26
El pastor Snider vivía prácticamente en las afueras de Dillingham, en la última casa del pueblo antes de que la zona residencial diera paso a las suaves ondulaciones de las tierras de pastos. Se trataba de una mansión de estilo Victoriano con gabletes, florituras ornamentales y amplios porches con mobiliario de mimbre. El autobús de doce metros de largo convertido en caravana familiar estaba aparcado en el camino de entrada. Hacía años que no se utilizaba, pero Snider lo mantenía con los neumáticos bien inflados y la batería cargada. Le había dado un buen uso cuando su prole era más joven, y su mujer y él pensaban recuperarlo cuando se jubilara. Cumplía con sus funciones pastorales en la iglesia de la Alegría Celestial por un dólar al año, y siempre hacía ostentación de aceptar el flamante billete en una solemne ceremonia anual ante sus feligreses.
En su vida diaria ejercía como agente inmobiliario en Dillingham y Clarkson, pero la mayoría de sus ingresos procedían del alquiler de varios apartamentos de su propiedad, sobre todo en la zona más deprimida de Clarkson. Para infundirse valor, llevaba siempre una pequeña pistola calibre 380 en la funda de un cinturón, pero en la cartuchera del cargador de repuesto guardaba ejemplares en miniatura del Nuevo Testamento y de la Constitución. «Protegen más que las balas», solía decir.
Cuando estalló la epidemia, el pastor se refugió en su casa con su esposa Monica, sus cinco hijos y su hija. Durante sus primeros años de matrimonio, Snider había mantenido a Monica ocupadísima cumpliendo con sus deberes maritales: la mujer había dado a luz a un bebé por año durante seis años seguidos. La más pequeña era la hija, que tenía quince años. Los chicos de dieciséis, diecisiete y dieciocho seguían viviendo en la casa; el tercero acababa de graduarse del instituto y estudiaba para obtener la licencia de agente inmobiliario a fin de incorporarse al negocio familiar. Los dos hijos mayores, que todavía estaban solteros y vivían en Clarkson, habían vuelto a la casa familiar para hacer frente a la epidemia juntos. El primogénito bebía mucho y no duraba nada en los trabajos. El segundo estaba pensando en alistarse en el Ejército.
Edison y Joe llegaron a la casa de Snider en la camioneta del primero. Les seguía Mickey, que conducía la de Joe. Los tres iban armados. Mickey ya se había cansado de llevar la mascarilla. Se figuraba que a esas alturas ya estaría a salvo. Además, había encontrado un porro en el cenicero de la camioneta y todas sus preocupaciones se habían esfumado.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Mickey, y una nube de humo de marihuana escapó por la ventanilla.
—Entrar ahí e intentar que no nos maten —dijo Edison.
—¿Estás colocado? —le preguntó Joe.
—Un poco.
Joe escupió en el suelo.
—La próxima vez que quieras fumarte mi hierba, me preguntas antes.
Edison subió los escalones del porche, apoyó el cañón de su Colt contra la cerradura y apretó el gatillo. Un pequeño empujón y estuvo dentro.
Monica Snider fue la primera en aparecer. Se detuvo en mitad de la escalera y gritó a los intrusos:
—¿Qué estáis haciendo en mi casa?
—¿Dónde está tu marido? —preguntó Edison.
—Déjanos en paz, Blair. No tienes ningún derecho.
—Tengo los derechos que yo diga que tengo.
—Llamaré a la policía. Veremos qué dice el jefe Martin.
—Créeme: no va a venir nadie. ¿Dónde está tu marido? ¿Y dónde están los otros?
Si la mujer estaba asustada, no lo mostró.
—¿A qué viene esto? Jim está enfermo y mis hijos también. Solo Dios sabe por qué yo no lo he cogido.
—¿Dónde están? —preguntó Joe.
—Jim y los chicos están en mi habitación. He tenido que tirarles la comida dentro. No es un lugar seguro para mí.
—¿Y eso por qué? —preguntó Edison.
Ya conocía la respuesta, pero quería que ella lo dijera. Aquel día en la iglesia le tachó de intolerante y blasfemo, y no le había sentado nada bien que una mujer lo llamara eso en público.
—Me han atacado —respondió—. No saben quién soy. Han perdido por completo el juicio, que Dios los asista.
Edison se regodeó.
—Atacado… ¿cómo?
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Con sus pollitas? —se mofó Joe.
—Mirad esa carita piadosa —dijo Edison—. Está claro que eso es lo que ha pasado.
