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A Mandy no es que le apeteciera mucho, pero no podía negarse. Tampoco es que tuviera mucho más que hacer. Así que al final consintió en posar para Rosenberg, quien la hizo sentarse en un taburete colocado junto a una de las ventanas del laboratorio, la que, según él, estaba mejor iluminada por el suave fulgor vespertino.

El anciano había viajado bastante ligero de equipaje: para un artista, eso significaba renunciar al farragoso cargamento de óleos y pinceles, espátulas y disolventes, lienzos y caballetes, y sustituirlo por un simple juego de acuarelas y papel.

—Cuando me dispongo a retratar a alguien, siempre le hago la misma pregunta: ¿tú cómo te ves?

Mandy puso cara de perplejidad.

—Pensaba que ese era el trabajo del artista.

—Bueno, sí, y te pintaré tal como yo te veo, pero también quiero tener en cuenta tus propias percepciones.

Mandy se quedó pensativa un rato.

—Muy bien. Pues soy una persona seria, aunque creo que de eso ya te has dado cuenta. Me gustaría ser más frívola, pero no lo soy. Ante todo, soy una científica. Supongo que podrías poner equipamiento de laboratorio en el cuadro para reflejar eso. —El labio inferior le tembló antes de anunciar lo que estaba a punto de decir—. Fui una esposa. No la mejor de la historia, pero una esposa al fin y al cabo. Y creo que eso es todo. Esa soy yo.

—¿Puedo ser sincero contigo?

—Hemos enterrado juntos a nuestros cónyuges, Stanley. Creo que podemos ser sinceros el uno con el otro.

—Pienso que te infravaloras. Tú eres mucho más que eso. Yo veo a una joven apasionada que percibe y comprende los misterios de la vida de un modo asombroso. Veo a una amiga. Y créeme, soy demasiado mayor como para andar tirándote los tejos, pero también veo a una mujer sensual, capaz de amar, con una maravillosa y desconcertante mezcla de fuerza y fragilidad.

Mandy soltó una risilla.

—¿Te has olvidado las gafas en casa?

—Veo perfectamente, querida. Y ahora quédate muy quieta mientras te dibujo.

—Llevo un jersey gris. No me gustaría ser inmortalizada con esto puesto.

—Tengo imaginación de sobra para pintarte con otra vestimenta.

Al cabo de una hora o así, Mandy empezó a removerse en el taburete y él dejó que se relajara. Durante todo ese rato había estado pensando en Jamie, en cuánto faltaría para que llegara. Se preguntó cómo sería su reencuentro ahora que Derek ya no estaba. No pensaba lanzarse a sus brazos. Estaba de duelo y tenía que respetar la memoria de su marido. Se imaginó que Jamie lo entendería y la dejaría tranquila durante un tiempo. Ya arreglarían su situación más adelante. Formaba parte del proceso.

—¿Quieres un café? —preguntó ella.

—Eso siempre —respondió Rosenberg dejando el pincel.

Utilizar el microondas para calentar agua era un placer culpable. Mandy no sabía cuánta electricidad consumía, pero un minuto de más o de menos no representaría un descenso significativo en el depósito del generador de gasóleo. Mientras el café goteaba a través del filtro de papel y caía en un matraz, le preguntó a Rosenberg si podía echarle un vistazo al retrato.

—No soy uno de esos artistas estirados que no permite que nadie vea su obra sin acabar, pero la verdad es que aún no hay mucho que ver.

Lo que Mandy vio fue color. Mucho color.

El contorno de su cabeza y de su torso apenas era un boceto a lápiz, pero a su alrededor se extendían suaves pero vibrantes manchas de tonalidades amarillo limón, rosa intenso, verde esmeralda, y un cielo perfectamente azul. La ventana de detrás de ella no aparecía en el cuadro. El fondo se perfilaba como una especie de paraíso tropical; al menos le dio esa impresión.

—¡Uau! No es lo que me esperaba.

—¿Creías que te iba a pintar plantada ante un feo edificio de hospital? Soy un artista, no un fotógrafo. Tomémonos ese café y volvamos al trabajo mientras aún haya luz.

—¿Quién diablos es esa? —preguntó Boris, poniéndose a toda prisa la máscara.

Shaun sonrió un tanto avergonzado.

—Se llama Keisha. Vive en la casita azul de ahí enfrente.

—¿Por qué está en nuestra casa, tío, y por qué no llevas puesta la máscara?

La pequeña se echó a reír al ver los ojos saltones de insecto.

