56
Llegó febrero, y con él un frío inclemente.
No pasaba una hora de sol sin que se oyera el rugido de las sierras mecánicas talando árboles para hacer leña.
Jamie y Connie siguieron adelante como si fueran una pareja de divorciados obligados a vivir juntos por motivos prácticos. Tenían cosas más importantes que hacer que reñir, como, por ejemplo, intentar mantener caliente a todo el mundo y estirar al máximo posible sus limitadas raciones. Todos estaban perdiendo peso, incluido el golden retriever, aunque Arthur era cada vez más hábil cazando conejos. Se aseguraban de que Kyra, a quien empezaba a notársele barriga, recibiera comida extra, y aparecieron vitaminas prenatales después de una de las excursiones de Streeter para buscar alimentos. Para bien o para mal, los tres adolescentes formaban parte de una unidad familiar en la que Jamie y Connie hacían las veces de padre y madre.
Las rutinas no variaron. Las jornadas transcurrían entre hacer visitas médicas, partir leña con un hacha que tenían que devolver a Rocky cuando terminaban, cocinar y limpiar. De noche educaban a Emma, Kyra y Dylan delante del fuego. Adoptaron el hábito de contar un cuento basado en las experiencias de Jamie o Connie o de leerles un pasaje de algún libro de la biblioteca de Holland, que luego usaban como punto de partida para una lección. Una lectura de Caperucita Roja, por ejemplo, precipitó una sucesión de enseñanzas que se prolongó durante varios días. Conocían el color rojo, pero ¿qué sabían del resto de los colores y tonalidades? ¿Qué es una abuela y cómo se estructuran las familias? ¿Qué es una caperuza y cómo se llaman las demás prendas? ¿Qué es un lobo? ¿Por qué quería comerse a la abuela? ¿Por qué comemos nosotros? ¿Qué es la digestión? ¿Qué otros animales viven en el bosque, además del lobo? ¿Qué es un zoo? ¿Qué diferencia hay entre un cuento y una historia real? ¿Qué es un escritor? ¿Por qué lee libros la gente? ¿Cómo se hace el papel? ¿Qué es un invento? ¿Qué es una idea? En el proceso, los niños absorbían información como esponjas, creaban nuevos recuerdos y desarrollaban vocabulario y fluidez lingüística.
Los reclutas de Holland, en cambio, solo aprendían la Biblia y la versión simplificada y aséptica de la historia estadounidense que él les ofrecía. Era como si coincidieran dos escuelas en el mismo barrio: una, sofisticada y progresista; la otra, anclada en un plan de estudios reducido y anquilosado.
Los hombres de Streeter se mantenían ocupados cortando y apilando leña, cazando para conseguir carne fresca, pescando en el hielo del lago y patrullando el campamento a todas horas. En cuanto el lago se heló del todo, a Streeter se le ocurrió que Jamie y los demás podrían fugarse cruzando el hielo hasta el terreno vecino, de modo que los hombres instalaron vallas y alambradas en la orilla. Clavar postes en el suelo congelado era un trabajo arduo y agotador, y Jamie y Connie atendieron a varias personas aquejadas de ampollas sangrantes y dedos congelados.
Por pura necesidad, Holland mandaba a Streeter fuera del campamento en misiones cada vez más frecuentes y lejanas para encontrar conservas, alimentos secos, jabón, vitaminas, desinfectantes, velas, pilas y papel higiénico. Streeter solía llevar consigo a Rocky y a Roger, y a veces se ausentaban durante dos o tres día seguidos. Al volver, el aliento les apestaba a alcohol, y en los sacos donde llevaban los víveres tintineaban las botellas. Holland hacía la vista gorda porque Streeter era el abastecedor. Y porque le tenía miedo.
Jamie intentaba no cruzarse con Streeter, cuyo comportamiento era cada vez más errático. Siempre había machacado verbalmente a los reclutas, pero empezaba a amenazar también a sus propios hombres. Y cada vez que veía a Jamie, simulaba una pistola con la mano y fingía que disparaba. Un centinela muy flaco llamado Jake, que siempre moqueaba, fue a ver a Jamie un día porque tenía tos y dolor en el pecho. El médico le hizo levantarse la chaqueta y la camisa y vio que tenía media espalda llena de cardenales. Le palpó la caja torácica y encontró una costilla rota.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jamie.
