30
No volvieron a hablar hasta que la mitad de Connecticut se reflejó en el espejo retrovisor. Jamie trataba de abstraerse con el tintineo metálico del llavero del Volvo que colgaba en su campo de visión, pero el sonido le recordaba a la pareja de músicos que yacía muerta en el suelo de su cocina. En la bandeja de la guantera central, varios CD de música clásica se deslizaban de un lado a otro.
Linda rompió por fin el hielo.
—¿Quieres que conduzca?
—No.
—No es que sea mi estilo —dijo ella revolviendo entre los CD—, pero si quieres pongo uno.
—No los toques —repuso él furioso—. No te atrevas a tocarlos.
—Lo que tú digas, Jamie. A ver, ¿cuál es tu puto problema?
—Puto problema —repitió Emma alegremente en el asiento de atrás.
Si no estuviera tan enfadado, eso le habría hecho reír.
—Mi problema eres tú. Tú eres el problema.
—¿Yo? Te equivocas, amigo. El problema es el caos en que se ha convertido el mundo. Y yo soy la solución.
—¿La solución al caos y la violencia es más violencia?
—Ha sido en defensa propia, Jamie. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Ya viste los cuchillos.
—No creo que esos hombres pudieran hacerle daño ni a una mosca. Dime una cosa, Linda. El Suburban… ¿También disparaste a su dueño?
—Que te jodan. La casa estaba vacía. Las llaves estaban por ahí.
Jamie clavó la mirada en la solitaria autopista que se extendía ante él y apretó el acelerador para mantener la velocidad en un largo trecho de subida. La luz diurna era apagada y plomiza. La pálida cinta de asfalto parecía una rampa de despegue hacia el cielo.
—Bueno, señor arrogante sabelotodo, ¿así es como va a ser a partir de ahora? ¿Soy culpable hasta que se demuestre mi inocencia? ¿Esa es tu versión de la verdad, de la justicia y del estilo de vida americano? Acabo de decir que el problema es el mundo. Pues me equivocaba: el problema eres tú. Tú eres el puto problema.
—¿Te importaría explicarte?
—Pues sí, te lo voy a contar. La primera noche que estuve en tu casa oí lo que dijiste. Lo que le dijiste a Mandy.
—¿Y qué dije?
—Algo de que tu virus había provocado todo esto y que, si no fuera por eso, Emma estaría bien.
Jamie apretó el volante con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.
—Escúchame bien, Linda, aquí hay mucho que aclarar. En primer lugar, yo no dije eso. Fue Mandy, y yo le contesté que se equivocaba. Y en segundo lugar, la única manera de que oyeras eso fue espiando una de mis llamadas.
—Eh, eh… No me vengas ahora con la ética de los huéspedes de una casa. Déjame que te pregunte algo: ¿qué papel desempeñaste tú en toda esta la mierda en la que estamos metidos?
Jamie podría haberle dicho que no era asunto suyo, pero quizá se sentía culpable y quería desahogarse. Intentó explicárselo todo. Le habló sobre el ensayo de terapia génica, sobre su papel y el de Mandy en el proyecto. Le habló de Steadman y de los mecanismos de control que él le había exigido aplicar. Le contó cómo Steadman había mostrado una absoluta negligencia y se había saltado todos los protocolos de seguridad. Linda escuchaba impasible. No interrumpió su monólogo hasta que una de las chicas pidió comida. Ella les pasó algo de picar y luego murmuró un «Continúa».
Cuando Jamie hubo acabado, Linda tomó la palabra.
—Mira, yo solo soy una poli. No he entendido todo lo que has contado, pero si dices que no fuiste tú, que fue el otro tío, por mí estupendo. Estoy acostumbrada a oír eso de que no fui yo, fue el otro, así que prefiero dejarlo correr. No voy a juzgarte, y espero que tú tengas la misma deferencia conmigo.
Jamie no se había dado cuenta de que Linda había cogido una botella de coñac de casa de los músicos —supuso que procedía de allí—, ya que apareció como por arte de magia de debajo de su asiento. Antes de que él pudiera objetar nada, Linda desenroscó el tapón y le dio un buen trago para, a continuación, devolverla al escondrijo, que ahora había dejado de ser secreto.