—Estás muy gracioso.

—No hace falta llevar la máscara —explicó Shaun—. Ha estado muchos días con su madre y no se ha infectado.

—No pienso poner en peligro mi precioso cerebro, tío. Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué está aquí?

—Su madre se ha largado, aunque tampoco es que le sirviera ya de mucho. Se quedará con nosotros.

—¿Quién lo dice?

—El dueño de la mitad de esta casa.

—¿Te crees que esto es una guardería? ¿Qué quieres que hagamos con una cría?

Keisha miraba alrededor, tratando de ver algo en la sala en penumbra. Luego volvió a centrar su atención en Boris.

—No está tan gordo. ¿Conocéis al cartero? Él sí que está gordo.

—Eh, tú, te dije que no lo llamaras gordo.

—No lo he hecho. He dicho que hay gente aún más gorda.

Boris se puso a la defensiva.

—Lo que pasa es que tengo los huesos muy grandes.

—Sí, y el culo también —repuso Shaun, incapaz de resistirse. Preguntó a Keisha si tenía hambre.

—¿Tienes mantequilla de cacahuete?

—Te prepararé un sándwich de mermelada y mantequilla de cacahuete.

—Y otro para mí —saltó Boris—. Para mis huesos. ¿Y dónde va a dormir?

—Quitaré las porquerías del sofá. Total, ya no puedo jugar con la Xbox.

—¿Por qué? —preguntó Keisha.

—Porque no hay luz, chica. Tengo que encontrar algo para jugar que no vaya con electricidad.

—Yo tengo en casa el Candyland y el Serpientes y Escaleras.

—¿Juegos de mesa antiguos? Me encanta todo ese rollo. Después de comer iremos a buscarlos.

Shaun no lo había dicho por complacer a la niña. Esos juegos le interesaban de verdad. Ya dentro de la casa de Keisha, encendió la linterna y no paró de lanzar exclamaciones de asombro cada vez que la niña apilaba uno de sus juegos favoritos: aparte de los que había mencionado, tenía un tablero de damas chinas, el Sorry! y el Twister. Cuando acabaron, Shaun pensó que podían aprovechar el viaje y llevarse la comida que quedaba en la casa antes de que lo hicieran otros carroñeros. De modo que, mientras Keisha sostenía las bolsas de basura abiertas, él iba metiendo cosas sin parar de hacer comentarios.

—Esto me gusta… Esto le gusta a Boris pero a mí no… Este es mi sabor favorito de gelatina… ¿Cómo es que esta leche no está en la nevera?

—Mamá dice que no hace falta.

Cargados con las bolsas, se disponían a cruzar la calle cuando Shaun vio que las luces de unos faros se acercaban tras doblar la esquina. Pidió a Keisha que corriera tras él hasta unos arbustos y allí se agacharon. Dos coches pasaron por delante. Shaun los reconoció al momento: un Range Rover y un Escalade. Los coches de los NK.

—¿De qué nos escondemos? —preguntó la niña.

—De los chicos malos.

—¿Y nosotros somos los buenos?

—Pues claro, pequeñaja.

Boris estaba de los nervios. Llevaba tres cuartos de hora sentado en el sillón con la máscara puesta, y se sentía acalorado y aburrido. No paraba de cruzar y descruzar las piernas, haciendo chirriar los muelles al desplazar el peso de su cuerpo. De vez en cuando soltaba un gruñido, pero los otros dos venga a girar cartas y a mover fichas por el tablero del Candyland sin hacerle ni caso. Al final Shaun captó el mensaje y le preguntó si quería jugar.

—Eso es para bebés —refunfuñó con la boca chica, aunque se levantó rápidamente y se sentó con ellos en el suelo.

—Boris es un bebé grande y gordo —saltó Keisha.

—Se supone que no volverías a llamarme gordo —replicó él, escogiendo la ficha del hombre de jengibre verde.

Al cabo de dos partidas, la niña se quedó dormida y Shaun la llevó en brazos hasta el sofá. Boris se quitó por fin la máscara y ambos estuvieron bebiendo bourbon un rato, hasta que Shaun se acordó de que había olvidado mencionar que había visto pasar los coches de los NK.

—Si acaban de pasar por el barrio, ya no volverán esta noche —dijo Boris.

—Ya. ¿Y…?

—Pues que tendríamos que hacer nuestra ronda. Deberíamos echar un vistazo a ese sitio que tenía las luces encendidas.