—¡Cuándo llegue tu hora, Blair Edison —gritó ella—, el Señor te arrojará de cabeza al infierno y arderás eternamente por todas tus maldades!
—Bueno, Monica, ya me dirás cómo están las cosas por allí. Me imagino que aquello estará muy abarrotado, pero ¿sabes cómo podré encontrarte? Tú serás la que le esté comiendo el rabo a Satán.
La mirada de odio de la mujer no duró mucho: un leve gesto de sorpresa la reemplazó cuando la bala le perforó la frente.
Mickey parpadeó, estupefacto.
—Señor Edison, está hecho usted un auténtico cabronazo.
—¿Ah, sí? Pues se ve que sí.
Edison le ordenó que fuera a la cocina a por algo de comida.
—¿Para qué?
—Ya lo verás.
—Y tú, Joe, busca las llaves del autobús. A ver si arranca.
Reprimiendo su gula, Mickey regresó con una caja de galletas saladas Ritz y una bolsa de ganchitos de queso. Esperaron en el recibidor a que Joe volviera y, cuando lo hizo, dijo que el autobús había arrancado sin problema.
Edison cogió la caja de galletas y subió las escaleras pasando por encima del cuerpo de Monica.
Se plantó ante la puerta del dormitorio principal, con Joe y Mickey detrás. Respiró hondo varias veces para prepararse y abrió de golpe.
El pastor Snider y sus cinco hijos estaban de pie, visiblemente sobresaltados tras oír el disparo. El cuarto estaba hecho un desastre y olía a letrina atascada. Edison arrojó unas cuantas galletas dentro y todos se abalanzaron sobre ellas como perros hambrientos. Eso les dio espacio suficiente para entrar en la habitación y adoptar posiciones defensivas.
Cuando se acabaron las galletas, Edison disparó al techo. Los seis amnésicos se apretujaron contra las paredes y los rincones, mirándolo con expresión aterrada y confusa.
—Tal vez podáis entenderme, aunque no lo creo —comenzó Edison—. Pero lo diré de todas formas: a partir de ahora, soy vuestro padre. También el tuyo, pastor Snider, cabrón hijo de puta. Cuidaré de vosotros como lo hace un padre. Os daré comida y alojamiento. Seré justo, pero también implacable. Y vosotros me obedeceréis como un hijo obedece a su padre. De lo contrario, lo pagaréis caro.
Acto seguido, abrió la bolsa de ganchitos y lanzó uno al aire. El hijo mayor lo cazó al vuelo.
—Muy bien. Ahora me seguiréis y, una vez que estéis dentro del autobús, os daré toda la bolsa. ¿Entendido?
Los Snider siguieron el señuelo de los ganchitos escaleras abajo, sin mostrar el menor interés por la esposa y madre muerta, y salieron de la casa. Cuando Edison arrojó la bolsa al interior del autobús, los seis se lanzaron como locos a por ella y Joe cerró la puerta.
—Y así es como se hacen las cosas —dijo Edison, muy ufano—. Como conducir ganado, pero más sencillo.
Volvieron a la casa e hicieron acopio de toda la comida y bebida que encontraron. Cuando las camionetas estuvieron cargadas y se disponían a marcharse, Joe preguntó si no olvidaban algo.
—¿No os acordáis de que Snider tiene una hija?
Poco después, él y Mickey descubrieron a Jo Ellen Snider, la hija de quince años, escondida debajo de la cama de una de las habitaciones de arriba.
Joe la sacó arrastrándola por los tobillos y la tiró sobre el colchón, mientras la chica intentaba golpearle y morderle.
—¿Quién se la va a quedar? —preguntó Mickey.
—Yo no la quiero. Tiene granos y está muy gorda.
—¿Puedo quedármela? —dijo Mickey con una sonrisilla maliciosa.
—Por mí estupendo, tío. Yo conduciré el autobús. Llévatela en mi camioneta. Y puedes volver por el camino más largo, no sé si me pillas…
—¿No crees que me meteré en problemas? Es muy joven…
—No te preocupes, amigo. Ya no existen cosas como la corrupción de menores.
Tal como lo veía Edison, no había tiempo que perder. El mundo estaba cambiando muy deprisa. La gran mayoría había sucumbido al virus, pero había otros que no. Supuso que en todas partes se estarían formando alianzas entre los no infectados. ¿Qué posibilidades había de que él fuera el único que pensaba estratégicamente a largo plazo? Pennsylvania era un estado muy grande. El Medio Oeste era una región muy grande. Estados Unidos era un país muy grande. En su opinión, él tenía las destrezas y aptitudes que importaban en ese momento. Sin electricidad, los electricistas se habrían quedado sin trabajo. Los banqueros y los abogados también. Y los políticos. Él tenía las destrezas que un hombre necesitaba para sobrevivir y prosperar. Sabía cazar y pescar, despiezar una carcasa, cultivar la tierra. Sabía organizar a la gente.
