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Mandy echó un vistazo por la mirilla y luego abrió la puerta, meneando la cabeza con gesto reprobador.
—¿Cómo has averiguado el número de mi habitación?
—Preguntando —contestó Jamie—. Suelen decirme que mi cara inspira confianza. ¿Puedo pasar?
—No creo que sea buena idea. Bajaré enseguida al bar del vestíbulo.
—Dame solo un minuto, ¿de acuerdo?
A ella no pareció hacerle mucha gracia.
—No te quedes en el pasillo. En este hotel nos conocen como unas veinte personas.
Mandy se sentó en la cama, cruzó las piernas y le señaló una silla. Él quería sentarse junto a ella y tumbarla de espaldas sobre el colchón, pero logró contenerse.
Catorce años sin el menor contacto, y ahora eso. Había pasado un año desde que volvieron a encontrarse en Bethesda, donde formaron parte del mismo comité de seguridad. Reencontrarse después de tanto tiempo era una de esas casualidades que suelen ocurrir en el mundo de la ciencia: aunque no esperaban que sucediera, tampoco les pilló totalmente por sorpresa. Jamie sabía que Steadman había escogido el virus que Mandy había creado, y Mandy sabía que Jamie había sido el encargado de desarrollar la carga NSF-4. Aun así, hasta entonces, sus órbitas de investigación habían estado separadas.
Se acordó del día en que la vio en el bufet del desayuno, antes de la primera sesión general. En su recuerdo, la Mandy de hacía catorce años tenía una melena larga y ondulada, y en el laboratorio siempre llevaba el mismo par de Levi’s desteñidos de cintura baja. La Mandy de ahora lucía un corte de pelo más práctico, más corto, y un vestido elegante, pero no había cambiado tanto. Su delicado rostro era frágil como la porcelana y su cuerpo seguía siendo esbelto, el resultado de una buena genética y no del ejercicio, como insistía ella. También olía igual, como si acabara de revolcarse por un prado de flores silvestres. Jamie nunca había olvidado ese olor. No era una fragancia de frasco, sino que emanaba de ella; era uno de esos recuerdos sensoriales que, hasta la fecha, todavía despertaban su añoranza. Jamie no sabía muy bien qué esperar de su reencuentro. Mandy no era de esas personas que exponían su vida en las redes sociales; la había buscado en internet, pero su presencia allí era escasa. Lo único que podía hacer era recordarla como cuando los dos eran unos jovencitos.
Sentado ahora frente a Mandy, pensó que aquella podría ser la misma habitación en la que ella se había alojado durante aquel primer encuentro del comité de seguridad. Recordaba perfectamente el aspecto que tenía por la mañana después de pasar la noche juntos. Su comportamiento había oscilado entre una felicidad atolondrada y una actitud arrepentida. Y siempre se comportaba del mismo modo, cada vez que se veían en aquellas reuniones trimestrales en Bethesda, unas reuniones que Jamie marcaba siempre con un círculo rojo en su calendario.
—¿Qué tal el vuelo? —le preguntó él.
—Sin contratiempos. ¿Y el tuyo?
—He tardado más en llegar al Logan conduciendo que al Reagan National volando.
—¿De verdad estamos hablando de cómo nos ha ido el viaje?
Jamie se echó a reír y se apartó un rizo de los ojos.
—Estoy preparándote con un poco de charla intrascendente.
—¿Preparándome para qué?
Él sabía que ella conocía la respuesta.
—Derek no pareció muy contento de oírme.
—¿Ah, no?
—¿No te dijo nada?
Mandy negó con la cabeza, reticente y visiblemente incómoda.
—No sabe nada, ¿no? —peguntó él.
—¡Pues claro que no! ¡Y nunca lo sabrá!
—Mira, por si te lo estás preguntando, yo también me siento culpable. No le conozco, pero estoy seguro de que está enamorado de ti.
Sus palabras sonaron sinceras porque era sincero.
A Mandy le tembló el labio inferior.
Los ojos azules de Jamie buscaron su mirada y, antes de que ella pudiera decir nada, lo soltó:
—Quiero estar contigo, Mandy. Y si escuchas a tu corazón, tú también dirás lo mismo.
Ella se puso en pie.
—Te dije la última vez que no podía seguir con esto. Por eso quería hablar contigo en el vestíbulo.
—Venga, quédate. Me portaré como un perfecto caballero.
Mandy volvió a sentarse, moviendo nerviosamente la mandíbula y haciendo que se le marcaran unos hoyuelos en las mejillas.