—¿Junto al hospital?

—Sí, junto al hospital. Si hay electricidad, podemos instalarnos allí arriba. Jugar a la Xbox, poner vídeos, llevar nuestro microondas y preparar comida caliente.

—¿Y qué hacemos con ella?

—La dejaremos durmiendo. Aquí estará bien.

Entonces oyeron una vocecilla:

—De eso nada.

—Pequeña, ¿estás despierta? —dijo Shaun.

—Yo quiero ir.

Shaun le explicó que fuera estaba muy oscuro y que además pensaban ir en sus bicicletas. Keisha repuso que no le importaba la oscuridad y que tenía su propia bici en la casa. La niña le insistió a Shaun, este le insistió a Boris, y cuando este por fin cedió, Shaun anudó un pañuelo en torno a la boca y la nariz de Keisha, la ayudó a ponerse la chaqueta y los tres exploradores enmascarados salieron a la noche.

Rosenberg tenía muchísima más paciencia que Mandy para hacer frente a las exigencias del proceso artístico. A medida que caía la noche, ella hacía pausas cada vez más largas para leer o para improvisar un poco de cena mientras él continuaba pintando.

—¿Cuánto tiempo piensas seguir trabajando?

—¿Hasta que esté terminado?

—No deberíamos tener la luz encendida.

—Por aquí cerca no vive nadie —repuso él—. Nadie nos verá.

—Mejor ir sobre seguro que lamentarnos después. ¿No podrías acabarlo por la mañana?

—Podría, pero me gustaría hacerlo esta noche. Si fuera una pintura al óleo, no me importaría esperar lo que hiciera falta. En cambio, no me gusta dejar las acuarelas a medias. Prefiero terminarlas en una sola sesión, para que no me dé tiempo a pensar demasiado la obra.

—¿Y cuánto te falta?

—Si vuelves a poner el trasero en el taburete, podría acabar en media hora. Eso sí, si me prometes que te estarás quieta.

Los tres estaban de pie junto a sus bicicletas, mirando hacia las ventanas iluminadas de la tercera planta del edificio de investigación médica.

—Son las mismas ventanas del otro día —dijo Boris.

—¿Creéis que tendrán tele? —preguntó Keisha.

—Puede —respondió Shaun—. ¿Qué hacemos ahora?

—Demos una vuelta para comprobar todas las entradas —respondió Boris—. Tal vez alguna no esté cerrada.

Escondieron las bicis y rodearon el edificio verificando todas las puertas. Keisha disfrutaba tanto de la aventura que pidió que le dejaran intentar abrirlas a ella. Sin embargo, el edificio estaba cerrado a cal y canto. Tras completar el circuito, los BoShaun estaban discutiendo qué hacer a continuación cuando oyeron acercarse unos coches. Dos vehículos se detuvieron en el aparcamiento.

—Joder, tío —dijo Shaun—. Son K y sus hombres otra vez. Esta noche están en todas partes.

Le dijeron a Keisha que guardara silencio y se parapetaron detrás de un muro bajo. Dos pares de ojos de insecto asomaron por encima del murete para ver cómo los NK bajaban de los coches.

—¿Has visto eso? —dijo Easy, señalando hacia las ventanas iluminadas de la tercera planta.

—Sí —contestó K.

—Tienen electricidad, tío.

—Puede ser. O tal vez solo tienen lámparas de pilas como nosotros. Solo hay una manera de averiguarlo. Ve a comprobar las puertas.

Easy delegó la orden a un inferior en el escalafón, y el joven NK regresó enseguida tras verificar que estaban cerradas.

—Id a buscar el martillo —ordenó K.

Otro de los muchachos corrió hasta el Escalade y volvió con un enorme mazo. K se lo pasó a su lugarteniente.

—Toma, Easy. ¡Destrózalas!

Easy se echó el mazo al hombro y se plantó ante la doble puerta acristalada.

Un único golpe bastó para hacer añicos uno de los grandes paneles.

Arriba, Rosenberg se estaba enderezando frente a su improvisado caballete. Notaba los músculos del cuello y de los hombros tensos y agarrotados.

—Muy bien, Mandy. Esto ya está listo. ¿Quieres echarle un vistazo?

Justo en ese momento, ella percibió un ruido, un sonido distante, agudo y musical.

—¿Has oído eso?

Rosenberg se encogió de hombros.

—¿Oír qué? Soy un viejo con el oído de un viejo.

—Creo que alguien ha entrado en el edificio.