46

Cuando despertó, Jamie experimentó por un momento la clase de desorientación que debía de sentir un paciente recién salido de un coma. La oscuridad era total. No sabía dónde estaba ni qué hora era. Buscó a tientas una linterna y, mediante la luz, su cerebro fue llenando los huecos. La puerta estaba abierta; la había dejado así para oír a las niñas si lo llamaban desde el otro lado del pasillo. Se levantó y subió el estor de la ventana. El cielo presentaba un color gris terroso. ¿Estaba oscureciendo o clareando? El reloj decía que eran las seis, pero eso tampoco resultaba de gran ayuda.

Se puso los zapatos, pasó a ver a las niñas, que dormían acurrucadas muy juntas, e hizo unas abluciones rápidas en los aseos. Después salió al pasillo y se dirigió hacia el haz de luz que salía de un laboratorio. Bigelow, sentado en un banco, garabateaba en un cuaderno. El científico estaba de buen humor.

—¡Oh, aquí está! Regresado de entre los muertos. ¿Un café?

—Me encantaría. Es por la tarde, ¿no? —preguntó Jamie.

—Incorrecto.

—Dios, ¿he dormido hasta ahora?

—Y sus hijas también.

El café del vaso de precipitados estaba requemado, pero tuvo un efecto medicinal, porque Jamie se despejó un poco.

—El cabo Deakins pasó ayer por la noche —dijo Bigelow—. Quería que te lo dijera. Al parecer, hubo un tiroteo delante mismo del campus. Lo protagonizaron dos de los civiles que están acampados en el perímetro. La cosa se está poniendo fea ahí fuera.

—¿Qué se está poniendo fea? Créeme, ya está fea desde hace un tiempo —replicó Jamie, y luego cayó en la cuenta de que ninguno de los dos llevaba protección—. Será mejor que vaya a por mi mascarilla.

Bigelow alzó la vista y esbozó una alegre sonrisa.

—No hace falta. Anoche me inoculé. A estas alturas, lo que busco es verme expuesto. Cuando despierten, me gustaría que tus hijas respirasen en mi cara.

Jamie se enfadó en el acto.

—Pensaba que habías accedido a ayudarme antes de inyectarte la vacuna.

—Tienes razón, pero verás: me he pasado la mayor parte del día buscando tus adenovirus y lamento decir que he fracasado. He mirado en todos los congeladores encendidos de este edificio y estaba a punto de emprender una exploración más ambiciosa por el resto de los institutos del campus cuando he topado con un inventario actual de las muestras de virus en el disco duro de uno de mis colegas, que trabajaba con patógenos respiratorios. El inventario cubre el NIH al completo, y me temo que tu cepa no está en Bethesda. Esa es la mala noticia. Podría haber una buena.

—¿Cuál?

Bigelow agitó una hoja de papel.

—Lo he anotado para ti. Tu cepa anda cerca. Al parecer, figura en el inventario del Centro de Mando Médico del Ejército de los Estados Unidos en Fort Detrick, Maryland. Para ser exactos, está en el congelador 178 del Instituto de Enfermedades Infecciosas, en el subsótano nivel 6.

—¿Sabes si tienen electricidad?

—Nosotros nos quedaremos sin combustible; ellos no. Su depósito de material biológico y vacunas está congelado en lo que viene a ser un búnker para el día del juicio final, alimentado por una pila nuclear.

—¿A qué distancia está?

—A ochenta kilómetros, cien como mucho.

—Entonces me voy para allá.

—Me parece estupendo, pero cuando hayas cumplido tu parte del trato. —Se señaló la cabeza con un dedo—. Tienes un paciente, ¿recuerdas?

—No puedo quedarme aquí para siempre.

—Debería tener títulos de anticuerpos protectores dentro de una semana más o menos. Si para entonces todavía pienso con claridad, tu trabajo habrá terminado. Ahora ten la bondad de efectuar un examen aproximado de mi estado mental que nos sirva de base, aunque no te diré cómo hacer tu trabajo, para que podamos documentar mi evolución en el tiempo. Cuando el mundo despierte de esta pesadilla, tendré que publicar el experimento. Podría valerme un Premio Nobel, si Suecia sobrevive.

Como disponía de tiempo libre y de la posibilidad de relajarse con seguridad, Jamie llevaba a las niñas a dar largos paseos por el campus, protegido y desierto en su mayor parte. De vez en cuando se cruzaban con una patrulla militar que les hacía esperar mientras hablaban por radio con el teniente Walker para confirmar los permisos de Jamie. Y, alguna que otra vez, un empleado del NIH salía al exterior tras verlos desde una ventana o se cruzaba con ellos dando un paseo. Todos querían que Jamie les contara lo que estaba pasando «ahí fuera».

—Era una señora simpática —comentó Jamie con las niñas tras despedirse de una mujer con acento ruso que fumaba sin parar.

