28

A Tyrone Burbank todo el mundo lo conocía por su apodo callejero: K9, como los perros policía, o K para abreviar. Hacía ya unos cuantos años que no tenía a sus pitbull, pero el nombre se le había quedado porque esas cosas pasan, y porque hasta él tenía algo de perro de presa: poderoso, fornido y achaparrado, feroz cuando se enfurecía, dispuesto a usar literalmente los dientes en una pelea. Las únicas que seguían llamándole Tyrone eran su madre y su abuela, pero eso era antes de que enfermaran. Ahora ya no sabían quién era él; ni siquiera sabían quiénes eran ellas. Tyrone las mantenía protegidas en la casa que tenía su madre en la zona este de Indianápolis, donde vivían con la hermana pequeña de K, que no se había infectado. La adolescente cuidaba de las dos mujeres, sumidas en un estado de total confusión y mudez, y él se pasaba un par de veces al día para echarles un vistazo a las tres.

K tenía a su madre y a su abuela en una misma habitación. Cuando entró, corrieron a refugiarse cada una en un rincón.

—Hola, mamá. Hola, abuela. Soy yo, Tyrone.

Las dos fijaron la vista en sus manos vacías en vez de mirarlo a la cara. Él sabía muy bien qué significaba eso.

—¿Cuándo les diste de comer por última vez? —le gritó a su hermana.

—Hace unas horas, creo.

—¿Lo crees o lo sabes?

—Lo sé.

—¿Y qué les diste?

—Una lata de raviolis Chez Boyardee a cada una.

K se fijó en que su abuela tenía sangre en el dobladillo del camisón y se le acercó muy despacio.

—Abuela, no voy a hacerte daño. Tienes un poco de sangre. ¿Cómo ha sido eso? Oh, mira. Tienes un corte en la rodilla. Deja que te lo cure.

Humedeció una bolita de algodón en el lavamanos del baño y cogió gasas y una tirita. Hablándole con dulzura y delicadeza, consiguió tomarla de la mano y llevarla hasta la cama, donde le limpió el corte y se lo vendó. Su madre observaba con recelo desde su rincón.

—¿Lo ves, mamá? La abuela se ha cortado, pero no ha sido nada. Tyrone se lo ha curado. Iré a por un poco más de comida, porque está claro que todavía tenéis hambre.

De vuelta en la sala de estar, le preguntó a su hermana cómo se había cortado la abuela.

—No lo sé.

—Tú eres quien las vigila.

—Te he dicho que no lo sé.

—Llevan la ropa muy sucia. Tienes que cambiársela, ¿me oyes?

—Eso es porque comen como animales, K.

—No las llames animales, joder. Siguen siendo tu madre y tu abuela. Voy a salir a buscar provisiones. ¿Necesitas algo?

—Bueno…, leche, por ejemplo. Para los cereales.

—Ya no queda leche en buen estado en ninguna parte.

—Hay una que no se estropea. La uperizada.

—Nunca he oído hablar de ella.

—Pues existe.

—La buscaré. Volveré tarde, por la noche. ¿Dónde tienes la pipa?

Ella le enseñó la pistola de nueve milímetros que él le había dado para protegerse.

—Si alguien intenta entrar…

—Ya lo sé, K. Le meto una bala.

El virus había hecho estragos entre los miembros de su banda, los Naptown Killerz. Ya solo podía contar con seis y los tenía viviendo con él en su casa, a unas manzanas de distancia: cuantos más fueran, suponía, más seguros estarían. Pero no quería que ninguno de los chicos se acercara a su hermana, así que se repartía entre ambas casas para tratar de minimizar los riesgos y mantenerlos a todos sanos y salvos. Antes de que estallara la epidemia, los NK se bastaban y sobraban para defenderse de las otras bandas de la zona este. Se dedicaban al trapicheo de metanfetamina, pastillas, heroína y todo tipo de drogas, y controlaban buena parte del barrio.

Encontró a los miembros de su pandilla haraganeando, fumando hierba, bebiendo licor de malta caliente y hablando de chorradas.

—¿Qué pasa? —preguntó K bajándose la bandana.

Su lugarteniente, Easy, se rascó la cabeza a través del pañuelo rojo.

—Nada. ¿Has visto algo ahí fuera?

—El barrio está desierto. Nadie sale de casa.