Ella se le adelantó.
—Es solo un traguito para aliviar la tensión de este día de mierda. Ahora voy a echarme una siestecita. Cuando me despierte, te relevo al volante en cuanto tú me digas.
Debían de quedar unas quince o dieciséis horas de trayecto hasta Indianápolis. Con todos los problemas surgidos durante el camino, habrían perdido unas cinco horas, así que llegarían como muy pronto al amanecer del día siguiente. Jamie quería llamar a Mandy o mandarle un mensaje para avisarla de su demora, pero sabía que era imposible. El primer mensaje de texto se envió en 1992. La primera llamada de móvil se efectuó en 1973. La primera transmisión de corriente eléctrica se realizó en 1889. En la cabeza de un alfiler cabían miles de partículas de adenovirus, y esas motas microscópicas estaban haciendo que el mundo retrocediera cientos de años.
Mientras conducía, pensaba en cómo librarse de su asociación con la mortífera reina de la priva. A Emma le hacía mucho bien tener una amiga, pero esa no era razón suficiente para que Linda siguiera con ellos. ¿Era una superviviente nata? Sin la menor duda. ¿Quería Jamie una sociópata a su lado? Para nada. Ni siquiera estaba seguro de por qué, en un principio, ella había querido aliarse con él. ¿Por qué él? ¿Acaso no tenía parientes o amigos?
Linda empezó a roncar. Jamie puso a prueba la profundidad de su sueño susurrándoles preguntas a Emma y a Kyra.
¿Tenían hambre?
Ambas respondieron que sí, y él les pasó una bolsa en la que aún quedaban unas cuantas patatas fritas.
¿Tenían sueño?
No recordaba si les había enseñado esa palabra. Por lo visto, no, porque ponían cara de no saber de qué hablaba. Volvió a preguntárselo y señaló a Linda, dejando caer la cabeza a un lado e imitando el sonido de los ronquidos.
Encontraron aquello tan divertido y rieron con tantas ganas que Jamie creyó que despertarían a Linda. Volvió a hacerles la pregunta.
—Yo no sueño —dijo Emma.
—No. Di: «Yo no tengo sueño».
Emma lo expresó correctamente, y Kyra también.
Jamie decidió que era el momento de intentarlo con un concepto abstracto.
—¿Sois felices?
Se hizo el silencio hasta que Emma recordó algo que su padre le había enseñado hacía un par de días.
—Yo… no… entien…
—Entiendo.
Ella repitió la palabra.
—¿No entiendes lo que quiere decir «feliz»?
Jamie la vio negar con la cabeza por el espejo retrovisor.
—¿Qué feliz?
—¿Qué es feliz? —la corrigió él—. Feliz es cuando te ríes. Ja, ja, ja.
Kyra repitió mecánicamente su pésima imitación de una risa y, al oírla, Emma rio a carcajadas. Entonces se quedó muy callada.
—No feliz —dijo al fin.
—¿Por qué no eres feliz?
—Rommy —contestó, y se echó a llorar.
—Oh, cariño, estás triste.
—Yo estás triste.
—Pobrecito Rommy —dijo Jamie—. Pobre perro.
Emma sorbió por la nariz.
—Yo quiero a Rommy.
El sol asomó al fin entre las nubes y el resplandor despertó a Linda.
—¿Dónde estamos?
—Acabamos de cruzar el Hudson —dijo Jamie—. Estamos llegando a New Jersey.
—¿Mucho movimiento en la carretera?
—Casi nada.
Linda se giró hacia el asiento trasero. Las chicas dormían, Kyra apoyada en el hombro de Emma.
—¿Cómo estamos de gasolina?
—Habrá que llenar el depósito un par de veces para llegar a Indianápolis. Este trasto consume bastante.
Evitaron abordar cualquier tema espinoso. Hablaron de las chicas, de la comida, de parar para ir al baño. Ella se ofreció a sustituirle al volante y esta vez él aceptó. Puso el intermitente y se detuvo en un área de descanso, situada en una larga recta desde la que se divisaba cualquier vehículo que viniera en ambos sentidos desde varios kilómetros de distancia.