Llevaban tres días en el centro. Jamie se había estado preparando para tener una charla con las niñas, y la ocasión parecía propicia: estaban descansadas y estaba seguro de que se sentían a salvo. Iban de la mano.

—Emma y Kyra, ¿estáis bien?

Respondieron alzando el pulgar como les había enseñado.

—Eso está bien. Kyra, quiero hablar de tu madre.

Ella lo miró inexpresiva.

—Tu mamá.

—Mamá —repitió ella.

—Estarás pensando: «¿Dónde está mi mamá?».

La niña apretó los labios.

—Mamá ya no está aquí —respondió.

A veces, a Jamie le sorprendía ver con cuánta velocidad mejoraba su lenguaje. Esa fue una de aquellas veces.

—Es verdad. Ya no está aquí. Tengo que decirte algo, Kyra. No volverá a buscarte.

—¿Cómo Rommy? —preguntó Emma.

—Sí, como Rommy. ¿Eso te pone triste, Kyra?

—No estoy triste.

Jamie no se escandalizó. El recuerdo que Kyra tenía de Linda abarcaba apenas unas semanas, durante las cuales, además, no había sido exactamente una madre modelo.

—Echo de menos a Rommy —dijo Emma.

—Yo también echo de menos a Rommy —añadió Kyra.

El perro había dejado una impresión mejor.

—Yo soy el papá de Emma. Emma es mi hija —explicó Jamie—. Yo quiero a Emma. Y Kyra también es mi hija. También quiero a Kyra.

—Quiero a papá —dijo Emma.

—Yo también quiero a papá —dijo Kyra.

De modo que era oficial: Kyra formaba parte de la familia. No hacía falta papeleo, visto el estado actual del mundo.

Caminaron un rato en silencio. Jamie se armó de valor para comentar el siguiente tema que lo angustiaba.

—Escapamos de los hombres malos —dijo por fin—. El señor Edison era malo. Su hijo Joe era malo.

—No me gusta Joe —saltó Emma.

—A mí también no me gusta Joe —añadió Kyra.

En una situación normal, Jamie hubiese aprovechado la ocasión para corregir la gramática, pero había problemas más importantes que abordar.

—¿Joe os hizo daño, chicas?

—Joe me hizo daño —contestó Kyra.

—Joe me hizo daño también —coincidió Emma.

Jamie les señaló la entrepierna.

—¿Os tocó ahí abajo?

—¡Sí! —respondieron las dos en voz muy alta.

—¿Os hizo daño ahí abajo?

—¡Sí!

Jamie intentó tragarse el nudo que se le había formado en la garganta.

—Papá mató a Joe porque hizo daño a mis niñas. Joe no volverá a haceros daño.

Abrió los brazos y las envolvió con ellos cuando se le acercaron.

Jamie preparó té para todos y dejó a las niñas en la pequeña sala de recreo para ir a buscar a Bigelow. Lo encontró en su dormitorio. Esperaba que se mostrara locuaz como de costumbre, pero lo vio muy serio y taciturno.

Se tuteaban desde hacía un par de días y, tras unos instantes incómodos, Jamie preguntó:

—Venga, Jonas, ¿qué pasa?

—Creo que es posible que tenga un problema.

—Te escucho.

—Me olvido de cosas.

Jamie se puso en modo médico, ocultando su aprensión tras un escudo de sobra practicado. Se sentó en el borde de la cama.

—Cuéntame.

—Esta mañana no recordaba el nombre de mi exmujer.

—No sabía que estabas casado. ¿Cómo se llama?

Bigelow arrugó la frente hasta desenterrar el nombre a la fuerza.

—Janice.

—Vale, bien. ¿Cuántos años estuvisteis casados?

Otra larga pausa, aunque insuficiente para sonsacar las fechas.

—Lo siento, no puedo.

—Vale, ¿te has fijado en si te ha fallado la memoria en algún otro momento del día?

—He tardado una eternidad en encontrar mi cuaderno del laboratorio.

—¿Dónde estaba?

—En el cajón donde lo guardo siempre, creo. He tenido que mirar en todos los armarios del laboratorio porque no tenía ni idea.

—Hagamos una cosa, repasemos nuestro repertorio estándar del test de memoria.

—¿Esto ya lo hemos hecho antes?

Habían hecho aquellas pruebas dos veces al día durante los últimos tres días.

—Sí, Jonas —respondió Jamie con delicadeza.

Le sometió al test de evaluación cognitiva de Montreal, en el que había obtenido, hasta el momento, unos resultados perfectos de treinta sobre treinta. Ese día obtuvo solo veinte sobre treinta, con fallos en las tareas de memoria a corto plazo, al recordar oraciones complejas y al restar algún que otro número. Era la puntuación de un paciente de alzhéimer de gravedad entre leve y moderada.

—¿Qué tal me ha ido? —preguntó Bigelow esperanzado.