—Me caí, creo.
—Te caíste. Crees. No cuela. ¿Quién te ha pegado?
—¿No puede curarme y punto, doctor?
—Fue Streeter, ¿verdad? ¿Por qué te pegó?
Jake miró a su alrededor, nervioso.
—Me olvidé de despejar el camino hasta su letrina con la pala después de la nevada de anteayer.
Sin agua corriente, los váteres se congelaban, y Rocky había construido letrinas por todo el campamento.
Jamie no podía demostrarlo, pero tenía una teoría sobre el comportamiento de Streeter. Durante el último mes, no había percibido indicios de consumo de opiáceos. Sospechaba que se había quedado sin. Lo que sí parecía tener era metanfetamina de sobra, porque de un tiempo a esa parte siempre andaba colocado. Miraba de un lado a otro como una fiera rabiosa, con las pupilas grandes como guisantes, los dientes medio podridos y rascándose sin parar la piel seca.
Un día, después de la ronda, Connie volvió a la cabaña y se llevó a Jamie al dormitorio.
—Acabo de examinar a una cría del barracón cuatro. Chrissie, ¿la conoces?
—¿Así como bajita, con el pelo castaño? —preguntó Jamie.
—Sí, esa. Tenía una especie de dolor que costaba localizar; ya sabes, no dominan el lenguaje tan bien como nuestros hijos. Al final he descubierto qué es. Tiene una pequeña fisura anal.
Jamie se puso hecho una furia.
—¿Ha sido Streeter?
Connie asintió.
—He conseguido que Chrissie lo reconociera. Le tiene un miedo atroz.
—Voy a hablar con Holland —dijo Jamie.
—Para lo que servirá…
Tenía razón. Holland le escuchó, con una mueca de dolor. No paraba de suspirar y hasta gimió, pero al final no se comprometió a hacer nada, ni siquiera a hablar con Streeter del tema.
—¿Qué se supone que vamos a hacer, Jack? —dijo Jamie—. ¿No te basta con la violación anal? ¿Hay que esperar a que mate a alguien?
Holland tenía un libro en el regazo. Lo cerró y lo agarró con tanta fuerza que le temblaron las manos.
—Estamos en pleno invierno. Chuck es el mejor cazador. Trae carne a la mesa. Chuck es el mejor recolector. Sus visitas a los pueblos de los alrededores siempre son productivas. Me ocuparé de él en primavera. Te lo prometo. Todo será más fácil en primavera. Hasta entonces, rezaré para que se controle. Que Dios os bendiga a Connie y a ti por el trabajo que hacéis aquí. El campamento sería un nido de problemas sin vosotros. Y ahora ¿puedes subir a ver cómo está Melissa? Gloria está con ella. Hoy tiene un mal día.
La señora Holland había caído en un estado semivegetativo un mes antes. De vez en cuando abría los ojos y parecía que escrutara la habitación, pero ya no respondía a las instrucciones verbales. Connie tenía entre su instrumental un único tubo nasogástrico que no paraban de limpiar y reutilizar para introducirle agua azucarada en el estómago. Holland había insistido. No quería que se escatimaran esfuerzos para mantenerla viva el máximo tiempo posible. Morningside también sentía la necesidad de prolongar la vida de esa mujer; se había convertido en su enfermera a jornada completa. Le daba de comer, la limpiaba, le daba la vuelta para impedir que se llagara y le dedicaba largos monólogos, sobre todo acerca de su vida antes de dedicarse a la política. La inválida se había convertido en su razón de ser.
—No me caía bien cuando podía hablar —le explicó un día a Jamie—. Detesto sus ideas políticas, detesto su manera de tergiversar la religión y detesto que se convirtiera en nuestra carcelera. Pero ahora que está indefensa, puedo ocuparme de ella. Es una tontería, en realidad, pero me ha dado un propósito.
Jeremy era una cara bienvenida en la cabaña de Jamie y Connie. El joven, con su corte de pelo mullet, tenía una sonrisa que animaba hasta los días más deprimentes y un entrañable sentido del humor que usaba sobre todo para reírse de sí mismo. Resultaba increíble que fuera sobrino de Streeter.