Y su interpretación de la Biblia era mejor que la de todos esos predicadores blandengues que conocía. Sí, sentía afinidad hacia un Dios misericordioso, pero también comulgaba con la idea de un Dios vengativo. Siempre había tenido sus propias teorías acerca de cómo habría que gobernar el país. Estaba harto de tanta diversidad e inclusión y aceptación de todos esos desviados y seres inferiores. Ahora tenía la oportunidad de hacer algo al respecto, de empezar la reconstrucción de una sociedad mejor y moralmente más justa. En medio del caos y la muerte, nunca se había sentido más vivo.
Su epifanía se produjo cuando oyó a la pequeña Cassie pronunciar sus primeras palabras: «Muñeca mía».
Podían aprender. Se les podía enseñar.
Pero Edison no estaba interesado en enseñarles a ser como habían sido. Quería enseñarles a ser como él quería que fueran.
Sin embargo, no podía hacerlo solo. Siempre había pensado que Brian sería quien heredara la granja, pero todo eso se fue al traste el día que se infectó. Enfermo o no, Brian había sido su hijo. Si pudiera volver atrás, no le habría destrozado el cráneo, pero verle de aquel modo, violando a su propia madre, había sido superior a sus fuerzas. Ahora el peso recaía sobre los hombros de Joe. Edison conocía sus defectos: era un muchacho demasiado temperamental; más parecido a él que Brian. «Tengo un heredero y varios de repuesto», solía decir Edison con orgullo. Ahora su heredero era el primero de esos repuestos.
Edison llamó a los chicos nuevos su milicia, y al granero, su campo de adiestramiento. Nunca había estado en el Ejército, pero había visto suficientes películas sobre el tema para saber cómo funcionaba la cosa. Juntabas a los reclutas, los sargentos instructores los machacaban y quebrantaban su voluntad, y luego los recomponían convirtiéndolos en una fuerza de combate cohesionada. Solo que aquellos siete reclutas ya habían sido machacados. No sabían nada, no se acordaban de nada.
—Cabezas huecas, como una página en blanco —murmuró para sí mismo, frotándose las manos en la fría mañana.
El granero era el cobertizo más grande de la granja. Dentro de unos meses los reclutas se helarían allí dentro, pero ya se preocuparían de eso más adelante. De momento, era habitable.
El trabajo de Mickey de esa mañana consistía en ir suministrando la comida y en plantarse ante la puerta con un rastrillo para asegurarse de que nadie salía del granero. «Puedes magullarlos un poco —le había dicho Edison—, pero no los dejes fuera de combate». De joven, Edison había tenido unos cuantos perros de presa. Su régimen de adiestramiento se había basado en órdenes simples y comida, mucha comida, y así fue como empezó.
—¡Muy bien, chicos, arriba esos culos! —gritó, golpeando un par de cacerolas entre sí.
El pastor Snider, sus cinco hijos y el grandullón de Ryan Mellon, que habían dormido sobre la paja, se levantaron a toda prisa y se taparon los oídos para protegerlos del estruendo. Cuando el ruido cesó, el menor de los Snider se bajó la bragueta y se puso a mear. Al verlo, los otros milicianos lo imitaron.
A Mickey y a Joe les dio un ataque de risa, pero Edison se quedó pensativo.
—Nadie les ha enseñado a hacer eso. Saben hacerlo y ya está. Habría que tenerlo en cuenta.
—Mire eso, señor Edison —dijo Mickey—. Hasta saben guardársela.
—Me alegro por ti —repuso Edison—. Si no, habrías tenido que hacerlo tú.
Edison se subió a una bala de heno, proclamando su autoridad.
—Chicos, yo soy vuestro padre. Decid: «Padre».
Nadie dijo ni pío.
—Mickey, dame esa bolsa de pan. —Edison abrió la bolsa y sostuvo en alto una rebanada—. Decid: «Padre. Pa… dre».
—Pa… dre —repitió uno de los Snider.