—No ha cambiado nada. No quiero hacerle daño a Derek. Le respeto demasiado.
—Respeto… —dijo Jamie con un exceso de sarcasmo del que se arrepintió al momento.
—Sí, respeto. Lo que pasó entre nosotros… fue un error. No permitiré que vuelva a ocurrir. Y por cierto, tú tampoco habrías dejado a Carolyn.
Jamie miró por la ventana hacia el aparcamiento del hotel.
—No quiero hablar de ella.
Mandy se había enterado de la muerte de Carolyn años después de que falleciera. Las dos mujeres no habían llegado a conocerse, aunque Mandy sabía que Jamie estaba casado cuando iniciaron su relación. Él se encontraba en Harvard con una beca de investigación, estudiando los factores de transcripción en el cerebro. Ella ocupaba el laboratorio situado al otro lado del pasillo y se dedicaba a desarrollar vectores virales para terapia génica. Ambos trabajaban hasta tarde. Y esas cosas suelen pasar… Un día a él se le escapó que tenía una hija. Mandy estalló y aquello fue el principio del fin. Al cabo de un año se trasladó a Indianápolis para aceptar un puesto de profesora adjunta en la facultad de medicina. Allí conoció a Derek, un biofísico. Las vidas de Mandy y Jamie se separaron de un modo al parecer definitivo.
—Tienes razón —convino ella—. Carolyn ya no puede decir nada, pero Derek Sí. Lo único que estoy diciendo es que en aquel entonces tomamos la decisión correcta.
—Yo habría dejado a Carolyn si no hubiera sido por Emma.
—¿Cómo está?
—Más difícil que nunca. Derek y tú habéis hecho bien en no complicaros la vida.
Mandy no le confesó que llevaban años intentando tener un hijo.
—Tal vez sí, tal vez no. ¿Tienes suficiente ayuda?
—No siempre. Por ejemplo, hoy. Como nos avisaron con tan poco tiempo, he conseguido que se quede a pasar la noche ni casa de una amiga, Kyra. No es santo de mi devoción, pero es mejor así que dejar que se quede sola en casa. Bueno, lo que se dice sola no habría estado, no sé si me entiendes…
—Pobrecillo… —le salió del alma a Mandy—. Déjame invitarte a una copa en el bar. A los dos nos irá bien un poco de etanol antes de que empiece la reunión. Va a ser de las más difíciles.
Los miembros del comité de seguridad charlaban entre ellos en lomo a una mesa en forma de herradura, en una de las salas de conferencias del hotel. Pasaban veinte minutos de la hora programada y Roger Steadman aún no había hecho acto de presencia. Jamie captó la mirada de Mandy y se señaló el reloj poniendo los ojos en blanco. Ella le devolvió una mirada cómplice. A ninguno de los dos le caía muy bien el gran doctor.
Cuando Steadman llegó al fin, acompañado de Colín Pettigrew, tomó asiento a la cabecera de la mesa.
—Nos ha sido imposible llegar antes —se disculpó—. Ciertos acontecimientos nos han retenido en Baltimore. Nuestra paciente ha muerto esta tarde.
La sala se quedó en silencio y Steadman procedió a presentar el informe. La señora Noguchi no había recuperado la conciencia en ningún momento. Su familia había insistido en que no se le aplicaran medidas extremas para mantenerla con vida y había muerto esa tarde por una parada cardiorrespiratoria.
—Ha mencionado que su síndrome clínico era compatible con una encefalitis. ¿Ha podido confirmarse? —preguntó un funcionario de la FDA.
Fue Pettigrew quien respondió.
—Hemos realizado un estudio serológico exhaustivo de muestras de sangre, orina y líquido cefalorraquídeo de la paciente. La causa de la muerte ha sido la encefalitis japonesa.
—¿Puede repetir eso? —exclamó Mandy, chasqueando los dedos para atraer su atención.
—Encefalitis japonesa. Sí, es algo sorprendente —añadió Pettigrew—, o al menos lo era.
—¿Qué quiere decir con «lo era»? —preguntó Mandy.
Steadman tomó la palabra.
—La paciente cero nació en Japón, pero no ha estado allí desde hace décadas, ni tampoco en ningún lugar donde el virus sea endémico. Poco después de recibir los resultados serológicos, un hombre de veintinueve años fue ingresado de emergencia en el Baltimore Medical Center aquejado de fiebres, vómitos y alteración de la conciencia. Ese hombre es el nieto de la paciente cero. Ahora se encuentra aislado en una UCI de neurología en estado crítico. Su familia nos ha informado de que hace dos días regresó a Baltimore procedente de Japón. Al parecer se trata de un ornitólogo que ha estado estudiando las poblaciones de aves silvestres en una remota región de la isla de Honshu. Allí el virus de la encefalitis japonesa es endémico, y no está claro si nuestro hombre estaba inmunizado.
