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Su amistad se remontaba a los tiempos de la escuela, un par de bichos raros que al principio se habían aliado para protegerse mutuamente contra los abusones, pero que habían seguido siendo amigos después del instituto porque tampoco tenían a nadie más. Uno era blanco, el otro negro. Uno era gordo, el otro flaco. Uno era charlatán y gallito, el otro lacónico y terriblemente reservado.

Boris era el blanco gordo y arrogante. Shaun era el negro flacucho y tímido. Iban siempre juntos a todas partes. Compartían una casucha cochambrosa de dos cuartos en la zona este de Indianápolis, y cometían pequeñas fechorías para poder pagar el alquiler y comprar algo de hierba. La gente los apodaba despectivamente los BoShaun o los Siameses. Ellos preferían el primer mote.

Cuando estalló la epidemia se refugiaron en el interior del apartamento, y no se aventuraron a salir hasta que se comieron el último copo de cereales y se bebieron la última gota de leche que quedaba en la casa. De todas maneras, Boris tenía auténtica fobia a los gérmenes, lo cual resultaba muy sorprendente dada la cantidad de hongos y mugre que se acumulaba en el lavabo y la cocina, y Shaun habría sido el tipo más feliz del mundo si no hubiera tenido que salir nunca más de casa. Con la televisión, su Xbox y un servicio de pizza a domicilio tenía más que suficiente. Cuando por fin se decidieron a salir y se montaron en las bicis que habían robado una noche en el campus de la Universidad de Indiana-Universidad Purdue, situada en el centro de la ciudad, Boris envolvió la cara de ambos con tantas capas de tela que Shaun casi se desmaya.

—Joder, vaya mierda —se quejó—. No puedo respirar, tío.

—¿Quieres que el cerebro se te ponga como un queso suizo? —lo reprendió Boris.

—No especialmente.

—Entonces mantén cubierto tu aparato respiratorio.

Boris tenía un curioso dominio del lenguaje.

Para él, la manera más segura de cometer pillajes estaba más que clara: necesitaban mejores aparatos, así que el dúo se convirtió en la primera avanzadilla de saqueadores de la tienda de excedentes del ejército Speedway. Cuando el ladrillo que lanzó Boris impactó contra el gran escaparate y se disparó la alarma, Shaun se puso muy nervioso y corrió a esconderse al otro lado de la calle. Pero cuando cayó en la cuenta de que la policía no iba a presentarse, fue a buscar a su amigo al interior de la tienda para ver lo que estaba haciendo.

Boris apareció desde detrás de una vitrina, con su rollizo rostro enfundado en algo grotesco.

—Joder, tío —dijo Shaun—. No me pegues estos sustos.

La máscara de goma color verde moco le cubría toda la cara, con unas grandes lentes ovales sobre los ojos y un disco de filtro con rosca a la altura del morro. Parecía el insecto de Kafka.

La careta amortiguó la profunda voz de Boris.

—Es de Israel. En la etiqueta pone que es NBQ. Eso significa que protege contra riesgos nucleares, biológicos y químicos.

—¿Y de qué tipo es el virus del queso suizo?

—Te daré una pista: no es nuclear ni químico. Toma, ponte esta.

Shaun desgarró la bolsa de plástico. Se ajustó las correas de la máscara y le preguntó a su amigo cómo le quedaba.

—Si nos invade una raza de bichos alienígenas gigantes, por fin podrás tirarte a alguien.

Pero Shaun ya se había alejado en dirección a otra vitrina en la que se exponían cuchillos, bayonetas y machetes. Estaba cerrada, así que agarró un pico de un estante cercano. Como tenía los ojos protegidos, cortesía de los israelíes, destrozó el cristal con impunidad y se guardó en los bolsillos un par de cuchillos de supervivencia del cuerpo de marines. Luego cogió un machete de unos sesenta centímetros del ejército colombiano y lo blandió ante su amigo para que lo admirara.

—¡Ualaaa! —exclamó Boris—. Dame otro para mí.

La alarma había atraído a una pequeña multitud de vecinos del barrio, y unos cuantos jóvenes entraron a través del escaparate hecho añicos; ninguno llevaba cubiertas la boca ni la nariz.

—Menos mal que tenemos estas máscaras antigás tan guapas, ¿eh, tío? —le dijo Boris a su amigo—. Un par de compras más y nos largamos de aquí.

Pillaron un par de chalecos antipuñaladas del ejército croata en color verde camuflaje —talla mediana para Shaun, XXXL para Boris—, unos prismáticos y un dispositivo de visión nocturna carísimo que se agenciaron de otra vitrina destrozada.

—Eh, Shaun, paga a la señorita —dijo Boris al salir.

—¿Qué señorita, tío?