Easy le ofreció su porro.

—¿Una calada?

K rechazó su ofrecimiento y fue a la cocina a hacer inventario. Habían arrasado con la comida como langostas.

—Los armarios están vacíos —dijo cuando volvió a la sala—. Hora de salir de caza.

Todos se levantaron de golpe y enfundaron las semiautomáticas en las pistoleras. Unos días antes se habían agenciado una caja grande de mascarillas tipo copa en una farmacia saqueada y cada miembro de la banda había customizado la suya dibujándole labios, colmillos, fosas nasales o la firma de los NK. Completaron su nuevo atuendo levantándose la capucha de sus sudaderas. K prefería una bandana: le hacía sentirse como el forajido que era.

Los NK se movían de casa en casa de forma lenta, deliberada, con aire vacilón. Cuando se fue la electricidad, cuando las casas empezaron a arder y nadie acudía a apagar los incendios, K les dijo que ahora estaban en el escalafón más alto del reino animal, que eran los leones de la jungla. La policía había quedado fuera de juego. Seguro que habría otras bandas en la zona este, pero imaginaba que la epidemia también las habría diezmado. Ninguna sería más fuerte y poderosa que los NK. «Ahora somos la ley —les dijo a sus hombres—. Si queréis algo, lo cogéis. Si queréis una zorra, os la tiráis. Y si queréis cargaros a alguien, siempre que yo dé el visto bueno, os lo cargáis».

Ya habían saqueado la mayor parte de las casas más prósperas del barrio, así que habían tenido que ampliar su radio de acción llenando sacos de lavandería con comida y bebida que se cargaban a los hombros como si fueran estrafalarios Papás Noel. Trabajaban muy rápido cuando las casas estaban vacías. Las habitadas les llevaban más tiempo. Según como estaban de humor, apartaban a los infectados por la fuerza o los encerraban en un cuarto, pero si alguno mostraba la más mínima agresividad, lo despachaban en el acto. K no quería que malgastaran munición a menos que fuera una situación desesperada, así que solían utilizar mazos o cuchillos. También les había dicho que no se tiraran a las chicas enfermas, ya que igual no era seguro, pero que adelante con las sanas, por lo que a veces se demoraban más de la cuenta en sus incursiones.

Ese día, su Escalade y su Range Rover estaban cargados hasta los topes. Podrían haberse dado por satisfechos y volver a casa, pero K estaba empeñado en encontrar la esquiva leche uperizada.

—Gira por aquí —le ordenó a Easy—. Aún no hemos explorado esta manzana.

Los BoShaun vieron pasar por delante de su casa los dos cochazos a un inquietante paso de tortuga y se agacharon por debajo de la ventana.

—Los NK, tío —dijo Boris—. Ese es el coche de K9. Si entran aquí, nos dejarán sin nada y nos joderán vivos.

El barrio era territorio de los NK. Los BoShaun nunca habían representado una amenaza para la banda, pero sus miembros les habían hostigado y provocado más veces de las que les gustaba recordar.

—¿Nos escondemos? —gimoteó Shaun.

—¿Dónde? ¿Debajo de la cama? Irán armados hasta los dientes.

—Pues estamos jodidos.

—Mira, tío, si vemos que van a entrar, nuestra única oportunidad es salir pitando por atrás y dejar que se lo lleven todo. Vale más pasar hambre que acabar muertos.

—¿Y si cubren también la parte de atrás?

—Pues acabaremos muertos seguro.

K detuvo su Range Rover delante de una casa de la acera de enfrente, a unas tres puertas de los BoShaun. Agachado tras la ventana de la sala, Boris observó cómo la comitiva bajaba de los coches. Uno de los tipos se quedó custodiando el botín, mientras K y tres de sus compinches se acercaban a la puerta delantera y otro rodeaba la casa para controlar la parte de atrás.

Boris le iba contando a su amigo lo que veía.

—Tal vez deberíamos largarnos ahora —dijo Shaun.

El miedo acrecentó la indecisión de Boris.

—No lo sé, tío. Podrían vernos. A lo mejor no vienen aquí.

Al cabo de unos minutos, oyeron gritos y un disparo. Los NK salieron de la casa e irrumpieron en la siguiente. Los BoShaun sabían que de aquella no sacarían gran cosa, porque ya la habían vaciado ellos. Su angustia aumentaba conforme veían a la banda acercarse a su casa.