—Doctor Steadman —le interrumpió Jamie—, no entiendo qué relación tiene todo esto con nuestra paciente. Es evidente que ese joven no ha podido entrar en contacto con ella. Si la memoria no me falla, su nieto no estaba en la lista cribada de visitas permitidas que usted mismo autorizó junto con el comité.
Steadman sabía sin duda que ese momento tenía que llegar, pero aun así se sintió como si hubiera tomado un trago de algo extremadamente amargo.
—No estaba en la lista. Por lo visto, hubo un fallo en el control de enfermería. El joven se presentó para ver a su abuela y su nombre es muy parecido al de su padre, que sí figuraba en la lista.
Jamie fulminó a Steadman con la mirada.
—Este es precisamente el tipo de violación del protocolo del que algunos miembros de este comité hemos estado advirtiendo en cada una de estas reuniones. ¡También en la última, hace solo un mes! —se quejó con rabia.
—Bueno —repuso Steadman mirando sus papeles—, reforzaremos este aspecto de la seguridad del protocolo para próximos pacientes.
Jamie estaba furioso y no lo ocultaba.
—Creo que no debería reclutarse a nuevos pacientes, no basta que podamos realizar una investigación exhaustiva de este incidente.
EL director de la Oficina de Terapias celulares, de tejidos y genéticas, la división de la FDA responsable del ensayo, intervino:
—Doctor Abbott, díganos qué investigaciones quiere que se lleven a cabo.
—Lo primero y más importante, necesitamos hacer pruebas moleculares de las muestras del cerebro de la paciente. Se está practicando la autopsia, ¿no?
Pettigrew señaló que estaban en ello.
—¿Los patólogos siguen un protocolo completo de riesgo biológico? —preguntó Jamie.
—Así se les ha indicado —respondió Pettigrew.
Jamie se dirigió a Mandy:
—Doctora Alexander, ¿puede analizar ese tipo de material en Indianápolis?
—Por supuesto, disponemos de una instalación P4.
—Entonces creo que la doctora Alexander debería realizar las pruebas para detectar la presencia de su adenovirus en el tejido de la paciente y comprobar si se ha visto alterado de algún modo.
Steadman estaba visiblemente harto de ser el chivo expiatorio, sobre todo en manos de un investigador inferior en el escalafón jerárquico.
—¿Adónde pretende llegar con todo esto, Jamie? La mujer ha muerto de encefalitis japonesa. Sé que ha estado dando la tabarra sin parar con el tema de la recombinación vírica, pero este no es el momento.
—Tiene razón —admitió Jamie—, y espero con todas mis fuerzas que de verdad no sea el momento. No necesitamos tener que lidiar con un virus nuevo, ¿no cree? Mandy… Quiero decir, doctora Alexander, ¿ha realizado pruebas sobre una posible recombinación de su virus con el de la encefalitis japonesa?
—¿Con ese virus en concreto? No. No podemos someter a prueba todos los virus conocidos hasta la fecha. Tenemos que priorizar. El virus de la encefalitis japonesa es un miembro de la familia Flaviviridae, que incluye también el virus del Nilo Occidental y el de la encefalitis de Saint Louis. He hecho pruebas con estos dos últimos, pero el de la encefalitis japonesa es distinto. Por descontado, ahora lo someteré a todas las pruebas pertinentes.
Steadman no estaba dispuesto a consentir que lo ningunearan de esa manera.
—Mientras ustedes se empecinan en cuestiones hipotéticas extremadamente remotas, yo me dedicaré a localizar al siguiente paciente para poder avanzar con esta investigación de crucial importancia. Millones de pacientes de alzhéimer y sus familias esperan una solución cuanto antes.
Jamie asintió secamente.
—Todos los que estamos en esta mesa estamos tan comprometidos como usted con la investigación contra el alzhéimer, pero al menos me alivia saber que este comité le exigió que introdujera un gen suicida en el vector. En el peor de los casos, y admito que se trata de una posibilidad remota, seremos capaces de destruir cualquier posible recombinación vírica.
Jamie se recostó en su asiento y esperó una respuesta. Sin embargo, Steadman permaneció muy callado y hosco durante el resto de la reunión.