Edison le lanzó el pan, pero Ryan Mellon lo cazó al vuelo y se lo metió en la boca. Edison se sacó un trozo de cuerda de tender del bolsillo, saltó de la bala de heno y azotó varias veces a Ryan gritando: «¡No! ¡Chico malo!». El muchacho salió huyendo asustado, pero Joe lo agarró y lo arrastró hasta su sitio. Entonces, con mucha ceremonia, Edison puso otra rebanada en la mano del chico que había dicho correctamente la palabra.
—¡Buen chico! A los chicos buenos se les da comida. —Luego hizo restallar la cuerda en el aire—. A los chicos malos se les pega.
Se subió de nuevo a la bala, se golpeó en el pecho con un dedo y dijo:
—Yo soy vuestro padre. ¿Quién soy yo?
Todos miraban fijamente el pan. Uno de ellos dijo: «Padre», y recibió una rebanada y un «Buen chico».
—¿Quién soy yo? —repitió Edison.
—Pa… dre —dijo Ryan, y se encogió cuando vio que Edison volvía a bajar y se acercaba a él.
—Toma, aquí tienes tu pan. Ahora eres un buen chico. Buen chico.
Ryan engulló el pan y dijo:
—Padre. Buen. Chico.
Joe se inclinó hacia Mickey.
—Vaya, esos chicos ya son más listos que tú.
El muchacho se apoyó en el mango del rastrillo y torció el gesto.
—¿Por qué no te vas a la mierda?
En muy poco tiempo, todos aprendieron a llamar a Edison «Padre». Todos menos el pastor Snider, que abría la boca expectante cada vez que veía pasar el pan.
—El pastor es un poco lentito —dijo Edison—. Los otros lo están dejando por los suelos.
Se detuvo a pensar cuál sería su próxima lección.
—¿No vas a enseñarles cómo se llaman? —preguntó Joe.
—No. Ahora forman parte de un grupo. Ahora son solo mis chicos. —De repente esbozó una sonrisa pérfida—. Ya sé qué es lo próximo que voy a enseñarles. Joe, ata al pastor a esa viga de modo que no se resbale hasta el suelo.
Joe lo arrastró y lo amarró de pie a la viga. Parecía un hombre a punto de ser quemado en la hoguera.
—Joe —dijo Edison—, ven aquí a mi lado. Y tú, Mickey, trae otra bolsa de pan. —Cuando su hijo estuvo junto a él, le dijo en voz alta—: ¡Hombre bueno! —Entonces le dio un efusivo abrazo y lo besó en la mejilla—. ¡Hombre bueno! —volvió a exclamar, y señaló al mayor de los Snider.
—Di: «¡Hombre bueno!».
El chico lo repitió y cazó al vuelo la rebanada que le lanzaron.
—Conozco bien a ese tipo —soltó Joe—. Jacob tiene mucha fama.
—¿Fama de qué?
—De ser un cabrón hijo de puta. De andar siempre metido en broncas y peleas. No está muy bien de la cabeza. Su padre le daba unas palizas tremendas. Cuando se le escapaba la risa en la iglesia o decía algo fuera de tono, al volver a casa el pastor le pegaba con la correa hasta sangrar. ¿No lo sabías?
—No presto atención a esas cosas —repuso Edison, pero su interés por Jacob aumentó—. Dilo otra vez: «Hombre bueno».
—Hombre bueno —repitió el joven.
—¡Muy bien! —lo felicitó Edison, y le entregó otra rebanada de pan—. Y ahora haz esto —le pidió, y volvió a abrazar a Joe.
Jacob, confuso, miró a Joe. Edison se le acercó muy despacio, lo tomó de la mano con delicadeza y lo llevó junto a su hijo.
—Este es un hombre bueno. Rodéalo con tus brazos, así, y di: «Hombre bueno».
—Hombre bueno —dijo Jacob, estrechando a Joe con fuerza entre sus brazos.
—Por lo que más quieras, papá, no le pidas que me bese.
Edison se mostró muy satisfecho y recompensó a Jacob con dos rebanadas de pan. Al cabo de nada, todos llamaban a Joe «Hombre bueno» y lo abrazaban.
—Y ahora la segunda parte —anunció Edison, y se plantó delante del pastor Snider—. Este es un hombre malo. Esto es lo que le hacemos a un hombre malo.
Y propinó un fuerte puñetazo en el estómago del pastor, que soltó un aullido de dolor y se echó a llorar.
—Nosotros pegamos al hombre malo. —Luego señaló a Jacob y, mientras sostenía en alto una rebanada de pan, le dijo—: Ven aquí, chico. Él es un hombre malo. ¿Qué le haces al hombre malo?