—Odio a mi tío —les dijo—. Siempre he tenido miedo cuando estoy con él, incluso de pequeño. Una vez le rompí una ventana jugando al béisbol en su patio y me sacó la pistola reglamentaria. Os lo juro por Dios.
Ante ellos, Jeremy no paraba de disculparse. Les explicó que él también era, básicamente, un prisionero. Si intentaba marcharse o los ayudaba a escapar, temía que, sin la protección de su tía, Streeter lo matase. Los lazos familiares le importaban poco. Insistía en que le traían sin cuidado la religión y la política. Su único trabajo era dirigir las sesiones de gimnasia de los reclutas. Había trabajado de monitor de campamento para los Holland y en el futuro se veía de profesor de Educación física y tal vez de entrenador de fútbol en algún instituto. Tal como estaba el país, se daba con un canto en los dientes por haber encontrado un refugio en el campamento, y su compasión hacia los reclutas parecía sincera.
Desde el momento en que vio a Kyra por primera vez, se enamoró perdidamente. Jamie pronto se sintió cómodo con el chaval. Lo tenía por responsable y respetuoso, y le dejaba quedarse en la cabaña con los chicos cuando él y Connie tenían que formar equipo para ocuparse de alguna emergencia o intervención médica. Jeremy jugaba a juegos de mesa o hacía puzles con Kyra, Emma y Dylan.
Hasta el momento en que Kyra le había contado a Connie que Jeremy le había tocado sus partes, Jamie no tenía ni idea de que habían estado tonteando. Cuando Kyra, contentísima, le dijo a Jeremy que iba a tener un bebé, el chico dio por sentado que él era el padre, y Jamie decidió no desengañarlo. En circunstancias normales no habría tomado esa decisión, pero pensó que era mejor para todos que Kyra creyera —y él fingiese— que Joe Edison ya no tenía nada que ver con su vida.
Una tarde, Jeremy andaba por la cabaña mientras Jamie cocinaba un estofado con los escasos ingredientes disponibles y Connie leía un libro. Kyra, de pronto, se levantó la camisa para enseñarle a Jeremy la barriga.
—¡Mira mi bebé! —exclamó.
—Cada vez más grande —comentó Jeremy.
—Bájate la camisa, Kyra, ahora mismo —dijo Jamie como buen padre.
—¿Qué nombre le pondremos? —preguntó Jeremy.
—Llamadlo bebé —propuso Dylan alzando la vista del puzle.
—Necesita un nombre de verdad —replicó Jeremy—. ¡No podemos llamarlo bebé!
—No sé qué nombre ponerle —se lamentó Kyra con el ceño fruncido.
—Puedes ponerle el nombre que quieras, cielo —dijo Connie—. Es tu bebé.
Kyra adoptó una actitud reflexiva y dijo que lo llamaría Jeremy.
—¿Y si es niña? —preguntó Jeremy sonriente.
—Emma —anunció Kyra, después de cavilar un momento.
Emma se llevó una agradable sorpresa.
—¡Ese es mi nombre! Yo soy Emma.
—Una excelente elección —dijo Connie.
Oyeron un crujido delante de la cabaña, pasos en la nieve, seguido de unos golpes en la puerta. Era Roger, muy agitado. Les contó que la señora Holland se encontraba muy mal.
—El señor Holland quiere que vayan los dos. Su esposa no respira bien.
Echaron mano de su instrumental y le dijeron a Jeremy que vigilara el fuerte.
Se encontraron lo que Jamie se esperaba. El tumor cerebral había ido creciendo poco a poco y le presionaba el bulbo raquídeo. Llegaría un momento, inevitable, en que dejaría de respirar.
A Holland, apartado en un rincón, se le veía pequeño e insignificante. Morningside era quien llevaba la voz cantante en la enfermería improvisada, y fue ella quien les describió el nuevo problema.
—Ha empezado a tener episodios de respiración muy profunda, seguidos de episodios en los que casi deja de respirar.
—Se llama respiración de Cheyne-Stokes —explicó Jamie—. La presión dentro del cráneo empuja el cerebro contra el centro que controla la respiración.
—¿Puedes hacer algo? —preguntó Morningside.
—Me temo que no.
Holland habló con un hilo de voz apenas audible.
—¿No puedes operar, Connie?
