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Sonaba como si algo sacudiera los barrotes de una jaula. Las frágiles manos de venas azuladas de la anciana se aferraban a las barras de la barandilla de protección y las zarandeaban con toda la fuerza de su demacrado cuerpo. El estruendo recorrió el pasillo hasta llegar al puesto de enfermería.

—Ya está otra vez —dijo la joven enfermera.

La supervisora no levantó la vista de su papeleo.

—¿Estás segura de que no se nos permite atarla? —preguntó la joven.

—Es la única paciente de esta ala. ¿A quién va a molestar?

—¿A mí?

La supervisora le dijo que, si tanto la molestaba, llamara al doctor Steadman y le pidiera una orden para inmovilizarla.

—No voy a llamarle para eso —repuso la joven enfermera, horrorizada—. ¿Puedo enviarle un mensaje al médico de guardia?

—Steadman se encarga personalmente de todas las instrucciones relacionadas con la paciente.

—Pues no pienso llamarle.

—Estupendo.

Entonces empezaron los gritos estridentes.

Chillidos. Sacudidas. Chillidos. Sacudidas.

La enfermera se llevó las manos a la cara.

—Dios, y ahora encima esto. ¿Qué está diciendo?

—Es japonés. ¿Acaso tengo pinta de hablar japonés?

—¿No sabe hablar inglés?

—Sí, pero solo recuerda el japonés.

Una enfermera un poco mayor salió de la sala de medicación.

—Seguro que tiene hambre y quiere arroz —dijo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó la enfermera joven.

—Me lo comentó su nuera. O eso, o es que se lo ha vuelto a hacer encima.

—¿Y no te acuerdas de si es una cosa o la otra? —preguntó la supervisora.

La enfermera mayor se encogió de hombros.

—Va alternando entre ambas frases.

—¿Quieres ir a comprobarlo? —La supervisora se dirigió a la enfermera joven.

Ella se quejó porque tenía que ponerse de nuevo el traje de protección. Cuando regresó al cabo de unos minutos, dijo:

—Creo que tiene hambre.

—¿No está mojada? —preguntó la supervisora.

—Completamente seca. Acabo de malgastar veinte dólares en equipo de aislamiento solo para comprobar que quiere arroz cuando apenas hace media hora que ha desayunado.

—Se olvida de que ha comido —añadió la enfermera mayor—. A mi padre le pasaba lo mismo.

—¿A qué hora está previsto que Steadman haga su gran hazaña? —preguntó la joven.

—A lo largo de esta mañana —contestó la supervisora.

—Puede que, cuando yo venga mañana para hacer mi turno, la mujer ya esté usando el botón para llamarnos y viendo culebrones.

—Tú sigue soñando.

Roger Steadman llegó a media mañana, custodiado por su séquito. Surcó el pasillo del hospital con su larga bata blanca desabotonada ondeando tras él, como el espináker del hermoso Beneteau que tenía amarrado en el puerto náutico de Baltimore. Su intenso bronceado y la fluidez de sus movimientos hacían que pareciera joven, aunque no lo era. Era uno de los veteranos del Baltimore Medical Center, una figura legendaria de la neurociencia estadounidense, con un currículum tan grueso como el listín telefónico de una pequeña población.

—¿Ruth? —llamó a la supervisora de enfermería—. ¿Está lista mi paciente?

Las tres enfermeras se pusieron en pie. Steadman era de la vieja escuela. Le gustaba que se cuadraran ante él.

—Lo está, doctor Steadman.

—Muy bien. Coja la jeringuilla y ayúdeme a ponerme el equipo.

—¿Va a administrarle usted mismo la dosis?