De vuelta en la autopista, Jamie se sentía demasiado alterado para dormir, así que al final cedió y puso en el reproductor el CD de la Segunda sinfonía de Mahler. Al momento se arrepintió: le vino a la mente una imagen de los dos músicos sentados ahí mismo, en aquellos asientos, charlando o simplemente escuchando la música con gesto placentero. La quitó y ajustó el asiento a fin de tener más espacio para las piernas, procurando que el fusil de Linda no le rozara en el muslo.
La pregunta de ella pareció que buscaba aplacar su ira.
—¿Has pensado alguna vez en volver a casarte? —preguntó Linda.
Jamie suspiró. ¿Qué otra cosa podía hacer, ignorarla durante el resto del camino?
—La verdad es que no.
—¿Por qué?
¿Por qué? Porque su matrimonio había sido complicado. Porque a casi todas las mujeres con las que había estado les había asustado la idea de hacerse cargo de Emma. Porque su mujer ideal siempre había sido Mandy y ninguna de las demás había estado a su altura. Porque cuando Mandy había reaparecido en su vida como por arte de magia, ella no se había mostrado dispuesta a dejar a su marido.
—Nunca se me ha presentado la oportunidad —se limitó a responder.
Linda pasó de inmediato a hablar de su caso, delatando así su verdadera intención. Él la caló al momento: buscaba compasión.
—Mi matrimonio fue tan espantoso que de ningún modo pienso volver a cometer el mismo error.
—¿Y eso?
—Bruce era un cabrón.
—¿Y por qué te casaste con él?
—Bueno, para empezar era muy guapo y se convirtió en mi billete para largarme de New Hampshire. Yo tenía treinta y tres años y vivía en un pueblecito cerca de la frontera canadiense. Trabajaba de agente forestal y un invierno lo paré por exceso de velocidad cuando conducía una moto de nieve. Era el típico capullo de Massachusetts, arrogante y chulo, pero sabía venderse bien y consiguió que le diera mi número. Y al poco tiempo estaba casada con él y viviendo en Brookline. Era agente de seguros y vendía montones de pólizas suplementarias entre los miembros del cuerpo policial. Y así fue como acabé ingresando en el Departamento de Brookline. Cuando tuvimos a Kyra, perdió todo el interés por mí. Volvió a casarse, con una jovencita, y por lo que sé vive en algún lugar perdido de Maine, escaqueándose de pagar la pensión alimenticia como un auténtico hijo de puta. Pero al final yo reí la última: él vivía en el culo del mundo y yo en Brookline. Espero que el virus haya llegado allá arriba.
—Seguro que sí.
—Criar sola a una hija no ha sido fácil, pero qué te voy a contar a ti…
—Ya.
—Cuando Kyra era pequeña, las cosas no iban tan mal, aparte de los problemas logísticos con mis turnos demenciales. Los problemas de verdad llegaron con la adolescencia. Una puta pesadilla. Se convirtió en una borde integral. Daba la impresión de que vivía para atormentarme. Seguro que Emma es mucho mejor. Cuando venía a casa, siempre se mostraba muy educada.
—Yo podría decirte lo mismo de Kyra. Así es como se comportan: muy educadas con los padres de sus amigas y unos verdaderos incordios con los suyos.
—Te diré algo que seguramente me hará quedar como una bruja.
«Eso no será muy difícil», pensó Jamie.
Linda chasqueó la lengua mientras escogía las palabras.
—Me gusta más mi hija ahora que está enferma. Ya no es una capulla respondona. Ahora es encantadora.
Jamie detestaba tener que darle la razón, pero él había pensado más o menos lo mismo. Era más fácil querer a Emma sin todo su bagaje adolescente. Para él, la chica dulce y sencilla que iba sentada en el asiento trasero era la verdadera esencia de su hija. Deseaba con todas sus fuerzas enseñarle cosas sobre el mundo y sobre sí misma, pero no quería que reaprendiera a ser desagradable, cruel, insensata, irresponsable. Mientras no hubiese una cura, la convertiría en la persona que él quería que fuera. Tal vez ahora podría hacerlo mucho mejor como padre.
—Muy en el fondo —le dijo a Linda—, siempre han sido unas niñas adorables.