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Estaba a cuatrocientos metros, pero el edifico de ladrillo rojo era tan grande que llenaba todo el parabrisas de Jamie. Casi había amanecido y, si su cansada vista no lo engañaba, distinguía luces en unas cuantas ventanas.

Si eso era electricidad, había esperanza.

Su estremecido suspiro de alivio despertó a las niñas. Emma se movió bajo la manta.

—Tengo pis.

—Enseguida.

—Tengo hambre —dijo Kyra.

—Enseguida —repitió Jamie.

La liberación de la tensión acumulada tuvo el efecto de debilitarlo. Al cabo de un instante, su cuerpo sucumbió al agotamiento. Durante el viaje nocturno a través de cuatro estados, no había bajado la guardia ni por un minuto. Estaba alerta a cualquier contratiempo, aunque no los hubo. Cualquier curva y cualquier intersección en la carretera ocultaba una potencial amenaza. Siempre que se cruzaba con un vehículo, mantenía una mano en el volante y con la otra asía la pistola, preparado para responder a la violencia con más violencia.

Ante él se extendía el campus de los Institutos Nacionales de la Salud, un complejo enorme de diversas instalaciones, una pequeña ciudad. El imponente edificio de ladrillo era el Centro Clínico, al que pacientes desesperados de todo el país acudían para recibir tratamientos experimentales. Jamie había visitado el campus muchas veces. Sabía dónde estaba todo, pero entrar en las instalaciones era su próximo desafío.

La verja del acceso principal estaba cerrada y un par de Humvees del ejército bloqueaban la calzada al otro lado. Custodiaban la puerta tres soldados con uniforme de camuflaje del desierto y mascarilla, con las armas en la mano. Jamie se les acercó poco a poco y entre la neblina de la mañana distinguió las tiendas de campaña y los coches aparcados en el césped a lo largo de Cedar Lane, a ambos lados del camino. Un puñado de figuras fantasmagóricas, envueltas bajo un manto brumoso, repararon en su coche y se dirigieron a la entrada.

Uno de los soldados levantó la mano y, al ver que Jamie seguía avanzando, alzó el fusil. Jamie frenó, dejó el Volvo al ralentí y bajó la ventanilla.

—Estas instalaciones son una zona restringida —dijo el joven sargento con voz ronca, antes de que Jamie pudiera decir nada—. Dé la vuelta y márchese.

—Necesito entrar. Soy el doctor Jamie Abbott. Soy un investigador médico de Boston. He estado trabajando en una cura para la epidemia.

—No dejamos entrar a nadie, señor. Son órdenes estrictas.

—Traigo unas muestras biológicas de importancia crucial.

—No se entra. Punto.

Jamie perdió los estribos; sus gritos volcánicos despertaron a las niñas.

—¿Es que no entiende lo que le estoy diciendo? ¡Llevo la puta cura dentro de este coche! ¡Llame a alguien que me autorice a entrar o asuma la responsabilidad de tirar este país por el retrete!

Al oír la bronca, los otros guardias levantaron sus armas, pero el soldado que la había recibido les indicó que tenía la situación bajo control. Hasta que vio la pistola en el salpicadero y el fusil apoyado en el asiento del copiloto.

—¡Armas! —gritó.

Los otros dos centinelas, soldados rasos, acudieron corriendo y abrieron la puerta del copiloto. A punta de pistola, ordenaron a Jamie que bajara del coche y se tumbara boca abajo en el pavimento. Él obedeció y pidió disculpas por gritar, pero la situación se le había ido de las manos, y las niñas estaban chillando. Confiscaron su pistola y su fusil AR-15.

—Dígales que se callen —ordenó el sargento mientras le ataba las manos a la espalda con una brida.

—Emma, Kyra, no pasa nada. No me han hecho daño, estoy bien.

Se abrieron puertas de tiendas de campaña y de coches y acudió más gente a la verja. Uno de los soldados perdió los nervios.

—¡Eh, capullos, os he dicho que no os acercarais aquí, hostia! Si alguien da un paso más, le pego un tiro.

Los madrugadores dejaron de avanzar.

—¿Lleva algún arma más en el coche? —le preguntó el sargento a Jamie.

—Hay un cuchillo en la guantera central. Eso es todo.

—¿Qué me dice de ellas? ¿Llevan algo?

—Las niñas están infectadas. Son inofensivas.

El sargento le registró los bolsillos y encontró su cartera, con la tarjeta del Hospital General de Massachusetts y los tubos de plástico con el polvito.

—¿Qué es esto? —preguntó, agachándose y poniendo los viales ante su cara.

En esta ocasión, Jamie se controló.

—Es la cura sobre la que le chillaba —respondió con calma—. De verdad, tiene que llamar a alguien.