Una vez en la acera, Boris alzó su machete y lanzó unos gritos de guerra a través de su careta con ojos de insecto. Pareció encantado al ver que los corrillos de gente retrocedían.

—Joder, tío —le dijo a Shaun—. Somos bárbaros. Somos invencibles. ¡Somos los reyes!

Cuando colapso la red eléctrica en Indianápolis, Mandy estaba en su casa haciendo los preparativos por si tenía que trasladarse al laboratorio. Se habían producido varias caídas de tensión breves, pero, conforme pasaban los minutos, más tenía la impresión de que ese apagón sería diferente. A la luz de una lámpara que funcionaba con pilas, empaquetó bolsas de comida, material de primeros auxilios, el contenido de su botiquín, prendas de ropa básica y todo lo que se le ocurrió que podría resultarle de utilidad. Ya había pasado más de una hora a oscuras cuando decidió que era el momento de marcharse, pero antes cogió la lámpara y fue a llamar a la puerta de su vecino.

—Y se hizo la luz… —dijo Rosenberg al abrir.

Mandy entró. En la mesa del comedor había velas encendidas y un plato con comida medio vacío.

—No quiero interrumpir.

—Tonterías. Si quieres te preparo algo. La cocina funciona con gas y puedo encender el fuego con una cerilla.

—Ya he comido, gracias. Solo he venido a decirte que me marcho.

—¡Ah! ¿Y adónde vas?

—A mi laboratorio, en el centro. Allí tienen un generador.

—No creo que este apagón dure mucho, ¿no?

—Tengo un mal presentimiento.

—Bueno, nada más lejos de mi intención que poner en duda la intuición de una dama, pero confío de veras en que te equivoques. No puedo ni imaginarme cómo nos las arreglaríamos sin todos nuestros lujos modernos. ¿Volverás cuando se restablezca el suministro?

—Quizá, no lo sé.

—Espero que sí. Soy consciente de que nos conocemos desde hace muy poco, pero disfruto mucho de tu compañía.

—Yo también disfruto de la tuya. Tal vez te gustaría venir conmigo, Stanley. Detesto la idea de que te quedes aquí solo y a oscuras.

—No estaré solo. Estaré con Camila. Me preocupa más el hecho de que tú estés sola.

Ella le aseguró que no sería durante mucho tiempo, y le contó que un colega suyo vendría desde Boston para trabajar con ella en una cura.

—Esa es una tarea muy importante, más importante que todo lo demás. Y yo no haría más que interferir. No, me quedaré aquí.

Mandy comprobó su móvil, pero no funcionaba. Le anotó su número por si se restablecía el servicio, y añadió la dirección del laboratorio.

—Ya sé dónde es. El médico de Camila estaba en el edificio de al lado.

—Bueno, será mejor que me vaya.

Rosenberg le preguntó si no se olvidaba de algo. Ella se quedó desconcertada durante un momento. Entonces el anciano tendió los brazos para abrazarla.

Mandy llegó a un aparcamiento tan desierto y a oscuras que intimidaba. Durante el trayecto se había fijado en que los generadores del hospital adyacente seguían funcionando, ya que los letreros y rótulos estaban encendidos. Tuvo que hacer varios viajes un tanto farragosos para llevar todas sus cosas al laboratorio, aunque era un alivio que en su edificio también estuviera activada la iluminación de emergencia. Aun así, una de las primeras cosas que hizo fue bajar a la sala de generadores y seguir las instrucciones para restringir el suministro eléctrico al circuito que alimentaba las neveras y congeladores. Luego se dedicó a organizar el laboratorio para que hiciera también de vivienda. Estaba acostumbrada a dormir en el sofá del despacho cuando tenía que interpretar la secuencia de un gen en plena noche, pero aquello era diferente. Organizó una de las mesas del laboratorio en varias secciones: una para la comida, otra para el material sanitario y otra para los libros que había traído consigo: unas cuantas novelas que quería leer desde hacía mucho tiempo. Convirtió el sofá en una acogedora cama con sábanas, un edredón y su almohada favorita, y se construyó un pequeño guardarropa colocando sus prendas sobre varias sillas. Por último, dejó los productos de aseo en el servicio de señoras que estaba al otro lado del pasillo.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, supo que aún no había vuelto la luz. La caldera seguía apagada y hacía un frío espantoso en el laboratorio: el termómetro, que funcionaba con pilas, marcaba poco más de diez grados. Desde las ventanas de la tercera planta vio a algunas personas cruzando el campus; no tenía ni idea de lo que hacían ni de adonde se dirigían, pero avanzaban con paso decidido. Entonces vio algo que la asustó. Dos hombres se encaminaron hacia uno de los edificios administrativos situados al otro lado del recinto hospitalario y trataron de abrir una puerta a patadas. No lo consiguieron y al final se marcharon, pero aquello despertó en Mandy cierta sensación de paranoia.