—Ya hemos hablado de esto —contestó la doctora—. No serviría de nada.
—Dios mío.
No tuvieron que esperar mucho. Al cabo de cinco minutos, estaba muerta. Morningside alisó las sábanas sobre su cuerpo y salió del cuarto despacio. Jamie la oyó recorrer el pasillo y cerrar la puerta de su dormitorio.
Al volver a la cabaña, Jamie y Connie se llevaron un susto. El salón estaba vacío y el puzle tirado en el suelo sin terminar. Las habitaciones de los dormitorios estaban cerradas. Irrumpieron en el cuarto de las niñas, donde encontraron a Kyra y a Jeremy bajo las mantas.
—¡Jeremy, levanta y sal de aquí cagando leches! —gritó Jamie—. Se supone que tenías que cuidar de ellas, no… En fin, ya sabes qué.
Jeremy se cayó de la cama del susto.
—Lo siento, señor. Una cosa llevó a la otra. Estamos enamorados.
—Ya lo veo. Anda, vete ya.
—¿Puede quedarse Jeremy? —preguntó Kyra haciendo un puchero.
Jamie solo tenía una palabra para ella.
—No.
Con no poco nerviosismo, entreabrieron la puerta del dormitorio de Dylan y se lo encontraron entrelazado con Emma, abrazándose semidesnudos.
—No pierdas los estribos —dijo Connie—. Es algo natural.
—El embarazo también.
Jamie entró en la habitación y carraspeó.
—Hola, papá —saludó Emma—. ¡Dylan y yo nos estamos divirtiendo!
—¡Sí, es verdad! —coincidió Dylan.
—Ya lo veo —dijo Jamie—. ¿Te importaría vestirte y salir al salón?
—Vale —contestó Emma tan campante—. ¿Paramos?
—Sí, mejor paráis. ¿Habéis hecho esto antes? Lo que estáis haciendo ahora, ya me entendéis.
—¿Meter mi pene? —preguntó Dylan.
—Exacto.
—¡Sí, papá! —respondió Emma—. Lo hacemos un montón.
Jamie estaba atónito. Dylan y su hija apenas pasaban tiempo a solas.
—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Y cómo? La puerta de Dylan está cerrada con llave por las noches.
—¡Sé dónde guardas la llave! —exclamó Emma alegremente.
Al cabo de unos pocos días, estaban cenando en la cabaña a una hora temprana cuando entró Jeremy de golpe con una súplica urgente.
—Sé que en teoría no puedo entrar aquí, pero mi tío está pegándole una paliza a Darren. Creo que va a matarlo.
Jamie dejó a Connie con los niños y siguió a Jeremy a través del crepúsculo hasta el barracón uno, solo para hombres. Desde fuera oyó gritos y chillidos. Dentro se encontró con una escena caótica. Roger mantenía a raya a los reclutas, llorosos y vociferantes, con el bate de béisbol de aluminio que le gustaba llevar encima, mientras Streeter, con las fosas nasales dilatadas, daba una paliza a uno de los reclutas más mayores, el rechoncho Darren, cuyo rostro estaba deformado y ensangrentado.
—¡Para! —gritó Jamie—. ¡Para ahora mismo!
—¡Vete a la mierda! —replicó Streeter a voces, a la vez que arreaba otro puñetazo a Darren.
Jamie se acercó un poco más.
—¡Déjalo en paz! ¿Qué ha hecho?
—He visto a Darren besando a Marty —respondió Roger—. Tenía la mano metida en sus pantalones.
—¿¡Y por eso vais a matarlo de una paliza!? —gritó Jamie.
—Odio a los maricones incluso más que a ti —le espetó Streeter mientras se preparaba para asestar otro golpe.
Jamie se hartó. Se abalanzó sobre Streeter y lo derribó. El expolicía gruñó, renegó y logró colocársele encima. Jamie notó el sabor salado del sudor que le goteaba de la cara. Luego sintió el primer puñetazo en el costado. Se defendió, pero más tarde, pensando en lo sucedido, dudó que le hubiese alcanzado muchas veces. Streeter iba colocado y le golpeaba sentado a horcajadas sobre su pecho, una máquina de destrucción con la droga por combustible.