—Por supuesto. Hoy vamos a hacer historia. Marcadlo en vuestros calendarios, chicos y chicas —dijo dirigiéndose a sus estudiantes—. Durante muchos años, este día se recordará como el día en que se empezó a aplicar un tratamiento efectivo, quizá incluso una cura, para el alzhéimer. Y no podía dejar pasar la oportunidad de ser yo mismo quien administrara la primera dosis al paciente cero. Aparte de mí, el único médico de mi equipo que ha pasado las pruebas de detección vírica es el doctor Pettigrew. Le necesito para tomar las fotos. Colin, dime que has traído la cámara.

Colin Pettigrew, su colega de investigación, levantó la Nikon.

—Aquí la tengo —contestó con un afectado acento británico.

—Acuérdate de que mi lado bueno es el izquierdo. Aunque el derecho también está muy bien. —Ante el incómodo silencio que siguió, Steadman añadió—: Chicos, no estaría de más que os rierais de vez en cuando. No hay que tomarse la vida tan en serio.

Estudiantes y residentes se congregaron en el pasillo delante de la antesala del vestuario mientras la supervisora y los dos doctores se ponían los trajes, las mascarillas, los cubrezapatos y los guantes. A través del intercomunicador, Steadman hizo su numerito, apenas disimulado como una sesión de preguntas y respuestas.

—La señora Noguchi es la primera paciente de la fase uno del ensayo clínico basado en una novedosa terapia génica contra el alzhéimer —anunció—. Esta pregunta es para los estudiantes, no para los residentes: ¿cuál es el objetivo de la fase uno de un estudio clínico? Cualquiera de vosotros. Adelante.

Una estudiante alzó la mano con gesto ansioso.

—La seguridad.

—Correcto. La seguridad. Tratamos a un reducido número de pacientes secuencialmente, en este caso hasta diez pacientes aquejados de una enfermedad severa, y en el proceso vamos realizando exhaustivos perfiles de seguridad. Si todo va bien, y estoy bastante seguro de que irá bien, llevaremos a cabo un ensayo más extenso de fase dos, cuyo objetivo será determinar la eficacia. Por supuesto, durante la fase uno, a lo mejor recibimos un regalo de Navidad o de Janucá por adelantado, si obtenemos alguna señal de eficacia. Y lo sabremos porque haremos pruebas diarias de memoria y estado mental. Muy bien, como acabo de decir, este es un ensayo de terapia génica. ¿Cuáles son los componentes esenciales de una terapia génica?

Otro estudiante se apresuró a contestar:

—Una terapia dirigida y un virus para poder aplicarla.

Steadman dejó que la enfermera le anudara la bata a la espalda.

—Correcto. Un virus y una carga genética. En este caso, la carga es un factor de transcripción nuevo, el NSF-4, el recientemente descubierto factor de estimulación de la neprilisina, que ejerce un gran efecto en la producción natural de esta misma. ¿Alguien sabe lo que es la neprilisina?

Un estudiante con barba respondió con voz clara:

—Una proteasa que acelera la degradación de los beta-amiloides.

—Y díganos, por favor, ¿qué es un beta-amiloide? —preguntó Steadman.

Varios estudiantes trataron de responder, pero el de la barba se les adelantó.

—Es la sustancia tóxica que se acumula en el cerebro de los pacientes de alzhéimer. Las placas de proteínas que forman son las que provocan la demencia.

—Correcto —dijo Steadman—. Y le felicito por saber lo de la neprilisina. Es el primer estudiante que ha sido capaz de responder a eso.

—Según tengo entendido —prosiguió el aludido—, el NSF-4 fue descubierto por Jamie Abbott en Harvard.

Steadman disimuló su irritación tras la mascarilla quirúrgica.

—¿Cómo diablos sabe eso?

—Hice un doctorado en neurociencia antes de entrar en la facultad de medicina.

—¿Dónde?

—En Harvard.

—Bueno, eso explica que conozca al doctor Abbott. Jamie es un colega mío júnior. De todos es sabida mi contribución al descubrimiento y desarrollo del NSF-4, y la fabricación de ese producto de terapia génica es exclusivamente obra mía.

Steadman metió sus gruesos dedos en los guantes esterilizados.