El puesto de mando del Ejército se encontraba en la oficina de ingresos, en la planta baja del Centro Clínico. No había calefacción, de manera que todo el mundo llevaba puesto el abrigo para protegerse del frío otoñal. Un teniente bien afeitado y con el pelo rapado escuchó la historia de Jamie en un silencio inquietante. Costaba dilucidar su estado de ánimo, porque Jamie no logró convencerlo de que la mascarilla era innecesaria. A juzgar por sus ojos, a Jamie le pareció que le interesaban más Emma y Kyra, que estaban sentadas a su lado dando cuenta de un plato de galletas y sendas latas de refrescos.

Cuando Jamie terminó, el teniente Walker le expuso su opinión con tono cansino.

—Verá, doctor Abbott, no hay manera de verificar ninguna parte de su historia más allá de su nombre y su tarjeta del hospital. En los viejos tiempos, ya saben, hace un mes, me hubiese bastado con hacer un par de llamadas o mirar en Google para saber si era usted sincero. Ahora ¿qué se supone que debo hacer? —Jamie no estaba seguro de que la pregunta fuese retórica, pero antes de que ofreciese una sugerencia útil, Walker señaló los tubos de plástico de encima de la mesa—. ¿Dice que esos polvos son una cura?

—Media cura. Mi esperanza es que la otra mitad esté aquí.

El soldado buscó inspiración entre los paneles acústicos de color beis del falso techo.

—No creo que suponga usted una amenaza para mi misión, doctor Abbott. No le juzgo por llevar armas en el coche. Hay muchos peligros ahí fuera.

—¿Cuál es su misión? —preguntó Jamie.

—Nos han encomendado proteger estas instalaciones. Aquí hay reservas de medicamentos y vacunas esenciales. En el campus quedan unos pocos científicos no infectados; lo que ellos hacen escapa a mi competencia. Mi trabajo es asegurar que el combustible llega a los generadores clave para que esos científicos puedan hacer su trabajo y mantener refrigeradas las reservas. También me ocupo de negar la entrada a los ciudadanos que quieren lo que nosotros tenemos: electricidad y comida. Estoy seguro de que ha visto a los bárbaros en las puertas. Se están poniendo cada vez más agresivos. Hay un elemento armado que ha realizado una serie de incursiones, para poner aprueba nuestro perímetro. Hemos rechazado esas incursiones. Por el momento. Si cree que tiene una oportunidad de curar la plaga, supongo que me la jugaré y le daré acceso a las instalaciones. ¿Adónde necesita ir?

—Creo que la mejor opción sería el Centro de Investigación de Vacunas.

Walker contempló su mapa del complejo.

—Eso es el edificio 40. Bienvenido al NIH, doctor. Le asignaré un acompañante, al menos durante un tiempo. Confiar pero verificar, ese es mi lema.

El acompañante era un cabo afroamericano llamado Deakins que enseguida hizo buenas migas con las niñas porque les dedicó una simpática sonrisa y les hizo un truco de magia con una moneda de dólar de plata. Después de pedirles que subieran a su Humvee, le preguntó a Jamie de dónde era.

—De Boston, pero ahora mismo venimos de Indianápolis.

—Supongo que será una larga historia —dijo Deakins.

—Sí que lo es.

—Bueno, yo soy de Jacksonville —explicó el soldado—. No soporto ni pensar lo que estará pasando.

—¿Tiene familia allí?

Deakins arrancó.

—Padres, hermanos, exmujer y dos hijos. La última vez que hablé con ellos fue el día antes de que se fuera la luz en Florida. Ya hace semanas, y créame si le digo que la preocupación no va a menos. Sé que mi madre pilló la enfermedad, y también mis dos hermanas. Pero ahora… Joder, no tengo ni idea de lo que pasa. Tiene suerte de llevar con usted a sus hijas. Eso es una bendición.

Jamie no lo sacó de su error acerca de Kyra. Suponía que, a esas alturas, ya era como una hija suya.

—¿Le importa que le pregunte una cosa, cabo?

—Dispare.

—¿Qué le impide coger este Humvee y…?

Deakins terminó la frase por él.

—¿… y tirar por la 1-95 para reunirme con mi gente? Lo que me lo impide es mi juramento. Soy un soldado. No abandono mi puesto, ni por mi familia ni por mis amigos ni por nadie. Hemos tenido desertores. A montones. La mayoría se van de rositas, pero ¿y los que no? Yo se lo digo. El teniente Walker tiene un pelotón de fusilamiento que funciona como una máquina bien engrasada.

Jamie le preguntó si hablaba en serio. Él contestó que sí, y el doctor le creyó.

El edificio 40 era una estructura ultramoderna de hormigón y cristal, con un atrio discoidal que tenía el mismo aspecto que si un platillo volante se hubiera posado en el techo. Deakins paró el vehículo y preguntó a Jamie a quién buscaba.

—A cualquiera que pueda ayudarme a crear una vacuna.

Deakins llevaba un portapapeles.

—Vamos a ver. Edificio 40. ¿Quién hay aquí? —Jamie vio muchos nombres tachados—. ¿Sabe qué? —dijo Deakins—. En todo este edificio gigantesco solo tenemos un tipo. El resto se ha largado. A ver si localizamos al doctor Jonas Bigelow.