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En el ambiente flotaba un olor a antisépticos y pesimismo.

Nadie había votado a Jamie para convertirlo en su líder, pero todos los que estaban en cuarentena acudían a él en busca de respuestas. Y él tenía muy pocas que ofrecer.

No ocultó lo poco que sabía. A lo largo de la noche, cada vez que él o Carrie Bowman salían de la sala de aislamiento en la que se encontraba Andy Soulandros, todos le preguntaban si la terapia había surtido algún efecto. Su hermano Dave estaba especialmente nervioso y se dedicaba a hacer sudokus en el móvil de forma compulsiva para comprobar su propio estado mental. Cuando Jamie salió de la asamblea con el CDC, reunió al personal médico y sanitario y les explicó en un tono sombrío que el tratamiento con doxiciclina no servía para nada. Luego repitió el mensaje a todos los pacientes y familiares que se habían visto abocados a aquella trágica situación la noche anterior.

—¿Cuánto tiempo tiene que pasar hasta que sepamos si estamos a salvo? —preguntó una mujer que había acudido para recibir una inyección para sus migrañas y que había estado sentada en la sala de espera junto a Andy Soulandros.

—Es difícil de precisar —respondió Jamie—. Un par de días, tal vez. Pero en estos momentos es solo una hipótesis.

—Mi marido y mis hijos están fuera.

—Pero no querrá infectarlos, ¿no?

—Puedo ponerme guantes y mascarilla. No pueden retenernos aquí, ¿verdad?

Según las autoridades sanitarias, sí que podían. A media mañana se había impuesto una orden de cuarentena en el Hospital General y en otros centros hospitalarios de Massachusetts donde se habían detectado casos sospechosos de SAF. Y no era el único estado afectado. Según el incesante aluvión de informaciones que publicaban los medios, numerosos departamentos sanitarios, tanto locales como estatales, estaban adoptando medidas similares por todo el país.

Al mediodía el CDC emitió un comunicado de prensa en el que describía el nuevo síndrome y recomendaba a la población que permaneciera en sus casas hasta que dispusieran de más datos sobre los contagios. Se urgió a las guarderías, escuelas y universidades a cerrar temporalmente. Los hospitales tenían potestad para rechazar a los pacientes que no requirieran una atención médica urgente. Se aconsejaba a los ciudadanos que llevaran mascarillas si tenían que salir para comprar provisiones o medicamentos de emergencia.

De forma casi inmediata se produjo una estampida humana en dirección a cajeros, supermercados y farmacias. Las estanterías se vaciaron. Las aceras se llenaron de emprendedores avispados que vendían mascarillas por cinco dólares y frascos de gel hidroalcohólico por veinte.

La Casa Blanca pidió calma e hizo comparecer al secretario de Seguridad Nacional en la sala de prensa. No tenía mucho más que añadir al comunicado emitido y fracasó a la hora de intentar transmitir confianza. El director general de Salud Pública también se plantó ante las cámaras, aunque su intervención no fue mucho más convincente.

En el puesto de enfermería de la unidad de biocontención había un televisor, y algunos de los confinados se agolparon a su alrededor para ver cómo los reporteros provistos de mascarillas que aparecían en la pantalla señalaban hacia sus ventanas. Otros pasaban el tiempo tumbados en las camillas, mirando sus móviles, hablando con familiares y amigos o siguiendo el desarrollo de los acontecimientos en las redes sociales.

Desde la cafetería del hospital les traían bandejas de comida que dejaban delante de una de las salidas de emergencia. Una planta más abajo, un vigilante de seguridad con mascarilla controlaba que nadie saliera huyendo por las escaleras cuando se desactivaba la alarma para que pudieran recoger la comida.

Al caer la noche, Jamie leyó los documentos con las directrices del CDC y vio las noticias en la televisión con una creciente sensación de temor. Seguro que habría muchos más casos. La cuestión era cuántos. A las cuatro de la tarde había sido invitado a formar parte de un grupo de trabajo del CDC que le había puesto al corriente de los últimos datos. Las lagunas en las directrices de Salud Pública no hacían más que avivar la preocupación, que rozaba el pánico. ¿Qué debía hacer la gente si uno de sus seres queridos contraía el SAF? ¿Cuidarlo? ¿Abandonarlo? ¿Y qué ocurriría si la enfermedad afectaba a alguien que vivía solo? Jamie no alcanzaba ni a imaginar el abrumador terror existencial que una amnesia completa y repentina podía provocar. ¿Serían capaces esas pobres criaturas de encontrar comida y agua en su propia casa?