—Muy bien, ya casi estamos —dijo—. La idea es introducir altas concentraciones de NSF-4 en el cerebro para eliminar las placas de beta-amiloides y revertir la demencia provocada por el alzhéimer. Antes de proceder, ¿quién de vosotros, aparte de nuestro amigo doctorado, sabe por qué en vez de administrar directamente la neprilisina o el NSF-4 optamos por recurrir a un proceso tan complejo como el de la terapia génica?

—¿Porque no atravesaría la barrera hematoencefálica? —respondió otro estudiante, un tanto inseguro.

—Correcto. Hay péptidos grandes que si se administran por vía oral no son absorbidos por el torrente sanguíneo y si se administran por vía intravenosa no llegan al cerebro. Así que vamos a introducir nuestra carga con un adenovirus nuevo desarrollado en Indianápolis que no solo es totalmente inocuo, sino que además penetra en el sistema nervioso central como un cuchillo caliente al cortar mantequilla. Una vez dentro, el virus introduce su carga genética en las neuronas diana. Nuestro virus no tiene capacidad para alterar o integrarse con los genes huéspedes. Tras hacer su trabajo, simplemente se degrada. Por esta razón, tendremos que administrar la dosis a nuestros pacientes una vez al mes.

El estudiante de la barba volvió a intervenir.

—No recuerdo ningún ensayo de terapia génica que requiera aislamiento. ¿Por qué este sí?

—En mi opinión es una medida excesiva —respondió Steadman en un tono malhumorado—, pero nuestro extremadamente prudente comité de seguridad nos obliga a hacerlo. —Su voz dio paso al sarcasmo—. En su infinita sabiduría, ya que este adenovirus nunca se ha utilizado con anterioridad, quieren eliminar la altamente remota posibilidad de que alguna visita introduzca un segundo virus. Hipotéticamente, e insisto, hipotéticamente, ese virus podría combinarse con nuestro vector, creando un híbrido que podría integrarse en el genoma del paciente o ser capaz de replicarse. Se nos ha exigido que realicemos una prueba previa al paciente, a todos sus familiares inmediatos y a todo el equipo médico, a fin de detectar posibles infecciones víricas. En ocasiones, la investigación puede llegar a ser un grano en el culo. Y ahora, chicos y chicas, empieza el espectáculo.

Steadman, Pettigrew y la enfermera entraron en la habitación de la paciente. La señora Noguchi los miró con recelo, se refugió en el extremo más alejado de la cama y empezó a farfullar en japonés.

Konnichiwa, señora Noguchi —saludó Steadman acercándose a la cama. A continuación comenzó a actuar ante su público, que escuchaba a través del intercomunicador y observaba la escena tras un par de ventanales de aislamiento—. Esta mujer ha perdido la capacidad de hablar o entender el inglés, y su mente ha retrocedido hasta utilizar solo su lengua materna. Esto ha supuesto un contratiempo para poder evaluar su estado mental, pero lo hemos solventado recurriendo a una enfermera del equipo de investigación que habla japonés. La señora Noguchi tiene setenta y ocho años y su enfermedad se ha desarrollado con extrema rapidez. Ha recibido los medicamentos estándares contra el alzhéimer, sin apenas resultados. Si no aplicamos una terapia experimental, se espera que en cuestión de seis meses se encuentre en estado vegetativo y que muera al cabo de un año. Enfermera, por favor, la jeringuilla.

La mujer le pasó la jeringuilla, ya cargada, conectada a un fino catéter.

—Sujétele la cabeza —ordenó Steadman—. No quiero ni pensar en todo el papeleo que habría que rellenar si la dosis acabara inyectada en la mejilla de la paciente.

Una vez bien sujeta la cabeza, y mientras Pettigrew pulsaba sin parar el botón de su cámara, Steadman insertó el catéter por una de las fosas nasales y presionó el émbolo.

—Ya está —anunció Steadman con un tono triunfal—. La paciente cero ha recibido su dosis. ¿Has tomado todas las fotos que quería, Colin?

