cerca del Salón Azul, junto a las puertas del pórtico sur.

Jamie hizo avanzar a las niñas por el pasillo y llamó a Perkins para preguntarle adonde iban. El presidente parecía asustado.

—Nosotros cinco y nuestra escolta del servicio secreto subiremos al Marine One —contestó—. El resto del personal evacuará por carretera con el ejército, que asegura que puede abrirse paso por la fuerza. No quiero marcharme, pero me dicen que no tenemos elección. Por lo visto, la casa del pueblo está a punto de ser invadida por el maldito pueblo. Nos reuniremos todos en Fort Detrick. Me temo que tendremos que sostenerle la mano mientras intenta curar esta desgracia.

Cuando el enorme helicóptero verde despegó y se elevó hacia la noche a gran velocidad, Jamie sostuvo la mano de Emma y de Kyra y estiró el cinturón de seguridad para atisbar por un instante, a la luz de la luna, un río de gente que se abalanzaba hacia el majestuoso edificio blanco.