A K se le veía cada vez más frustrado.

No conseguía dar con la leche que buscaba y estaba claro que alguien ya había limpiado su territorio.

—Una más y lo dejamos —le dijo a Easy, cuya capucha estaba manchada de sangre, de un hombre al que había golpeado con su mazo—. ¿Qué tal esa de ahí?

Boris vio que apuntaba directamente a su casa. Se agachó aún más, fundiéndose en una masa de puro terror.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó Shaun encogiéndose de miedo.

—Que vienen, tío. Vienen para acá.

—¡Larguémonos ya!

—No puedo moverme, tío. No puedo —dijo Boris, y empezó a vomitar.

Los NK ya estaban cruzando la calle en dirección a la casa cuando el chico que vigilaba los coches vio algo y se puso a gritar para alertar a K.

—¡Joder, tío, joder! ¡Detrás de vosotros!

Estaban doblando la esquina de la calle, debían de ser unos treinta. Habían estado vagando sin ganas y sin rumbo, pero arrancaron a correr desesperadamente hacia los NK en cuanto los vieron. Había hombres y mujeres, y unos cuantos niños. Algunos chillaban. Unos alaridos angustiosos.

K no podía saber que estaban hambrientos. Tampoco podía saber que estaban asustados y confundidos, pero supo al instante que aquella gente era peligrosa. Se movían como guiados por un feroz instinto de supervivencia, y además eran un montón.

—¡Mierda! —masculló Easy—. ¡Retrasados!

Shaun oyó los gritos y se asomó a la ventana. Reconoció enseguida a la horda que se abatía sobre los NK: era la gente que él había liberado.

—Mis pajarillos —musitó.

K empezó a disparar mientras él y sus secuaces echaban a correr hacia los vehículos. Algunos cayeron. Otros se dispersaron. Otros siguieron avanzando. K y sus hombres llegaron a los coches y se montaron a toda prisa, pero el más joven de los NK, un chico de diecisiete años que estaba flaco como un palillo, fue atrapado por uno de aquellos depredadores, un tipo corpulento que lo sacó a rastras del Escalade mientras él gritaba y pataleaba. El grandullón desapareció con él detrás de una valla. Al oír sus escalofriantes gritos, K supo que aquel chaval no acabaría bien.

—¿Intentamos salvarlo? —preguntó Easy.

K negó con la cabeza.

—Ya no podemos hacer nada por él.

Shaun vio cómo los coches arrancaban a toda velocidad y cómo la horda salía corriendo tras ellos hasta que se perdieron de vista. Luego cogió unas servilletas de papel de la cocina para limpiar el estropicio que había hecho Boris y le dejó que se levantara él mismo e intentara recuperar un poco de dignidad.

No había cortinas ni persianas en el laboratorio, así que a Mandy no le hacía mucha gracia que la lámpara portátil se utilizara para cosas que no fueran absolutamente imprescindibles. Sin embargo, Rosenberg le había pedido si podía dejarla encendida un rato más para seguir pintando en su cuaderno antes de acostarse. Podría haberle sugerido que se fuera al pasillo, o incluso a los servicios, pero se le veía tan feliz allí sentado, en uno de los taburetes, tarareando algo de Beethoven, que no le dijo nada.

Deseaba tener trabajo para mantenerse ocupada. Para ella, trabajar era su vía de escape. Eso solía sacar de quicio a Derek; él siempre había insistido en que la casa fuera un espacio al margen del trabajo y en que Mandy se buscara todo tipo de actividades de ocio. La presionó para que se apuntara a clases de cocina, a una liguilla de voleibol mixto, incluso a bailes de salón…, un auténtico desastre. Lo cierto era que ella se había escudado en el trabajo para mantener sus vidas lo más separadas posible. Trataba de no darle muchas vueltas, pero el caso es que nunca lo había amado. Estaba convencida. Lo había conocido de rebote tras su relación fallida con Jamie, y para ella había sido un refugio seguro. Sin embargo, una vez que se acomodaron y se estancaron en su matrimonio, Mandy no había encontrado el valor para ponerle fin. Eso habría acabado con su marido. Literalmente. Derek era una persona negativa hasta la médula, y ante el más mínimo problema se sumía en unas depresiones severas contra las que de nada servía la medicación. Dejarlo habría precipitado una tragedia con la que habría tenido que vivir el resto de sus días. Ahora que ya no estaba, Mandy no sentía dolor. Tampoco alivio. Solo culpabilidad.