Jacob parecía muy confuso, pero cuando Edison le cerró la mano en un puño y le hizo moverlo en el aire imitando un golpe de gancho, el joven se acercó a su padre y le asestó un tremendo puñetazo en el vientre que lo dejó jadeando y tosiendo.
—¡Muy bien, buen chico! —lo aplaudió Edison—. ¿Qué es él? —preguntó señalando al pastor.
—Hombre malo —dijo Jacob, agarrando su rebanada.
La bolsa de pan no tardó en acabarse: los milicianos pasaron uno tras otro por delante del pastor y lo dejaron medio inconsciente. Edison pidió a Mickey que les diera una jarra de agua para ayudarlos a tragar y arrojó la que sobró a la cara de Snider para reanimarlo.
—Joe, ve a buscar tu Remington.
—¿Para qué, papá?
—Tú haz lo que te digo, ¿estamos? Tengo una corazonada.
Edison agarró el rifle. Le quitó el cargador de cinco balas, lo vació y expulsó la que quedaba en la recámara. Le preguntó a Joe cuál de los milicianos cazaba.
—Supongo que todos.
—¿Y todos saben usar un rifle con cerrojo?
—Seguramente. ¿Por qué?
—Si saben sacársela para mear sin que nadie les haya enseñado, puede que también sepan manejar un rifle. Hagamos la prueba.
El pan ya se había acabado, pero a Mickey le quedaba aún una bolsa de nachos. En cuanto la abrió, volvió a captar la atención de los muchachos.
—Padre tiene un rifle —dijo Edison, sosteniéndolo en alto—. ¿Quién de vosotros lo quiere? —Se lo apoyó en el hombro y añadió—: ¿Quién quiere dispararlo? ¡Bang! —Le pidió a Mickey la bolsa de nachos—. Venga, vamos. Padre le dará esto al chico que coja el rifle.
Ryan dio un paso al frente.
—¿Tú lo quieres? Di: «Rifle».
—Rifle.
—Buen chico. Toma.
Le dio unos cuantos nachos y, después de que los hubiera devorado, le entregó el rifle. Ryan se quedó mirando el cargador que Edison había dejado sobre la bala de heno, y cuando este le preguntó si lo quería, el otro tendió la mano.
Lo que ocurrió a continuación fue algo realmente asombroso.
Ryan introdujo con cuidado el cargador, lo encajó con la palma de la mano y, con un rápido movimiento, echó el cerrojo hacia atrás y hacia delante para cargar el arma.
—Hostia puta —exclamó Joe.
Edison esbozó una amplia sonrisa que casi le desencajó la mandíbula. Metió la mano en la bolsa e intercambió un puñado de nachos por el rifle. Los otros milicianos lo miraron con envidia.
Tras felicitar efusivamente a Ryan, volvió a pasarle el arma.
—Dispara al hombre malo —le ordenó.
Ryan se apoyó el rifle en el hombro. Apuntó con precisión instintiva, apretó el gatillo y disparó en seco.
—¡Sí! —gritó Edison—. ¡Buen chico! ¡Has disparado al hombre malo!
Todos, del primero al último, fueron capaces de manejar el arma sin necesidad de instrucciones. Se habían pasado incontables horas cazando en los bosques, adiestrados por sus padres. Y cuando Edison se lo ordenó, todos apuntaron a Snider y apretaron el gatillo. A cambio recibieron su puñado de nachos y felicitaciones.
—Dame una bala —le ordenó a Joe.
—Estás de coña, ¿no?
—Hablo muy en serio.
Edison echó el cerrojo hacia atrás, metió el proyectil en la recámara y corrió el cerrojo hacia delante.
—Padre quiere que un chico bueno dispare al hombre malo.
—¿Va a darle un rifle cargado a uno de ellos, señor Edison? —intervino Mickey.
Edison desenfundó su pistola.
—Con todas las precauciones, claro. —Luego preguntó—: ¿Qué chico bueno quiere el rifle?
Jacob Snider farfulló algo ininteligible.
—¿Intentas decir «yo», muchacho? —Edison le dio el Remington—. Muy bien, adelante. Padre quiere que dispares al hombre malo.
Cuando el joven apuntó con el rifle, Edison alzó también su pistola. Por si acaso.
Jacob sonrió. Su padre le devolvió una sonrisa bobalicona.
El disparo le atravesó el pecho y acabó con su vida.
El estruendo resonaba en los oídos de Edison cuando gritó:
—¡Ese es mi chico, menudo cabronazo!