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Número de centrales eléctricas operativas en Estados Unidos: 6.997

Generación de electricidad por tipo de combustible:

Carbón: 39 %

Gas natural: 28 %

Nuclear: 20 %

Solar/Eólica: 7 %

Hidroeléctrica: 6 %

Central Eléctrica de Gas Natural Criterion, Groton, Massachusetts

Capacidad generadora: 360 megavatios

Clientes: 80.000

La central Criterion de Groton entró en servicio en el año 2001. Se construyó para poder operar con muchos menos empleados de los que requerían las viejas centrales eléctricas de carbón. A diferencia de estas, allí el trabajo era más limpio y automatizado, y el personal estaba más cualificado y mejor remunerado. Solo se necesitaban veintisiete personas para cubrir los tres turnos.

Tony Greco había ocupado el cargo de subdirector general desde que se abrió la central. Su jefe era Skip Bodkin, y como la diferencia de edad entre ellos era de solo tres años, Greco suponía que nunca llegaría a ser director general. Sin embargo, los últimos días había asumido un ascenso de facto. Bodkin había desaparecido, aunque su paradero no era ningún misterio: eran muchos los que se habían refugiado en sus casas.

Greco era soltero. Cuando empezó a escasear el personal, no solo había ascendido de cargo, sino que básicamente se había mudado a la central y se había instalado en una de las salas de guardia. A las diez de la mañana, mientras supervisaba el panel de control central, oyó que alguien llamaba por el intercomunicador. Se trataba de Ike Kelleher, uno de los especialistas de ciclo combinado, responsable del mantenimiento de la turbina.

—¿No hay nadie más? —preguntó desde el umbral, mirando con recelo la sala de control vacía.

Greco puso una mueca.

—Acabas de aumentar la plantilla en un cien por cien.

Kelleher se ajustó la mascarilla y le preguntó a Greco si pensaba ponerse la suya.

—Solo hace falta que la lleve uno, y tú ya la llevas. ¿Qué tal por casa?

—Mi mujer y el bebé están bien, pero ella no consigue contactar con su madre y su hermana. Se está volviendo loca. Quiere ir en coche hasta Worcester para ver cómo están, pero no se lo pienso permitir.

—Ya, no creo que sea buena idea.

Kelleher preguntó sobre el nivel de los indicadores.

—Hasta ahora hemos tenido suerte —añadió Greco, después de hacerle un resumen—, pero no sé durante cuánto tiempo seremos capaces de garantizar el suministro estando solos tú y yo. Quiero decir, los algoritmos predictivos de mantenimiento muestran un buen comportamiento, pero sabes tan bien como yo que, de tanto en tanto, alguien tendrá que girar una llave o cambiar un sensor. Y además está el maldito gasoducto.

—Anoche tuvimos tres caídas de tensión y un corte de treinta segundos en Leominster —informó Kelleher—. Supuse que sería el gasoducto.

—Así es. Cuando desciende la presión en el gasoducto, los ordenadores apagan las turbinas. Imposible hacer nada. Cuando nosotros caemos, la red del este entra en modo equilibrado durante un rato. Un rato corto: caída de tensión. Un rato largo: la nada.

—¿Qué dicen en la sede central?

—¿Qué sede central? Nadie responde a mis llamadas.

—No voy a engañarte —repuso Kelleher—, estoy muerto de miedo. Si nosotros tenemos estos problemas de falta de personal, entonces todos los operadores del país, no solo los de gas, sino también los de carbón, energía nuclear…, todos, estarán teniendo los mismos problemas.

—Tal como yo lo veo —dijo Greco—, las centrales de carbón serán las primeras en caer. Son las que necesitan más personal y la mayoría de las plantas solo disponen de combustible para cuatro o cinco días. Nosotros seremos los siguientes. La industria del gas depende de la alimentación de unos cinco mil kilómetros de gasoductos nacionales con gas de lutita o con buques metaneros de GNL. Y se necesita mucha carnaza para alimentar a esa bestia. La última de las tres grandes en caer será la nuclear. Esas centrales están automatizadas a más no poder, pero disponen de sus propios mecanismos de regulación. Con el personal humano fuera de la ecuación, se activará el sistema de apagado en frío para proteger el núcleo del reactor.