Lo último que oyó Jamie fue a Jeremy gritándole a Roger que le diera el bate y a Streeter pidiendo a gritos que parase o le reventaba la cabeza.
Jamie despertó en su cama, con Connie al lado. Tenía una impresión general de lo que había pasado.
—¿Me han noqueado?
—Así es. No creo que tengas nada roto.
Tenía la cabeza a punto de estallar y le dolía el resto del cuerpo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque soy la mejor cirujana del lugar.
—Te pondré cinco estrellas en Yelp.
Connie se rio.
—Tú eres el experto en traumatismos craneales. ¿Qué hacemos en caso de conmoción?
—Un par de comprimidos de Tylenol no vendrían mal. Y una compresa fría.
—Marchando.
Connie volvió con una toallita empapada en nieve y se la puso en la frente.
—Jeremy me ha dicho que le has salvado la vida a Darren.
—Yo era un saco de boxeo más atractivo.
—¿Por qué le pegaba?
—Darren le tiró los trastos a otro tío. Puedes añadir una homofobia galopante a las múltiples cualidades de Streeter.
—Uno no se olvida de que es gay, ¿verdad?
—La orientación sexual no tiene nada que ver con la memoria.
—Gracias, doctor.
—De nada, doctora.
En mitad de la noche, Jamie se despertó con la boca terriblemente seca. Un rayo de luna iluminaba su cama y, bajo esa luz, la vio, de lado, mirándolo.
—¿Estás bien? —preguntó Connie.
—El dolor de cabeza ha mejorado. Solo tengo sed.
Jamie notó su mano en el muslo.
—¿Te molesta?
—No.
Connie lo rozó y él se puso duro, enseguida.
—Hoy has sido muy valiente.
—O muy estúpido.
Connie fue la segunda persona en subírsele a horcajadas ese día, pero la segunda vez fue muy preferible. No le explicó que practicar el sexo justo después de una conmoción probablemente no era la mejor idea del mundo, porque a él le daba lo mismo. Había sido un calvario mantenerse célibe durmiendo junto a una mujer atractiva, y si había hecho falta una paliza para superar el impasse, bienvenida fuera. Cuando se besaron, pensó en Mandy. Estaba seguro de que ella habría aprobado que él siguiera con su vida.
—Hay mucho cachondeo en esta cabaña —comentó Connie, tendida a su lado más tarde.
—Últimamente menos. He cambiado de sitio la llave del cuarto de Dylan.
Connie le besó.
—Aguafiestas.
—¿Significa esto que nuestra guerra fría ha terminado?
—Eso parece.
A primera hora de la mañana siguiente, alguien llamó educadamente a la puerta. Connie era la única que estaba levantada, preparando café aguado para preservar sus menguantes reservas. Era Holland, lo que resultaba inusual. Tenía pinta de no haber dormido. Connie y Jamie sabían que no comía mucho desde la muerte de su mujer, y a veces se lo encontraban llorando con la cara apoyada en las manos.
—¿Cómo está Jamie? —preguntó—. Me he enterado de que se peleó con Chuck.
—Está bien, pero Streeter es un puto animal, Jack.
—Lo sé. Hablaré con él. —No sonaba muy convincente.
—Quiero dejarle dormir.
—Sí, es mejor que descanse. ¿Crees que podrías ayudarme con una cosa? En mi casa.
Connie se vistió y lo siguió a través del bosque. Hacía un día nublado, y el lago helado se veía gris e inerte. Pensó que Holland la llevaría al interior de su casa, pero no.
—Allí —dijo señalando un punto.
Gloria Morningside estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared de una letrina. Iba descalza, vestida con ropa ligera y su aspecto era tan gris y gélido como el lago.
—¡Oh, Dios, no! —exclamó Connie.
No había nada que hacer. Solo mirar.
—Ayer me pareció oír que se levantaba —dijo Holland—. No se me ocurrió comprobar cómo estaba. Debería haberlo hecho. No creo que haya podido superar la muerte de Melissa. Se la tomó peor ella que yo. ¿Te imaginas?
—Cuidar de Melissa era lo último que la mantenía con vida —señaló Connie—. Jack, ¿no crees que ya es hora de dejarnos marchar?
—Tal vez. Tal vez lo sea —contestó él con voz ausente—. Dame un poco de margen para pensármelo, ¿de acuerdo?