El joven japonés se acercó al puesto de enfermería. Eran casi las nueve. La enfermera del turno de noche, con una única paciente a su cargo en el ala de investigación, estaba absorta en la lectura de su libro.

—Perdone —dijo el joven.

La enfermera dio un respingo.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Sé que ya pasa de la hora de visita, pero esperaba poder ver a mi abuela.

—¿La señora Noguchi?

—Sí. ¿Sería posible?

—La hora de visita acaba a las ocho.

—Lo sé, y lo siento, pero es que acabo de llegar de viaje. Tengo entendido que hoy ha recibido tratamiento y me gustaría verla.

La enfermera soltó un suspiro.

—¿Está usted en la lista? Si no lo está, no puedo dejarle verla.

—Soy su nieto.

—¿Cómo se llama?

—Ken Noguchi.

La enfermera echó una ojeada a la tarjeta pegada a su escritorio.

—Aquí tengo a un tal Kenji Noguchi.

El joven sonrió. Kenji era su padre.

—Soy yo.

—¿La ha visitado antes?

—No.

La enfermera volvió a suspirar.

—Muy bien. Déjeme enseñarle cómo ponerse el equipo de aislamiento. Son muy estrictos con eso. Luego le dejaré diez minutos con ella. ¿Habla usted japonés?

El joven sonrió de nuevo.

—Eso creo.

—Bien, porque yo no puedo comunicarme con ella. Por favor, sea bueno y averigüe si quiere su pudin.

La enfermera le hizo pasar a la antesala. A través del intercomunicador, le dio instrucciones para ponerse el equipo. Mientras lo hacía, el joven tosió y se secó unas gotas de sudor de la frente.

—No estará enfermo, ¿no? —le preguntó ella—. Si lo está, no puede entrar.

—No estoy enfermo. Es solo alergia.

Empezó a quitarse los zapatos.

—No hace falta que se los quite. Póngase los patucos por encima.

—Quitarse los zapatos es una señal de respeto —repuso, y acabó de ponerse el cubrezapatos y los guantes.

—Muy bien, ya puede entrar. Volveré enseguida.

Deslizándose por el suelo con sus patucos, el joven se acercó a la cama y esperó a que su abuela abriera los ojos. Se habría quedado allí los diez minutos sin molestarla, pero empezó a toser en su mascarilla.

La señora Noguchi abrió los ojos con expresión aterrada.

—Abuela, soy yo —le dijo él en japonés.

Ella se agarró a la barandilla de protección y empezó a sacudirla.

—No te asustes, soy tu nieto.

La anciana trataba de apartarse de él. El joven miró por encima del hombro para comprobar si la enfermera estaba vigilando, y entonces se bajó la mascarilla.

—Mira, soy yo.

Ella dejó de zarandear la barandilla e intentó enfocar la mirada a través de sus ojos acuosos.

—¿Kenji, mi hijo?

—No, abuela. Soy Kenneth, tu nieto.

La anciana le dirigió una sonrisa inexpresiva.

—Estaba trabajando en Japón, abuela. Acabo de regresar. Vengo directo del aeropuerto.

—¿Tú sabes por qué estoy aquí? —preguntó ella observando la habitación—. ¿Quién es toda esa gente? ¿Por qué se esconden detrás de las mascarillas?

—Estás aquí para recibir un medicamento nuevo. Están tratando de ayudarte.

—¿Tú sabes por qué estoy aquí? —volvió a preguntar la anciana.

—Para recibir un medicamento —repitió él.

—¿Dices que eres mi nieto? Dame un beso.

Ken se inclinó para besarla en la frente y volvió a toser.

—Perdona —dijo retrocediendo un poco y subiéndose la mascarilla.