Mientras Greco hablaba, Kelleher estaba un poco apartado, sirviéndose un café. Volvió a la mesa de control, se sentó junto a su jefe y se bajó la mascarilla para tomar un sorbo, pero tosió.

—Joder, Ike, no estarás poniéndote enfermo, ¿no?

—No estoy enfermo —replicó Kelleher—. Ni se te ocurra pensar algo así.

Después de una larga jornada de trabajo en el laboratorio, Jamie conducía de vuelta a casa en la oscuridad. Circulaba a toda velocidad por una desierta Storrow Drive cuando, cerca de la rampa de salida de Kenmore, alguien tiró una enorme rueda sobre su coche, desde el paso elevado de Bowker. Logró esquivarla por poco, y por el espejo retrovisor vio a dos hombres corriendo para recuperarla. Imaginó que estaban lanzando neumáticos a los vehículos para obligarlos a parar y robar las provisiones que llevaran. Jamie todavía estaba alterado por el incidente cuando llegó a Brookline, y se alteró aún más cuando entró en casa y vio a Linda dormida en el sofá, con una botella de vodka medio vacía en la mesita de centro.

La mujer se despertó de golpe y parpadeó un tanto avergonzada.

—Jo, qué tarde es —dijo—. Solo pensaba cerrar los ojos unos minutos. Ahora iba a preparar la cena.

—No quiero que cocines para mí —replicó Jamie enfadado—. Solo quiero que cuides de Emma cuando yo no esté.

—Emma está bien. —Linda se desperezó—. No llevo mucho tiempo aquí abajo.

—Subo a ver cómo están y luego ya hablaremos.

Las chicas también estaban dormidas, acurrucadas una junto a la otra. Jamie se fue a su dormitorio, cerró la puerta y se sentó en la cama. Estaba furioso. Lo odiaba todo sobre su nueva existencia: la enfermedad de Emma, lo que le había ocurrido a Mandy, que unos cabrones hubiesen arrojado una rueda contra su parabrisas, la relación que había establecido con Linda…

Cuando volvió a bajar, Linda ya había guardado la botella de vodka y había puesto agua a hervir.

—Si vamos a seguir con este apaño entre tú y yo —dijo Jamie—, tendrás que hablarme de tu problema con la bebida.

Linda quiso ganar un poco de tiempo recogiéndose algunos mechones sueltos.

—Yo no tengo ningún problema. No soy abstemia, pero tampoco una alcohólica, si es lo que estás insinuando.

—Me importa un carajo cómo quieras llamarlo. Lo que sí me importa, y mucho, es que te comportes como una irresponsable con dos chicas tan vulnerables en la casa.

Ella reaccionó con agresividad.

—¡No te atrevas a sermonearme como si fueras un puto cura! —le gritó—. Si quieres que me marche, lo dices y ya está, pero, si no fuera por mí, en casa solo tendrías comida para un par de días. Y si no fuera por mí, estos últimos días tampoco habrías podido ir al laboratorio para hacer las chorradas que sea que estés haciendo.

—¡Maldita sea, Linda! Me alegra que las chicas se tengan la una a la otra y, francamente, solo por eso me merece la pena sacrificar la intimidad de mi casa. Tú y yo no somos compañeros, ni siquiera amigos, pero necesito confiar en ti, ¿vale?

—¡Soy agente de policía! —soltó, también a gritos—. La gente confía en mí. ¿Te queda claro? Si de verdad eres tan jodidamente puritano, no me tomaré ninguna copa durante el día. ¿Te haría feliz eso?

—Lo único que me haría feliz es que Emma recordara quién es.

Poco después, Jamie subió la cena al cuarto de las chicas y trató de enseñarles a comer espaguetis con el tenedor. Después intentó que aprendieran algunas palabras nuevas: cuchara, tenedor, cuchillo y tazón. Ninguna de las dos se mostraba muy receptiva, y la clase acabó de repente cuando Emma señaló con gesto decidido y dijo: «Jugar pelota». Kyra cogió una de las pelotas de tenis y dio comienzo a otra interminable serie de lanzamientos.