—¿Cómo crees que te ha ido? —preguntó Jamie.

—No muy bien.

Jamie mintió con diplomacia.

—Unos cuantos errores más de lo normal, pero creo que estás cansado. ¿Por qué no te saltas nuestra reunión con el teniente Walker y descansas? Pasaré a verte otra vez esta tarde. —¿Teníamos programada una reunión?

Walker llegó puntual al instituto de las vacunas y subió directamente a la tercera planta. Jamie lo esperaba junto a la escalera. El teniente se apretó la máscara sobre la nariz con cuidado para asegurar el cierre y se ahorró el apretón de manos.

—¿Dónde está Bigelow?

Jamie señaló hacia uno de los laboratorios.

—No vendrá. Hablemos aquí.

—Eso suena ominoso —dijo Walker siguiéndolo.

Walker estaba al corriente de que Bigelow había probado una vacuna. Jamie le habló de los recientes cambios en su estado mental. Costaba interpretar la expresión de un hombre enmascarado, pero sus ojos entrecerrados le delataban.

—Entonces ¿la tiene?

—No sabría decirle.

—No me maree. Dígame la verdad. ¿Qué probabilidades hay?

—No puedo darle una cuota como si fuera una apuesta, teniente, pero existe la posibilidad de que el virus que se ha inoculado no estuviera lo bastante debilitado. Quizá se encuentre en las primeras etapas de la enfermedad.

—Entonces, hablando en plata, lo más probable es que esté jodido.

—El tiempo dirá, pero sí, es posible. —Walker sabía lo de Fort Detrick—. En ese caso, urge que vaya a Detrick. ¿Ha podido contactar con ellos?

—Lo he intentado, pero nada. Transmití por radio su petición de hablar con alguien de allí, pero cayó en un agujero negro en expansión con centro en el Pentágono y ya nunca salió de allí.

—Entonces, mire, dentro de un par de días, dependiendo de cómo le vaya a Bigelow, partiré hacia Maryland. Me gustaría viajar con una escolta militar si puede permitírsela y llevar una carta de presentación para quienquiera que esté al mando de las instalaciones.

—No estoy seguro de poder desprenderme de hombres —repuso Walker—. Se ha producido un aumento de la violencia en nuestro perímetro. Un grupo de civiles hizo una intentona anoche en la puerta norte y hubo que contenerlos. Escribiré una carta, pero quizá mi apoyo tenga que quedar en eso.

El walkie-talkie de Walker cobró vida. El cabo Deakins estaba en el vestíbulo y necesitaba hablar con él.

Deakins entró resoplando y jadeando.

—¿Qué sucede, cabo? —preguntó Walker.

—Señor, hay un civil presente —respondió Deakins mirando a Jamie.

—Adelante, cabo, no pasa nada.

—Acaba de llegar un mensaje del Pentágono. Los destacamentos del ejército y el servicio secreto que protegen la Casa Blanca no dan abasto para contener a la multitud. A primera hora de esta mañana ha habido una incursión. Han abierto brecha en la valla y los disparos han matado a una docena de civiles. Hemos recibido órdenes de retirarnos de Bethesda de inmediato y reforzar la Casa Blanca.

—Me cago en la puta —soltó Walker—. Dígales a los hombres que se preparen, cabo. Partimos dentro de una hora. Y envíe gente a todos los edificios para avisar al personal restante de que se quedan solos.

Deakins salió al trote y Walker se levantó del taburete.

—Lo siento, doctor. Ya le ha oído.

—Nos iremos con ustedes —dijo Jamie—. Necesito hablar con el presidente para que me dé acceso a Fort Detrick.

—No tengo autoridad para transportar civiles —objetó Walker—, y mucho menos autorización para meter civiles en la burbuja de la Casa Blanca.

—Entonces más le vale conseguir esa autoridad, o jugársela y hacerlo por su cuenta. Debería preguntarse si de verdad quiere pasar a la historia como el hombre que impidió que el mundo obtuviese una cura.

Walker parecía a punto de perder los estribos, pero al final bajó un poco los hombros.

—Vale. Solo usted y sus hijas. Nadie más. Delante de mi despacho. En una hora.

Jamie se aseguró de que las niñas comieran algo y fue a darle la noticia a Bigelow. No estaba seguro de lo que haría si le suplicaba marcharse con ellos, pero supuso que intentaría convencer a Walker.

Llamó con suavidad a la puerta de Bigelow, luego más fuerte.

No estaba cerrada con pestillo, de modo que entró.

La nota que tenía en el pecho resultaba parcialmente ilegible debido a las salpicaduras de sangre. Había una navaja suiza en el suelo.

La parte visible de la nota decía:

No soporto la idea de perder mis facultades. Mi cerebro siempre ha sido el mejor de mis órganos. Mi vacuna es un fracaso. Espero que la tuya sea un éxito.