Pensó en Jamie, no en Derek, y eso hizo que se sintiera fatal. Miró la pantalla de su móvil para comprobar si por algún casual las torres de comunicación volvían a funcionar, pero el temido mensaje de fuera de servicio acabó con la más mínima esperanza. Estaba incomunicada. Lo único que podía hacer era esperar allí y rezar para que Jamie consiguiera llegar hasta ella.

Hizo algunos cálculos mentales. Suponiendo que el suministro en la Costa Este hubiera colapsado al mismo tiempo que en el Medio Oeste, Jamie se habría puesto en camino esa misma mañana. Tal vez necesitaría un día más para preparar todo lo necesario para el viaje. Unos mil seiscientos kilómetros a unos cien kilómetros por hora supondrían unas dieciséis horas de trayecto. Pongamos que fueran el doble debido a las imprevisibles condiciones de la carretera o por cualquier problema que pudiera surgir durante el camino. Eso significaba que, como muy pronto, llegaría dentro de dos días y medio.

Mandy tenía mucho que hacer para estar en situación de trabajar con las moléculas CREB de Jamie. Por sus últimas conversaciones, sabía que él aún no había obtenido la secuencia de las dos candidatas. Tendrían que secuenciar los péptidos y después utilizar un sintetizador de ADN para crear un gen capaz de producir las CREB, usando las máquinas enchufadas al circuito eléctrico de refrigeración. Ese gen podría ser insertado en su adenovirus, de modo que establecería las bases para una terapia génica que podría ser testada en pacientes. Si Jamie se mostraba de acuerdo, tenían a la primera paciente idónea para el ensayo: Emma. La cuestión era que disponía de dos días y medio para proceder a la descongelación de su virus a fin de manipularlo biológicamente con enzimas y plásmidos, con el objeto de poder insertarlo en un gen extraño en el preciso lugar donde se necesitaba.

Trabajó durante todo el día hasta muy tarde, sustentada solo por un par de sándwiches de queso. Por lo general era una criatura de hábitos nocturnos, pero la tensión de los últimos días había socavado su capacidad de aguante. A las ocho y media se acurrucó en el sofá y apagó la lámpara portátil.

Mientras esperaba a que la venciera el sueño, se preguntó si no estaría soñando. Una luz se movía por todo el despacho, surcando las paredes y el techo con destellos frenéticos. Cuando cayó en la cuenta de que aún tenía los ojos abiertos, se incorporó en el sofá y vio que el haz luminoso procedía del otro lado de las ventanas. Se acercó sigilosamente y se asomó. En el camino que conducía al aparcamiento, había alguien apuntando con una linterna hacia su edificio, en concreto a la tercera planta. La figura apenas se veía en la oscuridad, pero entonces enfocó la luz hacia su cara.

Era Stanley Rosenberg.

Mandy bajó corriendo los tres pisos y le abrió la puerta.

—¿Me has echado de menos? —preguntó él.

—No sabes cuánto.

—No había timbre y tampoco podía llamarte. Así que he improvisado.

—Anda, pasa.

—Tengo las bolsas en el coche.

—¿Has venido para quedarte? —preguntó ella, esperanzada.

—Si me aceptas… Creo que estamos hechos el uno para el otro, siempre que estés dispuesta a pasar por alto los cuarenta años de diferencia.

Después de trasladar todas sus pertenencias a la tercera planta, Rosenberg dispuso su vieja colchoneta de acampada junto a una de las paredes del laboratorio principal. Mandy le ofreció una taza de té. El único lujo eléctrico que se permitía era el microondas; estaba enchufado a una de las tomas de corriente del congelador. Sentados en taburetes frente a la mesa, los dos vecinos charlaron y rieron durante un rato, iluminados por la potente luz de la lámpara de pilas de Rosenberg.

Abajo, en el aparcamiento, cuatro ojos saltones de insecto miraban hacia arriba a través de sus máscaras antigás verdes.

—¿Crees que ahí tendrán electricidad? —preguntó Boris apoyando todo su peso en el manillar de la bicicleta.

—Algo tendrán —dijo Shaun.

—Ve a comprobar si la puerta está cerrada.

—¿Por qué yo?

—¿Porque estás más cerca?

—¿Cuánto, un metro o así?

—¿Quieres que lo haga yo? —dijo Boris, exasperado.

—No, ya voy yo.

Cuando Shaun volvió, le confirmó a su colega que, en efecto, la puerta estaba cerrada.

—Añadamos este sitio a nuestra lista de lugares vigilados —dijo Boris—. Mañana por la noche veremos si todavía tienen luz.

—No sabía que tuviéramos una lista de lugares vigilados.

—Pues ahora la tenemos.