Se dirigió a la sala de guardia y trató de contactar de nuevo con Emma. Había hablado con ella por última vez a media mañana. La muchacha había respondido con aire aburrido y despreocupado, y se excusó diciendo que iba a prepararse un café. Jamie creyó oír que había alguien más en la cocina, pero ella le juró que estaba sola. Desde entonces la había llamado cada hora, pero Emma no había contestado ni al móvil ni al fijo. Desde que su hija había entrado en la fase rebelde, Jamie se había pasado horas y horas bullendo por dentro entre la ira y la aprensión, pero aquello ya pasaba de la raya.

—Coge el maldito teléfono —masculló.

Las chicas cogieron la línea verde hasta Prudential Center y cuando llegaron, a las once y media, el centro comercial estaba muy concurrido. Emma no llevaba mucho dinero y solo se compró algo de maquillaje. Kyra quería un top, así que fueron de tienda en tienda hasta que encontró una camisola que le gustaba en Ralph Lauren.

—¡Cuesta noventa y cinco dólares! —exclamó Emma.

—¿Te parece muy cara?

—Tú sabrás, es tu dinero.

—Igual paso.

Kyra se compró un pañuelo que salía bien de precio y luego fueron a almorzar al Cheesecake Factory. Uno de los camareros cambió la mesa con su compañera para poder servir a aquellas dos chicas tan guapas. A ellas les gustó el joven, con su pelo rebelde y sus brazos tatuados, y dejaron escapar algunas risitas tontas mientras pedían.

—¿A qué hora tienes que volver? —le preguntó Kyra a su amiga.

—No sé. ¿Por qué?

—¿Y tu perro retrasado qué? ¿Te has olvidado de él?

Emma no había avisado a Maria para que no fuera a su casa.

—Lo sacará la asistenta. Y Rommy no es retrasado.

—¿Quieres ver mi pañuelo?

—Ya lo he visto.

Kyra empujó la bolsa hacia Emma con un pie.

—Tú mira bien.

Emma echó un vistazo y soltó un grito ahogado. Bajo el pañuelo estaba la carísima camisola de seda.

—¡Joder, tía! Dime que no lo has hecho.

—Lo he hecho.

—Si te pillan, tu madre te crucificará.

—Pero no me han pillado, ¿no?

Al principio no se dieron cuenta de que los clientes que tenían alrededor miraban nerviosos sus móviles, pagaban la cuenta a toda prisa y se marchaban. Cuando el restaurante estaba ya casi vacío, Kyra se preguntó qué estaría pasando.

El camarero se acercó y les dijo si querían otro refresco.

—Eh, ¿os habéis enterado?

—¿De qué? —preguntó Emma.

—Se ve que hay una epidemia o algo así. Me lo ha dicho el encargado. Por eso se está largando la gente.

—Cuéntanos algo que no sepamos —soltó Emma.

—¿Ah, sí? ¿Ya lo sabéis?

—Mi padre es médico. Fue el primero en enterarse.

—Genial. Os traeré vuestras Coca-Cola Light.

El chico volvió con los refrescos y se puso a charlar con ellas. A su alrededor solo quedaban unas pocas mesas ocupadas.

—¿Qué hacéis esta tarde, chicas? —les preguntó—. Vamos a cerrar. El encargado dice que no vale la pena que tengamos abierto.

—Donde caben dos, caben tres —contestó Kyra con otra risita tonta.

El joven tosió un par de veces y Emma le pasó su servilleta.

—¿Has oído hablar de los gérmenes?

—Mi hermana mayor solía insultarme llamándome así.

—Quiero ir al paseo marítimo —propuso Kyra.

—Estupendo —dijo el chico—. Mi madre y mi tía acaban de volver de un crucero por el Caribe. El puerto es lo más cerca que estaré nunca de viajar en crucero.

—No tenemos que pagar la cuenta, ¿no? —preguntó Kyra, batiendo las pestañas coquetamente.

El camarero echó un vistazo al salón casi vacío.

—Ni en broma. Larguémonos de aquí.