Linda estaba sentada en la sala de estar, con los brazos y las piernas firmemente cruzados.

—Ya he fregado los platos.

—¿Hacemos las paces?

—Hacemos las paces. —Al rato, Linda añadió—: Acaban de dar un avance informativo en la tele. Ese pelele que tenemos ahora de presidente va a dirigirse a la nación a las nueve.

Oliver Perkins, que hacía apenas una semana era el presidente de la Cámara de Representantes, apareció en el Despacho Oval, sentado muy rígido detrás del escritorio Resolute, que parecía venirle demasiado grande. Echó un vistazo a las notas que tenía delante y levantó la vista, aparentemente sorprendido por la presencia de la cámara.

«Compatriotas americanos, yo no tenía previsto convertirme en presidente de Estados Unidos. Yo no quería esto. Nadie lo quería. Pero así están las cosas. Según nuestra Constitución, he tenido que asumir el cargo tras la incapacitación del presidente y el vicepresidente, y durante los últimos días he estado trabajando incansablemente con el Congreso y con unos departamentos gubernamentales diezmados por la enfermedad para intentar hacer frente a esta crisis sin precedentes. Muchos de nuestros compatriotas han caído enfermos. Y el país entero tiene miedo. Hasta hace solo dos días estaba convencido de que el personal de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias, en colaboración con el Ejército, estaba trabajando a marchas forzadas para movilizar el suministro a gran escala de alimentos, agua, combustible y medicinas a los centros locales y regionales de distribución. No obstante, debo ser honesto con vosotros: la masiva expansión de la epidemia ha provocado numerosas bajas entre el personal de emergencias, lo cual no ha hecho más que paralizar nuestros esfuerzos de gestión, control y distribución.

»Esta noche urjo a todos los miembros físicamente aptos de los servicios de emergencias para situaciones de desastre a que distribuyan entre la gente necesitada los suministros esenciales almacenados en nuestras reservas federales y estatales. También debo manifestaros mi extrema preocupación por el sistema de producción energética y por la estabilidad de nuestra red eléctrica. La producción de energía es una empresa humana ingente, y sin el personal adecuado resultará cada vez más difícil suministrar carbón y gas natural a las centrales eléctricas, así como conseguir que funcionen con normalidad las plantas solares, hidroeléctricas y nucleares. Por eso os pido que hagáis el mayor acopio posible de velas, pilas, gasolina para generadores y leña, a fin de soportar los meses de frío que se avecinan en gran parte del país. También pido a todos los médicos, enfermeras y demás personal técnico sanitario físicamente capacitado que toméis todas las precauciones posibles y volváis a vuestras clínicas y hospitales para proporcionar los servicios que solo vosotros podéis ofrecer».

—Eso va por ti —dijo Linda con un resoplido.

«Y también hago un llamamiento a todo el personal de los servicios de emergencias, agentes de las fuerzas del orden y de los cuerpos de bomberos para que volváis a vuestros cuarteles y comisarías».

—Y eso por ti —replicó Jamie.

«Además —prosiguió el nuevo presidente—, también debo informaros de que, hasta hace solo unos días, científicos de los Institutos Nacionales de Salud y del Centro para el Control de Enfermedades trabajaban para encontrar una cura para el virus. Lamentablemente, la enfermedad también ha causado estragos entre la comunidad científica y sus familias. Por esta razón, hago un llamamiento directo a todos los investigadores independientes que cuenten con experiencia en cualquier campo relevante de la medicina y sigan teniendo acceso a sus laboratorios. Por favor, llamad a este número del Departamento de Salud y Servicios Humanos que aparece en la parte inferior de vuestras pantallas y dejad un mensaje especificando la naturaleza de vuestro trabajo y vuestra información de contacto».

—Eso va por mí —dijo Jamie, anotando el número.

El presidente levantó la vista de sus notas y miró directamente a la cámara con unos ojos que solo podían describirse como de una profunda tristeza.