Los aerosoles se dispersaron de su boca a una velocidad de quince metros por segundo, rociando los ojos parpadeantes de la anciana con una película apenas perceptible. Las partículas víricas que el joven traía de Japón se posaron en la membrana conjuntiva, rosácea y reluciente de su abuela. Antes incluso de que él saliera de la habitación, ya habían empezado a entrar en el torrente sanguíneo.

Por la mañana, el virus de su nieto había traspasado las defensas inmunológicas de la anciana y había atravesado la barrera hematoencefálica. En el interior del cerebro, millones de partículas víricas infectaron millones de neuronas, y algunas de ellas entraron en contacto con el virus ya aposentado que había sido introducido mediante la terapia génica. Cuando se encontraron, los dos virus se unieron y fundieron sus membranas. Al instante, su material genético empezó a combinarse.

El nuevo virus que formaron no tenía nombre.

El doctor Steadman avanzaba a toda prisa por el pasillo, seguido de cerca por el doctor Pettigrew. La supervisora de enfermería se unió a ellos.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó Steadman.

—Una media hora. Le llamé en cuanto observé los cambios.

En el chequeo de constantes vitales de primera hora, la paciente había registrado una leve febrícula. A media mañana, la fiebre había subido y la anciana había empezado a toser. En cuanto fue informado, Steadman ordenó un examen de enfermedades infecciosas.

—El técnico de esa especialidad no está en la lista —le había dicho la enfermera.

—No me importa —había respondido Steadman—. Esto es una emergencia.

Una técnica de radiología llamada González había recibido un permiso especial de Steadman para entrar en la habitación. Mientras colocaba el detector de imágenes por debajo de la espalda de la señora Noguchi, esta tosió y le roció la frente y la mascarilla.

—Por favor, no vuelva a hacerlo —la regañó González—. Solo me faltaría pillar ahora un resfriado. Me voy de vacaciones.

Los dos doctores y la enfermera se apresuraron a ponerse el equipo y, una vez dentro de la habitación, Steadman evaluó la situación. La señora Noguchi estaba tumbada boca arriba, inmóvil, con los ojos cerrados. Steadman preguntó qué habían dicho los de enfermedades infecciosas.

—Aún no saben nada —contestó la enfermera—. Le están haciendo cultivos. También trajeron un equipo de rayos X portátil. El resultado ha sido negativo.

—¿Le han hecho una punción lumbar?

—Han dicho que deberían hacerla los de neurología.

Konnichiwa! —soltó Steadman alzando la voz.

Al no obtener respuesta, se inclinó sobre la paciente y gritó más fuerte.

—No responde —dijo la enfermera.

—Eso ya lo veo —murmuró Steadman.

Procedió a hacerle un rápido examen neurológico y declaró que sus vías sensoriales y motrices estaban intactas.

—No hay nada focalizado, ninguna señal de apoplejía o derrame. Parece ser un proceso difuso. Llame de nuevo a los de enfermedades infecciosas. Quiero hablar con ellos personalmente. Con la fiebre y el coma, tenemos que descartar cualquier tipo de encefalitis.

—¿Puede haberlo causado la terapia génica? —preguntó la enfermera.

—Por supuesto que no —espetó Steadman rabioso—. No sea estúpida. El vector es totalmente benigno.

La enfermera abrió los ojos como platos por encima de la mascarilla y, dolida por el insulto, retrocedió un paso.

Steadman ni lo advirtió.

—Colin, quiero que le hagas una punción lumbar. Ruth, vaya a prepararlo todo para hacerle una resonancia. Dígales que la quiero con la máxima urgencia posible. Tenemos que llevarla abajo con una mascarilla.

La enfermera salió a toda prisa de la habitación, dejando solos a los doctores.

—Voy a por un equipo para la punción lumbar —dijo Pettigrew.

—Envía el líquido cefalorraquídeo para un examen serológico completo.

—Por supuesto —contestó Pettigrew—. Por cierto —añadió señalando la cámara que llevaba bajo la bata—, ¿quieres que tome algunas fotos?

—No, Colin —masculló Steadman furioso—, no quiero que tomes ni una foto.