Pasó un dedo por el lomo de los libros que había traído consigo y se detuvo en un maltrecho ejemplar de una de sus novelas favoritas de juventud. Francie Nolan, la heroína de Un árbol crece en Brooklyn, siempre había sido uno de sus referentes, un ejemplo a seguir de lo que una mujer fuerte podía soportar y de las adversidades que era capaz de superar. Hasta ese momento, la vida de Mandy había sido bastante fácil, nada que ver con la de la protagonista de la novela, pero tenía la sensación de que, si quería salir adelante, necesitaría una buena dosis de la tenacidad de Francie.

Encendió su minilinterna de lectura, se tumbó en el sofá y leyó hasta que el libro se le resbaló de las manos y cayó sobre su pecho.

Cuando ya había oscurecido y estuvo seguro de que los NK no volverían a aparecer por su calle, Shaun se puso la máscara de insecto, se metió el machete por dentro del cinturón y agarró una linterna.

—¿Dónde vas? —le preguntó Boris.

—Solo voy a dar una vuelta.

—¿Por qué?

—Me apetece.

—Shaun…

—¿Sí?

—Mi comportamiento de hoy ha sido patético.

—No te preocupes, tío.

—Creo que es porque la muñeca todavía me duele. Me tiene totalmente fuera de juego.

—Seguro que es eso. ¿Quieres que te cambie la venda?

—No. Quizá luego.

Shaun actuó con determinación. Cruzó la calle y fue directo a la casa azul con la valla enrejada donde había visto la cuchara con restos de mantequilla de cacahuete y mermelada. La casa donde estaba la madre infectada. La casa donde no había encontrado a la niña. La casa donde había dejado toda la comida.

Con cautela, entró por la puerta entornada sin recordar si la habían dejado así al marcharse. Encendió la linterna y la enfocó hacia el interior de la antesala.

—¿Hay alguien? —llamó—. Soy Shaun, vivo ahí enfrente. No voy a hacerte daño.

Buscó por toda la casa. No había ni rastro de la madre, pero observó que en la cocina se habían producido algunos cambios desde la última vez que estuvo allí. Había unas galletas saladas sobre la encimera que antes no estaban, y el pollo de la nevera ahora estaba sobre la mesa, aunque solo quedaban los huesos. También había un tarro de mantequilla de cacahuete junto a otro vacío de mermelada. Entonces creyó oír un leve ruido y se sentó en una silla de la cocina.

—¿Sabes cómo me gusta comérmelas a mí? Primero hundo la cuchara en la mantequilla de cacahuete, luego en la mermelada, y me la meto directamente en la boca. Cuando hacía eso de pequeño, mi madre se enfadaba mucho y me gritaba. Ahora ya soy mayor, pero todavía me acuerdo de lo furiosa que se ponía.

Volvió a oír el ruidito, se quitó la máscara verde y enfocó con la linterna.

—¿Tu mamá también se enfada cuando hundes la cuchara en la mantequilla y la mermelada?

La puerta del armario de las escobas se abrió con un crujido y una niñita con trenzas, tejanos y camiseta asomó la cabeza.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó él.

—Keisha.

—Qué nombre más chulo. ¿Cuántos años tienes?

—Casi ocho.

—¿Ah, sí? Pues yo te ponía unos ocho y medio. —Por lo visto, el comentario le hizo mucha gracia a la pequeña—. Yo soy Shaun. ¿Dónde está tu mamá?

—Se fue.

—¿A la calle?

—Ajá.

—¿Y no ha vuelto?

—No.

—Bueno, aunque ya seas una niña mayor y todo eso, no deberías estar sola. Si quieres, puedes venirte conmigo y con mi amigo Boris. ¿Te gustaría? Tenemos montones de mermelada.

—Vale.

—Pero tienes que saber una cosa, Keisha. Boris es muy llorón. Si lo llamas gordo, aunque la verdad es que está muy gordo, se echará a llorar.

—No lo llamaré gordo.

—Pues entonces vais a ser muy buenos amigos.