«Para finalizar, dejadme que os diga esto: no podemos esperar ayuda de otros países. Me han confirmado que todo el planeta se encuentra en la misma situación desesperada que nosotros. Así que debemos confiar en nuestro espíritu indomable y…».

De repente, las luces se atenuaron durante unos segundos y luego se apagaron por completo.

Tony Greco se había pasado todo el día solo en la central Criterion.

Ike Kelleher no se había presentado por la mañana y Greco tampoco había podido localizarlo. Al mediodía, se estaba calentando un plato en el microondas cuando de pronto empezó a encontrarse mal. Debía de ser un poco de cefalea tensional, se dijo, y se tomó un par de aspirinas. También se convenció de que los ataques de tos después de comer eran producto de un simple resfriado de pecho. A última hora de la tarde, empezó a tener problemas para recordar los protocolos de control del descenso de presión en el gasoducto que suministraba el gas a las turbinas y las cámaras de combustión, algo que tenía totalmente por la mano. Tuvo que recurrir a unas listas de comprobación que no había consultado en años. Más o menos a la hora en que el nuevo presidente se dirigía a la nación, ya había perdido la capacidad para entender esas listas.

Cuando la presión en el gasoducto alcanzó niveles críticos, las alarmas empezaron a retumbar en sus oídos y unas luces incomprensibles parpadearon frenéticamente en los paneles de control. Greco permaneció allí sentado, llorando, atenazado por el miedo y la confusión, mientras un algoritmo de apagado de emergencia paralizaba las turbinas y detenía la producción de electricidad. Se activó un generador diésel, gracias al cual las alarmas siguieron aullando y las luces de los paneles destellando, pero Greco no pudo hacer más que, tambaleando, dirigirse a la sala de guardia, sentarse en la cama y taparse los oídos con las manos.

Jamie y Linda subieron con unas linternas al cuarto de las chicas y esperaron allí a que se restableciera el suministro eléctrico. Pero esta vez no lo hizo. Al cabo de media hora, Linda sacó las velas. No pensaban dejar ninguna encendida en el cuarto sin vigilancia, aunque ni Emma ni Kyra mostraban miedo a la oscuridad. Jamie intentó enseñarles a usar una linterna —un clic para encenderla, otro clic para apagarla—, pero el concepto resultaba demasiado abstracto.

Una vez abajo, trató de llamar a Mandy, primero al fijo y luego al móvil, pero no obtuvo respuesta.

—¿Crees que se habrá ido la luz en todas partes? —preguntó Linda.

Jamie se aventuró a salir con el perro para echar un vistazo. Toda la calle estaba a oscuras.

—Debe de haberse caído todo el sistema —dijo al volver—. Sin luz, sin electrodomésticos, sin internet, sin servicios de telefonía, sin alarmas antirrobo cuando se agoten las baterías… Se puede liar una buena.

—Esperemos que no dure mucho.

—Sí, esperemos. Pero esta también podría ser la nueva normalidad.

Jamie se dejó caer en el sofá. Dejó escapar un suspiro profundo que sonó más como un gruñido.

—¿Sabes cuáles son esas «chorradas», como tú misma has dicho, que he estado haciendo en el laboratorio estos últimos días?

—Estaba muy enfadada. No quería decir eso.

—Bueno, da igual lo que quisieras decir… El caso es que puede que haya dado con la mitad de una cura para el virus.

—¿Y la otra mitad?

—Está en Indianápolis.

—Tu amiga Mandy…

—Sí. Voy a marcharme a Indianápolis con Emma, a ser posible mañana, como muy tarde.

Linda encendió otro par de velas. Permanecieron sentados en silencio, cada uno en un extremo de la sala.

—Quiero ir contigo —dijo Linda al cabo de un rato—. Puedo ser una ayuda. ¿Me dejarás que vaya contigo?

Cruzar el país al volante y cuidar de Emma al mismo tiempo le asustaba más de lo que se atrevía a admitir. ¿Habría preferido viajar con alguien que no fuera Linda? Sí. ¿Era la única opción que tenía? También.

—Sí. Kyra y tú podéis venir.

—Ahora mismo me tomaría un trago. ¿Te parecería mal si me tomo una copa?

—No si me pones otra a mí.